Mi descubrimiento de Manane Rodríguez se produjo a raíz de este su primer largometraje, rodado ya en España en Super 16mm (ampliados a 35 para posibilitar su exhibición), escrito con su pareja, el también director Xavier Bermúdez (y con la colaboración de Antonio Larreta, otro exiliado afincado aquí), y con una magnífica actriz chilena, Paulina Gálvez (inexplicable y lamentablemente desaprovechada por los demás cineastas), que interpreta la mujer del título.
Título, por cierto, que aun siendo atractivo y pese a no faltar a la verdad (es también eso) minimiza o subestima el alcance real de la película, y que debió ser lo mismo pero con todo en plurales, ya que, elípticamente, sin retórica ni pesadez, en certeros esbozos que permiten deducir o adivinar el resto, nos ofrece los retratos, más o menos centrados y detallados, de no menos de cinco mujeres (y un apunte de otra más, brevísimo pero muy divertido y revelador) y tres hombres muy al fondo (sin contar dos niños de no muy promisorios auspicios de futuro).
Fue para mí la revelación de no menos de tres talentos (Manane, Xavier y Paulina), sin contar el esperanzador encuentro de dos productores que entonces se atrevían a correr riesgos (Juan Pulgar y Rafael Álvarez), un director de fotografía notable (Juan Carlos Gómez) y un músico aún no muy conocido (Jorge Drexler), cuya perezosa partitura no subrayante sienta como un guante a la película en su conjunto, modesta, tranquila y nada altisonante.
Muchos años han pasado desde entonces, y Manane ha hecho algunas (no muchas, desgraciadamente, quizá demasiado pocas) películas más, cortas y largas, de encargo unas y de iniciativa propia otras, todas buenas e incluso aún mejores y más emocionantes, más cruciales, más difíciles (de hacer, no de ver ni de entender), con tremendos dilemas morales casi siempre, como Migas de pan y, sobre todo, Los pasos perdidos, pero yo le tengo un afecto especial a este Retrato de mujer con hombre al fondo, que he seguido volviendo a ver varias veces en el curso de los años, y que siempre reencuentro fresca, original y distinta de casi todo. No es tan frecuente, y es un momento feliz para un aficionado al cine, que uno intuya en una primera película la aparición de un verdadero cineasta, y encima uno que con modestia y atención mira con la cámara para comprender mejor, sin efectismos ni pretensiones desaforadas, sin tratar a todo trance (y a cualquier precio, claro) de llamar la atención y de proclamar (más que demostrar) lo «original», lo «radical» y lo «rompedor» que es.
Como a mí no me interesa que haya muchos directores, sino más bien que lo sean de verdad (y no impostores) y además sean buenos, no tengo el menor empeño en que las mujeres —así, en masa— dirijan más películas, sino que desearía que más mujeres que lo deseen hagan buenas películas y las que ya dirigen las hagan mejores.
Es cierto, por lo demás, y lo encuentro normal, que igual que no todos los hombres somos iguales, las mujeres son muy variadas, y no caben las generalizaciones excesivas, y no creo adecuado tratarlas como un colectivo, sino como individualidades libres e independientes. Eso no impide que a menudo aunque no siempre, a algunas mujeres les interesen más que a muchos hombres ciertas cosas, actitudes o actividades, y que las miren de otra manera, y en cambio presten menos atención que buena parte de los hombres a otros aspectos de la vida, la sociedad… o las familias. Digo esto porque no me interesó esta película, en principio, ni antes de verla ni después, por tratarse de un film realizado por una mujer, aunque, desde luego, de no haberlo sabido de antemano, como si no la hubiera visto con títulos de crédito, a partir de algunos detalles habría sospechado que su autora cinematográfica principal era una mujer, y no sólo eso, sino además sensible, inteligente, con «buen ojo», con sentido del ritmo, con claridad y concisión narrativa, con humor, con buen oído para los diálogos —cosa excepcional y llamativa en el cine y la televisión españoles, ¡aquí no suenan falsos ni impostados!—, y con habilidad y finura notables como directora de actores de ambos sexos, aunque yo encuentre sistemáticamente mejores a las actrices… y también más interesantes los personajes que les ha tocado encarnar.
