miércoles, 19 de julio de 2023

The Runner Stumbles (Stanley Kramer, 1979)

P. Rivard: «Siempre insiste en convertir todo en una cuestión personal.»

Sor Rita: «Porque todo es personal

1. Que se publique lo que uno escribe puede considerarse, hasta cierto punto, un privilegio, no siempre merecido, que es en la práctica lo único que separa al «crítico» del mero cinéfilo. Creo, por ello, un deber moral rehuir el plural mayestático o los reflexivos impersonales, y asumir, por el contrario, la primera persona del singular, con su implicación de subjetivismo; y pienso, además, que hay que indicar explícitamente desde dónde se ve y se escribe, sin que llevar catorce años fatigando la paciencia ajena le excuse a uno de ello: no siempre se adopta el mismo punto de vista, uno no es el mismo exactamente a lo largo de toda su vida, ni son siempre los mismos los lectores.

De ahí que estime oportuno aclarar —aunque pueda no interesarle a nadie— que si he ido a ver, y con más ganas de lo últimamente habitual, The Runner Stumbles —olvidemos ya su apodo castellano, que nada significa y que delata una asombrosa falta de imaginación— no ha sido en virtud de la «teoría de los autores», ya que, de reconocerle a Stanley Kramer tal condición, su aplicación me hubiera aconsejado la huida (encuentro horribles y soporíferas seis de las ocho películas que he visto de las doce anteriores que ha dirigido), sino por mi incorregible afición al melodrama y con la esperanza, que confieso sin falsos pudores, de presenciar un folletín delirante, perteneciente, para colmo de venturas, a un subgénero tan poco frecuentado recientemente, y tan proclive al exceso, como el de «curas y monjas», que en tiempos dio algunas obras maestras, alucinadas como Tempestad en la cumbre (Sirk), analíticas como El cardenal (Preminger), en las fronteras de la comedia como Las campanas de Santa María (McCarey) o de la tragedia como Les Anges du péché y Journal d'un curé de campagne (Bresson) y alguna otra europea, además de otras películas menos logradas pero interesantes, desde Yo confieso (Hitchcock) hasta Las llaves del Reino (Stahl), pasando por La primera legión (Sirk o Satanás nunca duerme (McCarey). Debo admitir, con todo, que tales expectativas se han visto, en buena medida, defraudadas y que, sorprendentemente, no lo he lamentado, pues The Runner Stumbles es un film extrañísimo, considerablemente original y, a mi entender, casi admirable.

2. Imagino que el raro lector que me haya acompañado hasta aquí se estará preguntando por qué diablos puede haberme gustado una película de Stanley Kramer —no confundir con Robert, autor de las excelentes The Edge (1967), Ice (1969) y Milestones (1975)—, y precisamente ésta; que considere notable Judgement at Nuremberg (Vencedores o vencidos/El juicio de Nuremberg, 1961) parece justificable (tema, actores, eficacia expositiva), pero —si no es el melodrama que yo esperaba—, ¿por qué puedo apreciar mucho más The Runner Stumbles? Responder a semejantes preguntas es uno de los más molestos e ineludibles deberes del crítico. Voy a intentarlo, pues, aunque reconozco que no es fácil.

No admiro The Runner Stumbles —al menos, no sólo— por estar bien y «clásicamente» realizada, pese a que da gusto poder ver, cada vez más de tarde en tarde, alguna película que vaya al grano, sin hacer estupideces con el tiempo ni juguetear con la cámara o los objetivos, renunciando al zoom y al flou-flou. Acostumbrados a la blandengue vaguedad visual y a los efectillos de montaje de la escuela «televisiva» —de la que proceden casi todos los cineastas comerciales en activo—, se puede acabar echando de menos el insípido y rutinario «saber hacer» de pesados artesanos como Robson o Wise, o incluso el relativo funcionalismo de los muy mediocres Delbert o Daniel Mann, a quienes despreciábamos olímpicamente hace quince años, encontrándolos inexpresivos, planos y torpes comparados con Anthony Mann, Mankiewicz, Wilder, Hawks, Hitchcock o Lang: de ahí que no disfrute con la eficacia y perfección de películas que no son nada del otro jueves, ni aportan novedad alguna, como El molino negro o Fuga de Alcatraz de Siegel, que suponen ahora algo así como un soplo de aire fresco y que tal vez intentemos volver a ver con auténtica sed dentro de cinco o diez años, si Coppola, Scorsese, Spielberg, Malick, Milius y algunos otros no lo remedian.

