lunes, 29 de mayo de 2023

Despedida a Sam Peckinpah

No sé si habrá sido así

pero quiero

imaginar tu entierro

como en un western de John Ford o alguno de los tuyos:

a contraluz

siluetas oscuras recortándose sobre el horizonte

un atardecer

en la cima de un promontorio

on top of Peckinpah Mountain

tu tierra natal

ahora lecho tumbal

de Madera County (California)


No sé si habrán cantado para ti otra vez

por última vez

Las Golondrinas (Adiós, adiós)

ni si te habrán despedido como hubieras querido

(tú tan dado siempre a los adioses hasta luegos hasta siempres)

pero así lo espero y lo deseo


Los que en todo caso no estuvimos allí

ni supimos a tiempo de tu muerte

sino a toro pasado a toro muerto

– como siempre, demasiado tarde –

queremos a distancia despedirte

despedirnos de ti

decirte poco a poco

adiós

con un vaso de ron Bermúdez

a falta de tequila y whiskey de Kentucky

escuchando la música de Grupo Salvaje

cantando para ti (aunque sea mal) Las Golondrinas

oyendo una vez más la melodía que escribió Bob Dylan

para tu Billy

o la amistosa queja de John Stewart en Durango

y brindando por Pat Garrett y Billy the Kid

Pike Bishop y Deke Thornton

Ben Tyreen y Amos Dundee

Gil Westrum y Steve Judd

y también ¿cómo no? el explorador Sam Potts y el viejo Sykes

Lyle y Tector Gorch o Arthur y O. W. Hadley – confederados –

Cable Hogue y Hildy, Bennie y Elita, Ace y Elvira y Junior Bonner

Doc y Carol McCoy, el reverendo Joshua Duncan Sloane

y el solitario mayor Scott, Buck Roan, Alamosa Bill, el sheriff Baker

y su presentida viuda, Paco, Pete Maxwell, Rolf Steiner y el sargento

Gómez, Teresa María Santiago, y otra Teresa, y otra más

y Elsa Knudsen, y otra Elsa distinta, y Aurora, María, Malinche, Amy

la enfermera, el juez Tolliver, los rapaces hermanos Hammond, Tim Ryan y

Aesop, Sierra Charriba, Riago, Linda, Mapache, Jimmy Lee Benteen

y tantos otros – “buenos” o “malos” – que nunca olvidaremos


Te recuerdo hace quince años casi

en el puerto de San Sebastián, comiendo sardinas con whiskey

y hablando de tu gente.

O precipitando el destino de Billy el Niño susurrando unas palabras

a Pat Garrett: “Termina de una vez”. Era de noche.


Te hiciste viejo

sin dejar de ser niño

y quizá por eso ofendió tu inocencia

tu violencia de niño

tu falta de pretextos


Ahora estás – supongo que insolente – Knock-

Knockin’ on Heaven’s Door

allí te esperan ya

muchos amigos:

Strother Martin, Warren Oates, Ben Johnson, R. G. Armstrong

John Davis Chandler (si no reapareció), Slim Pickens, Chill Wills

Paul Fix, Paco Reyguerra, William Holden, Robert Ryan, Edmond O’Brien

Steve McQueen, Al Lettieri, Joel McCrea, Robert Webber, Gig Young,

Helmut Dantine, James Mason…

qué se yo cuánto más…

No estarás solo, no…

parece como si a tu paso la muerte acelerase su trabajo

así que pronto

seguramente se reunirán contigo

los más inverosímiles supervivientes, como El Indio Fernández:

estás bien acompañado

y es seguro que todos acabaremos antes o después por esos pagos


Tú que quisiste seguir sin éxito el consejo

de otro asesinado por la vida – Nicholas Ray – y buscaste tu refugio

sin cesar

en la Frontera

y luego al Sur

y más y más al Sur del Río Grande

y luego en cualquier tiempo y cualquier parte, más cerca y más lejos

y no pudiste encontrar

ni la Frontera (borrada, perdida, traicionada u olvidada)

ni el refugio deseado

ni en México ni en las mujeres

ni en el alcohol ni en el cine

cabalgas ahora con el corazón parado

sin saberlo

completamente solo

hacia el refugio final


Ya nadie marcará tus pasos

criticará tus muertes y tu obra

mutilará tus imágenes

cortará el hilo de tu relato

apuntará a tu cabeza

ni tratará de confinarte en la reserva que según él corresponde

al indio que a medias siempre fuiste


Avanza con tu grupo, contigo tu wild bunch y tus fantasmas.

Ya no nos preguntaremos más

A dónde irá

veloz y fatigada

la golondrina que de aquí se va…

Esta vez sí lo encontrarás


Dicen que a todo llegaste demasiado tarde

– cuando el cine americano y el western tocaban al ocaso –

pero ahora te has adelantado

has llegado antes de tiempo

a la Región Dormida

quizá porque te hartaste de esperar en vano

de tanta mezquindad y corrupción

de tanto obstáculo

y preferiste dar el grito de marcha definitivo

el Let’s go! final


So goodbye, Sam, goodbye, we’ll drink to you someday.


