miércoles, 19 de julio de 2023

William Wellman

Un cineasta misterioso

Pocos de los cineastas americanos «clásicos» —por llamar de alguna forma a los que emprendieron su carrera en el mudo y le pusieron fin o la vieron interrumpida entre 1957 y 1964— resultan tan intrigantes y misteriosos por su personalidad, estilo y trayectoria como William A. Wellman, nacido (sorprendentemente) en el Este (concretamente, en Brookline, Massachusetts), el muy significativo 1896, y fallecido en 1975… tras dieciocho años de inactividad, que aprovechó para escribir unas «memorias» de mayor interés vital que cinematográfico, A Short Time for Insanity, tan novelescas y truculentas como su título hace sospechar.

Empezó a dirigir en 1923, tras una primera juventud agitada, variopinta y nada «intelectual» —era un «hombre de acción», como Howard Hawks—, en la que destacan su abandono de la escuela y su alistamiento como voluntario en la famosa Escuadrilla Lafayette —que evocó en su última película—, pinitos como actor de cine, y algún trabajo de ayudante (de gente como Charles Brabin). Ya por 1927 era famoso: Wings (Alas) ganó el Oscar y le permitió pasar a la Historia del Cine como uno de los «grandes» del mudo; desde entonces, su reputación crítica es una sucesión de altibajos, casi siempre aderezada por la polémica… cuando no caía por largos períodos en el olvido.

La verdad es que tanto sus defensores —americanos e ingleses antaño, franceses más recientemente— como su detractores —franceses antes, americanos en tiempos próximos— pueden encontrar en su filmografía bases suficientes para defender sus respectivas posiciones, por contrarias que sean, ya que, realmente, de todo hay en la obra de Wellman, incluso en la porción de ella que he podido ver —unas 26 o 27 películas, poco más de un tercio—, es decir, de lo peor a lo mejor, y no siempre por causas imputables a los productores —con los que, como hombre independiente, individualista, impulsivo y testarudo, Wellman solía llevarse mal, tanto que llegó a tirotear a uno, librándose de sus intromisiones en el rodaje—, a la carencia de medios —no es un artesano/autor de la «serie B», como Joseph H. Lewis, Budd Boetticher, Jacques Tourneur o Edgar G. Ulmer— o a falta de sintonía con los temas —algunas de sus peores películas tratan de aviones, esa otra pasión, aproximadamente contemporánea del cine, que compartía con tantos de sus compañeros de generación, desde Hawks, Garnett, Henry King o Cecil B. DeMille, hasta Renoir y Dreyer—; y otras expresan, probablemente, sus posiciones políticas durante la «guerra fría», bastante alejadas de las preocupaciones sociales detectables en sus películas de los años 30 acerca de la Gran Depresión.

No es descartable, por este último motivo, que algunos de sus detractores sean, pura y simplemente, «enemigos ideológicos» y de esos que parecen incapaces de aceptar que quien no piensa como ellos pueda hacer algo bueno y respetable en cualquier campo de actividad, aunque poco o nada tenga que ver con la política, y que delatan una noción del «pecado» mucho más intransigente que la de los católicos más intolerantes, además de una afición a elaborar «listas negras» y denunciar a los oponentes tan grande como la de sus perseguidores.

