Siempre en marcha
Clasificado desde sus lejanos comienzos en el cine en la carpeta de “raros y curiosos” —una etiqueta antaño atractiva y prestigiosa para algunos, hoy tajantemente disuasoria para la mayoría de espectadores y críticos, cada vez más perezosos—, el cineasta portugués Manoel de Oliveira es desde hace tiempo el decano entre los activos, pues cumplirá 99 años el 11 de diciembre —aunque nadie lo diría al contemplar sus películas, ni el ritmo al que se siguen, y menos aún al verle y escucharle en persona—, y quizá el más prolífico de cualquier edad en los dos o tres últimos decenios, en los que ha pasado de excéntrico marginal a clásico, y su figura se ha agigantado sin petrificarse.
Por mucho que proceda de Portugal y haga un cine cada vez menos “standard”, cuesta silenciar a un cineasta que incrementa su ritmo creativo con la edad (3 en los 50, 60 y 70, 9 en los 80, 10 en la década que acabó, no se olvide, con el año 2000, y 11 en lo que va del siglo XXI). Aparte del interés de su obra, es un fenómeno insólito, aunque no falten groseros que lamenten su presencia en los festivales, porque se niegan (¿adicción incurable o pereza congénita?) a plantearse —como cineastas, críticos o meros espectadores— las cuestiones que suscitan sus películas, las preguntas que aún se hace el propio Oliveira al concebirlas y filmarlas, y que son, junto con las respuestas, lo que le mantiene perennemente joven.
Parece que pocos entienden y comparten la exigente esperanza de Manoel de Oliveira en lo que se llamó el séptimo arte y hoy tiende a considerarse un espectáculo más, acaso una rama residual y casi seca del enmarañado bosque audiovisual. Hace falta una fe en el cine que pocos demuestran entre los que de él viven, y de paso en uno mismo, para osar, juraría que sin proponérselo, acometer nuevas empresas e innovar en un oficio ya más que centenario. Que lo haga sin excepción alguien poco más joven que el cine no deja de resultar a la vez sorprendente y lógico: Oliveira es quizá el único director en activo con perspectiva histórica personal para no dejarse engañar por los cantos de sirena de las modas y las crisis y tener presentes la misión y las posibilidades inexploradas del invento que popularizaron los hermanos Lumière.
Oliveira es raro no por voluntad, ni por temperamento, sino por el contexto, cada vez más adocenado y uniformado, menos exigente e inventivo, más propenso a la fácil rutina. Su cine es anómalo precisamente porque se mantiene fiel a sí mismo, guiado por una pasión por filmar multiplicada por el afán de no perder un minuto del tiempo que le quede, de no desperdiciar las ocasiones que se le presenten.
Sólo la lógica, sin otra norma impuesta desde fuera ni por el propio director, el menos teórico de los veteranos, preside la acelerada acumulación de sus obras: eso explica que cada película sea independiente de las precedentes y se inscriba, a pesar de ello, en la continuidad de una obra coherente y amplia como pocas, ajena a la monotonía y a la reiteración.
Sé por experiencia directa que un guion de Oliveira causa asombro, sobre todo entre los profesionales, quizá porque siga siendo un “amateur”, en el sentido que daba a este calificativo Jean Cocteau, o en el que podría adjudicarse al de otros “resistentes” como Godard, Straub, Erice, Rohmer, Rivette, Garrel…, cineastas ya no jóvenes, evidentemente, pero que no han aprendido a rehuir el riesgo ni a dormirse en los laureles y aún consideran el cine como un medio de conocimiento, un instrumento de investigación y análisis, un arte en evolución … como algo vivo, en resumen, que no puede darse por “terminado”, ni siquiera por “definido” o “cerrado”, sino que, como arte del movimiento, está siempre en train de se faire, en trance de inventarse.
Oliveira no parece haber dirigido una obra indeseada, sin una apetencia concreta de hacer esa y no otra, ni ha rodado por obligación, encargo o compromiso. Ni siquiera puede ya empujarle el temor a la frustración de hacer menos películas de las que lleva dentro ni el afán de explorar un terreno inhollado, pues parece haber recorrido todos los conocidos y alguno ha inventado o descubierto.
