viernes, 14 de julio de 2023

Bobby Deerfield (Sydney Pollack, 1977)

Esta película, que su autor considera la más personal que ha hecho hasta ahora, viene a confirmar el talento de este cineasta misterioso y sensible, discreto y pudoroso, elegante y tranquilo, revelado ya en Propiedad condenada (This Property is Condemned, 1966) y ratificado, al menos en parte y pese a algún que otro traspiés, en Tal como éramos (1973), Los 3 días del Cóndor (1975), Yakuza (1974), Aventuras de Jeremiah Johnson (1972) y Danzad, danzad, malditos (1969), que han logrado dar, más allá de sus virtudes o defectos, una imagen bastante precisa e interesante de Sydney Pollack: sentimental, nostálgico, melancólico, emotivo, con sentimiento del ritmo y de la imagen, algo blando tal vez, gran director de actores. Un cineasta, pues, emparentable con Cukor o Borzage —aunque tal vez quede a la altura, más discreta, de John Cromwell o Tay Garnett— y, entre los más jóvenes, con Mulligan y Pakula.

Se ha dicho que Bobby Deerfield es un film anticuado, lo que es cierto sin duda, en vista de los insultos que se le han dirigido. Se trata de un auténtico melodrama que no se avergüenza de serlo; no sólo no oculta el género en que se zambulle con entusiasmo, sino que lo hace a las claras, sin coartadas, sin mala conciencia, sin ironías de segundo grado ni artilugios distanciadores. Se propone emocionar, aunque no a cualquier precio, y debe conseguirlo, ya que la mala acogida crítica no parece haberle restado espectadores. Basada en una vieja novela —puesta al día por Alvin Sargent— de Erich Maria Remarque —escritor al que tendré que leer, por culpa de Tiempo de amar, tiempo de morir y Bobby Deerfield—, titulada en inglés Heaven Has No Favorites, tiene algún que otro punto de contacto —más por su espíritu que por su trama argumental— con dos de las mejores obras de Hemingway, A Farewell to Arms y Across the River and Into the Trees (1). Tal vez por eso Bobby Deerfield me ha hecho pensar en Frank Borzage, que dirigió Three Comrades (1938) de Remarque y la segunda versión (1932) de Adiós a la armas: el caso es que, una vez que se acuerda uno de Borzage, no es fácil olvidarle mientras se asiste al último Pollack: encontramos en Bobby Deerfield, además de una historia de souls made great by love and adversity como las que amaba el autor de Disputed Passage e History is Made at Night, la misma bidimensionalidad visual, los mismos planos difusos —que aíslan a los protagonistas del entorno físico que les rodea—, la misma afición a la elipsis discreta, el mismo temperamento romántico pero sin altisonancias —más próximo de Schubert que de Wagner—, idéntica delicadeza, el mismo afecto por los seres cuya triste historia narra. No es extraño, pues, que Bobby Deerfield detone en 1977, como debió detonar, en 1945, el estreno de Metamorfosis de Richard Strauss (2).

Ya creo haber dado pistas suficientes, pero lo diré Bobby Deerfield es algo hoy bastante extraño, un film de personajes, no de ideas ni de debate, ni periodístico. Y lo es, además, en un sentido bastante original y, si se quiere, moderno: Pollack no nos explica a sus personajes, no nos impone una visión «redondeada» y definitiva de ellos. Nos presenta a Bobby (Al Pacino, magnífico) in media res: Liliana (Marthe Keller, asombrosa) se presenta sola, sin que nadie le invite a hacerlo, a Bobby y a los espectadores, para luego evadirse, ocultarse, volver a entrometerse, siempre misteriosa y elusiva, desconcertante y escurridiza. Es decir, que los personajes se limitan a vivir —o agonizar— ante nosotros, definiéndose —en la medida en que lo hacen— exclusivamente por su conducta, y más por lo que callan —o por su forma de hablar— que por lo que dicen. Esta presentación, totalmente externa, alérgica al psicologismo, obliga al espectador no indiferente a escrutar atentamente cada gesto, intentando reconstruir por las huellas de ellos que nos trasmite Pollack —pocas y fragmentarias— el modo de ser, la biografía, el destino de Bobby y Liliana. Son, eso se ve pronto, muy diferentes: ella habla demasiado, él es excesivamente lacónico (tiende a la respuesta monosilábica, no suele preguntar, nunca cuenta espontáneamente nada). Esta contraposición de caracteres, de procedencias, de raíces culturales —o de falta de raíces—, de objetivos —o de falta de objetivos— es la base del conflictivo amor que, paulatinamente, van descubriendo entre ellos, al irse encontrando y desencontrando al dictado de un azar que —no sabría decir por qué— me hizo pensar en André Breton; tal vez porque todos hayamos soñado alguna vez con toparnos, a la vuelta de una esquina o en un café, con una mujer preocupante y perturbadora, como su Nadja.

