Antaño menospreciada y hoy la más célebre, lo cierto es que ha de contarse entre las obras mayores de Ford, a pesar de sus deficiencias estructurales, seguramente debidas a un tardío intento de abreviar una historia que requería más tiempo del comercialmente disponible. Es posible incluso que las brutales elipsis de la segunda mitad de la película, a cambio de algún desconcierto y cierta pérdida de verosimilitud, hayan contribuido a realzar la intensidad mítica de sus personajes, el misterio que encierra su dramático desarrollo, la ambigüedad que envuelve al lacónico y amargado Ethan Edwards (John Wayne) desde la impresionante secuencia inicial (jamás he visto un arranque tan absorbente) hasta la imagen simétrica y desoladora que pone fin al relato y nos obliga a tratar de penetrar el enigma de su vida.
Lo más interesante de Centauros del desierto no es lo que cuenta, sino lo que simplemente sugiere y deja implícito, a la ventura de la atención y perspicacia del espectador. Al final, es mucho más lo que imaginamos, intuimos o hemos deducido que lo que sabemos a ciencia cierta de los personajes, de sus andanzas y sentimientos, de las complejas relaciones que se atan y desatan entre ellos en el curso del tiempo. Se nota que Ford lo sabe todo acerca de ellos y que una suerte de pudor le ha impedido decírnoslo a las claras, aunque, por honradez tanto como por astucia narrativa, nos haya ido dejando entrever aquí y allá un gesto, una mirada, un silencio revelador, una caricia indirecta, un movimiento esbozado.
Paradoja de un cineasta tan clásico y sencillo en apariencia, en realidad tan complejo y original que se niega a exponer la trama entera, porque sabe que así prenderá mejor el interés del espectador, obligado a suplir con su imaginación lo que no se le explica, a tratar de comprender que los personajes no son de una pieza, sino que están sometidos a tensiones internas desgarradoras. Son simples, diáfanos y hasta convencionales los elementos, las herramientas de que se sirve, no el uso que hace de ellos ni lo que con éstas construye, porque Ford por aquellas fechas, desde luego —yo creo que desde mucho antes— sabía muy bien que las cosas no son tan sencillas como a veces algunos querrían, y que definir en exceso conduce al empobrecimiento de la realidad. No hay límites ni hay fondo en The Searchers: por muchas veces que la veamos nunca sabremos todo acerca de Ethan Edwards ni estaremos completamente seguros de que es cierto lo que pensamos. Tendremos, como él, que seguir buscando.
En “Casablanca” nº 25, enero-1983
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