viernes, 21 de julio de 2023

Bienvenido, Mister Marshall (Luis García Berlanga, 1953)

Actualidad de BIENVENIDO MISTER MARSHALL

Con un criterio muy distinto –por no decir opuesto– de los que parecen guiar hoy a los productores y a los responsables públicos de las cosas del cine, el gran director francés Jean Renoir insistía hace medio siglo, y después de varios años trabajando en Estados Unidos (por culpa de la ocupación de Francia por los alemanes), en que la mejor forma de que una película interesase en todo el mundo es que estuviese bien arraigada en su propio territorio de origen, pese a la aparente paradoja de que lo local pueda tener un atractivo universal.

Hay posiciones –e incluso argumentos razonables– para todos los gustos, desde el extremo opuesto, hoy dominante, de tratar de hacer productos “internacionales” que se “entiendan” en cualquier parte hasta cualquiera de los puntos intermedios que pueden imaginarse, y que son casi infinitos. Del cine español –durante muchos años acusado de no perpetrar más que “españoladas” o “españolerías”, o de caer en la mera imitación de modelos ajenos– hay pocas muestras más contundentes de que Renoir podría haber dado en la clave, que Bienvenido Mister Marshall –especie de fantasía humorística rodada hace cincuenta años, y ciertamente identificable como española simplemente con ver una foto–, película que sigue hoy tan fresca y vigente como el primer día, y que según mi experiencia personal y multitud ele testimonios ajenos fiables, es regocijadamente comprendida en todo el mundo, lo mismo hoy que en el momento de su estreno.

Cabría preguntarse por qué: cuáles son las causas inmediatas de ese fenómeno, más bien infrecuente en nuestro cine –aunque no lo fue, en algunas épocas, en otros, incluso europeos: piénsese en el italiano de los años cuarenta a sesenta, en el británico de los treinta y cuarenta, en el francés de esas mismas dos décadas y parte de la siguiente, en el alemán y el soviético de los veinte o en el sueco y danés de los años que duró la I Guerra Mundial–, e incluso buscar las posibles razones profundas de que Luis García Berlanga (y su coguionista Juan Antonio Bardem) dieran en la diana, pese a que los intérpretes, conocidos aquí, eran perfectamente ignotos allende nuestras fronteras. Por si fuese instructiva la búsqueda, voy a ensayarla con quien se anime a leer estas líneas.

Lo primero que hay que señalar, como causa de asombro, es que no sólo la película es indiscutiblemente “muy española”, sino que, para colmo, no sucede en una de las grandes capitales, siempre más cosmopolitas y por tanto más parecidas a las de tamaño semejante o relativamente comparable de otros países, sino en un pueblo ficticio pero a la vez verosímil y representativo, pobre y aislado como lo eran la mayoría de nuestro país por aquellas fechas, en una medida que a los más jóvenes, que no lo han vivido, les cuesta imaginar, pero que los que no han perdido la memoria recuerdan vívidamente. Quizá la diferencia entre un pueblecito francés, uno italiano, uno griego u otro inglés no fuese tampoco desmedida, por mucho que difiriesen los niveles de renta y el grado de desarrollo de las naciones respectivas, pero el caso es que la comprendieron por igual los espectadores urbanos y los rurales (entonces era raro el pueblo que no contaba con un cine), los chinos y los norteamericanos, los peruanos y los africanos.

Un segundo factor igualmente sorprendente es que no se trata en modo alguno de una película “intemporal” –por mucho que estuviesen un poco “fuera del tiempo” o alejados del presente los pueblos de hace medio siglo–, sino bien anclada en las circunstancias temporales del momento histórico de su gestación y realización, hasta el punto de referirse –desde el título mismo– al Plan Marshall, que llevaba unos años –menos de siete– funcionando en gran parte de Europa, para ayudar a la reconstrucción de lo devastado por la II Guerra Mundial, y –hecho novedoso– tanto en los países del bando aliado –triunfador– como en los principales enemigos derrotados –Alemania, Italia, el Japón–, quedando excluidos solamente, desde un cierto momento (el “estallido” de la llamada “guerra fría”) los países de la zona de influencia soviética y aquellos cuya actitud se había considerado hostil a los aliados y amistosa hacia el Eje (aunque no hubiesen participado oficialmente en la contienda, habían optado por el lado indebido), como España.

Como es frecuente en los espectáculos que tratan de establecer un cierto grado de complicidad con el público, animados por un cierto afán didáctico o ejemplarizador, y que abordan temas de interés general, la película está llena –sobre todo en los diálogos– de lo que en el teatro y la revista se denominan “morcillas” alusivas a la actualidad más inmediata, y que no requieren explicaciones: basta mentarlas, porque están en la mente de todos. Práctica oportuna en su momento, pero arriesgada para el porvenir, pues ese juego de indirectas se pierde en el vacío cuando se olvidan o desconocen los puntos de referencia.

