La corriente parece haber cambiado de sentido, y su reflujo devuelve a nuestras playas el cine de aventuras. No es que sean muy buenas, ni que el viento de la audacia o el misterio sople con fuerza en sus velas, pero lo cierto es que Abismo, El corsario escarlata, Montaña Rusa, Orca o La isla del Doctor Moreau tienen algo más de vitalidad que las películas taquilleras de hace dos o tres años, si exceptuamos algunas que —precisamente por su éxito comercial y popular— han sido vilipendiadas por la crítica, pese a su excelencia, como Tiburón. Hasta La espía que me amó parece contagiada, por momentos, del espíritu aventurero que preside El viento y el león, Missouri o El hombre que pudo reinar.
La limitación básica de aquellas películas —que no de estas últimas, más personales que genéricas— estriba en su carácter más o menos «sintético», artificial, «plastificado» y aséptico, del que no se libra ni siquiera la divertidísima La guerra de las galaxias, a pesar de la sinceridad y de las buenas intenciones de George Lucas. Más que contar una historia —por conocida que sea— por el gusto de contarla, tienden a aglutinar —a veces con tan poco rigor como en Abismo— elementos procedentes de diversos géneros, de films preexistentes (antiguos o recientes), de forma que se hace difícil considerarlas como verdaderas películas de aventuras —como la magistral Piratas del mar Caribe, de Cecil B. DeMille, que dieron por TV el mismo día que vi Abismo—, sino en las que, por algún motivo, se ha colado de rondón —a veces vergonzosamente, escudándose tras una superficial capa de ironía— la aventura. Hechas con medios más que suficientes, destinadas a un público amplio e indiscriminado, estas películas suelen ser excesivamente tímidas. Echo en falta desfachatez y descaro, un sentido del humor como el que resplandecía en El temible burlón o El halcón y la flecha, y que no tenía nada de condescendiente ni de precaucionista. Pero tampoco es cuestión de pedir que vuelva lo que no volverá, ni tiene por qué volver, sí aún perdura. Ya es bastante que llegue, de vez en cuando, alguna botella de náufrago, aunque el mensaje sea confuso, esté medio borrado o sea incompleto.
Dentro de las películas artesanales estrenadas últimamente, tal vez sea La isla del doctor Moreau la más satisfactoria, sin duda por ser la menos ambiciosa y la menos «original». De hecho, y a pesar de la excelente fotografía de Gerry Fisher, parece realizada hace quince o veinte años. No en vano el color Movielab recrea el sabor toscamente polícromo de Tambores lejanos o El hidalgo de los mares; la impronta de la American International Pictures es casi tan patente como en El amo del mundo (1961), del oscuro y prolífico William A. Witney, y le da un agradable tono de serie «B» que sin duda no cuadra con su presupuesto. La presencia —ya ilustre— de Burt Lancaster, y de su viejo cómplice acrobático Nick Cravat, como la de Nigel Davenport y Richard Basehart, contribuye no poco a darle la necesaria solera.
La película es, en líneas generales, una bastante fiel adaptación de la genial novela escrita en 1896 por H. G. Wells; si se quiere, más atenta a la acción que a la reflexión contenida en el original literario, pero sin que por ello dejen de plantearse, implícitamente, temas tan interesantes como las relaciones entre el creador y sus criaturas, o las existentes entre la división de la sociedad en clases, el poder y la ley, la religión y el temor. La única aportación de los guionistas —una leve trama sentimental— se ha materializado de la forma más positiva que cabe imaginar, gracias a la fascinante Bárbara Carrera, atractiva, sensual y misteriosa como pocas actrices recientes, con algo felino en sus movimientos que resulta —dado el tema de la película— particularmente inquietante, sobre todo por la «animalidad» que irradia su erótica seducción de Michael York.
Hay un punto en el que, naturalmente, el discreto Don Taylor —recuérdese su Huida del planeta de los simios, tercer capítulo del simpático serial iniciado memorablemente por Franklin J. Schaffner—, llevaba todas las de perder. Se trata de que es mucho más fácil sugerir con palabras —contando con la libre fantasía del lector— que materializar convincente y satisfactoriamente unos seres imaginarios, semihombres de diversa procedencia animal, criaturas fronterizas y ambiguas, en equilibrio inestable —y tendente a la regresión— entre el hombre y las más variadas bestias. Pese al excelente trabajo del maquillador John Chambers —que cuenta en su haber con El planeta de los simios y sus secuelas—, y a que los «semihombres» resultantes no son ridículos, Taylor abusa de los primeros planos, lo que hace difícil olvidar que lo que se está viendo son actores maquillados: eso invita a admirar el maquillaje, más que a asombrarse ante los extraños seres que encarnan los actores. Sin embargo, La isla del Doctor Moreau, en virtud de su dramaturgia, consigue —tras 2001: una odisea del espacio, la serie del Planeta de los simios y La guerra de las galaxias— asestar un nuevo golpe al antropomorfismo imperante en la ficción cinematográfica, ya que logra que el espectador se identifique —aunque menos totalmente que en las secuelas del film de Schaffner, sobre todo en la dirigida por Taylor— con los animales, y considere como peligrosos enemigos a los hombres. Este hecho, si tenemos en cuenta el funcionamiento de los mecanismos identificatorios —que, como han sabido ver Hitchcock y Truffaut, reposa más en los rostros que vemos más a menudo que en el empleo de planos subjetivos—, tiene un mérito loable, pues es bastante difícil remontar la resistencia del hombre a compartir los sentimientos de angustia de otras especies animales. En este sentido, son dignas de mención escenas como la del semihumano y la osa enjaulada, el sepelio —con pira funeraria marina, al estilo vikingo— del semihombre al que Michael York da muerte, por compasión; aquella —desde el punto de vista de las criaturas, asombradas al ver que el Dador de la Ley no cumple su propia Ley, y derrama sangre— en que Burt Lancaster asesina a Nigel Davenport; o todas las relacionadas con la rebelión de las criaturas contra su creador.
El espíritu del film es saludable, por lo menos en dos sentidos. Satisface la sed de fantasía con una historia de náufragos, islas que no figuran en los mapas, junglas intrincadas y exuberantes a lo Schoedsack, criaturas insólitas, fabulosas y agobiantes lianas, esbirros condenados al exilio que escuchan La flauta mágica, sabios locos y soberbios que desafían las leyes de la sociedad y de la naturaleza, muchachas de origen y motivaciones inciertas, peligros que parecen nacidos de una pesadilla (como cuando Burt Lancaster decide invertir el proceso y convertir a Michael York en un animal). Por otra parte, y sin caer en el didactismo, es un film implícitamente liberador, ya que permite apreciar el carácter cuasi-religioso de la Ley, y que la Ley —sobre todo la otorgada por una persona— suele ser un instrumento de dominio al servicio del Poder, que la impone y la mantiene mediante el temor al castigo.
En “Dirigido por” nº 52, marzo-1978
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