Es realmente increíble. Cada vez que echo un vistazo (y eso es un decir, cada vez que contemplo intensamente) un par de películas de Dwan me asombra más y más lo poco reconocido que sigue siendo su talento. Y me parece tan evidente que es uno de los grandes genios de la dirección cinematográfica que no comprendo las razones de la ceguera dominante acerca de él. Por supuesto, es el verdadero maestro subterráneo, que nunca ha puesto en primer término su punto de vista ni su estilo, ni se ha promocionado a sí mismo. Y sin embargo, a nadie que mire y piense un poquito se le puede escapar cómo en sólo 87 minutos, aunque con calma y sin el menor apresuramiento, ni la mínima merma de la extremada claridad –tanto visual como narrativa– que es su característica principal, puede Dwan narrar tantas intrigas complejas e interrelacionadas, con tantas variaciones y tantos matices en sus personajes y en las cambiantes relaciones que se tejen entre ellos, como lo hace, y es un ejemplo tan sólo, en Tennessee’s Partner. O, puestos a ello, en sólo un minuto más, la trama quizá más simple de Cattle Queen of Montana. Debiera bastar con ver seguidas otras dos películas, Silver Lode y Sands Of Iwo Jima, o The Inside Story y Angel in Exile, o Slightly Scarlet y Most Dangerous Man Alive, o The River’s Edge y Passion, para advertir que Dwan es uno de los verdaderos grandes, por muy modesto que fuera. Si junto con cualquier par de films de Dwan como los citados uno ve o revisa ese mismo día –como me ha sucedido a mí con cuatro de ellos– The Story of Dr. Wassell de Cecil B. DeMille y Two Rode Together de John Ford, el mero hecho de que los de Dwan aguanten la comparación con tan enormes (aunque aún no generalmente reconocidas) obras maestras parecería prueba suficiente.
Es una pena que John Alton esté muerto, y que probablemente nadie se ocupara nunca de preguntarle por esta parte de su carrera, la última, en la que mantuvo una ejemplar colaboración con Dwan; pero tengo la sensación de que o se tomaron la molestia y el trabajo de encuadrar dos veces cada plano y filmarlo simultáneamente con dos cámaras, o en el caso de Tennessee’s Partner la versión presentada en formato “SuperScope” fue una idea “a posteriori” de la distribución, elaborado artificialmente en el laboratorio. Ni una sola vez, ni siquiera durante los fundidos, tengo la sensación de que falte algo del encuadre o de que haya el menor desequilibrio, y habitualmente en Dwan hay una tendencia tan clara al equilibrio y a compensar masas dentro de la composición que, de haberse rodado realmente con un “ratio” más ancho, se habrían echado en falta; y, ya que Dwan mueve la cámara más a menudo de lo que era habitual entre los directores de su generación, sería difícil que se mantuviera tal equilibrio si simplemente se redujera el campo visual simétricamente a ambos lados. Es una pena también que la edición en DVD americana, de VCI, de Tennessee’s Partner no incluyera en una cara del disco el formato “widescreen” y en la otra el formato en ratio “standard”.
Por otra parte, cada vez que contemplo una de las películas –casi cualquiera de ellas, lo mismo de los años 20 que de los 50– de Allan Dwan, me sorprende mucho darme cuenta de lo extrañas que son bajo su apariencia más o menos vulgar o corriente, lo lejos que están de la línea general, del caudal principal del cine americano de su respectiva época –da igual cuál–, no digamos ya de las absurdas y erróneas fantasías que circulan acerca del llamado “Cine Clásico Americano”, asumidas inconsciente o acríticamente por los Gallaghers del mundo, y convertidas en dogma por la aparentemente obligatoria popularidad entre los estudiantes y profesores de cine de David Bordwell y compañía, y también, en contra de la suposición generalizada, de cuán diferente es de Griffith, Walsh, McCarey, Ford, Wellman, Hawks, Vidor, King, Borzage, DeMille o cualquier otro cineasta que pueda ocurrírseme como posible “paralelo”. En el fondo, es tan anticonvencional –mejor, tan poco convencional– como Jacques Tourneur. No presume de ello, igual que nunca subraya su tratamiento de los personajes, con una especie de ojo clínico incansable y con una distancia muy crítica y al mismo tiempo con simpatía y comprensión, como si tratase siempre de mantenerse generosamente abierto a la posibilidad de encontrar en cada uno de ellos algo digno de respeto, más allá y a pesar de la reputación o las apariencias, a pesar incluso de su reincidencia o su debilidad, buscando algún rasgo que sea apreciable. Claro, The River’s Edge sería la instancia más evidente de esta actitud tan poco puritana, pero el sheriff interpretado por Leo Gordon en Tennessee’s Partner muestra como es algo que se aplica hasta a los personajes de segunda fila (uno presupone que Rhonda Fleming, Ronald Reagan o John Payne pueden ser algo más que lo que parecen a primera vista, lo mismo que no son realmente esos actores “de madera” o “inexpresivos” por los que a menudo los toman hasta algunos simpatizantes de Dwan que los juzgan por su “valor facial” o, peor aún, fiándose de su escasa reputación).
