Cada invierno se lleva a varios de los viejos directores, cada vez menos numerosos y más olvidados, que sobreviven. El cineasta soviético Mark Donskoi —nacido en Odessa (Ucrania) el 8 de marzo de 1901 y casi totalmente ignorado en España— resistió el invierno, pero murió en los primeros días del mes de abril, cumplidos ya los ochenta años de edad. En su memoria, la Filmoteca Nacional proyectó, a las horas de menor asistencia de público, dos de las veinticuatro películas que realizó entre 1927 y 1974: Raduga («El arco iris», 1943) y —¡sin subtítulos!— Detstvo Gorkogo (1938), primera parte de la célebre trilogía de Máximo Gorki.
A la vista de ambas, pero sobre todo de la segunda citada, sugeriría a los responsables de la Filmoteca que tratasen de conseguir —no creo que sea muy difícil; debe haberlas hasta con subtítulos en castellano— copias en buen estado de la trilogía y las programasen a horas frecuentables; a más largo plazo sería conveniente organizar un ciclo con cuantas películas de Donskoi se conserven (y autoricen a salir de la URSS: la última que hizo, Nadezhda, no pudo estrenarse en su país por razones políticas), en particular Mát (1954), Dorogoi tsénoi (1956), Foma Gordeiev (1959), Serdtsie máteri (1966) y Vernost máteri (1967). Porque nada me extrañaría que una amplia retrospectiva de su obra revelase a Donskoi como el más grande de los cineastas soviéticos: a pesar de mi admiración por Dziga Vertov, Yulia Solntseva, Boris Barnet, Vlamimir Basov, Sergei M. Eisenstein, Alieksandr Dovjenko, Vsevolod I. Pudovkin, Andrei Mikhalkov-Konchalovskií, en la medida —casi siempre parcial o simbólica— en que conozco su cine, e incluso por algún film suelto de Grigori Kozintchev & Leonid Trauberg o de Lev Kulechov, «La infancia de Gorki» me parece no sólo la mejor película rusa que he visto, sino una de las más hermosas producidas en cualquier tiempo y lugar.
Resulta que, en efecto, como alguna vez se ha dicho —y el propio cineasta los nombraba entre los colegas que más admiraba—, Donskoi pertenece a la misma «familia» que los dos autores cinematográficos que, con el tiempo, se han convertido en mis preferidos: John Ford y Jean Renoir. Además, en esta película, sin duda a través de Gorki —de quien fue amigo y frecuente adaptador cinematográfico—, enlaza con Mark Twain.
No hay en esta crónica de las reminiscencias de un niño campesino ternurismo ni sensiblería, propaganda ideológica o humanismo de boquilla; no se esgrimen pretextos demagógicos ni se pronuncian más palabras que las estrictamente necesarias, dejando que las miradas hablen por sí solas; le son ajenos tanto los efectismos de montaje como las pretensiones esteticistas, porque sabe que un niño siempre mira a su alrededor y hacia delante, sin volverse al pasado, no cae en la nostalgia. Hay —a raudales, con ímpetu y serenada pasión— emoción, generosidad, ilusión, amplitud, rabia, sensibilidad, desnudo lirismo, belleza, rica y variada humanidad, sentido plástico, precisión, amor a la tierra, instinto dramático, humor, sed de justicia, vitalidad, poesía, aliento épico, autenticidad, convicción y dureza: como en How Green Was My Valley y The Grapes of Wrath, La Bête Humaine, Partie de campagne, Toni y Boudu sauvé des eaux, L'Atalante y Zéro de conduite, Nanook of the North, The Kid, Huckleberry Finn, Vida en el Mississippi, El lobo de mar, David Balfour o La isla del tesoro.
En “Casablanca” nº 7-8, julio-agosto 1981
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