Es siempre terrible perder un amigo, sobre todo cuando es uno de los pocos que verdaderamente merecen ese calificativo, del que se ha abusado hasta devaluarlo, y cuando esa recíproca amistad duraba ya cuarenta años y parecía destinada a no tener fin, con independencia de la frecuencia con que nos viésemos. Más duro es todavía si la desaparición de esa persona, aunque temida e intuida desde hace mucho, permanentemente posible, se produce brusca e inesperadamente, sin previo aviso. Y si, para colmo, no es consecuencia lenta o gradual del avance de una enfermedad física, ni se debe a un accidente fortuito, sino que, voluntariamente adelantada su hora desconocida, implica un rechazo consciente de acatar el destino, o una fatiga o un sufrimiento ya intolerables, o presupone una decisión - aunque fuese instantánea y no premeditada - y una soledad abrumadoras, resulta verdaderamente difícil que los más próximos no sintamos, además de la pena y el hueco que deja, siquiera un asomo de culpabilidad y negligencia, al menos una frustrante sensación de impotencia, por no haber sido capaces de hacer por él algo más, no lograr persuadirlo de que todavía quedaban unas oportunidades que, ahora sí, su muerte desvanece por completo, no haber sabido retenerlo en tierra, aunque no fuera ya tierra firme y se le hubiese vuelto inhóspita la mayor parte de los días. Queramos o no, sentiremos siempre que, de algún modo, le dejamos solo, no estuvimos allí para echarle una mano o una palabra en el momento decisivo.
Pero más allá de lo estrictamente personal, del dolor o de la añoranza - sé que todos los que fuimos sus amigos le echaremos en falta, nos acordaremos de él a menudo, pensaremos sin querer lo que hubiera podido disfrutar con una película, un libro o una canción que de repente nos gusten y nos parezcan afines, y así nos lo traigan punzantemente a la memoria, como lo hacen ya cosas que asociamos con él, como “La Golondrina” que resuena, por segunda vez, al término de Grupo salvaje -, si el que se va no es sólo un amigo muy querido y por el que uno ha sentido frecuente preocupación, sino también un creador, un artista, y además un ser humano por el que uno sentía - y sigue sintiendo, claro - además de cariño fraternal, verdadera admiración, y que al morir deja ya para siempre de pensar - bueno, ¿quién sabe realmente? - y de escribir - eso sí, desde luego - cuando, en principio, aún tendría por delante muchos años de lucidez y, aunque fuera intermitentemente, de inspiración, la pérdida se acrecienta todavía, y hiere doblemente porque nos priva de la posibilidad misma de seguir recibiendo de él algo valioso e iluminador, para colmo escaso e infrecuente, con lo que nos habíamos acostumbrado a contar, que yo al menos esperaba todavía, entre la zozobra y la ilusión, cada viernes por la mañana al hojear las páginas de Metrópoli, convertidas para mí, básicamente, en un parte semanal de noticias indirectas acerca del estado de ánimo, la salud mental y la energía de Manolo Marinero; unas veces me alegraba y tranquilizaba leer sus críticas, otras me llenaba de inquietud, de angustia, de negros presentimientos.
