Fiel sólo a si mismo, José Luis Borau sigue un camino tan solitario como arriesgado. Sin sentirse en deuda con el público —ni con sus admiradores—, libre de las exigencias comerciales que le haría respetar un productor, sin rendir tributo al concepto de «obra» en cuanto «discurso» que se imponen a sí mismos quienes —antes de saber si lo son— anteponen el objetivo quimérico de afirmar su identidad como «autores» al mucho más modesto pero también, sin duda, más fructífero de hacer, pero sin por ello abandonarse al espejismo cuantitativista de creer que lo importante es hacer lo que sea con una fe ciega en la «experiencia» —como si los vicios no pudieran también ser aprendidos—, Borau ha dejado pasar cuatro largos y no precisamente ociosos años entre el éxito inesperado de Furtivos (1975) y su siguiente película, La Sabina (1979), en la que, lejos de explotar —como algunos temían o esperaban y hubiese sido, desde una perspectiva mercantilista, bastante comprensible— el filón casualmente hallado, el autor de Hay que matar a B. (1973) da uno de esos giros de 180 grados a los que ya debíamos estar acostumbrados y se adentra una vez más en territorio desconocido.
Productor y director, por supuesto, y también —aunque por primera vez a solas— argumentista y guionista, Borau se aparta desde el comienzo de lo que hoy constituye la norma en el cine comercial de cualquier país en, por lo menos, dos aspectos fundamentales: en primer lugar, La Sabina es una película que no tiene en cuenta a sus eventuales destinatarios ni siquiera para considerar si existe o no una «demanda» potencial de tan insólito producto (cualquier encuesta de «marketing» hubiese desaconsejado, sin duda, acometer semejante empresa: ventajas del subdesarrollo de nuestra industria que tal vez pronto perdamos), sino tan sólo la voluntad del «emisor», que tampoco se siente imbuido de «misión» alguna y, por tanto, no tiene nada que «decir», sino, simplemente, algo que contar: su único «mensaje» sería el que un náufrago confía — sin demasiadas esperanzas, probablemente, ni verdadera finalidad utilitaria— a una botella cuyo rumbo es tan imprevisible como el nombre del desconocido que pueda llegar a leer, quién sabe cuándo, las coordenadas de su paradero o un resumen de sus desventuras; en segundo lugar, y pese a la engañosa coincidencia «a posteriori» entre su primera imagen y la que le pone fin, La Sabina no es una película hecha en función de su conclusión, como suelen serlo casi todas las que hoy día se ruedan, y que son literalmente «escatológicas», ya que las teóricas «consecuencias» de sus respectivas historias son, en realidad, las «causas» originarias, o al menos generadoras, de las películas, construidas de hecho en sentido cronológicamente inverso al de proyección y por ello no ya susceptibles de manipulación temporal sino propensas a abandonar la narración lineal al menor pretexto (e incluso sin él), ya que la simplicidad de tal estructura podría dejar al descubierto la escasa consistencia del edificio empezado por el techo; la ausencia de esta «vectorialidad» artificial, a la que estamos ya tan habituados que parece «natural» y hasta consustancial a toda construcción dramática —no digamos «desdramatizadora»—, es sin duda el motivo por el que se acusa a La Sabina de «deslavazada» (el rechazo casi unánime que provoca el «final» de otra de las raras películas recientes que no se convierten en un mero y enojoso «medio» de llegar a una conclusión prefijada, Apocalypse Now, no hace sino confirmar mí sospecha).
Pero no nos engañemos: Borau no es ningún «perverso» capaz de cualquier cosa —arriesgada u oportuna, tanto da— con tal de parecer «original» o de distanciarse del grueso del pelotón, y si viola tan palmariamente dos de las reglas no escritas del cine contemporáneo no es por mero afán de «trasgredir» las leyes de la rentabilidad ni de contrariar los deseos atribuidos al público por exhibidores, distribuidores, productores y críticos en curiosa armonía, sino porque tales normas le son ajenas y acatarlas le impediría hacer lo que desea, que no es otra cosa que dedicarse a la muy normal, tradicional y respetable actividad consistente en contar una historia, para él interesante, como él quiere. Requisito indispensable para ejercer esa actividad tan arraigada en la naturaleza humana parece, sin duda, la convicción, por parte del narrador, de que su historia merece ser contada, a despecho de que sus oyentes compartan o no su opinión acerca de los méritos de lo relatado y sigan o no con avidez —«pendientes de un hilo»— el desarrollo de los hechos, reales o ficticios, que se ha empeñado en comunicarles, dispuesto a hacerse oír incluso cuando advierte, no sin irritación o desencanto, que no le prestan la debida atención. Uno de los factores determinantes del mérito de toda relación inventada estriba en su carácter insólito, extraño y desacostumbrado para, cuando menos, uno de los implicados en el proceso narrativo, causa por la que la evidente «rareza» de La Sabina no necesita de ulteriores explicaciones; el peligro estriba en que, en ocasiones, la historia, o la forma de contarla, o ambas cosas a la vez, resultan excesivamente «extrañas» para los receptores, que pueden no sentirse concernidos por lo que con tanto empeño y arte se les intenta trasmitir. El rechazo puede ser más o menos tajante, instintivo o deliberado, y obedecer, según la edad, la formación y el carácter individual de los oyentes o espectadores —en la medida en que muchos espectáculos pertenecen al género narrativo—, a causas muy variadas e incluso contrapuestas.
