Los defectos de Walkabout saltan a la vista. No sólo evidentes, sino ostentosos y, en medida, voluntarios, tienen la virtud de ser, además, los previsibles en el primer film en solitario —antes había realizado Performance con David Cammell— por un director de fotografía, en un escenario exótico y en plena vigencia del «modernismo». No se trata simplemente de que algunas imágenes del film resulten relamidas o rebuscadas, ni de que su montaje sea a menudo efectista y subrayón, ni de que el operador de Fahrenheit 451 parezca en ocasiones más interesado por el objetivo con que fotografía la escena que por la escena en sí, ni de que el esteticismo de tarjeta postal asome la oreja más de la cuenta, aliándose a veces con un didactismo de profesor de ciencias naturales, geología o geografía; lo peor es que el guion de Edward Bond, basado en una novela de James Vanee Marshall, es un tanto esquemático y simplista, y que la música —en si excelente— de John Barry (combinada con los Hymnen de Karlheinz Stockhausen), utilizada enfáticamente, acaba de darle a la película un aire pretencioso y trascendentalista que puede suscitar antipatías.
Ahora bien, una película imperfecta, incluso plagada de errores, puede resultar mucho más atractiva e interesante que una que carezca de fallos pero se vea igualmente desprovista de aciertos. Hay muchas películas correcta e incluso impecablemente realizadas que producen un tedio ilimitado y en las que, por mucha buena voluntad que uno ponga de su parte, es imposible contar un solo hallazgo, una sola observación certera, un instante de emoción, una imagen que despierte nuestra curiosidad. Incluso la barrera, casi infranqueable, de la petulancia puede derribarse ante nuestros ojos cuando el realizador no ha renunciado totalmente a su vocación de explorador. Y esto es precisamente lo que salva a Nicolas Roeg, al menos en Walkabout (1970), de hundirse en las aguas cenagosas en las que con insensata alegría se sumerge. Quiero decir que los aficionados a los relatos de aventuras, expediciones, travesías del desierto, viajes en general y exploraciones de lo desconocido en particular, encontrarán, si no ceden a la irritación que puede producir el inicio de la película, suficientes motivos de satisfacción como para irle perdonando progresivamente a Roeg sus impertinencias visuales y sonoras, su ingenuo y convencional moralismo «rousseauniano», sus ínfulas sociológicas vagamente «antonionianas», que acaban por convertirse en «peccata minuta» frente a las virtudes de que hace gala como director de actores y cineasta-viajero.
Prescindamos del prólogo y el epilogo que, desgraciadamente, enmarcan el grueso de la historia, con el único fin de hacer transparente una moraleja que era ya de por si previsible. Olvidemos la ambigua nostalgia del «buen salvaje» que parecen proclamar, en un melancólico flash imaginario, los últimos minutos de la película. Corramos un tupido velo sobre el discursito «ecológico» y «edenista» implícito en el excesivamente obvio contraste entre el desierto australiano y la ruidosa y ajetreada urbe, versión puesta al día del viejo «menosprecios de corte y alabanza de aldea» y de la eterna contraposición Naturaleza-Civilización. Hagamos, por último, un pequeño «remontaje» mental, suprimiendo las imágenes más «chocantes» o «llamativas», los bruscos saltos de planos que parecen filmados a través de un microscopio a otros inmensos en los que prácticamente todo es cielo y arena resecada. ¿Qué nos queda? Mucho todavía, y auténticamente valioso. No, ciertamente, muy nuevo, ni excesivamente original, pues el relato entronca con una ilustre tradición de la que la literatura y el cine anglosajón han poseído desde siempre el secreto. Walkabout es, además de un estimable «manual de supervivencia», y la crónica de un viaje, un memorable estudio acerca de la actitud de unos niños en peligro. Desde Robinson Crusoe de Daniel Defoe, en ciertos aspectos, hasta Sammy, huida hacia el Sur (Sammy Going South, 1963) o Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965, basada en la notable novela de Richard Hughes) de Alexander Mackendrick, pasando por Moonfleet (1955, según John Meade Falkner) de Fritz Lang y The Night of the Hunter (1955, adaptada de Davis Grubb) de Charles Laughton, y sobre todo Kidnapped y, más aún, Treasure Island de Robert Louis Stevenson, ingleses y americanos han creado un subgénero del relato de aventuras al que debemos algunas de las mejoras novelas y películas y en el que se inscribe plenamente, y con todos los honores, lo mejor y principal de Walkabout. No es preciso, por ello contar —volver a contar— lo que Roeg, tal vez sin querer, a lo peor tomándolo como un mero «soporte» para su discurso, nos cuenta; además, no quisiera privar al hipotético espectador paciente —en este caso, hay que serlo porque compensa— del placer de convertirse en cómplice del narrador, haciendo como si no conociese la historia que le está contando y preguntándose «¿y cómo sigue?», que es el interrogante fundamental ante un relato, el que revela que nos concierne, intriga o interesa.
Obligados por las circunstancias —concretamente, por la aparente locura de su padre, que tras llevarles a un punto fronterizo entre la civilización y el desierto e intentar, sin éxito, matarles, se suicida— a convertir un rutinario picnic en un viaje iniciático, y a tornarse de excursionistas domingueros en exploradores, dos hermanos, una chica de catorce años (Jenny Agutter) y un niño de seis (Lucien John), emprenden una travesía sin brújula ni destino conocido, primero solos y luego con la ayuda decisiva de un nativo (David Gumpilil) que está tratando de superar las pruebas rituales que le permitirán ser considerado un hombre. Este encuentro, trágico para el aborigen y providencial para los obstinadamente pulcros y británicos niños perdidos, permite plantear la comparación —que no realmente choque— entre dos culturas diferentes (con grados dentro de una de ellas: el niño, más pequeño, es evidentemente más espontáneo, menos «civilizado», y por ello su relación con el adolescente de color es mucho menos complicada y conflictiva que la de su hermana); confrontación suficientemente clara y evidente como para que resulte innecesario el epilogo urbano que, tiempo después, ilustra la nostalgia de la chica —casada con un tipo bobo y rutinario— por un modo de vida que no supo aceptar cuando, patéticamente, se le ofreció, a pesar de que la visión edénica de lo que ha dejado escapar sea —por su fragilidad, por su mismo aire de ensueño— conmovedora. Es decir, que hasta en los errores de esta película hay algo valioso; no digamos, pues, el valor de sus logros: una ejemplar dirección de actores, un vigoroso sentido de encuadre y del paisaje, un cuidadoso empleo de los ruidos, la música y el silencio, un espíritu de aventura del que se contagia el propio Roeg al lanzarse al desierto australiano en pos de imágenes nuevas, de nuevos escenarios, nuevas fronteras.
En “Dirigido por” nº 56, julio-1978
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