Para los que no le trataron personalmente, o sólo muy superficialmente o durante un tiempo muy breve, Manolo Marinero fue conocido como crítico de cine, incluso algo polémico, sobre todo al inicio de su carrera, cuando su irrupción súbita e iconoclasta más llamó la atención, y eso que por entonces la crítica cinematográfica gozaba de una vitalidad - hasta en España - hoy envidiable y sospecho que, para los que no la conocieron entonces, casi inimaginable. Fue Manolo, además, bastante prolífico durante varios años - fundamentalmente los de Film Ideal, entre 1965 y 1971, aunque su ingente producción de este último año, verdaderamente admirable, nunca viera la luz, porque la revista no volvió a publicarse -, con revelaciones clamorosas como Las joyas del Opar y algún otro artículo largo y lleno de sugerencias e ideas frescas, adelantadas y fértiles como pocas; su inigualable e insuperada crítica ultrasintética de Bande à part, que dice todo lo esencial en muy pocas líneas - qué envidia me daba su capacidad de síntesis -, y de modo tan admirable como la propia película de Godard, que traducía a palabras; sus heterodoxas y certeras reflexiones a salto de mata sobre la evolución del western, el thriller y el cine de aventuras en los momentos culminantes previos a su ocaso, es decir, en su punto crítico; su vindicación de ciertos directores desdeñados u olvidados por entonces - y algunos así siguen -, de Don Siegel a Edgar G. Ulmer pasando por Don Weis y John Sturges -; o los rescates o hallazgos de ciertas modestísimas peliculitas francesas, italianas o mexicanas que la gran mayoría despreciaba o no era capaz de mirar atentamente, si es que se molestaba en verlas. Luego se fue haciendo progresivamente más parco, espaciado e irregular en sus entregas - y en su entrega a la tarea crítica, que amenazaba con hacerse rutinaria -, sobre todo al concentrar su actividad en la prensa diaria (un ámbito nada adecuado para su estilo y su forma de hacer y de pensar); pero en Casablanca y otras publicaciones más o menos efímeras, de periodicidad más reposada, en las que colaboró cada vez más esporádicamente, más de tarde en tarde, pero todavía con ahínco, recuperaba el entusiasmo que le daban la libertad de elegir temas y la disponibilidad de un espacio afín y suficientemente holgado, a veces de compañeros de páginas con los que podía dialogar y discutir en fraterna discrepancia.
Para algunos, aunque de ellos pocos parecen hoy acordarse, fue también - frustradas de raíz sus aspiraciones de director, que no sobrepasaron el cortometraje - guionista de cine (para mí, sobre todo, el de Los pájaros de Baden-Baden, ejemplar y muy personal trasfiguración expansiva del relato homónimo de su admirado y admirable Ignacio Aldecoa, llevada al cine por Mario Camus en un momento de inspiración y complicidad) y también de televisión, en épocas en las que todavía la originalidad y el riesgo parecían tener, de vez en cuando, cabida en ella.
En conjunto, se puede decir que Manolo fue, sobre todo, un escritor. Curiosamente, sólo tres de los libros que llegó a publicar (todos en Ediciones JC, que sólo por servirle de refugio se hizo acreedora de un respeto) escritos en solitario - el dedicado en teoría a Humphrey Bogart, que habla de muchas cosas más y, para colmo, es una insólita mezcla de novela y diario íntimo, en forma más epistolar que didáctica o discursiva, y sus personalísimos y complementarios Diccionario de películas y Diccionario informal de películas (tan heterodoxos que han de leerse de cabo a rabo, como novelas, pues apenas sirven para la consulta, ya que citan y comentan casi exclusivamente las no mencionadas en obras en teoría similares, esas supuestamente ''objetivas'' y ''políticamente correctas" que en el fondo son convencionales y comerciales, casi siempre intercambiables y ayunas de sorpresas o pistas, no digamos de revelaciones) - son lo que comúnmente suele etiquetarse como "libros de cine", y eso que, paradójicamente, en estos tiempos de cine agónico y crecientemente acomplejado, eclipsado por cualquier artilugio de moda, y en los que el interés de los posibles lectores por él ha seguido un curso menguante, quizá porque los que aún van al cine ya no leen, se editan las cosas más peregrinas, y se publican más que nunca hasta guiones no realizados, o que no se rodaron tal como se editan e incluso los que jamás debieron llegar a convertirse en películas, mientras que parece no haber demanda alguna de libros tan originales y estimulantes como los que era capaz de inventarse Manolo Marinero, que siempre tenía algún proyecto entre manos, o más bien en la cabeza, a menudo fascinantes y apetitosos como pocos. Pero tampoco en este terreno fue Manolo afortunado, ni pudo dar lo que llevaba dentro.