Poema inédito (6 de enero de 1985)

The Roots of Heaven (John Huston, 1958)

Selvático y extremadamente romántico —hasta en su cinismo de viejo lobo de mar—, The Roots of Heaven es un film maldito y olvidado no ya por su postura vital (conocida de sobra por los que apreciamos el cine de Huston), sino porque nos muestra a su director desnudo, sin la protección y el prestigio que guiones más perfectos y mejores condiciones de producción le han otorgado con frecuencia. Es decir, que Las raíces del cielo nos presenta a Huston como el ilustrador que de hecho es siempre, hasta cuando —como suele ocurrir— se ilustra a sí mismo. Porque si Huston tiene un mundo propio y coherente, y una personalidad no sólo bien definida sino simpática, que incita a la complicidad, no es por ello un autor cinematográfico, sino un autor literario que se expresa a través de actores, decorados, imágenes y sonidos (es decir, del cine), pero sin un estilo personal y consistente. En Huston la imagen no hace surgir la idea —Hitchcock, Buñuel— ni la acompaña —Godard, Rossellini, Hawks—, sino que la ilustra, la comenta, la «pone en escena»: las películas de Huston corren tras sus guiones, y en esta carrera, no siempre victoriosa, está su interés y su fuerza, y también su limitación, ya que el resultado final depende en exceso de la calidad del punto de partida, puesto que determina el punto de llegada (por eso sus mejores films son The Misfits, Key Largo, Moby Dick, The Asphalt Jungle, The African Queen, The Unforgiven, Freud-The Secret Passion, The Night of the Iguana, Sinful Davey, The Treasure of the Sierra Madre).

Las raíces del cielo son los viejos elefantes, a punto de extinguirse a manos de caprichosos cazadores y que Morel (Trevor Howard) intenta preservar. Reaparecen así viejos y queridos temas hustonianos: el exterminio de animales (de Moby Dick a The Misfits), el grupo exiliado lejos de su patria, el retorno a la naturaleza, la lucha desesperada por un ideal, la soledad y la aventura, pese a que Romain Gary poetice en exceso la quijotiana gesta del cazador cansado y sus compañeros de empresa (entre los que destacan un Errol Flynn alcoholizado y agonizante de tristeza y una Juliette Gréco no por previsible menos eficaz). Hay muchos errores y limitaciones, insuficiencias y tropiezos en esta película, pero consigue ser, a pesar de todo, un árbol bastante enderezado en el bosque hustoniano, que nos dice mejor que otros más elevados lo que Huston oculta tras su ironía. No es por eso extraño que sean los «hustonistas» (Benayoun, por ejemplo) los más severos para con esta endeble película, frágil pero hermosa, que nos muestra a Huston en lucha con la adversidad y superándola a veces, y no manteniéndose bajo la línea de flotación de una genial novela de Dashiell Hammett (The Maltese Falcon). Con esto quiero decir que, si bien The Maltese Falcon es mejor y más perfecta, The Roots of Heaven representa una mayor victoria.

Publicado en Nuestro cine nº 100/101 (agosto-septiembre de 1970)

Heaven’s Gate (Michael Cimino, 1980)

Alarmadas por el poder que estaban acumulando unos cuantos directores jóvenes, las grandes productoras parecen estar subvencionando una feroz y astuta campaña de prensa contra los nuevos «bárbaros» que asedian la vieja ciudadela, resquebrajada ya, de la industria del cine. Y Michael Cimino, inesperado triunfador de 1978, fue elegido como cabeza de turco, sin duda teniendo muy en cuenta que la prensa europea pretendidamente «de izquierdas» no supo o no quiso entender The Deer Hunter (El cazador), por lo que no iba a mostrarse tan ardientemente defensora de la libertad de expresión y la integridad artística como si la víctima de la conspiración hubiese sido otra (el propio Coppola, por ejemplo).

Ni como espectador ni como crítico me importa gran cosa lo que hayan podido costar las películas, me gusten o no. Es un dato «culinario» que normalmente ignoro, lo mismo que la casi totalidad del público; puede ser de interés para otros productores o para el fisco, pero ni me apabulla lo mucho invertido ni me predispone en contra el presunto derroche. La carencia de medios puede explicar ciertas insuficiencias, y su exceso algunas asfixiantes precauciones, pero el presupuesto no justifica por sí solo el éxito o el fracaso de una película. Cuando se hace pública la cifra total suele ser por algo, y no es muy reveladora si no se ofrece un desglose: hay filmes que cuestan lo mismo, pero dedican cantidades muy diferentes a lanzamiento publicitario y tiraje de copias, por lo que puede parecer que uno ha gastado el doble que otro. Tampoco acepto el argumento sofista de que con tanto dinero se podían haber rodado diez películas más baratas, ya que alguien estuvo dispuesto a financiar ese carísimo proyecto y no demostró, en cambio, el menor interés por esos hipotéticos guiones poco costosos y hoy nadie produce tantas películas al tiempo.

