De las películas (inéditas todas en España, para vergüenza de los responsables) de Arnaud Desplechin puede no ser esta (difícil elección) la mejor, pero es tan buena como cualquiera y la más insólita y atípica. Filmada en Inglaterra y en inglés (más algo de yiddish), se basa en una novela británica ni clásica ni famosa, tiene por protagonista a una actriz americana debutante (una hermana de los Phoenix, arropada por actores franceses y británicos), es de época (no muy remota), es una reflexión (implícita) sobre el teatro y habla de personajes judíos.
No es, por tanto, aunque buena parte de sus protagonistas sean jóvenes, la más característica de su autor; al no ser francesa, cuando se podría decir de él —de no ser casi un insulto en este país— que es “inequívocamente francés”. Tampoco responde al manido (y probadamente ineficaz) planteamiento quimérico-comercial europeo de hacer películas angloparlantes para conseguir acceso a un mercado del que, casi por sistema, serán excluidas (sin que su doblaje o rodaje en inglés arregle nada). Si Esther Kahn está en inglés se debe a su tema, a que es la lengua de su texto matriz, de su ambientación de época, hasta del tipo de teatro que en ella se aspira a representar. Es decir, causas lógicas, suficientes y serias. Lo cual sí que define a Desplechin, un cineasta aún joven que no hace tonterías, y que empezó ya demostrando que “iba en serio” con su primer mediometraje, La Vie des morts. Son películas verdaderamente arriesgadas, inhabituales y más bien largas, y no por llamar la atención ni por desplante o provocación. Su tono modesto aleja cualquier posible ostentación de originalidad; se diría que es original a su pesar, casi sin querer, irremediablemente. ¿Qué hacer, si así se le ocurren las películas que le apetecen? No lo puede evitar y tiene que resignarse y, eso sí, procurar apañarse lo mejor posible, cuidando el ritmo y el interés y la claridad de la historia que cuenta para que dos horas y media no se hagan largas sino emocionantes. Tampoco pretende ser moderno, actual o joven; simplemente lo es, y son aspectos que acepta como un dato más que un mérito, como un punto de partida y no un objetivo. Al contrario, se diría que a él le gustaría hacer un cine clásico, personal pero ameno, comprensible por cualquiera, interesante sin necesidad de claves culturalistas, con pasión, misterio y humor, como el que le llevó a querer ser director. Tampoco se engaña: sabe que no son los tiempos ni los medios los mismos, que el público ha cambiado, que es inútil fijarse el éxito como meta. Así, cuenta lo que a él le interesa, y espera que eso mismo interese a otros, cuantos más mejor. Y si no, qué se le va a hacer, salvo volver a la carga e intentarlo de nuevo…
Se dirá entonces que Desplechin es racional, “cartesiano”, siguiendo un tópico sobre lo francés que contradice otro, según el cual sería soñador y surrealista. Es las dos cosas casi siempre, hasta cuando intenta tener sólo una cara, o potenciar una faceta de su doble (al menos) personalidad. Se presupone, a veces, que lo razonable es (no veo por qué) tímido, o poco estimulante. Como si no fuera compatible con la pasión o, llevado a su extremo, a sus últimas lógicas consecuencias, no desembocara en la locura.
Creo que en ese precario e inestable, inseguro equilibrio entre la locura y la lógica, el frenesí y la serenidad, el enigma y la luz, reside todo el proyecto y el atractivo del cine de Desplechin, probablemente la mayor y más sólida revelación del cine francés de las últimas dos o tres décadas.
En Miradas de cine, julio-2007
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