Poltergeist (1982) es un film de Steven Spielberg realizado por Tobe Hooper; aunque en su «coda» final, lo menos logrado y original, reaparezca la imaginería truculenta y cadavérica que puede asociarse con la pesadilla titulada The Texas Chain Saw Massacre (La matanza de Texas, (1974), y su sostenida tensión se aproxime más a la de esta película —pobre pero imaginativa— que al ritmo más pesado y remolón de las recientes superproducciones de Spielberg, es a este director, sin duda, al que nos remite el mundo que presenta Poltergeist, y no por casualidad: argumento, guion —en colaboración— y producción son del joven artífice de Jaws (Tiburón, 1975), Close Encounters of the Third Kind (Encuentros en la tercera fase, 1977) o E.T. - The Extra-Terrestrial (1982).
Tenemos, pues, una simpática familia media, de lo más normal que cabe imaginar, confortablemente instalada en una urbanización residencial de California. Tienen una casa agradable, llena de aparatos electrónicos, niños de varia edad, un perro. De pronto empiezan a suceder cosas raras; muy divertidas al principio, más molestas después, pronto inquietantes y, finalmente, horribles, pero siempre inexplicables. Nuestro asombro se ve reforzado por la habilidad de los trucajes: realmente, si algo avanza hoy en el cine son los efectos especiales, que nos hacen ver, sin que se note la trampa, auténticos prodigios; asistimos encantados a esta exhibición de magia y prestidigitación, dispuestos al «más difícil todavía» y totalmente indiferentes a la verosimilitud de lo que sucede: no necesitamos que nos expliquen lo que vemos con nuestros propios ojos, conscientes de que es un truco; es decir, disfrutamos más de la magia que de la representación. No creo que se viesen de otro modo, hacia 1905, las películas de Georges Méliès, y tengo la impresión de que Spielberg, Lucas, Trumbull y otros recientes cineastas americanos parecen empeñados en recuperar la inocencia de los espectadores de aquella época. No son, realmente, narradores o fabuladores —como Walsh, Hawks, Ford o Dwan—, y si recurren a una trama es porque las condiciones de producción, distribución y exhibición actuales requieren un metraje lo bastante largo como para que sea necesario, más que contar una historia, contar con ella como soporte.
Así que más vale no pedir peras al olmo y olvidarse de ella: cuando la magia pasa a primer plano, lo único que suele funcionar es la introducción, la presentación del escenario y los personajes, tan cotidianos y corrientes como sea posible, tan simpáticos como puedan imaginarlos los autores, para que nos sintamos a gusto en su compañía, levemente identificados, «de su parte». De ese modo, los seguiremos en las peripecias a que se vean sometidos; además, esta introducción, a menudo luminosa y en tono de comedia intimista, servirá de contraste a las catástrofes más o menos graves que caerán sobre ellos. Se trata de un mecanismo clásico, que encontramos en Hitchcock (recuérdese Los pájaros), que Polanski conservó (La semilla del diablo) y que el propio Spielberg explotó ingeniosamente en Tiburón. Lo curioso es que, con ser auténticamente maravillosos los variados, divertidos y espeluznantes efectos especiales de Poltergeist, lo más logrado e interesante es el tiempo de planteamiento y espera, cuando aún no ha pasado nada, o no se sabe bien qué, o no es muy terrible o grave, sino simplemente desconcertante. En parte, porque está muy bien rodado, con un prodigioso sentido del ritmo, con mucho humor y con una autenticidad que nada debe al naturalismo, pero, sobre todo, porque los actores —para mí desconocidos, desde luego, no «estelares»— son espléndidos y están dirigidos con una precisión de la que no hubiese creído capaz a Tobe Hooper. En particular, encuentro una absoluta revelación como actriz a la madre, Jobeth Williams, que espero corra mejor suerte que otras prometedoras presencias recientes del cine americano, tan a menudo desaprovechadas.
En “Casablanca” nº 23, noviembre-1982
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