En fin, hay que resignarse. Algunas personas, incluso si tienen enemigos, son más bien visibles, o hasta “vistosas”, son más bien fáciles de ver y hasta acaba resultando relativamente sencillo reconocer o hacer que se admita en ellas algún mérito, hasta una cierta grandeza (Samuel Fuller, Sacha Guitry y Jean-Pierre Melville serían ese tipo de personas); otras, como Allan Dwan, o Jean Rouch puestos a eso, o Marcel Pagnol, o Henry King, o incluso Leo McCarey, son mucho más difíciles de hacer que sean comprendidos o reconocidos, hasta si en realidad nadie está decididamente en su contra: simplemente, no parecen importar, nadie piensa con convicción acerca de ellos. La inercia tiene una fuerza enorme, y nada que uno pueda decir va a parecer suficientemente probatorio para quienes no sean capaces de verlo por sí mismos con sus propios ojos. Es algo parecido a la fe: o la tienes o no la tienes, o lo ves o ni siquiera lo puedes imaginar, y nada que nadie pueda decir será suficientemente persuasivo. Y el cristal con que mira Dwan no es deformante ni distorsionante, sino tan claro y limpio que ni se ve ni el cambio de aquello que se ve a su través ni se nota la misma presencia del cristal. Otros dan algunas pistas, dejan huellas de sus pensamientos o sus ideas, iluminan lateralmente sus sentimientos, los colorean con focos y sombras, o afirman su presencia a través de una forma de hablar, o de alguna mezcla distintiva de humor y sentimiento trágico, o a través de los rostros de ciertos actores familiares (para él y para nosotros), o por medio de textos manuscritos y su voz (como Godard), cuando no su cara; Dwan no ofrece mapa ni señales, ni carteles ni flechas, ni siquiera tiene donde agarrarse mientras uno viaja dentro de su vieja diligencia o su furgoneta abollada de los años cincuenta desde cualquier sitio a ninguna parte. Y, por supuesto, al contrario que la mayoría de los cineastas actuales, nunca convirtió un solo plano de ninguna de sus películas en algo parecido a un spot publicitario acerca de sí mismo. Nunca dio una exhibición ni pronunció un discurso, ni hizo reverencias ni saludó al público. Se le pagó con silencio e indiferencia, y después el olvido. Ni siquiera tuvo la amabilidad de hacer sólo unas pocas películas, de modo que su producción fuese fácil de catar y valorar. Dwan es, desde luego, por inverosímil que pueda parecer, uno de los auténticos originales; incluso su presunta deuda para con D.W. Griffith había sido compensada con creces hacia 1922, así que estaba liberado también de esa influencia, y por tanto capacitado para ser sólo él mismo sin prestar la menor atención a su propia imagen, pues estaba siempre muy ocupado en el trabajo de construir imágenes muy desnudas, límpidas y nítidas con las que contar historias que van más allá de su intriga o de sus argumentos, concernidas sobre todo por los seres humanos y sus sentimientos, y centradas, como Pierrot le fou dijo citando a Elie Faure a propósito del Velázquez tardío, principalmente en el aire, el espacio entre las personas, más que en retratar directamente a las personas mismas, que se “revelan” mejor, un tanto químicamente, a través de sus reacciones con respecto a otras personas, los lugares o los sucesos. Por eso, en definitiva, aunque no lo parezca, puede que Dwan sea el ejemplo más extremado de la abstracción en el cine, superando a Bresson o Straub (pues en ellos se nota demasiado) e incluso a los más subrepticios como Jacques Tourneur y Edgar G. Ulmer o a veces (en México, sobre todo) el solapado Luis Buñuel.
Folleto del DVD de la edición española de “Silver Lode” (2009-10)
No hay comentarios:
Publicar un comentario