Si el penúltimo, magistral y menospreciado film de Penn, La noche se mueve (Night Moves, 1975), se negaba a hacernos participes del misterio que intentaba desentrañar su protagonista, y nos hacía ver que, además, no era esa la única trama ni la más interesante, y nos invitaba, por tanto, a convertirnos en investigadores, el último Pollack nos invita a compartir con Bobby el desconcierto y la inquietud que suscita en él el comportamiento de Liliana, y nos obliga a actuar como psiquiatras aficionados. Al mismo tiempo, Pollack impide que nos identifiquemos con Bobby —demasiado opaco e inexpresivo—, lo que mina nuestra seguridad y nos fuerza a tomar como eje de coordenadas el contraste evidente que existe entre el corredor americano de Fórmula 1 y la locuaz aristócrata italiana. Observamos así que Bobby es un hombre apático, pasivo, autocontrolado (tranquilo pero en tensión: se diría que duerme con el cuerpo rígido y apretando los párpados (3)), mientras que Liliana vive angustiada, inquieta, y apenas puede controlar sus actos. Él es callado, nada comunicativo, introvertido, y se oculta tras unas perennes gafas oscuras; ella es inquisitiva, habladora, impertinente, descarada: no dice nada, pero habla por los codos, y no vacila en hacer las preguntas más indiscretas o disparatadas; él es asténico, casi ascético (no come), cauteloso, precavido, mientras ella engulle alimentos con voracidad, no para de hablar y moverse, y está abierta a cualquier aventura, por caprichosa que sea. Bobby sólo corre riesgos calculados, que afronta desde la pericia y la seguridad en sí mismo; Liliana dice que morirá a su manera, y se despide en una ocasión del corredor entregándole una nota de reproche: «Todo es más dulce si se arriesga algo». Atraída por todo lo desconocido, no comprende que él se atrinchere tras la lógica, que pida motivos para gritar, seguir a un globo aerostático o volar en él, y se obsesione, en cambio, tratando de buscar una explicación a un accidente automovilístico. Por eso intenta embarcarle en situaciones imprevisibles, y le obliga a que se quite las gafas, al tiempo que se resiste a someterse a observación: «No quiero que me descifren, no necesito que me descifren», le dice, siempre insistente y enfática. Y así, poco a poco, Bobby por curiosidad, Liliana por afán de sacarle de sus casillas, van estableciendo una relación verdaderamente arriesgada, a cuyo trágico fin nos conduce Pollack sin estridencias, sin espectacularidad ni efectismo, simplemente confirmando lo que ya nos temíamos a partir de escenas escalofriantes —como aquélla en que Bobby acaricia el pelo de Liliana, dormida, y se queda con un mechón en la mano— o patéticamente divertidas, es decir, las típicas escenas difíciles que, en los tiempos de estafadores que corren, se nos suelen escamotear mediante «oportunas» y cómodas elipsis. Que Pollack dé la cara, se enfrente a las escenas más duras y no haga concesiones al folletín ni trate de cubrirse adoptando el aire de «superioridad» y de «estar de vuelta al que tan aficionados son casi todos los directores de su promoción, sería ya bastante motivo para seguirle la pista; que, encima, esas escenas sean espléndidas le abre un margen de confianza bastante amplio.

(1) Pura coincidencia, sin duda, pero curiosa: John Huston ha estado a punto de dirigir This Property is Condemned, la tercera versión cinematográfica de A Farewell to Arms y, hace sólo unos meses, Across the River and Into the TreesThis Property is Condemned —el primer film de Pollack con Robert Redford— tenía por protagonista a Natalie Wood, lo mismo que dos de las películas de Mulligan que produjo Pakula (Amores con un extraño y La rebelde). Alvin Sargent fue el guionista de la última película de Mulligan que produjo Pakula (La noche de los gigantes). Por último, si Mulligan aludía directamente a Now, Voyager (1942), de Irving Rapper, en Verano del 42, Pollack citaba en Propiedad condenada una película que tiene bastante que ver con aquella y con Bobby DeerfieldOne Way Passage (1932) de Tay Garnett. En cuanto a Cromwell, que a veces sugiere un Cukor menor, pertenece también al gremio de los adaptadores de Remarque: So Ends Our Night (1941), pasado no hace mucho por T.V.E., está basada en Flotsam.

(2) Este genial Estudio para 23 instrumentos de cuerda, compuesto a raíz del bombardeo que destruyó en 1943 su ciudad natal, Munich, y acabado cuando Richard Strauss tenía 81 años, hubiera sido la banda sonora ideal de Tiempo de amar, tiempo de morir de Sirk, pese a que la música compuesta por Miklós Rózsa es espléndida.

(3) «Querría conseguir cerrar los ojos muy fuerte, muy, muy fuerte, para que todo se haga completamente negro, verdaderamente negro, completamente, pero no lo consigo nunca», cita Godard en su crítica de A Time to Love and a Time to Die; frase que, casi idéntica, pondría en boca de Patricia (Jean Seberg), unos meses después en À bout de souffle.

En “Dirigido por” nº 51, febrero-1978 

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