Sé que nada desanima tanto de la absurda idea de leer una crítica como encontrarse con que empieza por reconocerse innecesaria, inútil e imposible. Sin embargo, uno no puede eludir la sensación de que ciertas películas hablan con claridad meridana por sí solas, sin precisar de la supuesta ayuda de exégetas más o menos entusiastas. Y pienso, además, que tratar de analizar un film se parece demasiado, a veces, a una disección, difícilmente practicable sobre un organismo vivo, o a un homicidio involuntario (no sé si por imprudencia temeraria, presunción, torpeza o el afán inconsciente de «matar lo que se ama» de que hablaba Oscar Wilde). Desmontar las piezas de un mecanismo, describirlas y tratar de mostrar su funcionamiento es una operación que dejo a los patólogos o a los relojeros, puesto que, de llevarla a cabo, con éxito —y es una ardua empresa—, disiparía por completo el misterio, el encanto, la fascinación, la emoción de la obra de arte. Reconozco ya, de paso, que tal afirmación implica una noción idealista, romántica, por supuesto burguesa y posiblemente reaccionaria, del arte y la creación, del artista y su función en la sociedad. También advierto que cedo con gusto a los sociólogos dilettantes y a los psicoanalistas amateurs las posibles disquisiciones acerca del «American Way of Life» y del chauvinismo machista que puedan exprimirse del cine de Woody Allen y que, no dispuesto a aguarle a nadie la fiesta que para mí ha supuesto Manhattan, voy a intentar, si no describir la película, ni explicarla —que maldita la falta que le hace—, si, al menos, trasmitir al sufrido lector parte de las sensaciones que me ha producido. Lo ideal serla, sin duda, más que escribir sobre ella, parafrasearla; pero —desdichadamente— no sé tocar el piano…
New York, New York! Waht a wonderful town!, cantaban los tres marineros de Kelly & Donen al desembarcar con un permiso de 24 horas en la ciudad de los rascacielos. Treinta años después, un tipo bajito, escuchimizado, tímido, tristón, muy gracioso y con gafas enormes repite esta exclamación de entusiasmo. Lo hace en voz baja, en un susurro, tarareando las añejas melodías del gran George Gershwin. Porque no es un turista, no va a pasar un día en Nueva York, sino —si puede— toda su vida. Nueva York es su ciudad, y Manhattan es, a primera vista, una declaración de amor a esa parte de la ciudad, filmada de noche o a contraluz, en blanco y negro y en anchos encuadres de panavisión. Han pasado casi veinte años desde que Holly Golightly viera amanecer en esas mismas calles, o desde que Shirley MacLaine y Jack Lemmon se fundieran al fin en un abrazo en las más grises, frías e inhóspitas de El apartamento, y, sin embargo, no estamos tan lejos de Kelly & Donen, Edwards, Wilder —es decir, de los buenos tiempos—; o, mejor dicho, sí, estamos muy lejos en el tiempo, pero estamos de nuevo al mismo nivel, porque Woody Allen —no un cinéfilo aplicado tipo Bogdanovich— ha conseguido recapturar —como diría Johnny Mercer con música de Harold Arlen— that old black magic.
Con Annie Hall —la más sorprendente, tierna y alocada— en 1977, Interiors —la más dura, difícil e incomprendida— al año siguiente, y sobre todo con Manhattan —la más perfecta, madura y serena— ahora mismo, Allen ha sabido darnos de pronto, misteriosamente, tres obras maestras consecutivas, radicalmente originales —pese a que mucha gente se ha empeñado en ver fantasmas de Bergman en cada fotograma de Interiores, siento decir que su búsqueda me resultó infructuosa: no veo la relación—, personales hasta la médula, y emocionantes en un grado que resulta escandaloso, por inusitado, en el cine de los años 70. Tristes y divertidas —a veces en el mismo instante—, nostálgicas pero nada anacrónicas y de una actualidad innegable, reflexivas e imprevisibles, frágiles y controladas, discretas y audaces sin petulancia, conmovedoras e irónicas —todo ello a imagen de su paradójico autor—, se caracterizan cada vez más por la seguridad indesviable del que sabe a dónde va y va, además, a lo suyo, a lo que de verdad siente y le importa, porque después de muchos años de hacer el payaso, de proteger su intimidad con la máscara del «gracioso profesional», se ha atrevido por fin a hablar en serio de lo que conoce.