Curiosamente, el caballo de batalla de la polémica ha sido siempre su buen amigo Howard Hawks: tanto para reivindicar al autor de Scarface (1930-1/32), Sólo los ángeles tienen alas y Luna nueva (1939), Sargento York (1941), Río Rojo (1947), Río de sangre (1952), Río Bravo (1958) o Peligro, línea 7000 (1965) como para desprestigiar al de Alas (1927), The Public Enemy / Enemies of the Public (1931), Nothing Sacred (1937), Battleground (1949), The Ox-Bow Incident / Strange Incident (1943), Buffalo Bill (1944), Cielo amarillo (1948), Más allá del Missouri (1951) o Lafayette Escadrille / Hell Bent for Glory (1957) había, por lo visto, que compararlos y elegir sólo uno de ellos. Ni siquiera se trataba de decidir, en tonta competición, cuál era el mejor de estos dos directores de cine de acción, que han explorado todos los géneros, a veces anticipándose uno, en ocasiones el otro, sino que había que optar por uno, renunciando, no se sabe por qué, al otro, cuando, realmente, nada les opone y lo que les separa sirve para distinguirlos sin el menor problema, como corresponde a dos cineastas de acusada y singular personalidad. Las objeciones «políticas» o lo reparos que puedan ponérsele a Wellman son a menudo aplicables a Hawks, o sustituibles por otros equivalentes, incluso cuando puedan parecer de signo estilísticamente contrario; en cualquier caso, algunos de los reproches que podrían hacérsele a Wellman serían incompatibles con la defensa a ultranza de Walsh que muchos de sus detractores hacen de pasada, y la admirable sobriedad de Hawks no excluye, en modo alguno, otras opciones, más abigarradas y pintorescas, más heterogéneas y variadas, menos uniforme e invariablemente perfectas a lo largo de su carrera, que adquirió una madurez tan prematura que a veces se le puede atribuir, en contrapartida, cierta monotonía o acusarle —como no han dejado de hacer sus detractores— de no progresar y de copiarse a sí mismo (aparte de que no siempre sea fácil deslindar la «serenidad» de la frialdad ni la «impasibilidad» de la indiferencia hacia la suerte de los personajes). Claro que también los hay que acusan a Hawks de ir copiando sistemáticamente a Wellman —a lo que los partidarios del primero replican, cuando lo admiten, que Hawks rehacía mejorándolo lo que antes había hecho mediocremente Wellman—, mientras que los «anti-hawksianos» —que algunos quedan, mientras apenas hay «wellmanianos» hoy día— pretenden justamente lo contrario, en general basándose en el supuesto plagio de The Public Enemy que dicen ver en Scarface, cuando este célebre film, estrenado tardíamente por los problemas de censura con que se topó, está realizado antes (en 1930, con retoques en 1931), y se parece poco al de Wellman, y cuando ambos tienen claros antecedentes —más explícitos y rastreables en el caso de Hawks, por su amistad con los guionistas Ben Hecht y, sobre todo, Jules Furthman— en Underworld (La ley del hampa, 1927) y The Dragnet (1928) de Josef von Sternberg, y semejantes concomitancias en el curiosamente contemporáneo City Streets (Las calles de la ciudad, 1931) de Rouben Mamoulian.

Pero lo cierto es que en 1993, esta banal querella ha perdido el poco sentido que pudiera tener con la muerte de ambos realizadores y, si se me apura, del cine que tan vigorosa y ejemplarmente, cada uno a su manera, representaron durante muchos años, y más vale enterrarla, ya que, para que resultase mínimamente esclarecedora, habría que ampliar el ámbito de las comparaciones para incluir a Raoul Walsh, Allan Dwan, John Ford, King Vidor y Michael Curtiz, por lo menos; y también, puestos a ello, a Henry King, Tay Garnett, Cecil B. DeMille, William Keighley, Edward Ludwig, André de Toth, Stuart R. Heisler, Henry Hathaway, Edwin L. Marin, William Witney, Joe Kane y alguno más, varios de ellos sumamente desconocidos aunque no por ello —ni por su inferior categoría— menos significativos y reveladores.

En cualquier caso, el resultado de una comparación semejante llevaría, creo, a dos conclusiones: 1.) Wellman no era un cineasta «del montón», no sólo por ser sus películas generalmente poco convencionales y distintas de las más «paralelas» de sus colegas, sino, además, porque a menudo eran mejores; 2.) a fuerza de original, Wellman ni siquiera era igual a sí mismo, por lo que su obra es cualitativamente irregular y en ocasiones —hasta cuando, como guionista y productor además de director, se le podría considerar «autor» único y absoluto— incoherente y hasta contradictorio.