Los otros dos libros - si dejamos de lado sus aportaciones a varios volúmenes colectivos, en cuya perpetración alguna vez hemos sido cómplices, como un Godard también editado por Juan Carlos Rentero - son todavía más íntimos, e iluminan con una luz más poderosa y penetrante su original peripecia crítica, de enfoque verdaderamente único, potencial pero frustradamente pionero. Fue un maestro sin demasiados discípulos, aunque algunos, siquiera parcialmente, aspirásemos a prolongar su obra, cada cual a nuestro modo, como corresponde a un estilo que reivindicaba la personalidad y que a menudo definió como crítica confesional, porque entre líneas revelaba tanto de su autor como de lo comentado, hasta el punto de que de sus escritos, cronológicamente ordenados, cabría esbozar un sismograma de su vida.
Los Poemas de Cine, que lleva como seductor mascarón de proa el fascinante y enigmático rostro de Gene Tierney - que fue a las órdenes de Otto Preminger el espectro de Laura del que se prendó Dana Andrews antes de descubrir que estaba viva, y con Joseph L. Mankiewicz la Sra. Muir que se enamoró del fantasma del humorista marino encarnado por Rex Harrison, al que se acostumbró al punto de acompañarle sin reparo ni temor al otro mundo - son una forma oblicua y lateral, casi cifrada, en clave, como a Manolo le gustaba hablar - a veces para poner a prueba a sus interlocutores -, de la crítica afectiva del cine que siempre propugnó y que ejerció en cuanto tenía espacio suficiente - aunque se apañaba bien con poco, en las distancias cortas era contundente - y un resquicio de libertad, y - eso sí - materia prima que lo estimulase: mediante su recuerdo y evocación, aciertan a conjurar, a convocar como modelo aún posible (y como reto permanente) el cine de nuestra infancia, que sin saberlo era clásico (y por eso sigue siendo moderno, más que el actual), invocando sus imágenes, su tonalidad rítmica, su musicalidad, sus meandros narrativos, su imaginería, su onirismo, sus pausas y sus diálogos.
La tercera entrega de su elíptica autobiografía literaria en cinco volúmenes - pues sus numerosos y a menudo inquietantes y humorísticos cuentos se hallan dispersos en las más variadas colecciones de relatos supuesta o realmente fantásticos – se llamó Juntos desde la muerte, juego con las palabras que evidentemente responde como un eco y un desafío al inspirado, romántico y evocador título español de un gran western telúrico de amantes perseguidos que realizó Raoul Walsh en 1949 - Colorado Territory, aquí Juntos hasta la muerte -, y en ella recurrió de nuevo a la táctica de dar rodeos - que combinaba muy bien con la del atajo -, adoptando la máscara de la ficción, del relato, para seguir hablando del cine y de la vida.
Cabalgó así Marinero mientras se sostuvo erguido en la silla, o - si se prefiere, dado su apellido, y pese a ser de tierra adentro - navegó siempre, en tanto logró mantenerse a flote, a pesar de vaivenes y tormentas, de calmas chichas exasperantes, de infructuosas esperas, y puesto que lo hizo siempre con garra, aún navega, si queremos y no lo olvidamos, siempre, como el mítico holandés errante, entre los dos géneros que han presidido desde el primer momento su original enfoque, casi único en nuestro país, de la labor de crítico cinematográfico, curiosamente el que con mayor fidelidad refleja la esencia de esa vieja cinefilia que nada tiene que ver con la que luego ha usurpado ese nombre, hoy estúpidamente denostado, en paralelo con el concepto de autor - y no es casual ni inocente que así sea -, y que se basaba en el amor común y compartido, siempre entrelazado e indisoluble, por los libros y las películas (sin excluir otras cosas).