Es posible que sea del frío y admirado Bergman de quien ha aprendido a mirarse desnudo en el espejo y a escrutar atentamente los gestos y las miradas de las personas que le rodean, pero a mí me hace pensar, más bien, en un Leo McCarey moderno, judío en vez de irlandés, y en su maravillosa An Affair to Remember (1957), o en el Cukor de A Star is Born (1954), el Donen de Kiss Them for Me (1957) y The Grass is Greener (1960), el Blake Edwards de Breaklast at Tiffany’s (1961), el Wilder noble y sentimental de The Apartment (1960), el Quine de Strangers when we Meet (1960) y Bell, Book and Candle (1958). No se me malentienda: Manhattan no imita esas grandes películas del pasado, no intenta aplicar unas recetas que no existen (Allen lo sabe muy bien), no se apunta ni al revival ni al epigonismo; ni siquiera es un film «neoclásico», ya que su trama argumental es aún más tenue y desdramatizada que la de, por ejemplo, Ma nuit chez Maud (1969) de Rohmer —autor que quizá Woody ignore, pero con el que le encuentro más puntos de contacto que con Bergman—. Claro que también, y sin que pueda precisar por qué, Manhattan me hace pensar en ciertas películas de Chaplin —como City Lights, 1931— y Keaton —The Cameraman, 1928—, en el cine mudo que permanece hoy vivo y disfrutable —Murnau, Lubitsch—, o en los momentos más mágicos de los grandes musicals: el número que da título a Singin’ in the Rain (1951), la mencionada obertura de On the Town (1949), el «Dancing in the Dark» de The Band Wagon (1953), por citar tan sólo un par de escenas de Kelly & Donen y una de Minnelli.
Y es que Manhattan, a diferencia de Annie Hall —que era una comedia— y de Interiores —un drama muy serio: aunque sus personajes fueran ridículos, no tenía nada de parodia—, es, por añadidura y primordialmente, un musical. «De incógnito», por supuesto, sin bailes ni canciones, en blanco y negro, pero, al fin y al cabo, un musical, como lo eran también Charade (1963) y Two for the Road (1966) de Donen o The Courtship of Eddie’s Father (1963) de Minnelli. Es este tratamiento estilístico, precisamente, el que impide que Allen caiga nunca en el naturalismo y le permite, en cambio, lograr una mezcla perfecta, sin costuras visibles, dinámica y flexible, de dos géneros teóricamente antitéticos —el drama realista, trasposición apenas velada de peripecias vividas, y la comedia satírica «de costumbres»— que, abordados con el tono, el ritmo y la cadencia del musical, dan lugar a un nuevo «género», que habría que calificar de «alleniano» y al que debe Manhattan tanto su excepcional intensidad como su conmovedora precisión, ya que, liberado por completo de los condicionamientos genéricos tradicionales, Allen puede mantener clara y fluida una narración singularmente elíptica, sin que la tensión se diluya ni se disperse. Este enfoque potencia, además, la seguridad en la planificación y la riqueza de matices en la dirección de actores, conquistas recientes e inexplicables —pues nada las hacía siquiera imaginables antes de Annie Hall, ni en la inmediatamente precedente, La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, 1975), ni en su primera obra, autobiográfica por definición, Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), y mucho menos, por supuesto, en esas ristras de ideas ingeniosas, mal encadenadas y peor rodadas y montadas, que fueron Bananas (1971), Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (Everything you always wanted to know about sex but were afraid to ask, 1972) y El dormilón (Sleeper, 1973); si acaso, curiosamente, en Sueños de seductor (Play it again, Sam, 1972), dirigida con impersonal eficiencia por Herbert Ross, y primera aparición significativa de Diane Keaton— que han hecho posible que, en tres años, Allen se convirtiera en la mayor esperanza del cine americano. Para contrastar esta afirmación, basta con tratar de encontrar, en las películas anteriores a Annie Hall —e incluso, con tal grado de dominio y maestría, en las posteriores— algo que prefigure escenas como las mejores de Manhattan: cualquiera de las numerosas conversaciones entre dos o cuatro personajes andando por la calle, filmadas en largos travellings de retroceso; el prodigioso juego de miradas entre Woody Allen, Diane Keaton, Michael Murphy y Anne Byrne durante el concierto, en un largo plano que aprovecha al máximo la amplitud del formato Scope; el sencillo pero medidísimo juego de planos-contraplanos de la secuencia final, cuando Woody intenta reanudar sus relaciones con Mariel Hemingway; las tremendas, auténticas, divertidas y difíciles escenas de «ruptura» que hacen variar otras tantas veces el rumbo de la película: la de Yale (Murphy) con Mary (Diane Keaton), la de Isaac (Allen) con Tracy (Hemingway) y la de aquella con el protagonista, sobre todo las dos últimas; o el primer paseo nocturno —hasta el alba— de Mary e Isaac, o su visita al Planetarium de Central Park, o la escena en que Isaac pide explicaciones a Yale acerca de su conducta. Escenas todas ellas de una complejidad sólo comparable a su sencillez, y en las que no debe tomarse por esteticismo o afectación lo que no es sino estilización y voluntad de mantener el equilibrio o la distancia imprescindible para ver con claridad las fluctuaciones de unos personajes vacilantes e inseguros.
No he querido abrumar al hipotético lector de estas divagaciones ni al probable espectador de la película que las suscita con una cascada de referencias ilustres —que tal vez no lo sean para él, sobre todo si no las ha visto en su momento—; he intentado, simplemente, y no sé si con algún éxito, comunicarle mis sentimientos ante una de las películas más estimulantes y deliciosas que he podido ver en mucho tiempo; y sólo para darle una idea del placer que me ha procurado y de la admiración que en mi despierta Manhattan he citado otras películas, pretéritas pero perdurables, que me han producido emociones parecidas. Añadiré, por último, mi aplauso a la audacia de Woody Allen, que se atreve a acabar con un final casi feliz. Era, sin duda, una cuestión de principios.
En “Dirigido por” nº 66, septiembre-1979
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