lunes, 10 de julio de 2023

Ro.Go.Pa.G. (1963)

Rodada en 1962, pero estrenada un año después con el título Laviamoci il cervello a causa de las denuncias por blasfemia que suscitó —ridículamente— el sketch de Pasolini, este largometraje toma su extraño nombre primitivo de los apellidos de los directores de los cuatro episodios de que se compone. No hay ente ellos, pues, más relación que la de estar realizados simultáneamente y por cineastas que, en aquella época, tenían un cierto prestigio como «autores». En consecuencia, no tiene sentido alguno comentar o enjuiciar Rogopag en su conjunto sino que hay que considerar cada una de las películas que la integran por separado; de hecho, no me extrañaría que el espectador saliese ganando si las viese aisladamente, y no en inmediata sucesión, ya que no hay tiempo para proceder al reajuste necesario para apreciar debidamente cada una de estas miniaturas: cuando se empieza a conseguir, termina un sketch y se pasa a otro bien distinto, tanto argumental como estilísticamente, y que adopta una forma muy diferente de dirigirse al espectador.

1. Illibatezza (Castidad), de Roberto Rossellini, dura 30 minutos, y es la última incursión de su autor en las —para él— aguas estancadas del cine comercial. Su anécdota no puede ser más insignificante, ni menos original; sin embargo, no faltan ideas ingeniosas, ni ciertas reflexiones sobre la naturaleza del cine que encontramos en el Godard de la época, sobre todo en Les Carabiniers (Los carabineros, 1963), basada en una obra de Benjamin Joppolo contada por Rossellini al autor de À bout de souffle. Además, es una «obra menor» admirablemente rodada y con una excelente dirección de actores: hay que ver el partido que Rossellini ha sido capaz de sacar de una actriz tan sosa, vulgar e inexpresiva como Rosanna Schiaffino —a quien Minnelli ajustaría las cuentas ese mismo año, mediante un puntapié de Kirk Douglas, en Two Weeks in Another Town (Dos semanas en otra ciudad)—, porque si no se ve no se puede creer. El método empleado en Illibatezza es el que ha aplicado siempre Rossellini a cualquier material, fuese rico o pobre, ilustre o anónimo, remoto o inmediato, y consiste, simplemente, en contemplar con impasibilidad, sin intervenir, sin subrayar, los hechos «en bruto», dejando que sean éstos y solamente ellos los que nos emocionen, nos hagan reír o nos permitan comprender. La originalidad mayor de Illibatezza está en su dirección de actores y radica, precisamente, en que Rossellini, del mismo modo que renuncia a coaccionar al espectador, se niega a forzar a sus intérpretes, impidiéndoles que lleguen siquiera a rozar la caricatura a la que tan proclives son, por los general, los italianos y a la que parecía invitar la absurda situación que plantea el guion. La superposición de ambas neutralidades —la del director y la de los actores— en la puesta en escena de una serie de personajes disparatados que se conducen como dementes de muy variado género da por resultado algo muy semejante a las escenas más divertidas de las películas de Buñuel: aquellas en que, en un ambiente de cortesía y respeto acartonado a las formas, algún personaje actúa —con toda naturalidad, como si cuanto hace y dice fuese normal y correcto— de un modo irracional o escandaloso (Michel Piccoli metiéndose bajo la mesa de un restaurante en el que se ha encontrado con Catherine Deneuve en Belle de Jour, casi todas las de El Ángel ExterminadorLe Charme discret de la bourgeoisie, y Cet obscur objet du désir).