Es decir que, a priori, Bienvenido Mister Marshall tenía todas las cartas en su contra, tanto para ser entendida –no digamos compartida, o tener éxito– en el extranjero como para seguir siéndolo diez, veinte o cincuenta años después. Y tan no es así que hoy puede predecirse sin el menor riesgo de equivocarse que dentro de cincuenta años más, en el soporte que sea y por las vías de difusión que sean por entonces más modernas, la película de Berlanga seguirá siendo inteligible y no dejará de resultar a la vez divertida y entristecedora.

Creo que en esa combinación y simultaneidad de sentimientos –y, artísticamente, de tonalidades– reside una de las claves de su perenne eficacia, ya que consigue remover dos fibras, aparentemente opuestas, pero complementarias, del ser humano; según su carácter de base, y cómo le haya ido la vida el día que asista a su proyección, tendrá activado uno de esos impulsos –el gozo o la melancolía, el presente o la añoranza del pasado o el futuro–, sin que por ello el otro, durmiente o en reposo, menos “revolucionado”, haya desaparecido. Y movilizado uno por la película, el otro, precisamente por ser su “otra cara” podrá ser despertado y activarse, pues no faltan motivos ni momentos para ello en el variable y modulado desarrollo de la acción. Raro será, pues, que el espectador, tarde o temprano, no reaccione, primero a uno de esos estímulos, luego también al otro, para finalmente pasar de uno a otro varias veces y quedarse, al concluir la película, con una imprevisible combinación de ambos y con un regusto agridulce en el que cada reacción personal dará mayor peso a uno u otro sentimiento.

Naturalmente, estos impulsos son elementales y comunes, por tanto, a todos los seres humanos, sin apenas diferencias geográficas o culturales. Están más acá o más allá de la educación, la edad y las razas, y son privativos del hombre. No se sabe –aunque algunos parezcan hacerlo– de animales que rían o sonrían, y es dudoso que sientan de verdad melancolía o nostalgia, ya que su afectividad y su memoria no parecen ser suficientes, por mucho que algunos puedan parecer cariacontecidos. Se llamará de una forma u otra, morriñaspleen o saudade, y cabe que existan diferencias de matiz, pero cualquiera entiende –y reconoce, tanto en sí como en el prójimo– la presencia de esa sensación embargadora, que domina incluso en instantes de enorme alegría o regocijo si está por medio el deseo de algo distante, sea en el espacio o en tiempo, y que echamos de menos hasta en los momentos de felicidad o alegría.

Claro es que por entonces aún no estaba cercado por el descrédito el muy antiguo concepto del “humanismo”, y la creencia en una especie de “fraternidad” (si no “igualdad”) entre los hombres, a pesar de las barbaridades cometidas en la guerra mundial conservaba cierta vigencia, en lugar de incitar a la risa, por lo que era concebible aún la idea –hoy curiosamente “aparcada"– de que, a pesar de todas las diferencias, algunas cosas teníamos todos en común. Y esa misma fe –que luego ha perdido el propio Berlanga, cada vez más escéptico, luego convertido en un misántropo incorregible– permitía que la misma película se convirtiese en demostración práctica de la realidad intangible de ese nexo: todos los hombres –y, de nuevo, sólo ellos– sueñan, y no sólo dormidos, sino también despiertos; es decir, que se hacen ilusiones, proyectan y confían –por pocos motivos que encuentren en la vida cotidiana– en algún tipo de providencia salvadora que les permitirá ir a mejor o librarse de cargas, preocupaciones y pesadumbres. Esta fe en el milagro, por mucho que se laifique, persiste hoy día: da lo mismo que sean los americanos del Plan Marshall –u hoy, para muchos países, la Unión Europea, o las grandes compañías multinacionales–, las quinielas, la lotería o un concurso televisivo lo que pueda venir a salvarnos o enriquecernos, con más fuerza cuanto más improbable sea que accedamos a una mejor calidad de vida por vías normales, previsibles o naturales.

Por eso, creo que Bienvenido Mister Marshall, con toda su fantasía y toda su comicidad, con su sátira y su caricatura, con su exageración y su ironía, permanece viva y no es una pieza de museo. Ni siquiera un documento histórico sobre una España superada, sobre unos pueblos que ya no son así y que han cambiado mucho (y en buena parte a mejor), sobre un momento de la reconstrucción de Europa. Sino una imagen certera y válida de lo que es vivir, hacerse ilusiones y sobrevivir a las decepciones que a menudo siguen al exceso de esperanzas sin fundamento y pasivas. Y eso se entiende perfectamente, sin barrera u obstáculo de ningún tipo, en cualquier parte y a comienzos del siglo XXI, lo mismo que se comprendía a mediados del siglo pasado.

Prólogo del libro "50 Aniversario de Bienvenido Mister Marshall”. Tf. Editores, 2002

No hay comentarios:

Publicar un comentario