Curiosamente, sus películas históricamente mejor consideradas —tanto ahora como en el momento de su estreno, o ya con visión retrospectiva pero hace tiempo— no son casi nunca las que me parecen más características, y tampoco las que encuentro mejores, por lo general, aunque con Wellman resulta particularmente arriesgado hacer afirmaciones muy tajantes, ya que es imposible saber si uno ha tenido la suerte de ver sus obras más logradas e interesantes o si las hay todavía mejores en la zona de sombra de su filmografía, aunque ya se conozca buena parte de las más famosas. Esto sugiere que nos movemos en territorio inseguro, en gran medida inexplorado, y que la crítica ha tendido a considerar a Wellman —probablemente como él mismo— más como un buen realizador, un técnico eficaz y un narrador «sabroso» que como un «autor» con algo que decir y el estilo propio correspondiente, por lo que ha solido apreciar más aquellas películas claramente inscritas en un género determinado, que encarnan con vigor extremado y algunos rasgos pintorescos y distintivos, que las obras claramente singulares, un tanto inclasificables o marginales, que avanzan en tierra desconocida —y no suelen tener continuidad— o que mezclan inextricablemente elementos de géneros diversos, a menudo teóricamente incompatibles o de combinación infrecuente. Son estas últimas películas, sin embargo, hasta cuando pueden parecer excesivamente heterogéneas y antojarse, en una primera visión, más irregulares de lo que realmente son, las que mejor reflejan el peculiarísimo carácter de Wellman, según todas las referencias y testimonios —hostiles u amistosos, tanto da— un hombre extraño, huraño, hosco y difícil, obstinado hasta la obcecación, de trato difícil o escasamente sociable, que nunca llegó a integrarse en el estilo de vida de Hollywood y que presenta asombrosos puntos de contacto con otro americano notable, amigo de Hawks también, el escritor William Faulkner, con el que también puede encontrársele cierto parecido físico.

No es raro que un hombre así tuviese enemigos mortales, y, al mismo tiempo, algunos amigos sorprendentemente fieles, a menudo imprevisibles y que no se llevarían bien entre sí, a los que sin duda frecuentaba por separado. Sólo así se explica que Track of the Cat (1954), firme aspirante a un hipotético título de «la más extraña película americana» —junto con la única película dirigida por el actor Charles Laughton, The Night of the Hunter (La noche del cazador, 1955), inmediatamente posterior y curiosamente emparentada con ella, como la común presencia de Robert Mitchum subraya—, sea una producción Batjac, es decir, de la propia compañía de John Wayne, que debía admirar y respetar mucho a Wellman para arriesgar su dinero en una película que, evidentemente, no iba a dar un céntimo —y no lo dio—, que no iba a acrecentar su reputación —casi nadie parece haberla visto, casi nadie la menciona nunca—, con la que no podía sentir afinidad alguna y en la que, para colmo, ni siquiera intervenía como actor. Aunque nada he logrado averiguar acerca de la gestación de esta película, ni del grado de implicación personal del director, todo hace pensar que cualquier productora a la que se le presentase Wellman con el guion de Track of the Cat o con la novela en que se basa, le consideraría un viejo chiflado y le invitaría a tratar de arruinar a la competencia, porque tenía que ser un proyecto —a juzgar por los resultados— totalmente desprovisto de atractivo comercial y, en consecuencia, económicamente descabellado, sin que el reparto —tal vez ya previsto, quizá decidido más tarde, pero tan insólito como es resto de la película, y por tanto elegido por Wellman, como corrobora la señalable ausencia de amigos de John Wayne— ni las duras condiciones de rodaje en la nieve arreglasen nada. Y si encima iba anunciando que iba a rodarla en CinemaScope y en color, pero depurando éste hasta que la película fuese casi en blanco y negro, le echarían a patadas hasta de las casas más modestas y extravagantes, como la Republic. Ni siquiera los estrafalarios y osados productores respectivos de The Leopard Man (1943), Stars in My Crown (1950) o Great Day in the Morning (Una pistola al amanecer, 1956) de Jacques Tourneur, Detour (1945) o Strange Illusion (1946) de Edgar G. Ulmer, I Shot Jesse James (Balas vengadoras, 1949), Park Row (1952), Forty Guns (1957), The Crimson Kimono (1959) o The Naked Kiss (Una luz en el hampa, 1964) de Samuel Fuller, A Scandal in Paris (1946) o The Tarnished Angels (Ángeles sin brillo, 1957) de Douglas Sirk, House by the River (1949) o Rancho Notorius (Encubridora, 1951) de Fritz Lang, On Dangerous Ground (1950), o Johnny Guitar, 1954) de Nicholas Ray, Devil’s Doorway (La puerta del Diablo, 1949) de Anthony Mann, The Southerner (1945), The Diary of a Chambermaid (Diario de una camarera, 1946) o The Woman on the Beach (La mujer de la playa, 1947) de Jean Renoir, People Will Talk (1951) de Joseph L. Mankiewicz, The Locket (La huella de un recuerdo, 1948) de John Brahm, Moonrise (1948) de Frank Borzage, The Reckless Moment (1949) de Max Ophüls, The Inside StoryAngel in Exile (1948), The River’s Edge (Al borde del río, 1957) o Most Dangerous Man Alive (1958) de Allan Dwan, Pursued (1947) o Un rey para cuatro reinas (1956) de Raoul Walsh, 3 Godfathers (1948) de John Ford, Day of The Outlaw (1959) de André De Toth o Angel and the Badman (1946), de James Edward Grant, pese a que demostraron —al menos, ocasionalmente— no arredrarse ante películas «anómalas», se hubieran entusiasmado con la idea.

