Con seis largometrajes en su haber, y dos de ellos, precisamente los últimos —Jaws (Tiburón, 1975) y Close Encounters of the Third Kind (Encuentros en la tercera fase, 1977)—, entre los más taquilleros de la historia del cine, Steven Spielberg parecía estar, a los 30 años de edad, en condiciones de permitirse cualquier cosa. «Niño prodigio» del nuevo Hollywood, consecuentemente mimado por los representantes de las finanzas, Spielberg no ha sabido, por lo visto, resistir la tentación de hacer cualquier cosa, y ha convencido —supongo que sin gran esfuerzo por su parte— no a uno sino a dos de los grandes «estudios» —Columbia y Universal en nada «santa» alianza— para que patrocinasen, hay que pensar que a ciegas y dándole «carta blanca», su nueva película, la costosísima 1941 (1979).
Uno sospecha, a la vista de los resultados, que la confianza depositada en el autor de Duel (El diablo sobre ruedas, 1972) por ambas compañías rayaba en la supersticiosa veneración que puede sentir el dinero hacia un joven «rey Midas», capaz de trocar en oro cualquier guion mediante la misteriosa alquimia del cinematógrafo, ya que parece difícil que, de otro modo, nadie con un mínimo de experiencia, sentido crítico o responsabilidad económica haya podido dar vía libre a tan cuantiosa inversión contando como garantía con un guion como el de Robert Zemeckis (1) y Bob Gale, aun «revisado» —¿cómo, en qué sentido y en qué medida?— por el director John Milius, que aquí ejerce las funciones de productor ejecutivo, por delegación de Buzz Feitshans (2). En efecto, y a pesar de la intervención de al menos tres personas en el guion, éste no pasa de ser una idea ingeniosa —aunque no muy original, como se verá—, de esas que suelen engatusar a los distribuidores, pero sin desarrollar. A partir de la premisa —no mala— consistente en imaginar, apoyándose en algunos rumores e incidentes que realmente se produjeron allí y en aquellos días, «¿cuál sería la reacción de los habitantes de la costa del Pacífico tras el ataque japonés a Pearl Harbor, ante el temor a una invasión de los Estados Unidos?», parece como si Spielberg y sus cómplices se hubiesen contentado, perezosamente, con ir acumulando sucesiva y no muy ordenadamente el mayor número posible de «gags», «chistes» y «ocurrencias» (3), copiándolos en su mayor parte, para mayor comodidad, de otras películas, buenas y malas, antiguas o recientes, con un eclectismo que más bien delata falta de criterio que cultura enciclopédica, y más afán interesado de recurrir a cualquier fuente que manía coleccionista o antológica. Así, se mezclan con toda tranquilidad frases de Groucho Marx y «comicidades» dignas de los peores momentos de Mel Brooks o del Altman de M.A.S.H. (1969), es decir, no del todo ajenas a Summers o Fernando Esteso; se toman ideas de Dr. Strangelove (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, 1963) de Kubrick y se ponen en boca de actores que parecen estar interpretando algún horror televisivo tipo Con ocho basta, se utiliza —supongo que pagando derechos de autor a los herederos de J. Garland y de Glenn Miller— In the Mood para dar ritmo y sabor de época a uno de los escasos detalles que —tal vez por estar recién empezada la película— tienen gracia, y se tiene la osadía de recurrir a la música de Victor Young —tema The Big Fight— en The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) para «comentar» una multitudinaria pelea entre soldados americanos plagiada de otros dos Ford, Donovan’s Reef (La taberna del irlandés, 1963) y, sobre todo, The Wings of Eagles (Escrito bajo el sol, 1957), pero realizada con menos gracia y aún más torpeza que las copias anteriores, a cargo de Andrew V. McLaglen, ya muy pálidas réplicas de los originales o del trabajo de los otros dos grandes especialistas en este tipo de escenas, Stuart Heisler y Henry Hathaway olvidando alusiones que no vienen a cuento —a Hiroshima mon amour, La calle 42, Cantando bajo la lluvia, Clark Gable, Errol Flynn o King Kong, y estoy lejos de ser exhaustivo—, creo oportuno señalar, en cambio, que las «citas» de Spielberg & Co. delatan, por inoportunas, el carácter advenedizo y artificial de su pretendida y pregonada «cinefilia» —que parece contraída tardíamente, en la Universidad—, tendente a enmascarar como «homenajes» lo que, de estar más logrados, serían puros y simples plagios: resulta, por ejemplo, revelador que todas las frases tomadas de los Marx procedan de Go West (Los hermanos Marx en el Oeste, 1940) de Edward Buzzell, mientras no hay en la película la menor huella de Duck Soup (Sopa de ganso, 1933) de Leo McCarey, que parecería referencia obligada para una «comedia bélica». Claro que, en realidad, el único género a que 1941 pertenece es el de las superproducciones, definiendo como tales no las películas más caras de lo habitual en cada momento, sino aquéllas que creen poder sustituir el talento, el ingenio, o la imaginación con el simple dispendio, dando lugar, por lo general, a un derroche no sólo de dinero sino también, a menudo, de talento.