Más que el análisis - tan próximo, como él advirtió premonitoriamente ya en 1965, cuando aún estaban por venir las autopsias estructuralistas y semiológicas, de la mesa de disección y de la indiferencia refleja que genera el trato asiduo de cadáveres y la fragmentación abusiva, más metódica que poética (y sólo arbitraria en apariencia), del reconocimiento clínico - o que la valoración dogmática de las partes o del todo en abstracto, a Manolo le interesó siempre, sobre todo, lo que sentía, el impacto emocional de las películas, y, llegado el caso, se aplicó tratar de descubrir, literariamente, no como recetas de cocina o fórmulas de mercadeo, el secreto de la complicidad que pudo llegar a establecerse entre el autor y cada uno de los muy diversos – en edad, experiencia, saber, educación y medios – espectadores reunidos en una sala oscura para ver una película, trasunto propio del siglo XX de la atávica afición a congregarse junto al fuego para seguir la marcha de un relato. Era el de Manolo un objetivo próximo, pues, al que atribuía a la pintura – por lo menos a la suya - el suicida Nicolas de Staël: "pintar en mil vibraciones el golpe recibido", frase que certera y nada casualmente citaba Godard en tiempos de Pierrot el loco, dando una pista clave para la cabal lectura de su propia obra, empresa ésta, por cierto, hoy prácticamente abandonada en España y en la que también fue pionero Manolo Marinero, quien, lejos de la imagen que algunos han pintado de él, no era una persona volcada hacia el pasado o atrincherado en otros tiempos supuestamente mejores, ni fanatizada por el clasicismo, la tradición o la antigüedad, sino abierta al futuro, siempre presto a descubrir el talento allí donde surgiera, oteando todos los horizontes, incluso los más modestos o los más distantes geográfica o espiritualmente. Creo que fue el primero en escribir seria y elogiosamente sobre la primera película de Almodóvar, Pepi, Luci, Bom. . . y otras chicas del montón – por su crítica la vi yo de inmediato -, y no se le escaparon los hallazgos y las innovaciones no sólo de Godard, Rohmer, Truffaut o Rivette, o un poco después del ''Cinema Novo" brasileño o de Straub, y más tarde de Kiarostami u Oliveira, a diferencia de algunos de sus sedicentes admiradores, que siempre rehuyeron lo no consabido, lo ''tercermundista", lo excesivamente pobre.
Para esa empresa casi imposible de rendir cuenta del cine según se hace y tratar de ver su futuro, y que por serlo exige mucha ilusión y fe, a falta de imágenes cinematográficas – nunca suplidas por una azarosa foto, casi siempre de plató, sacada de un archivo insuficiente -, teniendo que servirse de otro lenguaje, de las palabras, Manolo recurrió siempre, con inspiración de orfebre, con gozosa libertad, a las imágenes literarias. Y, no lo olvidemos, al ritmo, a la cadencia, que no en vano amaba la poesía, el jazz, el rock, los corridos y las rancheras. Imágenes liberadas de la sintaxis prosaica - y hasta de la rima evidente, aunque no de la palpitación secreta y acordada - en Poemas de Cine, y asociadas por su afinidad subterránea, por su capacidad de sugerencia, por su poder para avivar el rescoldo apenas aparentemente adormecido, nunca realmente olvidado, de los recuerdos más lejanos, de las revelaciones infantiles, de los amores primeros. Imágenes potenciadas por su engarce en una línea narrativa en Juntos desde la muerte, muy compleja y sinuosa a veces, extremadamente austera, concisa y despojada en otras ocasiones, este entramado sutil, apenas perceptible, le servía de red para pescar lo elusivo y de trampolín para abordar, tan insaciable como los antiguos artesanos de Hollywood a los que siempre admiró, o como los aún más remotos piratas por los que siempre sintió vocacional simpatía, todos los géneros imaginables: recorrió así todas las épocas y todos los paisajes; citaba y reunía a seres vivos reales, personajes históricos, leyendas y criaturas de ficción; abarcaba todos los sentimientos y adoptaba, para trasmitírnoslos, las más diversas tonalidades, desde el horror al misterio, desde la farsa al disparate. Hay variedad suficiente en ese escueto y denso libro - como, por lo demás, en todos los otros suyos, pues siempre fueron la dispersión y la multiplicidad dos de sus más potentes armas secretas para desafiar, cautivar, estimular y guiar la imaginación del lector para que todos sepan encontrar el mejor árbol del que ahorcarse o para reposar un momento a su sombra, plácida unas veces y otras ominosa. Cada cual hallará, sin duda, su pieza favorita, que probablemente no sea la que Manolo le haya dedicado - si es que tuvo la suerte de contarse entre sus amigos y, por tanto, entre los primeros destinatarios de unas cartas de náufrago disfrazadas de cuentos que dio esa vez a la imprenta en forma de libro, como otras veces llegaban en un sobre franqueado y otras más les confirió la apariencia de breves ensayos sobre la situación del cine o incluso de críticas individuales de indiferentes o decepcionantes estrenos, que nunca se dejaban confinar en el territorio que en teoría les correspondía -, lo mismo que no es improbable que cualquiera encuentre en sus heréticos Diccionarios películas anónimas y sepultadas por otras, de las que sin embargo algo quedó grabado en el niño que era cuando las vio por vez primera, de la que por tanto algo vuelve cuando Manolo nos las rescata del vaporoso olvido.