En resumen, Illibatezza es una peliculita intrascendente, pero muy bien hecha, que nos revela secretas afinidades entre dos cineastas que —a pesar de que alguna relación puede establecerse entre Europa'51 y Nazarín o Viridiana, entre Francesco, giullare di Dio y Simón del Desierto y La Voie lactée, entre Stromboli, terra di Dio y Robinson Crusoe o The Young One, entre Germania, anno zero y Los Olvidados— no suelen asociarse más que para deplorar, asombrosamente en ambos casos, su «torpe aliño indumentario», su pobreza formal, su descuidada técnica (semejantes dislates se escriben todavía hoy, en 1980). Personalmente, lllibatezza me hace lamentar que Rossellini no tuviese nunca la tentación de hacer una verdadera «commedia all'italiana», pues estoy convencido de que hubiese batido en su propio terreno a Dino Risi o Mario Monicelli; tal vez las interferencias que sufrió Dov'è la libertà…? (1952), y su fracaso comercial, pese a contar con una maravillosa actuación de Totó, le desanimase. El abandono del cine por la televisión, casi inmediatamente después de haber realizado una de sus más grandes obras maestras, Era notte a Roma (Fugitivos en la noche), permitió a Rossellini hacer sus películas más ambiciosas, pero es posible, también, que le impidiese desarrollarse en otras direcciones por lo menos tan interesantes como la ilustrada por La prise de pouvoir par Louis XIV (1966), Atti degli Apostoli (1968), Socrate (1970), Blaise Pascal (1971) o L'età di Cosimo de Medici (1973), todas ellas admirables, pero mucho menos apasionadas y apasionantes que las mejores de las etapas primera —Paisà (1946), Germania, anno zero (1947)—, segunda —Stromboli, terra di Dio (1949), Europa ‘51 (1952), Viaggio in Italia (1953)— y tercera —India (1957), Era notte a Roma (1960), Viva l'ltalia (1961)— de su carrera.

2. La ricotta (El requesón), de Pier Paolo Pasolini, dura 35 minutos y es su tercera incursión cinematográfica, tras Accattone (1961) y Mamma Roma (1962). Además de insinuar que ya estaba pensando II Vangelo secondo Matteo (1964) —trata de un director, encarnado por Orson Welles, que está rodando la Pasión—, supone una clara ruptura con el realismo de sus anteriores trabajos, es el primero de sus cortometrajes —aunque también el menos logrado de los que conozco— y prefigura, por su carácter de fábula o apólogo moral, su heterogeneidad estilística y su tono provocativo, las películas que haría a partir de Uccellacci e uccellini (Pajaritos y pajarracos, 1966).

Sin la coherencia, la imaginación y la poesía de las que, a falta de Accattone y de Salò o le centiventi giornate di Sodoma (1975), siguen pareciéndome sus obras maestras, los sketches con Totó La Terra vista dalla Luna (en Le streghe, 1966) y, sobre todo, Che cosa sono le nuvole? (en Capriccio all'italiana, 1967), La ricotta es, con diferencia, el mejor episodio de Rogopag, el único que no es un mero esbozo o una simpleza, el único que tiene verdadera consistencia y fuerza, el más personal y arriesgado. Parece evidente que P. P. P. no participaba en películas de sketches de forma rutinaria y por razones mercenarias, sino que aprovechaba el menor riesgo financiero para llevar a cabo experimentos que no siempre desarrolló en posteriores largometrajes.

La ricotta es, fundamentalmente, un pastiche: pictórico —los planos estáticos y estereotipados de la Pasión que rueda Welles, únicos en color de todo Rogopag—, cinematográfico —claras influencias de los cortos de Charlot, con acelerados y carreras subrayadas por la música— y personal —la historia del «extra» Stracci (Mario Cipriani) parece una caricatura de la «pasión» de Ettore Garofolo (que también sale en La ricotta) en Mamma Roma—, todo ello bañado de una curiosa mezcla de compasión, crueldad e ironía que resulta singularmente provocativa, y no demasiado lejana, sorprendentemente, de algunas comedias mudas, del género conocido como groteske, de Ernst Lubitsch (pienso, por ejemplo, en Die Bergkatze, 1921, o, más aún, por la confluencia de la commedia dell'arte y la sátira religiosa, en Die Puppe, 1919).

