miércoles, 12 de julio de 2023

Esther Kahn (Arnaud Desplechin, 2000)

De las películas (inéditas todas en España, para vergüenza de los responsables) de Arnaud Desplechin puede no ser esta (difícil elección) la mejor, pero es tan buena como cualquiera y la más insólita y atípica. Filmada en Inglaterra y en inglés (más algo de yiddish), se basa en una novela británica ni clásica ni famosa, tiene por protagonista a una actriz americana debutante (una hermana de los Phoenix, arropada por actores franceses y británicos), es de época (no muy remota), es una reflexión (implícita) sobre el teatro y habla de personajes judíos.

No es, por tanto, aunque buena parte de sus protagonistas sean jóvenes, la más característica de su autor; al no ser francesa, cuando se podría decir de él —de no ser casi un insulto en este país— que es “inequívocamente francés”. Tampoco responde al manido (y probadamente ineficaz) planteamiento quimérico-comercial europeo de hacer películas angloparlantes para conseguir acceso a un mercado del que, casi por sistema, serán excluidas (sin que su doblaje o rodaje en inglés arregle nada). Si Esther Kahn está en inglés se debe a su tema, a que es la lengua de su texto matriz, de su ambientación de época, hasta del tipo de teatro que en ella se aspira a representar. Es decir, causas lógicas, suficientes y serias. Lo cual sí que define a Desplechin, un cineasta aún joven que no hace tonterías, y que empezó ya demostrando que “iba en serio” con su primer mediometraje, La Vie des morts. Son películas verdaderamente arriesgadas, inhabituales y más bien largas, y no por llamar la atención ni por desplante o provocación. Su tono modesto aleja cualquier posible ostentación de originalidad; se diría que es original a su pesar, casi sin querer, irremediablemente. ¿Qué hacer, si así se le ocurren las películas que le apetecen? No lo puede evitar y tiene que resignarse y, eso sí, procurar apañarse lo mejor posible, cuidando el ritmo y el interés y la claridad de la historia que cuenta para que dos horas y media no se hagan largas sino emocionantes. Tampoco pretende ser moderno, actual o joven; simplemente lo es, y son aspectos que acepta como un dato más que un mérito, como un punto de partida y no un objetivo. Al contrario, se diría que a él le gustaría hacer un cine clásico, personal pero ameno, comprensible por cualquiera, interesante sin necesidad de claves culturalistas, con pasión, misterio y humor, como el que le llevó a querer ser director. Tampoco se engaña: sabe que no son los tiempos ni los medios los mismos, que el público ha cambiado, que es inútil fijarse el éxito como meta. Así, cuenta lo que a él le interesa, y espera que eso mismo interese a otros, cuantos más mejor. Y si no, qué se le va a hacer, salvo volver a la carga e intentarlo de nuevo…

Se dirá entonces que Desplechin es racional, “cartesiano”, siguiendo un tópico sobre lo francés que contradice otro, según el cual sería soñador y surrealista. Es las dos cosas casi siempre, hasta cuando intenta tener sólo una cara, o potenciar una faceta de su doble (al menos) personalidad. Se presupone, a veces, que lo razonable es (no veo por qué) tímido, o poco estimulante. Como si no fuera compatible con la pasión o, llevado a su extremo, a sus últimas lógicas consecuencias, no desembocara en la locura.

Creo que en ese precario e inestable, inseguro equilibrio entre la locura y la lógica, el frenesí y la serenidad, el enigma y la luz, reside todo el proyecto y el atractivo del cine de Desplechin, probablemente la mayor y más sólida revelación del cine francés de las últimas dos o tres décadas.

En Miradas de cine, julio-2007

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