Manolo Marinero fue, durante su periodo de mayor y más febril actividad, cuando aún conservaba por lo menos un resto de esperanza y tenía el entusiasmo casi intacto, o al menos lo sentía renovable e indefinidamente prorrogable, uno de los críticos de cine más creativos y líricos, y por tanto convincentes - alguna vez me arrastró a ver algo que no me gustó nada, pero en muchas más ocasiones le debo haber guiado mis pasos o mi mirada hacia joyas ignoradas o inadvertidas por la mayoría, piezas interesantes que de otro modo no hubiera visto, o que no había sabido ver adecuadamente, o que no había valorado con justicia -, que ha dado nunca este país.
Era también una personalidad extraordinaria, para muchos difícil y contradictoria, que a veces resultaba tajante y hasta rudo, porque tenía poca paciencia con la estupidez deliberada y malintencionada; y otras parecía críptico y oscuro, porque le gustaba la elipsis y le repugnaba un poco ser desmedidamente explícito. Hubiera podido ser personaje de varias de sus películas favoritas, de Walsh, de Nicholas Ray, de Peckinpah, de Rossellini o Jacques Becker, de Ford o Vigo o Jean Renoir, de Hawks o de Tourneur, y se hubiera llevado bien con André Breton, los hermanos Marx, James Cagney, Clark Gable, John Barrymore, Tristan Tzara, Robert Louis Stevenson, Francis Carco, Blaise Cendrars o Arthur Rimbaud.
Es muy posible que Manolo hubiese perdido el rumbo desde hace años, y me alarmó que se inflara como se le ha visto en las fotos recientes publicadas a raíz de su muerte, que le hacían casi irreconocible y le reducían a un sedentarismo totémico bien distante de la nerviosa movilidad del Kirk Douglas de Camino de la horca, 20.000 leguas de viaje submarino o La pradera sin ley. Su mirada se había opacado, y apenas de tarde en tarde caracoleaba en ella el brillo pícaro de antaño, digna del Burt Lancaster de El temible burlón, o la lucidez desengañada y penetrante del Robert Ryan que, al final de Grupo salvaje, todavía se levanta, en el fondo invicto como las banderas en el polvo faulknerianas, para sumarse a la lucha por una nueva causa perdida.
Aunque se soñaba autosuficiente y era, en el fondo, un lobo solitario, sólo en los peores momentos, y por una mezcla de pudor y generosidad, rehuía la compañía. Como individualista, creía que debía cargar en solitario con lo que le cayera encima, sin pedir nunca ayuda, que sin embargo aceptaba con gratitud siempre tácita cuando se le ofrecía sincera y espontáneamente. Generoso fue siempre hasta parecer manirroto, pues daba más de lo que tenía, y contra la adversidad persistente y la intemperie se envolvía en la sobria y orgullosa entereza lacónica que aprendimos muchos, a fuerza de envidiársela, de los cotidianos protagonistas de Hawks y Boetticher, que eran héroes sin saberlo y más bien muy a su pesar, o a lo sumo porque no había más remedio o era lo que la justicia y la propia dignidad exigían. Era raro que se le escapase una queja, por abundantes que fueran los motivos, y sus reproches eran siempre mudos e implícitos: los censurados lo sabían y se sentían en falta; quizá por eso algunos de sus amigos lo fueron intermitente y tormentosa o conflictivamente, pero a pesar de ello lo siguieron siendo. Pese a ser poco diplomático, inoportuno y hasta provocador, por lo que hoy sería el colmo de lo ''políticamente incorrecto", el prestigio moral de Manolo entre los que de verdad le conocían era tan inmenso que algunos temían más que al diablo ser pillados en un renuncio, en una frivolidad, en una tontería, no digamos en una deslealtad. Nunca pagó en esa moneda las que sufrió en propia carne, superando en ello a los más míticos caballeros del Sur que tanto admiraba, incluso a los que nunca poseyeron una casa de blancas columnas, como el irlandés Tyreen (Richard Harris) de Mayor Dundee, y, precisamente por eso, se extralimitaban.
