No sé si, por algún motivo, me he quedado en la primera infancia o si, por el contrario, como a veces sospecho, he envejecido prematuramente; en todo caso, celebro no pertenecer a la misma «quinta mental» que cierto presunto novelista y cineasta frustrado empeñado, por encima de todo, en llegar a más. No es raro, sin embargo, que a quien ha hecho carrera gracias a la publicidad le moleste un film que ataca sus mecanismos tan decididamente como El jinete eléctrico (The electric horseman, 1979), última confirmación, por el momento, del indudable aunque irregular talento de Sidney Pollack.
El jinete eléctrico no se cuenta entre sus mejores obras, aunque sí al considerable nivel medio que va haciéndose habitual en su carrera. Es, en definitiva, el típico film que puede esperarse normalmente de este cineasta. Si no llega a más es, tal vez, por falta de ambición y de agresividad, por exceso de discreción en su planteamiento: basta para calibrarlo imaginar lo que tal idea argumental hubiera originado en manos de un director como Fuller. La principal limitación de El jinete eléctrico es que se trata de una fábula previsible —aunque no más que, por ejemplo, El matrimonio de Maria Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1978) de Fassbinder—, y con ciertos agravantes: acabar inverosímilmente «Bien» —porque en ello se empeñan los personajes, con el apoyo del director y el beneplácito del público— en lugar de arbitrariamente «mal» —porque así lo decidió el autor—, y narrar un itinerario espacial —por lo que la película se basa en el tiempo, es decir, en la presencia de los actores— en vez de una trayectoria elípticamente temporal, que autoriza todo tipo de «saltos» y permite dar las relaciones entre los protagonistas sin necesidad de que se vean: Fassbinder nos dice —de lo contrario no podríamos imaginarlo siquiera— que entre Maria y Hermann Braun hay amor, Pollack, nos hace ver, a través de Jane Fonda y Robert Redford, cómo surge la amistad y la complicidad entre Alice «Hallie» Martin y Norman «Sonny» Steele, en un principio enfrentados. Sin pretender que esta reveladora diferencia pruebe, una vez más, la supremacía estrictamente cinematográfica del modo de entender el cine americano sobre el europeo (aunque tal vez…), es indudable que indica, por lo menos, con bastante precisión, dónde están los méritos —nada originales, por supuesto, pero siempre disfrutables— de la película de Pollack: fundamentalmente en la dirección de actores, de la que es parte indisociable su propia «imagen» o personalidad (sobre todo la cobrada, poco a poco, en la pantalla, por identificación con los personajes interpretados anteriormente, pero también la extracinematográfica más o menos pública: no es casual que El jinete eléctrico esté parcialmente financiada por la productora de Redford, Wildwood Productions, ni que tanto él como la hija de Henry Fonda hayan participado activamente en campañas de protección de la naturaleza).
Esto significa que, con independencia de sus limitaciones, del carácter convencional de su materia prima argumental y de su «mensaje» ya conocido, aunque simpático —no es otro, a fin de cuentas, que el suministrado por Arthur Miller a John Huston en Vidas rebeldes (The Misfits, 1961) o por Dalton Trumbo a David Miller en Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, 1962)— y sin duda de interés personal para Pollack —no en vano encontramos precedentes y ecos en Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They?, 1969), Aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972) o Un instante, una vida (Bobby Deerfield, 1977), por ejemplo—, El jinete eléctrico tiene a su favor el atractivo de unos excelentes actores, muy bien dirigidos, que interpretan con convicción unos personajes por los que el director demuestra sentir verdadero afecto, cierta admiración y un indudable respeto que no excluyen la crítica de su comportamiento, pero sí, desde luego, el desprecio e incluso la indiferencia.
