Todo parece indicar que Berlanga emprendió el tercer episodio de esta informal serie con reticencia, si no con desgana, y que decidió dar el paso a instancias de sus productores, lógicamente deseosos de conservar cuanto fuese posible la gallina de los huevos de oro, que estaba resultando lo que ya se llama, con pedantería que no casa con las películas a las que se aplica, la «trilogía nacional» de Berlanga, y que alguno ha osado, incluso, alegremente, comparar con los «Episodios Nacionales», de Galdós. No hay para tanto, como el propio Berlanga, menos fatuo de lo que tratan de hacerle sus aduladores, es el primero en advertir.
Supongo que ni los promotores de la serie ni Berlanga —al fin activo, valorado y comercialmente seguro— lamentarán el éxito que parece haber saludado Nacional III (1982); de hecho, en vista de la acogida crítica que ha tenido, sospecho que los únicos que no podamos adherirnos al coro de apologistas seamos, precisamente, cuantos pudiéramos considerarnos responsables de haberle incitado a seguir contándonos las trapisondas de la familia Leguineche. Tal vez, en el fondo, porque Berlanga, que ha tenido que aguantar más que ninguno de nosotros a sus integrantes, estaba ya harto de ellos, y —pese a acceder por segunda vez a continuar su historia— quería acabar de una vez por todas.
Si tal era su intención, le felicito. Por mí puede abandonar a los Leguineche para siempre: el propio Berlanga ha puesto fin a mi interés por ellos con Nacional III, a mi entender la más endeble de las tres películas a ellos dedicadas, la que con más generalizado desprecio les trata, la que menos se preocupa por narrar algo que se parezca a una historia. De no ser Berlanga un autor poco propenso a prodigarse y a la hiperactividad, se podría creer que Nacional III era el producto de las prisas y la indiferencia del artesano que fabrica películas en cadena, sin pensar lo que va a hacer ni ocasión o deseo de modificar el guion (aunque sea una hipérbole llamar así a lo sirve de pobre sustento a Nacional III, por mucho que sea fruto de la enésima colaboración del director con Rafael Azcona).
Porque, a fin de cuentas, Nacional III es más todavía que Tras la pista de la Pantera Rosa (1982), de Blake Edwards, algo así como un «trailer» aquejado de elefantiasis (más de hora y media es mucho para autopublicidad retrospectiva), una serie de chistecitos o viñetas asainetadas, que pretende enlazar el esbozo de una trama que, si parte de algún sitio (unos personajes conocidos por el público), no llega a ninguna parte, sino que difumina, emborrona y volatiliza en la inexistencia unos seres que, como criaturas de ficción, habían llegado a tener cierta vitalidad. No es casual, en este sentido, que Luis Escobar —aquí más cerca del pesado Don Baldomero que del ingenioso marqués de Patrimonio nacional (1981)— pierda el protagonismo que adquirió en la segunda entrega —para mí, con mucho, la mejor de todas, y lo mejor que ha hecho Berlanga desde El verdugo (1963)—, y que lo ceda, en buena parte, a un López Vázquez lamentable, más triste y aburrido que nunca, a un Ciges que parece confinado a una monótona imitación de sí mismo, y una Amparo Soler Leal cuya reconciliación con López Vázquez marca el punto de inflexión de la película y el comienzo del fin de los Leguineche, sumidos en una torpe e inverosímil tentativa de evasión de divisas tan laboriosa como poco divertida.
Si la gracia de estas películas residía en sus personajes, y Berlanga los borra, y el interés de la serie se debía a la historia que, elípticamente y a retazos, se contaba mediante aquéllos, y en Nacional III la narrativa se diluye, se comprenderá la decepción que para mí ha supuesto esta tercera parte, inferior incluso a la primera, y que enlaza con ella por su tono despectivo, esquemáticamente caricaturesco, fácilmente cruel y un tanto embarullado, muy diferente del que engrandecía la segunda (que, por lo que se ve, es ahora la que casi todos consideran fallida). No quiere esto decir, por supuesto, que Nacional III sea una mala película, ni que Berlanga haya perdido facultades: lejos de ello, hace alarde de virtuosismo en numerosos planos-secuencia de complejidad abrumadora, de su soltura para mover la cámara alrededor de un montón de actores y figurantes, de su inventiva para escribir diálogos absurdos, etc. Además, la película ofrece muchas oportunidades para reírse (al menos, en su primera mitad). Lo que sucede es que de Berlanga se puede esperar más, y como él no va a exigírselo a sí mismo, tenemos que pedírselo los demás. Esperemos que la próxima película, ya sin los Leguineche, no tarde mucho en llegar, y que cuente con un buen guion.
En “Casablanca” nº 25, enero-1983
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