Estrenado de forma veraniegamente fugaz y confidencial, Un uomo da bruciare (1961) ha pasado sin pena ni gloria por nuestras artísticas pantallas de ensayo, mientras películas de menor empeño y categoría infectan en plena temporada esos minoritarios cines. El hecho no es único y tiene una indudable seriedad, por cuanto que impide, en este caso, que gran cantidad de público vea el que es, con el “Salvatore Giuliano” (1962), de Francesco Rosi, y Banditi a Orgosolo (1961), de Vittorio De Seta, el mejor y más profundo film que se ha realizado sobre los temas vecinos del bandolerismo insular italiano y la Mafia siciliana.
Sin duda, lo primero que reclama la atención en esta película es el hecho de haber sido codirigida simultáneamente por tres debutantes, Orsini y los hermanos Taviani, que luego continuarían haciendo cine por separado: Orsini en solitario (I dannati della Terra, 1968) y los Taviani formando pareja (I fuorilegge del matrimonio, 1963), I sovversivi, 1967, y Sotto il segno dello scorpione, 1969). Como nos explican sus autores en el folleto que se reparte a la entrada del cine, escribieron juntos el argumento (basado en hechos reales) y un minucioso guion técnico, dirigiendo luego un día cada uno, mientras los otros dos actuaban como ayudantes con derecho a intervención. Contra lo que se ha afirmado —y podría esperarse—, no es la heterogeneidad estilística el rasgo distintivo de la película, ya que la única ruptura apreciable se manifiesta en la muy superior calidad de las escenas de exteriores (pues alguno de ellos o los tres son grandes paisajistas), si bien las de interiores se mantienen siempre a un buen nivel y llegan, en ocasiones, a las máximas cotas del film (así el flashback lírico). Sí se observa, en cambio, una notable originalidad en la construcción del film, en su planificación, y un gran sentido del encuadre y la composición que, sumado al interés del tema y a la calidad de la dirección de actores, confiere al film fuerza y coherencia a todos los niveles. Nos encontramos ante un primer film bastante raro, sin duda caótico y con desfallecimientos (sensibles, sobre todo, en el ritmo), pero merecedor de más atención de la que ha recibido en nuestro país.
La idea de los autores era presentar, sin mitificaciones ni romanticismos, la verdadera actuación de la Mafia, ligada a la tierra y a las clases poderosas de Sicilia, para evitar que los campesinos puedan liberarse de la explotación de los terratenientes y lleguen a cultivar sus propias tierras, y no las que abusivamente reclaman éstos como suyas y en las que tienen que trabajar en condiciones injustas. Como testimonio, el film cumple su objetivo de forma bastante clara, si bien el personaje de Salvatore Carnevale —quizá por el loable intento de huir del tradicional “héroe positivo” del “realismo socialista"— resulta excesivamente ambiguo al sernos presentado como un mitómano bastante desconcertante y sin ideas demasiado claras (aunque, según mis informes, el personaje era claramente definido como un comunista, cosa que una única visión y los subtítulos castellanos impiden asegurar). En todo caso, este defecto tiene también su lado positivo, ya que impide que la película se convierta —en unas circunstancias que la harían ineficaz: Italia, 1961— en una obra didáctica al estilo de Iván (1932), de Dovjenko, y sus epígonos (como el interesante film cubano Cumbite, 1964, de Tomás G. Alea), con la que, en teoría, tiene bastantes puntos de contacto: el revolucionario que vuelve a su tierra —tras cierta educación y una toma de conciencia— a desalienar a los campesinos y hacerles comprender sus derechos, enseñándoles el camino de la revolución antes de que la muerte le convierta en un mártir que servirá de ejemplo y estímulo a los supervivientes de la represión.
La película comienza con un espléndido plano general en cuya inmensidad trabajan varios conocidos de Salvatore (Gian Maria Volonté), mientras resuena la voz interior de éste. Después asistimos a la entrada del protagonista en su pueblo, con la acogida materna y la alarma de la Mafia. A partir de este momento empieza a actuar uno de los factores más interesantes de la película, consistentes en cambiar constantemente de punto de vista, de tal forma que Salvatore tan pronto actúa como observador de su circunstancia familiar, social, económica o política como pasa a la condición pasiva de observado, convirtiéndose entonces en observadores los restantes personajes, y dando así lugar a una estructura en "facetas” que, a través de escenas muy diferentes en su enfoque y en su dramaturgia, nos proporcionan una visión de conjunto bastante compleja (aunque a veces no muy clara) de las relaciones que unen, a todos los niveles, a los personajes del film.
