De este breve largometraje —hora y cuarto—, rodado para televisión, sorprende, ante todo, la modestia, virtud infrecuente en las producciones —zafias, ampulosas o académicas— de esa casa, y no una de las más descollantes en la obra anterior de Chávarri. Invirtiendo los preceptos clásicos —agudizados en televisión— acerca de la táctica a seguir para capturar desde el primer momento la atención del público, Luis y Virginia renuncia a imponerse al espectador, y se ofrece a su sosegada contemplación sin defensas ni seducciones, desnuda y limpiamente. Tampoco intenta luego arrastrar en su curso a quien sigue, atentamente y concernido, pero no identificado o confundido con los personajes ni envuelto en la trama, las aparentemente estáticas y banales vicisitudes de sus protagonistas y de unos cuantos secundarios a los que el guion —original de Juan Tébar y el propio director— ha sabido dar una función y a los que sus intérpretes, guiados por Chávarri, han logrado conferir una presencia, una vida y una autenticidad desusadas en el cine español.
No contaré la historia, porque poco sucede, a simple vista, en esta película, y la mera enunciación de sus elementos no es atractiva ni prometedora. Su tenue trama amenaza con el aburrimiento: una joven maestra es destinada a un pueblo perdido de la provincia de León, al que llega con su compañero, Luis, que piensa aprovechar el aislamiento, el destierro forzoso, para preparar unas oposiciones; Virginia (Carme Elias) se toma con interés, voluntarioso entusiasmo y muy buena disposición su difícil y tal vez estéril tarea docente, mientras Luis (Joaquín Hinojosa), retraído y huraño, vaga por el pueblo, gandulea, se aburre, recibe un navajazo del peor de los alumnos de Virginia, cuida a una cigüeña herida por éste y traba una amistad belicosa y cómplice con el brutísimo, descarado y triste niño tuerto, Antonio. Elíptica y seca, la película expone las relaciones que se hacen y deshacen, los pequeños acontecimientos que llenan la vida de sus personajes: la cigüeña muere; el tuerto se escapa del pueblo con una niña, su única amiga, y se pierden en la nieve; les encuentran congelados, y Antonio muere antes de que pueda recibir auxilio médico, tras fracasar Luis, el cura y el médico en sus afanes por salvarle; al final, Virginia vuelve a Madrid y Luis no la acompaña, sino que se improvisa maestro y usurpa extraoficialmente su puesto en la escuela.
Como tan tenues y poco espectaculares fundamentos permiten suponer, si Luis y Virginia llega a ser una hermosa historia de amor y de amistad, se debe, en última instancia, a la dirección de actores y al ritmo con que nos presenta cuanto sucede. Joaquín Hinojosa está admirable, mejor que nunca y de nuevo diferente; el niño (no sé si se llama Gregorio Liébana) es genial, aunque puede que no sepa actuar; Carme Elias, Luis Ciges, Paco Casares, Emilio Fornet y, en general, cuantos salen, cumplen su cometido con sencillez y rara perfección, con autenticidad. Hay concordancia entre el ritmo y el tono de la película: sin darse importancia ni cargar las tintas, Chávarri ha sabido restituir el paso del tiempo —por mortecino que sea— con un dramatismo natural, ajeno a todo artificio; no es dramático porque se nos cuenta acentuándolo, sino porque cuanto sucede —por insignificante que parezca— nos importa, deja huella —o no logra imprimirla— en los personajes o revela lo que ocultan, disimulan o ignoran de sí mismos. También la música de Aute y la fotografía de Francisco Fraile eluden todo brillo, todo enfatismo: son buenas, pero sobrias. No sé si los niños que salen en ella siempre hablan así, si han improvisado sus diálogos, y su entonación y giros habituales han sido certeramente captados en sonido directo, o si, por el contrario, esa sensación es producto de una cuidadísima elaboración y lo que dicen había sido previamente escrito por los autores, pero no importa tanto el método como los resultados obtenidos, que son sorprendentes. Y emocionantes: en el fondo, Luis y Virginia es una insólita película de viajes y aventuras, de iniciación y descubrimientos; más que con Paul et Virginie, como su título pudiera hacer pensar, tiene algo que ver con Robinsón Crusoe —la isla es una aldea, el mar es la distancia o la nieve, Viernes es Antonio, Robinsón es Luis— y bastante con La isla del tesoro —aunque con una curiosa inversión: el tuerto y piratesco es el niño, el que aprende de él es el adulto—, como tal vez sugiera el poema de Robert Louis Stevenson que lee Luis.
Es también, probablemente, la primera película de Chávarri en la que todos los factores en juego —menos numerosos, más «corrientes» que de costumbre— convergen armoniosamente, sin heterogeneidades estridentes o iluminadoras. Aquí hay una serena impasibilidad —sería injusto acusar a Chávarri de neutral, tibio, apático, insensible o indiferente al destino o la evolución de sus personajes, por ajenos que le sean— y una generosidad, una nitidez y una simplicidad que me hacen pensar en Rossellini, o en alguno de sus escasos discípulos verdaderos (el Gianni Amico de Tropici, el Ermanno Olmi de I recuperanti, los Taviani en las mejores escenas de Il prato), y demuestran que Chávarri no sólo ha remontado el triste bache que —a mi entender— supuso Dedicatoria (1980), sino que ha emprendido un nuevo camino, el menos fácil y el más imprevisible. Camino que tal vez no siga, pero que quizá le sirva para hacer ahora, de nuevo para la pantalla grande, una adaptación de Bearn no tan obviamente «viscontiana» como todo el mundo espera.
En “Casablanca” nº 23, noviembre-1982
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