Tercer eslabón prestigioso, tras 1900 (Novecento, 1976) de Bernardo Bertolucci y Padre patrón (Padre padrone, 1977) de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, del curiosísimo «retorno al agro» del cine italiano de los últimos años, L'albero degli zoccoli (1978) es, como el primero, una mirada al pasado (pero más remoto, puesto que no llega a 1900, que era el punto de partida del melodrama político de Bertolucci) y, sin llegar a la elefantiasis, la longitud excepcional (3 horas frente a 5) y la profusión de personajes; con el segundo tiene en común el rodaje en 16 mm., para la RAI-TV, la renuncia a utilizar rostros conocidos y la Palma de Oro del Festival de Cannes. Los tres son obra de cineastas admiradores de Rossellini, al menos en teoría: el primero, que era el más ferviente —firmó, en 1965, el Manifesto rosselliniano en pro del cine didáctico; otro de los firmantes, Gianni Amico, decía en Prima della rivoluzione (1964) «Non si puó vivere senza Rossellini»—, lleva años —desde Il conformista y Strategia del ragno (1970)— «traicionándole», tal vez sin saberlo, con el Visconti decadente y decaído de La caduta degli dei (1969); los Taviani, admiradores del trabajo televisivo de Rossellini, lograron entusiasmar al maestro, poco antes de su muerte; Olmi, siempre discretamente cercano al autor de Paisà, llegó tarde para eso, pero corre el riesgo de que le entronicen como su heredero, precisamente a causa de El árbol de los zuecos. Para poner fin a esta introducción, añadiré que tanto Bertolucci —después, claro, de Antes de la revolución y de Partner (1968)— como los Taviani —«de toda la vida»— proclaman ser militantes del Partido Comunista italiano; a Olmi le acusan —no sé si con tan dudoso fundamento como antaño a Rossellini— de ser simpatizante de la Democrazia Cristiana (1).
No conozco Il tempo si è fermato (1960), I fidanzati (1963) —sus películas de mejor fama—, …e venne un uomo (1965) —la de peor reputación, sobre el Papa Juan XXIII y con Rod Steiger—, Durante l'estate (1971), La circostanza (1973); ni El empleo (Il posto, 1961) ni Un cierto día (Un certo giorno, 1968), ni tampoco I recuperanti (1970), obras todas ellas aplicadas y respetables, habían llegado a interesarme, y sí, por lo menos a ratos, a aburrirme (sobre todo Un certo giorno, I recuperanti es más extraña; II posto es bastante divertida, y ha influido mucho a gente como Milos Forman e Ivan Passer, y quizá al Goretta de La invitación y Le fou). Digo esto no porque crea que pueda interesarle a alguien mi opinión acerca de la carrera de Olmi, sino para no hacer creer que conozco lo que no he visto y para tratar de dar una idea del estado de ánimo absolutamente imparcial —nada predispuesto a favor y más cercano al de quien va a cumplir un deber que puede resultar penoso que al de quien va a disfrutar de tres horas de buen cine— con que fui a ver El árbol de los zuecos.
Película que plantea un problema muy curioso, que yo asocio siempre con películas de voluntad «realista» (de No envejeceremos juntos de Pialat a El desencanto de Chávarri, pasando por Secretos de un matrimonio de Bergman, Shadows de Cassavetes, Nanuk el esquimal de Flaherty, Chronique d'un été de Rouch, Pour la suite du monde de Perrault & Brault, La Rosière de Pessac de Eustache & Lebrun, La tregua de Renan), sin que importe demasiado que se trate de documentales, cinéma-vérité, «cine directo», entrevistas filmadas o ficciones verosímiles. Se trata de que, al menos para mí, estas películas suelen requerir una dosis de paciencia —a veces resignación— considerable, cierta buena voluntad y un mínimo de información previa que permita saber a qué atenerse y, en consecuencia, suplir con atención la inicial monotonía y falta de dramatismo de que adolecen. Es decir, que exigen estar en buena forma —despejado, fresco, sin prisas— y realizar voluntaria y deliberadamente un esfuerzo de sentido contrario al que, casi automáticamente e inconscientemente solemos hacer en cuanto nos sumergimos en la oscuridad de una sala de proyección: si normalmente deponemos transitoriamente nuestra incredulidad y, conscientes de que estamos viendo un film, estamos dispuestos a aceptar casi cualquier cosa, por improbable que nos parezca, en este tipo de películas a lo que hay que renunciar, al menos en principio, es a la fantasía, a la espectacularidad, a la fascinación, a la dramatización, y adaptarse al ritmo, más lento de lo habitual, como promedio, en cada época (así, Farrebique de Rouquier es más lenta que L'amore de Rossellini o Le diable boiteux de Guitry, y Moana de Flaherty que Faust de Murnau o Manon Lescaut de Robison), y a la mayor desnudez o «pobreza» de las imágenes, menos compuestas, más inmediatamente «legibles» que en el cine dramatizado y estilizado. Algo parecido ocurre, por otra parte, con películas tan ajenas al naturalismo e incluso al «realismo» como las de Ozu, Bresson, Straub o Rohmer, lo que indica que el problema no reside en la mayor o menor «neutralidad» de la cámara (que sea expresiva o «transparente» como una ventana), ni en el recurso más o menos sistemático al montaje, es decir, que no radica en la distribución pasoliniana entre un supuesto «cine de prosa» y otro supuesto «cine de poesía».
