John Huston es, qué duda cabe, una de las personalidades más simpáticas y atractivas del cine americano. Representante mítico de una concepción aventurera del cine, ideológicamente digno y respetable en todo momento, ni demasiado pretencioso ni excesivamente comercial, individualista y rebelde, irlandés y mexicano por vocación, amigo de Dashiell Hammett, Humphrey Bogart, Lauren Bacall y Errol Flynn, hijo y émulo de un excelente y truculento actor (Walter Huston), guionista de casi todas sus películas y que tuvo la suerte de dirigir el testamento de Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, todo en él invita a considerarle uno de los grandes autores. Sus films son de los que, sean cuales fueren las referencias que uno tenga, apetece ver lo antes posible; se acude a ellos con impaciencia y expectación, con la mejor disposición que cabe, prometiéndose un par de horas amenas o emocionantes, y sin que pesen en nuestro espíritu anteriores decepciones, ya que a pocos directores se les perdonan tan fácilmente sus errores como a Huston.
Lástima que, con excesiva frecuencia, lo más interesante de sus películas no esté en la pantalla, sino fuera de ella (en la obra adaptada, en las circunstancias épicas que rodearon su rodaje, en las anécdotas que Huston ha relatado en entrevistas, en la biografía enigmática de sus colaboradores, en las buenas intenciones del director, en el esfuerzo realizado o en las dificultades superadas), y que, aunque tengan, a menudo, un inconfundible aire de familia y expresen una serie de preocupaciones comunes, nos encontremos ante un cineasta sin estilo propio, sino ecléctico, camaleónico y un poco chapucero y superficial, motivos por los cuales no es demasiado raro que salgamos de ver una de sus películas con un sentimiento de insatisfacción y frustración parecido al que podríamos experimentar ante el fracaso de un buen amigo, de cuyo talento estamos, además, íntima y objetivamente convencidos.
No peco de original, precisamente, al considerar que Moby-Dick, or the White Whale (1851) de Herman Melville es una de las más grandes creaciones de la literatura norteamericana y, además, uno de esos mitos perdurables —como La isla del tesoro o El Dr. Jekyll y Mr. Hyde de R. L. Stevenson, Veinte mil leguas de viaje submarino de Verne, Robinson Crusoe de Defoe, Los viajes de Gulliver de Swift, Alicia en el país de las maravillas de Carroll, Los tres mosqueteros de Dumas o el Quijote de Cervantes— sembrados por la ficción en la imaginación infantil. Sé muy bien que Huston consagró dos años de su vida a realizar la película, corriendo él y su equipo graves riesgos físicos y económicos durante la filmación, y no ignoro que acudió a Ray Bradbury para que le ayudase a adaptar al cine la famosa novela, tratada con entusiasmo y sin el timorato respeto con que suelen llevarse a la pantalla los clásicos literarios que todo el mundo cree conocer. Comprendo el esfuerzo realizado por Gregory Peck para encarnar —con mucha más fuerza y mayor acierto de lo que, en 1956, se reconoció— al capitán Ahab, y encuentro notablemente inteligente el «casting» de Richard Basehart (Ishmael), Leo Genn (Starbuck), Friedrich Ledebur (Queequeg), Harry Andrews (Stubb), Noel Purcell (el carpintero del Pequod), Royal Dano (el agorero Elijah), Orson Welles (el padre Mapple) o James Robertson Justice (el capitán Boomer): todos ellos responden a la imagen que de los personajes que interpretan podemos hacernos al leer la novela, y actúan con las dosis necesarias de sobriedad, misterio, truculencia y humor. El tratamiento del color ideado por Huston y Oswald Morris —que fue muy criticado en su momento, tal vez por insólito y artificioso— y la fotografía de este último hacen que cada plano de la película sea de una belleza impresionante, y que tenga un aire de «estampa antigua» particularmente apropiado para ilustrar la obra de Melville.