Tampoco es mi instintiva simpatía hacia todo aquello que va a contrapelo de la moda lo que me lleva a defender The Runner Stumbles, aunque hace falta osadía y valor —no creo que sea despiste: Kramer es, antes que director, un productor experto— para lanzarse, en 1979, a hacer una película tan arcaica —el uso de anticuadas «cortinillas laterales» en los encadenados me hace pensar que Kramer es consciente de ello—, tan poco atractiva para la crítica, tan vulnerable a la ironía, tan ajena a las preocupaciones del público actual; tan diferente, en sus planteamientos y en sus objetivos, de lo habitual en el cine de Kramer.

3. Creo que lo fundamentalmente nuevo de The Runner Stumbles estriba en su carácter exclusiva e insobornablemente personal. Empleo este adjetivo no para reivindicar a Kramer como autor, siquiera por una vez: estoy dispuesto a creerme que los temas que aborda le afectan, que es sincero, que piensa lo que dice; supongo, además, que intervendrá en todos sus guiones, pues es su propio productor y elige los argumentos y los intérpretes con toda libertad; pero sostengo, también, que no basta con tener la iniciativa y el control de una película, desde su concepción hasta el montaje final, para ser autor cinematográfico. Cuando afirmo que The Runner Stumbles es un film personal no quiere decir que sea personal de Kramer, ni muy característico de su modo de hacer, sino precisamente lo contrario: que, a diferencia de los que en su cine —sobre todo en sus obras más ambiciosas— es normal, los personajes de esta película no son entelequias ni generalidades, sino individuos; que el P. Rivard y la hermana Rita no son «el cura y la monja» ni «un cura y una monja», sino dos seres de distinto sexo que son, respectivamente, cura y monja, pero que no por ello dejan de ser —y ese es su problema, a fin de cuentas, que «el hábito no hace al monje»,— personas concretas y particulares, inconfundibles e intercambiables, que nada ni a nadie representan. Como dice la hermana Rita, todo es personal, y —por primera vez en la carrera de Kramer— este axioma se cumple en la película. Por eso The Runner Stumbles —pese a los esfuerzos publicitarios que se han hecho con motivo de su estreno en España para implicarla en el debate acerca del celibato sacerdotal que tanto preocupa al Ya— no trata un tema de actualidad —de hecho, se basa en un drama teatral que tiene su punto de partida en un caso real acaecido en 1927, y no se molesta en «actualizarlo»— , ni abordar un tema «conflictivo», ni es escandalosa o polémica, ni tiende a lo sensacional o espectacular, ni se mueve en el terreno de las ideas abstractas, ni transmite «mensaje» alguno, sino simplemente narra, con anticuada eficacia y de una forma bastante curiosa, un drama personal, una historia de amor.

4. Cuando empieza el film, la hermana Rita ha sido asesinada, y el P. Rivard, acusado del crimen, espera ser juzgado. Estamos en un pequeño pueblo rural del Noroeste de los Estados Unidos, a finales de los años 20, y el sospechoso cuenta lo que sabe del caso al inexperto abogado que va a defenderle, en una serie de flashbacks largos que continúan durante el juicio y que constituyen el grueso de la película.

