El estreno simultáneo de dos films rodados el mismo año (1978), por el más celebrado cineasta polaco, es una buena ocasión para tratar de entender la desconcertante trayectoria de Wajda. Laborioso, pero sólido y sincero, Bez znieczulenia me parece aún mejor que Człowiek z marmuru (El hombre de mármol, 1976) y Dyrygent (El director de orquesta, 1979), los otros dos que aprecio; Panny z Wilka, en cambio, sin ser uno de los peores que he visto —Wszystko na sprzedaż (1968) y Smuga cienia (1976), la imperdonable adaptación de The Shadow Line, de Conrad, que se creyó autorizado a perpetrar meramente por ser polaco—, cae de lleno en la académica mediocridad que caracteriza la mayor parte de su obra, histérica y efectista en los primeros tiempos —Kanał ( 1957), Popiół i diament (Cenizas y diamantes, 1958)— y más tarde irritantemente morosa, blanda y esteticista. El punto común entre sus buenas películas es que abordan temas actuales —o cuyas consecuencias llegan hasta el presente y se analizan desde el año en que se filmaron—, mientras que las que suceden en un pasado más o menos remoto —principios de siglo, los años 20, o la Segunda Guerra Mundial— tienden al teatralismo, a regodearse complacientemente en la melancolía eslava más tópica y convencional, al diálogo explicativo (los personajes hablan mucho de sus sentimientos, pero no se ve que los sientan), a la esclerosis maquillada que aflige a Bergman cuando se dedica al sub-chejovianismo (Gritos y susurros o Sonata de otoño, obras muy emparentadas con Las señoritas de Wilko), a convertirse en ejercicios de decorador acrítico y carente de perspectiva histórica (no es Visconti quien quiere), que apestan a naftalina y alcanfor. Por supuesto, hay excepciones: Brzezina (El bosque de los abedules, 1971), pese a ser «de época», no está nada mal, y en cambio Wszystko na sprzedaż, que cuenta una historia contemporánea, es espantosa.
Parece como si Wajda fuese, en realidad, un hombre de teatro, que de vez en cuando —o a partir de cierto momento— sintiese un repentino interés por el mundo que le rodea, por los problemas cotidianos y las repercusiones de la política en la vida de las personas. Entonces, Wajda se convierte en una especie de reportero-editorialista, que hace algo así como un programa tipo La clave, pero dramatizado íntegramente. De hecho, sus películas sobre temas «candentes» son, más que narración o ficción, pretextos para el debate —algo trucado, en general— y la polémica extracinematográfica, vehículos de información o de reflexión sobre la influencia de los medios de comunicación en la sociedad. Pero son, también, lo bastante ricas en datos, peripecias y personajes como para conseguir reflejar con precisión y realismo la situación de su país, motivo por el que suscitan un considerable interés en todo el mundo. Además, como en todas partes cuecen habas y la esencia de las cosas suele ser común a varios —por lo menos— lugares, no es difícil encontrar en España o en Francia funcionarios o artistas equivalentes a los que con tanta fuerza —a veces, también, con cierto esquematismo perdonable— nos presenta Wajda en El hombre de mármol, Sin anestesia o El director de orquesta. No es imposible imaginar al periodista que encarna con serenidad y convicción Zbigniew Zapasiewicz en Sin anestesia con los rasgos de otros actores sólidos —Spencer Tracy, Lino Ventura, Bruno Cremer, Jean Yanne, Michel Lonsdale, Gene Hackman, Luis Politti— o del director, Maurice Pialat —con cuya película No envejeceremos juntos, para mí una de las obras capitales de los años 70, Sin anestesia tiene algo que ver—; y el que interpreta Andrzej Seweryn se me antoja un penetrante retrato de cierto paisano envidioso en el que Borges parecía estar pensando cuando escribió que «el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio» (¿no es cierto, Manolo?). Son películas muy semejantes a las que Claude Sautet hace en Francia, aunque le salen mejor a Wajda, seguramente porque es menos proclive al melodramatismo —y eso que Sin anestesia podría titularse Las desgracias nunca vienen solas— y consigue, tal vez a costa de dar «una de cal y otra de arena» y de cierta ambigüedad impuesta, un mayor grado de objetividad.
En cambio, Las señoritas de Wilko es una película llena de diálogos seudo-metafísicos y solemnes sobre la muerte, el cuerpo y el alma, que abusa de las metáforas y que carece por completo de empuje y hasta de continuidad: no se mueve por si sola, sino a trompicones, por cambios de escenario dictados por el guión desde fuera. Tiende al flou y a la blandenguería, no sólo por falta de definición visual, dispersión luminosa y cromatismo apastelado, sino por la forma de ocupar el espacio y de desplazarse —sin peso ni dirección— los actores (al contrario de lo que sucede en Sin anestesia). Demasiado atenta a la recreación esteticista de ambientes y decorados, es una película ojerosa y macilenta —a la imagen de su débil y paliducho protagonista (Daniel Olbrychski), de afectada sonrisa ingenua y envarados gestos—, sin elegancia aunque con discreción, fría y pasivamente correcta salvo cuando —como en la escena del baile— confunde el barullo con la animación y las risas tontas con la diversión, y que, más que captar y analizar una vida aburrida, ociosa y amodorrada, se limita a reproducirla, cuando no pierde su tiempo (y el nuestro) en la contemplación de puestas de sol o en desempolvar turbiedades veniales (y banales), tan remotas como carentes de pasión.
El problema de Wajda —cuando se considera «artista» en vez de «comentarista», es decir, en Las señoritas de Wilko— estriba en que aspira a hacer películas «delicadas y refinadas», como de porcelana, lo que le impide enfrentarse directamente, con ritmo y dramatismo, con desgarramientos y rupturas, con unos personajes que parecen de cera, y no de carne y hueso, y que contempla a través del filtro suavizante de unos visillos antiguos. Yo echo de menos en Las señoritas de Wilko el desenfreno sensual, el vigor primitivo y rural, los apasionados arrebatos estéticos, el sentido épico del tiempo y del espacio, que late en cada encuadre —se trate de un jardín o de la estepa, de una mansión campestre o de una choza— de las películas rusas con que podría compararse: pienso, por ejemplo, en las de Andrei Mikhalkov-Konchalovskií que conozco: Siberiada (1979), Dyadya Vanya (1971) o, sobre todo, Dvorianskoie gniesdó (1969).
En “Casablanca” nº4, abril-1981
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