Desde Douro, faina fluvial (1929) hasta Belle toujours (2006), por citar la última que he visto, eran ya más de 70 años de cine los que podíamos recorrer, con continuidad desde los 70, revisando su carrera, que se mueve entre el documental y la máxima estilización, entre el más puro realismo y el teatro, entre el respeto absoluto al tiempo real y la construcción en flashbacks, desde el presente al pasado más remoto, desde la espontaneidad a la elaboración más acusada, desde el mudo a la ópera, desde la comedia hasta el melodrama. Ha tenido tiempo, si no siempre película, de hacer casi todo, de probar multitud de estilos —a menudo adelantándose al resto del cine, como prueba Aniki Bóbó (1942)—, de adoptar los tonos más diversos.
Pese a que desde el año 1971 lleva rodadas 32 películas, cada nueva obra de Oliveira consigue ser imprevisible de antemano y, una vez vista, sorprendernos. No hay cineasta menos previsible, salvo acaso Jean-Luc Godard y el difunto Luis Buñuel. Se diría que Oliveira rehúye las convenciones, lo prefabricado y lo formulario. Ni aplica un sistema o un estilo fijo a las materias preexistentes que transforma en películas o que le sirven como trampolín para crear algo radicalmente nuevo, ni tampoco inventa historias susceptibles de adaptarse a esas formas o estructuras plásticas o narrativas. Parece, por el contrario, como si su virtud principal consistiese en una sorprendente capacidad para captar lo esencial y lo característico de cada cosa, identificándolo como el núcleo que hay que respetar y que determina –hasta cierto punto– el ángulo de abordaje, la estructura, la perspectiva desde la que exige ser contemplado para revelar su verdadera naturaleza.
Da igual, en ese sentido, que Oliveira parta de acontecimientos históricos, de una realidad presente o pasada, de una leyenda transmitida oralmente, de un ritual periódico, o de una novela, un drama o un poema: hará lo mismo –buscar su centro–, pero el resultado será siempre distinto. De ahí la paradoja de que sus adaptaciones de obras concebidas en y para otro medio respeten a menudo los límites de esa forma de expresión, así como, normalmente, el texto, al tiempo que –con la sensación de fidelidad que da ese respeto– se vean transformadas por completo en cuanto a su ritmo, tonalidad o estructura. A Oliveira no parece preocuparle que sus películas se ajusten o no al concepto vigente en cada momento de lo “cinematográfico”, del mismo modo que se podría deducir de su actitud que confía ante todo en lo que antiguamente se llamaba “la puesta en escena” a la hora de conseguir unos resultados interesantes: no puede decirse que sus guiones resulten en sí mismos, a la lectura, particularmente apasionantes o prometedores, aunque una vez realizados, lo sean, y de modo tan insólito y fascinante como ‘Non’, ou A Vã Glória de Mandar (1990), una de las pocas escritas directamente por el propio Oliveira y, aunque se apoyen en textos históricos y crónicas, sin base literaria o escénica preexistente.
Elegir con libertad los temas y las historias, mudar de estilo en busca del enfoque más adecuado, olvidarse de las modas y de la taquilla parecen ser los criterios rectores del camino solitario que, imperturbablemente, sigue año tras año, película tras película, Manoel de Oliveira, y que le han permitido darnos, a una edad en la que la mayoría de los cineastas, si viven, están jubilados, una obra singular y extraordinaria, sin repetirse, saltando de A Divina Comédia (1991) a O Dia do Desespero (1992), de Vale Abraão (1993) a A Caixa (1994), de O Convento (1995) a Party (1996), de Viagem ao Princípio do Mundo (1997) a Inquietude (1998) y La Lettre/A Carta (1999), facetas diversas de una vasta reflexión sobre el mundo, la vida, el tiempo, la imaginación y el cine, del espacio, de la narración, de la palabra y hasta de la dirección de actores, un aspecto fundamental de su cine al que no se ha prestado la atención debida y en el que tampoco Oliveira sigue una escuela única, sino que cambia de acercamiento a la interpretación de acuerdo con los actores que convoca y reúne, habituales de su cine algunos (como Luís Miguel Cintra o Leonor Silveira), nuevos otros (como Chiara Mastroianni), jóvenes, maduros y viejos entremezclados, pero siempre en un terreno ajeno por completo tanto al naturalismo como a la teatralidad.
Esta forma de abordar la situación de los intérpretes, que afecta como es lógico a la noción misma de personajes, es uno de los elementos, aparentemente heterogéneos, con los que juega en sus películas y que tanto contribuyen a darles el aire de familia que es fácil encontrarles, en un terreno inseguro y arriesgado, a mitad de camino entre lo verosímil y lo fantástico, que es quizá, simplemente, el que corresponde a la ambigua naturaleza del propio cine.
En Miradas de Cine nº 63, junio-2007
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