Hay películas que, por razones difíciles de explicar, le remueven a uno profundamente; no se suele hablar de ellas, pero se recuerdan siempre con admiración y afecto que pocos comprenden y menos comparten. La soledad en el entusiasmo quita las ganas de seguir el primer impulso: llamar a los amigos y decirles que no se la pierdan. Años después se descubre, con sorpresa reconfortante, que otras personas, tal vez desconocidas, sintieron esa conmoción y piensan también a menudo en aquella película, ignorada entonces y ya totalmente olvidada, lo que establece una complicidad subterránea entre sus partidarios. Así resulta que, donde menos se piensa, surge una pequeña banda de fanáticos de L'important c'est d'aimer (Lo importante es amar), 1974, el alucinante, terrible y emocionante filme de Andrzej Zulawski.
Heart Beat (1979) ha sido para mí —y un par de personas más, que yo sepa— una revelación: inesperada y casi instantáneamente, cuando apenas había arrancado, sentí con asombro y alarma que el filme de Byrum creaba una corriente de excepcional intensidad y me arrastraba; algo parecido me había pasado con el de Zulawski, con New York, New York (1977), de Scorsese; con Im lauf der zeit (En el curso del tiempo), 1976, de Wenders. Aquello iba en serio, era algo serio; electrizante, demente, serenamente tempestuoso, vibrante, impulsivo… El filme avanzaba a paso sólo en apariencia vacilante, en realidad lógica y deliberada, a la vez que instintivamente entrecortado, jadeante, por sacudidas, descargas y temblores convulsionados, con una respiración propia, apresurada, angustiosa: Heart Beat latía de verdad. Aunque Inserts (Insertos), 1975, era un controlado y fascinante ejercicio obsesivo, nada hacía prever que el siguiente filme de John Byrum —tras cuatro años de forzada inactividad— pudiese llegar a tal extremo.
Si —como mantenía Allen Ginsberg— «la poesía es la articulación rítmica de la emoción», Byrum ha resultado ser no ya un dramaturgo, sino un poeta. Y un poeta que sigue las consignas de Jack Kerouac: «No pienses con palabras, es mejor que procures ver la imagen… Esfuérzate en determinar el raudal todavía inédito que hay en tu espíritu… Respira, respira tan fuerte como puedas… Vive tu memoria y asómbrate… Acepta perderlo todo.»
De J. K. sé poco más de lo que explican las contraportadas o las instrucciones de sus obras, lo que revelan o delatan sus novelas y poemas (sobre todo los recopilados en Scattered Poems, «Poemas desparramados», cuya foto de cubierta —tomada por William S. Burroughs en 1957, en Tánger— recuerda a John Heard, que le encarna en el filme); de Neal Cassady —que firmó Pull my Daisy con A. G. y J. K.— lo que On the road («En el camino») refiere de Dean Moriarty y lo que da a entender su autor en un poema sin nombre —hacia 1952— que empieza: «Es tu amigo, déjale soñar», y más abajo exclama: «Oh, Neal; fuera hay hombres, cosas que hacer./Grandes tumbas inmensas de Actividad/en el desierto de África del corazón»; de Carolyn, la esposa que compartió con su amigo J. K., lo que quede de su libro en la película, la amarga sabiduría de sus palabras finales: «Neal pensaba que los compromisos destruían la vida. Jack creía que los compromisos eran la vida, ésa fue su debilidad. Yo pienso que es como ir al dentista: si vas, lo pasas mal; si no vas, lo pasas peor.» Ignoro, pues, hasta qué punto es Byrum fiel a la realidad, a los hechos, a la historia; sospecho que se atiene más bien a la leyenda, a la perspectiva que hoy tenga sobre la Beat Generation —«cascada», «derrotada», «batida», «golpeada», «apaleada», «cansada», pero no «perdida»: ésa fue la de Thomas Wolfe, F. Scott Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, Steinbeck…— y la trayectoria final o más reciente de sus variopintos y más o menos valiosos integrantes: J. K., N. C., A. G., Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, Philip Lamantia, W. S. B. y compañía y —sobre todo— al estilo y al espíritu que traslucen más sus novelas —On the road en especial— y poesías que sus declaraciones, panfletos, manifiestos y proclamas (salvo excepciones).