Y, sin embargo, Track of the Cat es una de las películas más extraordinarias y fascinantes de todo el cine americano, quizá la más imprevisible e insólita, y tanto por la historia que narra —nada lineal, con acción escasa y personajes lacónicos y complicados— como por su tono y su estilo, que se ajustan al tema como un guante a la mano de su propietario, y que son, por tanto, indisociables. Que un cineasta que no sobresale por su reputación de sutil y refinado consiga tal adecuación entre «fondo» y «forma» que la distinción académica quede totalmente desprovista de sentido puede sorprender a quien no valore en su justa medida el talento potencial de Wellman, muy superior al que habitualmente demostraba, y que sólo pueden haber vislumbrado los que hayan acertado a ver cuatro o cinco de sus películas más extraordinarias, mientras que quienes hayan tenido la desgracia de toparse con sus ocasionales errores —que suelen ser de bulto— y con las relativamente abundantes mediocridades ramplonas que desequilibran su carrera y rebajan el valor medio del conjunto de su obra, acogerá semejantes elogios con comprensible escepticismo. Y es que, realmente, hay pocos directores «industriales» con una filmografía tan irregular, en la que lo genial sucede a la más insensata extravagancia y se codea con la más rutinaria y convencional ejecución de un trabajo de encargo, o por el que perdió interés tan súbitamente como lo había sentido.

Por eso resulta arriesgado —y, que yo sepa, es una empresa aún no acometida por ninguna Cinemateca o festival— organizar una retrospectiva completa de su obra, o decidirse a contemplarla, pese a que sus películas más logradas tienten a ello y exciten la curiosidad acerca de tan misterioso cineasta: cabe la fatigosa posibilidad de no lograr descubrir ni un solo film más que sea verdaderamente interesante, lo mismo que entra en lo posible encontrarse con que hay alguno —o varios— que superan a los mejores que conocíamos previamente.

A la espera de una ocasión de este tipo —que, en cualquier caso, habría que aprovechar, y sin desanimarse por muchas que fueran las decepciones—, yo invitaría a todo aficionado curioso, si es que queda alguno todavía, a no perderse ni una sola de las películas de Wellman que, por un medio u otro —filmotecas, televisiones, vídeo—, puedan ponerse a su alcance, e incluso les aconsejaría que revisen, siempre que puedan, las que ya conozcan, por poco que hayan podido interesarles en una primera visión.

Si siempre cabe el error de perspectiva en un primer contacto, y las apariencias engañan a menudo, con Wellman hay que tener un especial cuidado, ya que casi nunca responde a las expectativas, y muchas veces parece sentir un placer perverso en salir por donde menos se le puede esperar, desviando o retorciendo el curso de relatos de arranque convencional, o cambiando de ritmo, de tonalidad y hasta de género con una agilidad que desconcierta. Por su propia rareza, algunas de sus películas propician la desorientación y hasta la pérdida del espectador, que se siente defraudado por el desarrollo de la historia o por cambios de tercio tan drásticos que casi equivalen a romper la baraja y variar en marcha las reglas del juego, o el punto de vista inicialmente adoptado, lo que socava el contrato tácito suscrito entre un cineasta y su público, y mina o anula la confianza depositada en aquél por parte de éste, que siente irritación y tiende a vengarse de la película, enjuiciándola negativamente o desentendiéndose de ella.

Tampoco puede decirse que Wellman asumiese riesgos calculados, ni que se sirviese conscientemente de las presuntas expectativas de los espectadores para jugar con ellos al gato y al ratón, como con tanto humor y asombrosa perspicacia solía hacer el normalmente certero y cauteloso Alfred Hitchcock. Wellman no parece, al menos evidentemente, actuar con premeditación o alevosía, y no toma precauciones ni mide con cuidado hasta dónde puede llegar: o se despreocupa del público o confía ilimitadamente en su capacidad, pero el caso es que suele dar rienda suelta a sus impulsos o caprichos, sin preocuparse por ser entendido ni preguntarse si los espectadores le van a seguir acompañando después de dos o tres cambios de rumbo y algún viraje brusco e inesperado, casi siempre chirriante.