Creo que no llegó a ir a México ni a Cuba, ni a Escocia o Irlanda, que no visitó San Francisco, Chicago o Casablanca, que tanto le hubieran gustado (o acaso decepcionado), varado como una ballena en Madrid por falta crónica de recursos. Apasionado siempre, se tomó las cosas demasiado a pecho, o les dio mayor valor del que tenían, porque era generoso también en eso, en presuponer virtudes redentoras incluso cuando tropezaba con cobardías o mezquindades, y no era en absoluto rencoroso, por lo cual a veces pecó de ingenuo y perdonó incluso a difamadores y traidores. Bebió, como casi todo lo que hizo, en exceso. No tuvo mucha suerte, ni siquiera le duraron los amores tardíos, siendo como fue de esas personas que para vivir necesitan el riesgo, la zozobra, la tensión y la ilusión de estar siempre (a ser posible) enamorados, pese a no olvidar nunca del todo los amores pasados, los perdidos, los fallidos, los no consumados, los frustrados, que se almacenaban de algún modo, en desorden y dolorosamente, en la memoria de su corazón. Cierto que, como casi todos los hombres, era bastante calamitoso y planteaba problemas de convivencia que exigían una desmedida dosis de humor y de paciencia, que era imprevisible y que, sin ser anarquista en absoluto - era muy poco partidario de los ''ismos'' - sí tendía a ser anárquico y desordenado.
Muchas veces divagamos sobre los hipotéticos poetas frustrados que durante algún tiempo debieron ganarse el pan, a nuestro juicio, en las distribuidoras españolas, acertando - entre mil tonterías presuntamente comerciales o muy mal traducidas – con disparates carentes de fundamento que superan en belleza y capacidad de sugerencia el original: rebautizar The Searchers (Los buscadores) como Centauros del desierto, sublimar My Darling Clementine con el misterioso Pasión de los fuertes, que nos parecía más apropiado a otras cosas. Yo lo tengo hoy muy claro: el título que le endilgaron al gran western fordiano de 1946 resume para mí el problema de Manolo Marinero.
Siempre que pienso en él, algo me hace recordar una frase de Cervantes en El Licenciado Vidriera, citada por el genial novelista mexicano Rafael Bernal - el muerto y olvidado autor de El complot mongol que tanto le gustaba -en el frontispicio de Gente de Mar, su breve historia de la piratería: "Los marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos". Sólo resta ya invitar a cuantos nunca hayan surcado el cine en su compañía a subir a bordo del bergantín secreto - y hoy más fantasmal que nunca, pero aún a flote en sus escritos - de Manolo Marinero, que siempre llevó rumbo al Sur de Pago Pago, y con buenos vientos derivaba hacia Java, y que hoy nos ha dejado a la deriva, porque los tiempos duros en Ríos Rosas han llegado también a la zona de López de Hoyos y no hay manera de irse a lo que pueda quedar intacto de los Mares del Sur que amó Stevenson, cuyo réquiem (Home is the sailor, home from the sea...) cuadra bien a la figura de Manolo Marinero, que fue también, a fin de cuentas, un Tusitala. No hay adioses. Hasta luego.
Escrito tras la muerte de Marinero (el 17 de julio de 2004). Una primera versión se publicó con el título “Manolo Marinero, una exhalación” en el nº 21 de Nickel Odeon (verano de 2001)
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