Reconozco que me cuesta trabajo comprender —cuando lo consigo— que un artista dedique su tiempo y su trabajo, y el talento que pueda tener, a concebir, analizar y mostrar personajes que no le interesan o, peor aún, que le repelen: de hecho, encuentro muy sospechosa la excesiva frecuencia, en una obra, de seres repugnantes (o presentados como tales, tal vez para encubrir una secreta atracción o una íntima afinidad que el creador no quiere admitir). Los resultados, por lo demás, son concluyentes; la carrera llena de altibajos de un cineasta con tanta personalidad —pero tan paradójica— como Huston ofrece buenos ejemplos: encuentro preferible, con mucho, un film torpe y vacilante, pero apasionado como Raíces del cielo (The Roots of Heaven, 1958) que la fría perfección formal, el derroche de maestría de Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, 1967) o Sangre sabia (Wise Blood, 1979). Con Pollack sucede, a menudo, que el entusiasmo, la entrega, el sentimiento que pone en sus películas compensa, hasta con creces, su relativa inmadurez estilística, la insuficiente dureza de las conclusiones a que llega, y su principal defecto, el que comparte con mayor número de directores americano hoy en activo, tanto los malos y los mediocres como los buenos e incluso algunos de los excelentes.
Este defecto —totalmente impersonal, como se puede deducir de su generalidad, consecuencia del «medio ambiente» y de la moda prevaleciente en el Hollywood de los años 60 y 70— consiste en una cierta falta de precisión y nitidez visual de cada plano —tendencia al flou, imágenes achatadas por el teleobjetivo o distorsionadas por el abuso del zoom, indefinición de los encuadres debida a que ni en los cines ni en TV se respeta el formato, empleo sistemático y descuidado del color, proclividad al uso inútil y llamativo de objetivos muy variados—, agravada por la falta de rigor o la arbitrariedad de su duración y sucesión —frecuente uso de más de una cámara, a menudo con objetivos y velocidades de filmación diferentes; influjo de la estética de los «spots» publicitarios, con sus chocantes cambios de plano; abundancia de escenas o planos, a veces en «ralenti», tan innecesarios como ajenos a la narración; inclinación a la morosa contemplación esteticista de paisajes o decorados—, y que suele resultar o bien adormecedora —se diría que los planos, en ocasiones con música dulzona o con pegadizas cancioncillas, nos mecen y arrullan— o bien irritante y burdamente efectista y subrayona —aquí el montaje intenta sorprendernos o impresionarnos a cualquier precio—, delatando en todo caso, por parte del cineasta, bien poca confianza en lo que muestra o narra y una acusada e impúdica aspiración al protagonismo, a «señalar con el dedo» como forma de realzar su propia importancia, a dejar huellas de su intervención (que a veces parece la de sus operadores o montadores).
Esta inconsistencia estilística echa a perder muchas películas americanas de los últimos quince años, pese al interés teórico de sus planteamientos, y devalúa en mayor o menor medida buena parte de las verdaderamente valiosas que han hecho directores inteligentes, y con talento, pero que no han acertado —tal vez por estar acostumbrados y no darse cuenta de ella— a librarse totalmente de esa contaminación publicitario/televisiva, con frecuencia pretendidamente «europea» y «modernizante». La generalización de este blando «preciosismo» ha sido tal que cineastas a quienes nunca se les hubiera pasado por la cabeza, espontáneamente, en 1959, recurrir a facilidades como el «ralenti», han coqueteado con él de una forma que resulta, por contraste con el resto de la película, particularmente chirriante: piénsese, por ejemplo, en un Blake Edwards o un Stanley Donen, cuya obra reciente se ve, aquí y allá, enturbiada por la desagradable intrusión de flous y «ralentis» que no vienen a cuento y suponen absurdas rupturas estilísticas. La funcionalidad, el dominio, el rigor y la coherencia plástica, narrativa y de planificación que antaño fue la norma en el cine americano resulta hoy una agradable, infrecuente y casi inesperable sorpresa que nos deparan, por ejemplo, Fuga de Alcatraz de Siegel o —con un tema que se prestaba a todo tipo de tonterías visuales— «10», la mujer perfecta de Edwards, incluso —pese a sus limitaciones, que son de otro orden— Sangre sabia, o los últimos Aldrich, los buenos Fleischer, etc., pero muy raramente directores más jóvenes, formados en las dos últimas décadas y casi siempre procedentes de la televisión. Esperemos que un día Pollack logre —como lo han hecho Woody Allen y Robert Mulligan, por ejemplo— romper totalmente con la estética heteróclita y vanidosa que ha heredado. Ese día, sí llega, podría convertirse en un gran director.
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
No hay comentarios:
Publicar un comentario