Pese a su fuerza innegable, que hace de este episodio una obra a tener en cuenta dentro de la carrera de Pasolini, La ricotta se resiente, como otras películas de este poeta - novelista - ensayista convertido en director, de un cierto simplismo, particularmente sensible en sus planteamientos «dialécticos»: me parece un recurso algo fácil, por demasiado evidente y ya muy explotado, realzar la trágica vida del subproletario convertido en «extra» cinematográfico convirtiéndose en una figura crística y haciendo de su miserable muerte una «pasión»; por si fuera poco, Pasolini subraya el paralelismo haciéndole «figurar» como el «buen ladrón» de una versión desangelada, gélida y relamida de la Pasión —como si se tratara de indicar lo que no iba a hacer en II Vangelo secondo Matteo— y, para colmo, por si las cosas no quedasen ya excesivamente claras, se empeña en resaltar el contraste entre ambas pasiones —la de Cristo, cinematográficamente academicista, y la del pobre «extra»— rodando en color los planos correspondientes a la primera y atribuidos al director encarnado por Welles (en una divertida composición).

3. Le nouveau Monde/Il nuovo mondo (El nuevo mundo), de Jean-Luc Godard, dura 20 minutos y es un cortometraje particularmente insignificante; no ya la película, sino la idea en que se basa, está a medio guisar, casi sin esbozar. Se intuye que Godard andaba ya preocupado por la «deshumanización» que sentía a su alrededor —y de la que unos años después sería partícipe, no se sabe si por contagio o persuasión—, y eso que todavía Antonioni no había realizado Il deserto rosso (El desierto rojo, 1964) ni se había manifestado partidario entusiasta de la progresiva «robotización» del mundo en un curioso diálogo de sordos que mantuvo con un muy escamado Godard, poco antes de que Godard se lanzase a dirigir una de sus películas más discutidas y apasionantes, Alphaville (1965), versión a caballo entre el film noir y la ciencia - ficción del Orfeo de Cocteau en la que algunos detalles de Le nouveau Monde —los únicos que, por eso mismo, tienen hoy cierto interés— serían desarrollados e integrados en una trama coherente (las réplicas fuera de lugar, la gente devorando pastillas y echando hacia atrás la cabeza, el uso del París de los años 60 como ciudad del futuro, las chicas en bikini y con puñal en la piscina; hasta salen ya Jean-André Fieschi y Michel Delahaye).

Sin duda, veinte minutos no permiten hacer Invasion of the Body Snatchers (1955), aunque en menos de un cuarto de los 80 que dura esta obra maestra Siegel sea capaz de contar muchas más cosas que Godard en Le Nouveau Monde, pero lo cierto es que este sketch resultaría aburridísimo y excesivamente largo de no ser por la belleza de Alexandra Stewart y por la habilidad de Godard para «acariciarla» con la cámara mientras se mueve con insegura fragilidad, como si fuese de vidrio y pudiese quebrarse al abrazarla Jean-Marc Bory, o menea o peina su rubia cabellera. Esto es, sin embargo, muy poco, sobre todo si se tiene en cuenta que se encuentra, y mejor, en cualquier film de Godard —no sólo de aquella época, sino hasta en los más esqueléticos y puritanos, como Le Gai Savoir (1968) o Comment ça va (1976)—, y que no es suficiente para impedir que este episodio de Rogopag resulte tan insípido y exasperante como lo que, sospecho, pretende criticar: la conducta de los personajes de L'eclisse (1962) de Antonioni.

4. El pollo ruspante (El pollo triguero), de Ugo Gregoretti, debe durar cerca de media hora, pero no me sentí capaz de quedarme a cronometrarlo, ya que los diez minutos que pude aguantar se me hicieron excesivamente largos e irritantes como para seguir perdiendo el tiempo viendo —y oyendo— algo que, claramente, no tenía remedio. Autor de un curioso aunque trucado film llamado I nuovi angeli (1962), Gregoretti es hoy recordado, casi exclusivamente, por haber intervenido, al lado de Rossellini, Pasolini y Godard en Rogopag, lo que impide, generalmente, que nadie se acuerde de su episodio (si es que alguien llegó a soportarlo entero), de una tosquedad y facilonería tales que resultan inútiles los esfuerzos de un actor tan notable como Ugo Tognazzi para que logremos reírnos con esta burda sátira de algo en sí mismo tan grotesco que no precisa de caricatura: la publicidad televisiva. Los guiños, los codazos al espectador que lanza insistentemente Gregoretti, buscando su complicidad, son de una grosería que nada tiene que envidiar a los peores métodos de los «spots» publicitarios que dice denunciar.

En “Dirigido por” nº73, mayo-1980

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