Por eso no debe extrañar que Spielberg y sus amigos no se acuerden de los escasos logros en el peligroso subgénero que, en teoría, acometen —What Did You Do in the War, Daddy? (¿Qué hiciste en la guerra, papi?, 1966) y, sobre todo, Operation Petticoat (Operación Pacífico, 1959), de Blake Edwards—, ni que tomen como modelo el guion —con todo, mucho más construido y más gracioso— de The Russians Are Coming, the Russians Are Coming (¡Que vienen los rusos! ¡Que vienen los rusos!, 1965), malogrado por el mediocre Norman Jewison; tampoco sorprende, por lamentable que sea, el derroche de talento que supone hacer perder el tiempo en una película como ésta, grosera e idiota, a cuatro directores —Spielberg, Milius, Zemeckis, William A. Fraker—, de los que sólo el último —su fotografía es admirable— aporta algo, es decir, una «calidad visual» que 1941 no se merece.
Como admirador de Duel, Close Encounters of the Third Kind y, sobre todo, Jaws, encuentro tan deplorable como incomprensible que Spielberg, con toda la libertad y el dinero que podría desear, se haya rebajado a aplicar su «savoir faire» de gran técnico a un guion inexistente y vacío de humor, gracia e ironía, inventiva o imaginación hasta tal extremo, y que —cuando más fácilmente podría expresarse— haya renunciado a cualquier elemento personal, no se sabe muy bien a cambio de qué. Resulta sintomático del actual estado de cosas en Hollywood que se inviertan decenas de millones dólares en un producto tan poco estimulante —y tan justificadamente rechazados, pese a la publicidad, por público y crítica, casualmente de acuerdo—, mientras cineastas como Vincente Minnelli, Joseph L. Mankiewicz, Budd Boetticher, Sam Fuller o Billy Wilder tienen cada vez mayores dificultades para lograr que alguien financie sus atractivos proyectos, cuando han muerto Nicholas Ray y Jacques Tourneur después de largos años de inactividad y frustraciones, sin poder realizar sus sueños más queridos. Por eso no comprendo qué demonios pinta Sam Fuller haciendo de «extra con frase» —un general americano— en una película como 1941, que representa económica, moral, y estéticamente justo lo contrario de lo que él siempre ha hecho, y cuya mera existencia impide que gente como Fuller logre llevar a la práctica sus guiones. Quisiera mencionar, por último, la fatua presunción de Spielberg, que da comienzo a 1941 con una autocita (el inicio de Tiburón), firmando así doblemente una película de la que, indudablemente, hay que hacerle responsable.
(1) Spielberg le produjo su primera película como director, I Wanna Hold Your Hand (¡Locos por ellos!, 1978).
(2) Productor del primer film de Milius, Dillinger (1973).
(3) Apenas hay nada lo bastante elaborado y construido como para que pueda considerarse un «gag».
En “Dirigido por” nº72, abril-1980
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