Ahí está lo malo, precisamente. Resulta difícil, escribiendo o hablando acerca de Huston, omitir, hasta intentándolo, el verbo ilustrar o el sustantivo ilustración. Y es que, a mi entender, es eso precisamente lo que Huston suele hacer, por hermosas que sean plásticamente sus películas, por emocionantes que resulten, por bien interpretadas que estén, por personales que sean sus lemas. Muy raramente —tal vez sólo en las que son, para mí, sus grandes obras maestras, The Misfits (Vidas rebeldes, 1961) y Fat City (Ciudad dorada, 1971); también, en parte, en The Man Who Would Be King (El hombre que pudo reinar, 1975), The Asphalt Jungle (1950), The Red Badge of Courage (1951) y A Walk with Love and Death (Paseo por el amor y la muerte, 1969)— consigue Huston evitar que sus películas resulten planas y tengan, en cambio, «relieve» y fisicidad suficientes como para que sus imágenes no nos estén remitiendo constantemente a un texto preexistente, que suelen reflejar con fidelidad y precisión, pero también con cierta falta de dinamismo interno y de «vida propia»; es fácil, en cambio, contemplando una escena de Huston, rememorar un párrafo de la novela en que se basa el film, o «leer» las acotaciones del guion, indicando tal o cual gesto. No se trata, pues, de que el cine de Huston sea «literario» o «discursivo» —literaria es Jules et Jim, discursiva La Prise du pouvoir par Louis XIV, y nada tienen de ilustrativas—, ni de que peque de «retoricismo» —como lo hace el Fuller de The Steel Helmet o Shock Corridor, películas que son, sin embargo, totalmente autónomas de cualquier texto preexistente—; tampoco obedece esta sensación a que abunden en la obra de Huston las adaptaciones literarias —lo mismo sucede con otros muchos cineastas—, ni es su origen la causa del estilo «ilustrativo» que le reprocho, puesto que lo comparten las más logradas de sus películas, sin que sea lícito inferir que Arthur Miller, Rudyard Kipling, W. R. Burnett, Stephen Crane o Hans Koningsberger sean más «cinematográficos» que Dashiell Hammett, B. Traven, Flannery O'Connor, Tennessee Williams, Carson McCullers, Romain Gary, Herman Melville, Philip MacDonald, Maxwell Anderson, C. S. Forester, Alan LeMay, la Biblia o directores-guionistas como Ben Maddow, John Milius, Walter Hill o el propio Huston, ya que, en muchos casos, se podría argumentar lo contrario; tampoco creo que la carrera de Huston como guionista —comparable a la de muchos otros cineastas— tenga nada que ver con el asunto, ya que —a estas alturas, sobre todo— es tal su veteranía como realizador que no cabe, en modo alguno, atribuirle vicios de «guionista - metido - a - director».
Por supuesto, el Moby Dick de Huston es una versión resumida, simplificada, esquematizada y forzosamente empobrecida de la novela de Melville, y no podía esperarse otra cosa: bastante de su espíritu, de sus personajes e incluso de su línea argumental se ha preservado como para que vayamos a quejarnos de limitaciones que el cambio de medio y el tiempo disponible hacían inevitables. Además, no es eso lo que obliga a considerar Moby Dick como un fracaso relativo, apreciable y hermoso, impresionante por momentos, a veces emocionante: lo que sucede es que no tiene suficiente empuje, y que —al faltarle progresión dramática o narrativa— no fluye, y cae en la arritmia y el estatismo, lo mismo que le sucede —con los agravantes de que el argumento no tiene el menor interés, el guion está pésimamente construido y los actores o no llegan o se pasan— a una película tan «bien hecha», filmada con tanta precisión y en la que cada plano es —en sí— tan hermoso como Wise Blood (Sangre sabia, 1979).
Por suerte, Huston parece gozar de una salud envidiable, no hay asomo de senilidad en sus últimas obras y parece contar, todavía, con el apoyo de algunos productores —siquiera marginales—, tal vez a causa de su relativa popularidad como actor secundario. Por ello, pese a la nueva decepción que ha supuesto para mí Wise Blood, espero con confianza el estreno de Phobia (1980) y que ruede pronto otra película.
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
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