Sin duda una de las películas más largas y narrativamente complicadas de Billy Wilder, es también una de las que más evidentemente ilustran su etapa de madurez, la que se extiende entre El apartamento y Fedora. De ellas, es quizá la menos concisa, la más prolija —quizá en exceso— y la que se apoya en mayor medida no sólo en la identificación perfecta entre actores y personajes —como, por ejemplo, Avanti!—, sino en el decorado, que pasa aquí a desempeñar un papel protagonista y llamativo como tal: el barrio parisino de Pigalle y sus cercanías, los tópicos lugares donde malviven, sueñan, mienten y se aman, Irma la Dulce y sus compañeras de acera, sus chulos y clientes, y una fauna pintoresca de tópicos gendarmes, borrachos, etc., son evidentemente decorados de cine, admirablemente diseñados y construidos por el gran Alexandre Trauner, que —pese a su precisión— rompen totalmente con el anclaje en la realidad inmediata que hasta entonces caracterizaba las mejores obras de Billy Wilder y permitía tomarlas, dentro de su estilización innegable, por “realistas”.
En ese sentido, y por su recóndito pero muy sentido romanticismo, en Irma la Dulce reconoce Wilder su deuda para con el Ernst Lubitsch otoñal (el de The Shop Around the Corner, Heaven Can Wait y Cluny Brown), antes del gran salto que supone pasar de Con faldas y a lo loco, El apartamento, Bésame, tonto y En bandeja de plata a La vida privada de Sherlock Holmes, Avanti! o Fedora. Sobre la sonrisa del cínico endurecido, tras la máscara del sarcasmo cruel y la ironía despiadada, empiezan a percibirse suspiros de melancolía y hasta asoman las lágrimas de un sentimental incorregiblemente nostálgico, que al fin vence su pudor y, poco antes de verse forzado a interrumpir y dar por concluida su carrera —sumiéndose en un retiro que parece ya definitivo—, aprovecha que está en plenitud de facultades y que varios éxitos consecutivos de crítica y público le permiten correr riesgos que habitualmente rehúye, para entregarnos sus secretos más celosamente guardados e incluso cuidadosamente disimulados. Apoyándose en la pareja de actores que —con Walter Matthau— mejor encarnan sus personajes, es decir, Jack Lemmon y Shirley MacLaine, Wilder empieza, poco a poco, a desnudarse ante nosotros precisamente en esta “farsa melodramática” —valga la paradoja, en Wilder perfectamente plausible y “lograda” como combinación— titulada Irma la Dulce, que se convierte por eso, como Fedora cuando se compara con El crepúsculo de los dioses, en una de las obras más reveladoras de su carrera.
En “Todos los estrenos. 1990”, Ediciones JC
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