Esta descripción no se limita a los aspectos sociales y externos, sino que llega a adentrarse en la vida psíquica de Salvatore (su alucinación-presagio de la muerte que le espera) y en su pasado, concretamente su estancia en la ciudad, que nos es presentada, como inicio de un imprevisto flashback, en un “travelling” lateral —sin duda inspirado en la primera visión de París que nos proporcionaba À bout de souffle— que capta de pronto a una atractiva rubia, Wilma, que anda por la calle. Esta introducción da paso a una genial secuencia lírico-operística (de esas que sólo los italianos saben hacer), en que Wilma —ayudada por Salvatore— hace un enloquecido “strip-tease” en la penumbra de su dormitorio (puntuada la escena por fortísimos acordes musicales que destacan la longitud del plano) para cubrirse con una sábana en el instante en que Salvatore abre la ventana y deja que la luz inunde la habitación.
No son, sin embargo, estas explosiones líricas lo único destacable de la película, pues hay dos factores más que resultan tan insólitos como interesantes. Uno de ellos se relaciona con la estructura narrativa de la película, y consiste en el uso sistemático que hacen Orsini y los Taviani del espacio no comprendido en el encuadre, y que contribuye a la sensación de misterio que emana toda la película. El plano inicial, ya descrito, es un buen ejemplo de este proceder, ya que asistimos a una serie de acciones (comentadas en off por el protagonista) en planos que resultan ser subjetivos antes de ver, un rato después, a Salvatore. Este procedimiento reaparece siempre que hay planos subjetivos, y también en numerosas escenas en que oímos una voz mientras el personaje que habla permanece invisible y que, al centrarse la atención precisamente en ese interlocutor, crea una tensión que unas veces se resuelve con su entrada en campo y otras no. Lo mismo sucede cuando un elemento del decorado nos oculta a uno de los actores que desempeña un papel activo en la secuencia, o cuando se aísla una habitación del mundo exterior cerrando las contraventanas (o, por el contrario, se restablece el contacto con el pueblo al asomarse la cámara y un personaje a la ventana). Este mismo principio, apoyado aquí en la iluminación y no en el encuadre, es el que da su particular impresión de violencia a la pelea nocturna entre un mafioso y un grupo de campesinos, con sus avances y retrocesos hacia la cámara y sus consiguientes entradas y salidas en el campo de luz de una hoguera, de tal forma que las reiteradas apariciones y desapariciones (intentos de huida y retenciones) del mafioso dan una eficaz sensación de violencia sin tener que mostrarla apenas, y dando una gran fuerza rítmica a toda la escena.
El otro factor especialmente interesante tiene como escenario la campiña siciliana (dominada, al fondo, por un monte puntiagudo) y como acción el avance de los campesinos, guiados por Carnevale, con el fin de apoderarse de las tierras que hasta entonces se limitaban a cultivar. En grandes planos generales, vemos al “ejército” campesino —algunos de ellos con grandes banderas, muy a lo “Salvatore Giuliano"— avanzando y tomando posesión del terreno, y sembrando. Aparecen entonces los mafiosos, dispuestos a expulsarles de allí por la fuerza de las armas. Tras una breve pelea, los campesinos, desarmados, pero más numerosos, hacen huir a los esbirros de los propietarios, y les persiguen (en un largo plano general fijo y muy amplio) hasta casi perderse en la distancia. Suenan entonces unos disparos, y vemos cómo los campesinos se dispersan, corriendo en todas direcciones, antes de reagruparse y proseguir su tarea. Mediante planos de este tipo, bastante frecuentes pero nunca iguales entre sí, los autores de Un uomo da bruciare nos permiten ver por nuestros propios ojos, y con ejemplar claridad (sólo igualada, probablemente, por la batalla final de "Una trompeta lejana”, 1964, de Raoul Walsh, verdadero modelo de claridad táctica y topográfica), el desarrollo de la lucha entre los campesinos explotados y los mafiosos.
Resulta evidente, en consecuencia, el interés de esta película, que si bien a veces cae en el esquematismo y adopta posturas excesivamente teóricas y rígidas, evita convenirse en un mero film de tesis a la vez que rehúye el demagógico pintoresquismo y el insincero “izquierdismo” a que nos tienen acostumbrados Elio Petri, Gianfranco Mingozzi o Damiano Damiani cuando tratan temas relacionados con la Mafia siciliana o el bandidaje sardo o calabrés, y todo esto lo consigue al haber sabido superar los tópicos mediante un estilo insólito y una estructura que, sin ser tan compleja como la que utilizó Rosi en circunstancias similares, se ajusta perfectamente a la oscuridad del tema tratado y a las numerosas implicaciones de éste, que no descuida en ningún momento: véase así cómo los carabinieri actúan de forma paralela a la Mafia y al servicio de los intereses de sus ramificaciones financieras.
En “Nuestro Cine” nº 91, noviembre-1969
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