Aclaro que este último aspecto no lo considero un defecto o una limitación imputable a un supuesto «partidismo» de la directora (que a veces existe en otras cineastas, en ocasiones hasta llegar a extremos escandalosos de misandria, heterofobia o misogamia), sino a una sensación subjetiva mía general, y es que encuentro más interesantes, como promedio y casi siempre, a las mujeres, y que en casi cada pareja me parece ella superior al hombre, lo que ocasiona a veces, desde mi punto de vista, un notable desequilibrio que, si no se lleva con paciencia y humor por ambas partes, quizá explique algunos problemas de la vida real, que creo que el primer largo de la entonces aún joven pero ya madura directora capta y señala con bastante tino y sin homogeneizar: los tres hombres de la película tampoco son iguales entre sí, no representan los mismos problemas o inconvenientes, y ninguno es realmente un canalla, si bien ninguno parece muy divertido y sí, en contrapartida, diría yo que singularmente carentes, los tres, del menor sentido del humor. Se toman tan en serio y parecen tan satisfechos de sí mismos que no les queda hueco para nadie más y tienden a tomarse todo como ofensas personales.
Como crónica de una serie de días —que de ser más teme uno que no fuesen demasiado diferentes— de la vida cotidiana de la protagonista, Cristina de León (Paulina Gálvez), una joven soltera e independiente, pero no muy amante de la soledad, abogada especializada en divorcios en el bufete del que es socia con Joaquín (Pedro Miguel Martínez), y al parecer con cierta holgura económica, Retrato de mujer con hombre al fondo nos va poniendo en contacto con los restantes personajes de su entorno, según se relacionan con ella, por unas razones u otras, unas veces por iniciativa de ellos y otras de Cristina: alguno arraigado aunque distanciado como la ex-pintora Marisa (Myriam Mézières), casada con el nada sensible Joaquín y completamente deprimida y alcoholizada, que es el personaje más trágico y sin salidas de la película; otros más accidentales, como la muy joven secretaria-recepcionista del despacho (Begoña Hernando); otros recién conocidos, como un nuevo amante, que Cristina ha conocido como Alfredo (Bruno Squarcia) en un fin de semana en la playa y que resulta ser Diego Garrido, el marido del que está divorciando a una clienta no muy convencida de querer separarse, Ana Portolés (Cristina Collado, que en sus varias pero breves apariciones pinta de su personaje dubitativo y tenso un retrato muy completo); otro amante (como todos los demás hombres de la película, casado e insatisfecho), Andrés (Ginés García Millán), al que Cristina parece arrastrar ocasionalmente consigo sin mucho entusiasmo ni grandes esperanzas de futuro desde hace tiempo.
Aunque no puede decirse que Cristina tenga mucha suerte con los hombres, pese a ser ella muy atractiva y tener talento como abogada, ironía y bastante personalidad y fuerza de voluntad, lo cierto es que conserva aún un notable sentido del humor, aunque también cabe preguntarse con cierta preocupación (cosa que la película no hace) si lo retendrá cuando tenga diez o quince años más.
Hay que destacar que la película se mueve fuera de cualquier territorio genérico convencional. Reforzando o subrayando las cosas más agradables, podría haberse convertido en una novelita rosa; exagerando un poco los personajes y acelerando el ritmo narrativo, pudo ser una especie de «comedia alocada» (y da la sensación de que la directora habría podido movilizar en ese registro a sus actores); cargando las tintas y dramatizando las frustraciones, las soledades, las rupturas, pudo convertirse en un desolador melodrama.
No creo que las cosas vayan tan deprisa, en el fondo, como a veces parece en la superficie y en algunos aspectos que, ciertamente, han cambiado mucho en los 22 años transcurridos desde que se escribió y filmó esta película, en su momento no sólo contemporánea sino con las antenas de detección de lo que empieza a suceder o se anuncia a corto plazo muy bien puestas.
Nos choca hoy ver gente con teléfonos inalámbricos en su casa pero todavía ni un sólo móvil, con ordenadores pero sin mucho empleo de internet, fumando casi todo el mundo y todo el rato en todas partes, en lugares hoy prohibidos, elementos a los que nos hemos acostumbrado tanto que olvidamos que su introducción o desaparición es todavía relativamente muy reciente.
Es decir, se trata de una película muy datada, que quien la vea hoy notará que es ya «antigua» (más vale con el cine usar ese adjetivo que el más negativo de «vieja»), pero que es, en casi todo lo fundamental, como cine y como observación sociológica, todavía vigente.
Porque, igual que no quiso, creo yo, hacer un film de tesis ni una apología de nada ni de ninguna postura, Manane Rodríguez tampoco pretendía crear una especie de testimonio radiográfico de un sector muy determinado (los profesionales acomodados) de la sociedad madrileña de finales de siglo, sino que parece esforzarse por mantenerse en un difícil equilibrio estable en tierra de nadie, sin juzgar. Un poco como Roberto Rossellini en los primeros años de la década de los 50 o como Eric Rohmer en las décadas siguientes del pasado siglo XX.
En “Manane Rodríguez, voz en libertad”, Antonio Peláez Barceló (Éride Ediciones, 2018)
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