Esta estructura narrativa tiene, automáticamente, una serie de importantes consecuencias: 1) excluye la identificación con la hermana Rita, ya fallecida, y la dificulta con el P. Rivard, acusado del asesinato; 2) predispone a esperar un esclarecimiento de los hechos ya acaecidos, más que nuevos sucesos, lo que da a la película un tono retrospectivo y reflexivo, y suscita, más que nada, la curiosidad: interesa más saber y comprender que sentir o compadecer; 3) elimina el «suspense» hasta como posibilidad; 4) al empezar la serie de flashbacks antes que el juicio, y tener lo poco que se ve de éste un carácter fragmentario, de pausa con «vuelta al presente» que permite hacer elipsis —es decir, una función de «enlace»—, se quita peso dramático al veredicto del jurado: es evidente, además, que a Rivard —nada simpático, demasiado indeciso— le da igual que le condenen o no, pues su vida ya no tiene sentido alguno, y esa indiferencia pronto se contagia al espectador; 5) no pretende funcionar en absoluto como intriga policíaca del tipo whodunit, pues no importa quién mató a Rita; si acaso —dado que se tiende a aceptar la posibilidad de que fuese Rivard— por qué, y esto porque sería una consecuencia de lo que de verdad interesa: lo que sucedió entre la hermana Rita y el P. Rivard, relaciones para las que sus votos religiosos — permanentemente visualizados a través de sus hábitos— no son sino un «tabú» o un obstáculo como otro cualquiera (diferencia social, de raza o de edad, consanguineidad, enfermedad, matrimonio de uno o ambos, etc.), pero con la virtud adicional de frustrar o posponer al máximo cualquier desahogo erótico y de potenciar su pasión cuando llegan a confesarse que se aman: Rivard dice que reza a Rita, que la adora, es decir, que la deifica; Rita responde que no quiere salvarse, esto es, que está dispuesta a todo.

5. The Runner Stumbles es, pues, una historia de amor que, en tiempos de «permisividad» y facilidades, decide poner obstáculos a los «amantes» para que así su pasión sea más explícita y evidente. La contención impuesta por la fe y el sentido del deber de los protagonistas da a toda la película una intensidad casi insoportable, que desemboca en una serie de estallidos sorprendentes por su violencia desesperada, rayana en la locura, y admirable y sobriamente dirigidos e interpretados, como cuando Rivard coge un cuchillo, se corta la mano y restriega con su sangre el rostro de Rita, o cuando —después del incendio— le quita la toca, le acaricia el cabello, la besa, casi la estrangula, vuelve a besarla: es la única escena de amor de la película, de una tensión raramente vista, que resulta violenta, molesta de presenciar, pues se siente uno sin derecho a inmiscuirse en algo tan íntimo, tan privado, tan desnudo y revelador; esta sensación se debe, sin duda, a la violencia de la situación, del diálogo y de los actores —Kathleen Quinlan y Dick Van Dyke admirables, lo mismo que Maureen Stapleton y Beau Bridges—, y además, quizá sobre todo, a que estas explosiones están filmadas sin tener en cuenta al espectador, como si Kramer, en vez de buscar los ángulos y los encuadres que mejor permitan al público asistir a ellas, se hubiese ocupado únicamente de captar certeramente, de cerca, la descarga de pasión, la corriente erótica que por fin se establece entre los enamorados, la fuerza incontenible de los sentimientos y los sentidos que, precisamente en ese instante —como nunca antes y ya nunca después— se desbordan.

Encontrarse de pronto, en una filmografía tan «formal» y retórica, tan superficial y pesada, tan teórica y discursiva, tan moralizante y falta de vida, ráfagas de furia, pasión y violencia contenidas como las que abundan en The Runner Stumbles, y explosiones tan sabia e impúdicamente puestas en escena, sin histerismos de montaje o encuadres, sin que sirvan de pretexto para que los actores hagan «numeritos» histriónicos, es una agradable sorpresa por parte de Stanley Kramer.

6. Por último, dos observaciones más acerca de esta curiosa película. Aunque dura 110 minutos —es decir, lo normal—, produce la extraña sensación de ser muy larga, y ello no porque pese, ni parezca que han pasado ya muchas cosas —en realidad, no pasa prácticamente nada—, sino porque se tiene todo el rato la impresión de que aún falta mucho por contar, de que todavía no ha sucedido lo que tiene que suceder; de ahí que su conclusión sea una sorpresa, y no argumental sino narrativamente: la película se acaba cuando parece que aún podría continuar. El otro detalle que quería comentar es lo poco que sorprende, en cambio, la identidad del asesino, y lo acertado de que no asombre sino, por el contrario, pensemos que es lógico, que teníamos que habernos dado cuenta, ya que es eso precisamente lo que les sucede a todos los presentes en el juicio, empezando por el propio P. Rivard.

En “Dirigido por” nº71, marzo-1980

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