He ahí el mayor riesgo que ha corrido Borau al contar la leyenda inventada que es La Sabina: los ingredientes esenciales de su relato no son hoy los más demandados, ni siquiera apreciados (puesto que su ya habitual ausencia no se echa en falta), por la mayor parte del público cinematográfico, y son incluso perseguidos por la crítica, que —porque es demasiado joven como para conocerlos— los considera «ajenos», o bien —tan vieja que los ha olvidado— no los reconoce, o, más a menudo —por vivir pendiente de la última moda—, los encuentra «anticuados». Estos ingredientes básicos son, como en todas las películas personales y hechas en libertad de Borau, los personajes —que tienen vida propia, que no son meros excipientes, ni recipientes en los que se pueda meter cualquier contenido; que no simbolizan o «representan» clases sociales, tipos nacionales o regionales; no son, tampoco, pretextos para una sesuda disertación psicoanalítica, ni «facetas» de la personalidad escindida del autor —y, sobre todo, las pasiones que los mueven y con las que se debaten— sin resignación fatalista ni sumisión al destino: no asistimos a una tragedia— ante nuestros ojos, certeramente mostrados por Borau a través de la desnuda opacidad de sus actos, es decir, sin condicionar nuestra percepción por medio de explicaciones innecesarias ni de acotaciones paralelas (y, por tanto, externas).
Como en Hay que matar a B. y, en cierto sentido, en Furtivos, buena parte de los personajes de La Sabina son exiliados —es decir, excluidos, y con algo de prisioneros en una cárcel sin muros, como puede serlo un país que no es el propio o un bosque dominado por una madre posesiva—, aunque en esta ocasión lo sean voluntariamente —al menos en apariencia—, y no a la fuerza. Como en las dos películas precedentes de Borau, los protagonistas masculinos conocen a mujeres con las que nada tienen que ver (Stéphane Audran en Hay que matar a B., Alicia Sánchez en Furtivos, Ángela Molina en La Sabina) pero que, tal vez por eso, despiertan sus pasiones dormidas o reprimidas y les hacen concebir ilusiones y esperanzas de vida nueva que se verán frustradas por una intervención externa (la intriga política cuyos hilos mueve Burgess Meredith, los celos de Lola Gaos, la llegada al pueblecito andaluz de Harriet Andersson y Simon Ward) que tiene su origen en un pasado del que el protagonista —sea Darren McGavin, Ovidi Montllor o el escritor inglés encarnado por Jon Finch— acaba por no encontrar más escapatoria que la muerte, asumida de una forma que podría calificarse de suicida.
Esto significa que, tanto por lo que cuentan como por el modo en que lo hacen, las tres últimas películas de Borau tienen, por debajo de sus aparentes y sin duda llamativas diferencias, mucho en común en cuanto se piensa un poco en ellas, sin dejarse despistar por detalles circunstanciales, atendiendo a lo fundamental. Sin embargo, hay algo que de verdad separa a La Sabina de las películas anteriores de Borau, y es la falta de marco; o mejor, para decirlo con una metáfora más gráfica —sin duda sugerida por un film que vi ayer—, que Borau —por primera vez trabajando sin ayuda, ni de Antonio Drove ni de Manolo Gutiérrez Aragón— se ha atrevido a dar el triple salto mortal sin red. Me refiero a que, si ni Hay que matar a B. ni Furtivos podían adscribirse a un género concreto y existente como tal, la primera contaba con el soporte de una maquinación político-criminal, emparentable con Fritz Lang, Jacques Rivette (el de Paris nous appartient), Kafka o Borges, y la segunda echaba raíces en una tradición de salvajismo rural muy «hispánica», que justificaba su exacerbado aunque contenido dramatismo y que sugirió a algunos una lectura en clave política que no venía muy a cuento; La Sabina, en cambio, se presenta directamente como lo que es —y era, más soterradamente, las otras dos—, es decir, como una historia de amor, categoría hoy desprestigiada en extremo, como lo prueba el fracaso crítico y comercial de casi todas las películas que se permiten ser simplemente eso, sin otras atracciones o coartadas, sin cubrir «sus vergüenzas» bajo la máscara de la parodia o el trascendentalismo (la excepción que confirma la regla sería Manhattan, aunque sospecho que su clamoroso éxito puede deberse a un malentendido). Si añadimos que lo que antes he llamado «detalles circunstanciales» de La Sabina son de los que, en este país, podrían considerarse «mortales de necesidad» —reparto integrado por dos ingleses, una sueca, una americana y tres españoles; el maravilloso acento andaluz de Ángela Molina; personajes ingleses y del «mundillo literario»; co-producción con Suecia, que aporta al excelente director de fotografía; alusiones a una misteriosa «dragona» de cuya existencia no se aportan pruebas ni en un sentido ni en el contrario—, se comprenderá el riesgo asumido por Borau en su nueva película, y que ni el interés de la historia —que he procurado no contar, para no suplantarla— ni la excelencia (sin una sola excepción, aunque destacaría las prodigiosas creaciones de Jon Finch y, como casi siempre, Ángela Molina, la mejor y más atractiva actriz con que cuenta el país) de la dirección de actores, ni la sobriedad con que ha captado Lars-Göran Björne la belleza del paisaje andaluz, ni la discreta y apasionada música de Paco de Lucía, basten para evitar que ese riesgo pueda resultar excesivo en una industria para lo que los «directores valen lo que su última película» solamente cuando ésta no ha funcionado bien en taquilla.
En “Dirigido por” nº 69, diciembre-1979
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