lunes, 3 de julio de 2023

The Best Years of Our Lives (William Wyler, 1946)

¡Qué grande es el cine! (17/07/2000)


Muy famosa en tiempos, pero hoy más bien menospreciada, no me atrevo a afirmar que la obra completa de William Wyler esté pidiendo una revisión y fulminante revalorización, pero tengo muy claro que Los mejores años de nuestra vida es una de las grandes obras maestras del cine americano, y sospecho que quien fue capaz de dirigir semejante película no lo hizo precisamente por casualidad. Para dar una idea de mi admiración por Los mejores años de nuestra vida, basta decir que, en un año como 1946, en el que se hicieron maravillas como Encadenados y Pasión de los fuertes, si tuviera que elegir, antepondría esta de Wyler a esas dos, pese a que, sin duda, se cuentan entre las mejores de Hitchcock y Ford.

Víctima de una atribución excesiva de méritos que sin duda compartía con el fotógrafo Gregg Toland o el productor Sam Goldwyn, además de varios actores y guionistas, y de ser utilizado como caballo de batalla equivocado - creo que fue Roger Leenhardt quien un mal día tuvo la desdichada ocurrencia de gritar "Abajo John Ford, viva Wyler", con consecuencias letales para este último cuando, años después, se procedió a reconsiderar la carrera fordiana; era un enfrentamiento sin pies ni cabeza, ya que ambos cineastas se admiraban mutuamente, y apenas hay razones para contraponerlos, ya que es mucho más lo que les une, por mucho que sus sistemas de rodaje nada tuvieran que ver -, Wyler fue elogiado por su minuciosidad y exigencia - aunque rodar 80 tomas no garantiza ni prueba nada; lo que cuenta es el resultado, no la manera de conseguirlo - y por las mismas razones denostado cuando se pusieron de moda la espontaneidad y la improvisación, olvidando que la segunda es un mito, sólo parcialmente posible a partir de una preparación muy sólida, y la primera una apariencia, producto de la elaboración y un esfuerzo adicional.

Es cierto que a Wyler se le puede reprochar cierta frialdad - que se convertiría en objetividad o serenidad y madurez si se mirara con más simpatía su figura -, y que, cuando le falla el ritmo o le falta inspiración, se deja aplastar por la estructura de producción y bordea el academicismo, cuando no cae en él. No es un gran creador de formas, ni un poeta, ni un genio, ni suelen ser sus películas confesiones personales, sino más bien cuidadosas escenificaciones de dramas o relatos, filmadas con un estilo algo distante pero original y meditado. No creo que sea uno de los grandes, y no tiene sentido, por tanto, reprocharle que no sea Ford, Hitchcock, Hawks o Welles. Pero era un gran director, uno de esos realizadores de segunda fila gracias a cuya abundancia y constancia fue grande el cine americano de varias décadas. Bien quisiera yo que hoy Hollywood tuviera un Stevens y un Wyler, un John Cromwell y un Mitchell Leisen; incluso un Fred Zinnemmann, un Stanley Kramer, un Robert Wise y un Mervyn LeRoy le vendrían muy bien.

Además, cuando el sistema funcionaba y estos realizadores tenían personalidad y ambición, además de honradez y profesionalidad, y lograban una cierta libertad de iniciativa, conseguían hacer no ya buenas o muy buenas películas, sino alguna que otra obra maestra, personal como proyecto, y sumamente ejemplar desde puntos de vista como el cívico o el de la ética del espectáculo. Es el caso, en la obra de Wyler, de Los mejores años de nuestra vida.

No es poca osadía, al año de terminar la guerra, plantear – si se quiere, con un final esperanzador, pero sin ocultar los traumas, las decepciones, las dificultades de adaptación, la brecha del tiempo de ausencia y separación, las cicatrices físicas y psicológicas - los problemas del retorno y la reinserción familiar, sentimental y laboral de los hombres movilizados y de retorno. Tampoco puede acusarse de comercial o superficial una película en blanco y negro, de casi tres horas. Podría pedírsele algo más - y dudo que moralmente hubiese sido decente, en ese momento, hacer un film más crítico y pesimista que éste -, pero, en sus términos, es perfecta. Y sabe ser analítica y emocionante a la vez, sin cargar las tintas ni caer en el folletín. 

Gradualidad en la presentación de la situación de "Homer Parrish". 

Puesto de bombardero de un B-17 (el de Dana Andrews), visión aérea de América; paz y belleza. 

Pls. "documentales" desde el taxi que va dejando, uno por uno, a los tres de Boone City. 

Maravilloso, griffithiano-fordiano (comp. frontal en prof.) reencuentro Myrna Loy-Fredric March. 

Escena en Butch's. 

FM pide a HC que toque "Among My Souvenirs" y baila con ML. 

Esc. de C.O'D. en el dormitorio de H.R. (marav., sobre todo ella, abrazo). 

DA en cementerio de aviones. 

Boda HR-CO'D. 

Notas preparatorias para la intervención en la sesión de “¡Qué grande es el cine!” emitida el 17 de julio del 2000. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario