Esta película, rodada en 1978 por Jacques Doillon, empieza a despertar nuestra curiosidad, creo yo, en cuanto nos percatamos de que los personajes tienen los mismos nombres propios que los «actores» que los interpretan: Dominique Laffin, Jacques Doillon y su hija Lola, Haydée Politoff. Si añadimos que el marido de la protagonista está encarnado por el propio guionista y realizador, que su hija lo es en la vida real, y que ambos representaban un papel ante la cámara por vez primera, empezaremos a preguntarnos qué relación existe entre el drama que se nos expone en la pantalla y la existencia no ficticia de algunos de los que han intervenido en la película. La sospecha —posteriormente confirmada de que La femme qui pleure está filmada en 16 mm. y ampliada al paso habitual en los circuitos comerciales, justifica que creamos (hasta ser informados de lo contrario, una vez concluida la proyección —un par de años más tarde, en mi caso, o nunca—), asistir a una experiencia extraña entre el documental y el cinéma-vérité, entre el exorcismo y el psicodrama, lo que produce una sensación vagamente inquietante, difusamente molesta, como si estuviésemos contemplando escenas de la vida privada de unas personas desconocidas, violando sin proponérnoslo su intimidad, pero incapaces, al cabo de un cuarto de hora, de sustraernos a la preocupada o concernida curiosidad que nos inspira cuanto vemos y escuchamos, entrevemos o intuimos acerca de sus conflictivas y complejas relaciones.
La presencia de Haydée Politoff, indisociable para cuantos la hayan visto de su personaje en La collectionneuse (La coleccionista, 1966), la nitidez y claridad de sus imágenes, la sensibilidad de su iluminación, la sencillez de la planificación, incluso el tipo de historia que se nos relata (con una estructura cíclica a partir del triángulo) hacen pensar en Eric Rohmer. Sin embargo, esta referencia es engañosa, ya que se trata de un filme mucho menos elaborado que los del autor de Ma nuit chez, Maud, más seco y directo, más simple también.
Una película llamada La mujer que llora. Durante los títulos de crédito, se oyen sollozos femeninos. La primera imagen nos muestra a Dominique llorando. Todo es así de claro y de sencillo, de elemental si se quiere, en este filme —no he visto ningún otro— de Jacques Doillon. Tal desnudez expositiva, unida a varios otros despojamientos —16 mm., sonido directo, iluminación al parecer exclusivamente natural, ausencia de música, un total de seis intérpretes, de los que importan realmente cuatro, dos decorados—, podría suscitar el recuerdo de Robert Bresson. De nuevo, se trataría de una referencia errónea, ya que en La femme qui pleure el montaje apenas cuenta, los encuadres son muy sencillos y normales y todo tiene una carnalidad de las que carecen las películas de Bresson. Sólo se asemeja a alguna de ellas —en particular Une femme douce (1969) —en su carácter opaco, en la resistencia que oponen (pese a su aparente evidencia) a cualquier tentativa de interpretación o resumen: La mujer que llora no se puede contar con palabras más que reduciéndola a un esquema que nada tiene que ver con la experiencia que supone presenciar la película y haría pensar que no tiene el menor interés, cuando precisamente sucede lo contrario.
Resulta así que, pese a su limpidez de imágenes, a la sencillez de su trama, al realismo «espontáneo» de su dirección de actores, a la falta de cualquier tipo de ornamentación, La femme qui pleure se va revelando, a medida que avanza, como una película misteriosa, enigmática, compleja, inaccesible, cerrada en sí misma, apretada como un puño cerrado. Esto se debe, sin duda, a la autenticidad de los personajes y a que Doillon se ha cuidado mucho de caer en la tentación de explicarlos, bien a través de los diálogos, bien por medio de una planificación indicativa. Su neutralidad, el rigor con que se ha mantenido fuera de los personajes para mostrárnoslos tal como son, hace que nos sintamos singularmente desasistidos, librados a nuestra propia capacidad de entendimiento, a nuestra penetración, como sucedería fuera del cine si nos encontrásemos con una mujer desconocida que llora y no es capaz de explicar por qué, no quiere hacerlo o, simplemente, no lo sabe.
Ignoro si La mujer que llora es el feliz resultado de una conjunción de talentos —sobre todo, Dominique Laffin—, o un producto de la casualidad que no volverá a repetirse en la carrera de su director, pero es una de esas películas que, cada dos o tres años, sirven para recordarnos la vitalidad subterránea de una tradición realista del cine francés, que procede directamente de Lumière y que, pasando por Renoir y Grémillon, emerge intermitente en François Truffaut (Le quatre cents coups), Jacques Rozier (Adieu, Philippine), Jean Eustache (Le père Noël a les yeux bleus, La rosier de Pessac, La maman et la putain, Mes petites amoureuses, Une sale histoire), Maurice Pialat (L'enfance nue, Nous ne vieillirons pas ensemble), Eric Rohmer (Ma nuit chez Maud, Le genou de Claire), el Jean-Luc Godard de Sauve qui peut (la vie) y, de vez en cuando, algún otro cineasta que se atreve a prescindir de la retórica literaria y, más o menos demagógica (cualquier Lelouch), superficial (Pascal Thomas) o sincera (el Sautet de Une simple histoire) a la que tan aficionados son sus compatriotas.
En “Casablanca” nº 7-8, julio-agosto 1981
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