«Ser beat es estar en el fondo de la propia personalidad, mirando hacia arriba» (John Clellam Holmes), como N. C. (Nick Nolte). «Espiritual, apasionada, sentimental, poética, la Beat Generation es juventud, querella, desilusión de un sueño querido, testimonio de honor y de respeto… Prevé que los jóvenes abandonarán sus hogares para ir a vivir entre extranjeros» (G. Corso), como se ve en el filme; las palabras de Corso acerca de sus compañeros de presidio —«todos los que allí conocí eran orgullosos, tristes y magníficos, y perdidos, perdidos»— son aplicables a los personajes de Byrum, en particular a su Neal Cassady. Pero Heart Beat —título que no significa «Corazón beat» ni «Corazón vencido», sino «Latido de corazón» y viene a recordar que beat quiere decir también golpe, redoble, ritmo, compás, pulsación— parece más atenta a traducir al cine el lenguaje poético de sus personajes que a narrar sus andanzas y desventuras. Según J. K., «poesía y prosa habían caído desde hacía tiempo en las falsas manos de los falsos. Estos nuevos poetas puros están dispuestos a confesar por la misma alegría de la confesión. Son NIÑOS. Son también infantiles homeros de barba gris que cantan en la calle. CANTAN, SE MENEAN (…) tienen la disciplina de señalar las cosas directa, pura, concretamente, sin abstracciones ni explicaciones, wham wham, el verdadero canto del hombre». Para ello, no dudaron —explica Corso— en introducir «elementos de prosodia espontánea, ritmo bop, imágenes reales-suprarreales, rupturas, golpeteos, medidas extáticas… y, sobre todo, alma». ¿Cómo dotar de soul —en su acepción también musical— a un filme? Mediante la libertad expresiva necesaria para saltar de unos lugares y personajes a otros, para puntuar rítmicamente el relato con planos alucinantes, equivalentes a las fases descriptivas que intercala Kerouac («el club nocturno cerró y todos salimos a vagabundear por las calles tambaleantes y polvorientas. Miré hacia el cielo; las puras, maravillosas estrellas, estaban todavía allí, ardiendo»); gracias a una estructura díptica, que da a la narración inestabilidad, tensión, fiebre, nerviosismo, falta de rumbo —«Neal, Jack y yo decidimos tirar el mapa», dice en off Carolyn (Sissy Spacek)— y una conmovedora sensación de paso del tiempo, de desgaste físico —ese terrible plano de Nolte, drogado y envejecido, camino de México en un autobús multicolor de hippies—, de ocasiones perdidas, de rendiciones («Algo había acabado: lo solían llamar inocencia».)
Como Sal Paradise —el «alter ego» de Kerouac— en On the road, Byrum podría decir: «La única gente para mí son los locos, los que están locos por vivir, locos por hablar, locos por ser salvados, deseosos de todo al mismo tiempo, los que nunca bostezan o dicen una cosa trivial, sino arden, arden, arden.» Byrum se pega a sus personajes, nos aboca a una proximidad quizá excesiva, casi agobiante, al tiempo que nos impide identificarnos con ellos y los recluye en el pasado (con el comentario en off de Carolyn, con una foto granulada —a veces parece 16 mm. ampliados— que pone lado a lado luces y sombras en movimiento, con una música que va de The Four Aces a Jimi Hendrix pasando por Shorty Rogers). Pero su recurso fundamental son los actores, admirablemente escogidos y dirigidos, entre los que destaca Nick Nolte —aún mejor que en Who’ll stop the rain/Dog Soldiers (Nieve que quema), 1978, de Karel Reisz—, impresionante como volumen, como peso en movimiento, con una fisicidad y una estilización gestual comparables a las de James Dean en Rebelde sin causa y Gigante; Andy Griffith en A face in the crowd; Peter Breck en Shock Corridor; Steve McQueen en Nevada Smith; Lou Castel en I pugni in tasca, y muy pocos más (en los 70 sólo Harvey Keitel y Robert De Niro, en Malas calles; este actor —una mezcla de Don Murray, Dan Duryea y Dean, pero más fuerte y sobrio, a lo Sterling Hayden— sabe colgarse de un columpio, apoyarse en una pared o un mostrador, sentarse e irse incorporando como un bloque o apurar un cigarrillo como Dean Moriarty —«fumando colillas recogidas de los ceniceros a la luz gris de un día triste»—, con una autenticidad asombrosa y reírse con esa «risa enorme, una risa tan dura que haga daño» en la que Henry Miller depositó sus esperanzas de hallar el buen camino.
En “Casablanca” nº4, abril-1981
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