La verdad es que parecía darle lo mismo moverse dentro de un territorio conocido y sólidamente codificado, como el western —recordemos The Call of the Wild (La llamada de la selva, 1935), Robin Hood of El Dorado (1936), The Great Man’s Lady (Una gran señora, 1941), The Ox-Bow Incident (1943), Buffalo Bill (Aventuras de Búfalo Bill, 1944), Yellow Sky (Cielo Amarillo, 1948), Westward the Women (Caravana de mujeres, 1951, producida por Mervyn LeRoy y escrita por Frank Capra), Across The Wide Missouri (Más allá del Missouri, 1951), que, para empezar, son con frecuencia easternsnortherns o southerns— o el film de guerra —por ejemplo, Wings (Alas, 1927), Beau Geste (Beau Geste, 1939), Story of G.I. Joe/Ernie Pyle’s Story of G.I. Joe/G.I. Joe/War Correspondent (También somos seres humanos, 1945), Battleground (Fuego en la nieve, 1949) y Lafayette Escadrille (1957), aunque la primera y la última podrían encuadrarse, con Gallant Journey (Jornada gloriosa, 1946) e Island in the Sky (El infierno blanco, 1953), entre las muchas «de aviones» que hizo— que oscilar entre extremos —comedia y melodrama, en A Star Is Born (1937)—, o hacer incursiones en la comedia clásica —Nothing Sacred (La reina de Nueva York, 1937)—, lo que los americanos llaman «Americana» —The Happy Years (1950)—, la parábola —Magic Town (1947)—, el panfleto anticomunista —The Iron Curtain (El telón de acero, 1948) y el tardío Blood Alley (Callejón sangriento, 1955)—, el documento social reivindicativo y rebelde —Wild Boys of the Road (1933)—, la biografía —Lady of Burlesque (La estrella del Variedades, 1943)—, el film de gangsters —The Public Enemy (1931)— o el melodrama —Roxie Heart (1942)—, casi siempre en versiones impuras, y con elementos de otros géneros o subgéneros brutalmente incrustados o hábilmente combinados, que inventarse un género nuevo, exclusivamente ocupado por una película como Track of the Cat, que además no hizo escuela.

De hecho, apenas hay género con el que no haya coqueteado, aunque son pocos los que ha explorado un poco a fondo, y no se le puede considerar como «experto» o «especialista» de ninguno de ellos, lo que revela implícitamente, por lo pronto, dos cosas acerca del enigmático y extravagante Sr. Wellman: que nunca se dejó encasillar y que los géneros, en sí mismos o como instrumentos o plataformas expresivas, no le interesaban, y suponían para él, —a diferencia de lo que les pasaba a Hawks y Walsh— más un férreo entramado de convenciones, figuras de estilo y estructuras, que tenía que molestarse en subvertir, distorsionar o dinamitar, es decir, un estorbo, que un amplio y cómodo campo de maniobra, que le permitía recurrir a la abstracción y la estilización con un envoltorio simple y flexible, y que tenía la ventaja adicional de resultar aceptable para el público y, por tanto, para la industria.

A Wellman no le atraían los «segundos grados», ni los «mensajes subliminales», ni los sentidos solapados, ni las maniobras tácticas envolventes y sinuosas con las que tanto disfrutaban otros directores americanos de su edad. Prefería ser franco y brutal, directo y contundente, desconcertante y sorprendente, pero a las claras, a cuerpo descubierto, incluso con cierta agresividad, que, si no era buscada, por lo menos no rehuía. Ni siquiera solía recurrir al humor para disimular o para «dorar la píldora»: sus películas son a menudo provocativas, desafiantes, expeditivas y hoscas, y no suelen tomar en consideración los gustos dominantes, las modas vigentes o los sentimientos del espectador, por lo que tienen algo de exabruptos o de objetos «arrojadizos», y un carácter acusadamente individualista e irreductible, incluso inconciliable, sin concesiones ni términos medios. Wellman iba a lo suyo, a su ritmo y a su manera, sin volverse a mirar si le seguían o se habían quedado por el camino. Lo que le define como una especie de caballo salvaje, un maverick, un independiente, y hace aún más urgente y necesaria la labor de recuperar su obra y darla a conocer. Hasta entonces, sirvan estas líneas como «aperitivo».

En “Dirigido por” nº 209, febrero-1993

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