Se dirá que ningún film tiene derecho a exigir del espectador, para ser apreciado o entendido, un nivel dado de conocimientos ni, menos todavía, una especial actitud, mezcla de paciencia, atención y tolerancia; pero es innegable que, si uno pretende disfrutar de una obra de arte, o aprender algo de ella (sobre su autor, sobre el mundo, sobre uno mismo), conviene enfocarla positivamente, del modo más propicio. A nadie se le ocurriría ponerse a leer En busca del tiempo perdido de Marcel Proust sin tener tiempo libre por delante, ni acudir al Ulysses de Joyce como distracción para un viaje en tren. Y lo cierto es que hay obras menos accesibles o más difíciles, más áridas o menos amenas y atractivas que otras, sin que, por ello, carezcan de interés o sean menos valiosas; resulta, así, que todas las películas «realistas» que, un poco al azar, he citado hasta ahora, merecen el relativo esfuerzo que uno hace para permanecer en la butaca del cine, sin dormirse ni irse a tomar el fresco o a ver un western.
Aparentemente dispersas y desorganizadas, a causa de la voluntad desdramatizadora que suele presidirlas, suelen resultar, a veces durante toda su primera mitad, bastante aburridas, a menudo monótonas y estáticas; por ello parece que, una vez vistos 30 minutos, ya se ha visto todo, pues va a seguir más o menos igual, sin que sean previsibles cambios notables a mejor, y temiendo que, por acumulación, resulten cada vez más fatigosas.
Pero esto no es, en realidad, sino consecuencia de un reflejo condicionado: casi todo el cine que se estrena comercialmente es narrativo y dramático, y nos hemos acostumbrado a una forma de ver y escuchar que no es la única que existe. Es como si uno no lee más que novelas, y trata de enfrentarse del mismo modo a un ensayo, una biografía, un libro de historia, un tratado científico o una colección de poemas.
Y esto es lo que ocurre, a fin de cuentas, con El árbol de los zuecos, film en el que Olmi se revela, por primera vez que yo sepa, como un cineasta de la espera, un poco al estilo de Renoir o Rossellini. Olmi confía más en la realidad que en el cine, y sabe que la espera valdrá la pena, que si permanece ante las cosas y las personas sin interferir sus acciones, sin intervenir más que lo imprescindible, una cierta «verdad» acabará por revelarse y por ser captada, sencillamente, sin énfasis alguno, sin dramatismo aunque tal vez con magia (como la nieve que empieza a caer, de noche, cuando uno de los campesinos mira por la ventana hacia el interior de la casa del «padrone», donde alguien toca el piano), por su cámara quieta y atenta, abierta por igual a lo banal o cotidiano, por un lado, y a lo excepcional y dramático, por otro. Esa espera del cineasta exige la del espectador, imponiéndole una actitud semejante si quiere que su espera valga también la pena, cosa que, antes o después, acaba por suceder. En ese momento, las piezas que parecían amontonadas al azar, en desordenada sucesión, inconexas e insignificantes, empiezan a cobrar sentido, a relacionarse más allá de su lejanía en el tiempo y de los sucesos que los separan, a convertirse en efectos de lo que no soñamos que pudiera llegar a ser causa de algo. Por eso es un acierto el título, enigmático durante más de dos de las tres horas que abarca la película: nunca se habla de él; en un cierto momento, Minec, el hijo de Batistì, llega de la escuela con un zueco roto; de noche, a escondidas, el padre corta un árbol, y le hace un par de zuecos; muchas escenas más tarde, el dueño de las tierras en las que viven y que cultivan descubre el hurto y, no sabemos cómo, al autor, expulsándole con toda su familia. Es así como un hecho aparentemente intrascendente, nada dramatizado, sin que un ángulo de toma de vistas o la música le den un carácter premonitorio u ominoso, se revela, cuando nadie lo espera, cargado de casi trágicas consecuencias. Lo mismo sucede con la pareja formada por Stefano y Maddalena, y con las relaciones, idas y venidas, venturas y desventuras de los restantes y numerosos personajes. Y no es que el film esté construido como un «rompecabezas» que, una vez que se nos da una cierta clave, podemos reordenar para extraer de él un significado, no; lo que sucede es que, como en la vida, todo hecho, todo acto está «preñado» de posibles consecuencias, que tardan más o menos en surgir a la luz, cuando llegan a hacerlo.
El árbol de los zuecos es un film contemplativo, reflexivo, sereno, pero no idílico, ni nostálgico, ni indiferente. No trata de convencernos de que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni de presentar la dura vida campesina como un paraíso perdido, ni de conmovernos o indignarnos por la triste suerte de los trabajadores del campo. No pretende demostrar nada, ni siquiera argumentar a favor o en contra de una tesis u otra, ni de hacer una parábola sobre situaciones actuales. Trata, simplemente, de mostrar, de recordar cómo era la vida rural en Italia, en una región muy concreta (los alrededores de Bérgamo), en 1898. Y esa fecha nos conduce a una figura literaria española con la que tiene mucho que ver la película: Azorín, a quien sin duda le hubiera gustado la puntillista, tranquila, modesta, y precisa última obra de Ermanno Olmi (2).
(1) Ni que decir tiene que ni una militancia ni otra me predisponen en contra o a favor de la obra de cualquiera de estos tres cineastas.
(2) También, por poner un ejemplo más cercano, el curioso y admirable libro El campesino en su sexmo (1971), de Emilio Ruiz.
En “Dirigido por” nº 63, abril-1979
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