Como la necesidad de este preámbulo demuestra —una holandesa que no se dedica al filme, sino a sus productores y traficantes—, se trata de oscurecer el hecho de que La puerta del cielo es una película condenada por sus propios promotores al fracaso, sobre todo económico —que es el que entienden—, pero también artístico, y no en grado de tentativa —no les gusta producir obras malditas—, sino consumado: las manipulaciones y amputaciones de que ha sido objeto son sólo parte de un sabotaje que se extiende al momento y los locales en que se estrena, escogidos para que pase con más pena que gloria y para evitar que el público la juzgue por sí mismo. Que la película sobreviva a  tales pruebas demuestra su fuerza y vitalidad, la pasmosa energía y pasión que Cimino ha puesto en la empresa: habría que ver qué quedaba de otra a la que se le privase de un porcentaje equivalente de su metraje y comparar entonces, imaginar lo que debía ser Heaven’s Gate en el primer montaje de Cimino —unas cinco horas— e, incluso, en el segundo, hecho por él mismo, de unas tres y media.

Nunca he leído ataques tan feroces y sospechosamente unánimes como los lanzados por la crítica americana contra esta película; la europea, más tibia, no ha pecado de generosidad tampoco, y no han faltado ejemplos de ensañamiento inéditos en sus cautos firmantes. Yo puedo comprender que la tercera película de Cimino decepcione, desconcierte o deje frío, que no se entienda del todo —sobre todo en versión española, con nuevos cortes y un final amañado—, pero no que pueda resultar tan ofensiva o irritante. Cierto que no quedan más que ruinas, pero son los vestigios de una gran película; a estas alturas, otras mutilaciones —pienso en Mayor Dundee, por ejemplo— y las brutales elipsis de la Nouvelle Vague debieran habernos enseñado a suplir con la imaginación lo que saltos deliberados o involuntarios omiten del relato, no explican de los personajes o no muestran en detalle. Creo que, más allá de toda defensa genérica de los creadores frente a los usureros y sus secuaces, hay que tomar partido y definirse a favor o en contra de La puerta del cielo: yo estoy claramente del lado de un cineasta que —caso insólito en estos tiempos— se atreve a correr riesgos, y no pienso en los económicos ni en lo que puede suponer para el futuro de su carrera el fracaso inapelable y garantizado de una película que se hace pasar por la más cara jamás filmada (lo cual, encima, es falso, si se tiene en cuenta el valor real del dólar).

De origen italiano y tan fascinado por América como por los descendientes de inmigrantes rusos que conoció en su adolescencia, Cimino ha optado por la desmesura. Su lirismo casi operístico sugiere la idea de un Visconti asilvestrado, primitivo y salvaje, lleno de furia y ajeno a los salones elegantes; su afán de pintar grandes frescos sociales fechados en momentos críticos de la historia de su país enlaza, en cambio, con una tradición rusa que va de Tolstoi o Turgeniev a Gorki, en literatura, y de Dovjenko o Pudovkín a Mikhalkov-Konchalovski, en cine. El resultado final hace pensar, sin que pueda hablarse de plagio o copia, en D. W. Griffith, King Vidor y John Ford, y representa un resurgimiento de la épica allí donde Peckinpah la situó hace diez o doce años: en la encrucijada del empuje y la huida, del espíritu de conquista y el desmoronamiento, de la leyenda y la desnuda verdad de los hechos, de la expansividad y el repliegue, del nacimiento de una nación y su expolio, desintegración o decadencia. Cimino parece volcarse en el análisis intuitivo y emocional del ocaso de los días inaugurales, del estancamiento de los impulsos creadores, de las grandes derrotas silenciadas, privadas de sentido o disfrazadas de victorias o, cuando menos, de retiradas tácticas. Tan vastos y complejos son los sucesos que apasionan a Cimino, que le es preciso abordarlos por extensión, mediante la resonancia mítica o la validez general que aspira a dar a incidentes sin importancia, particulares, locales, privados, que parecen no afectar sino a contados individuos, a un pueblo o un condado perdido en el olvido. Este proceso por el que lo aparentemente insignificante se torna significativo no es dramático ni narrativo ni discursivo, sino predominantemente plástico, cinematográfico hasta en su forma de plantear o explicar los conflictos ideológicos, económicos o morales que actúan como motor de sus películas. Semejante enfoque es muy arriesgado, y no siempre puede uno absolver a Cimino de algunas de las acusaciones que se le dirigen: estoy dispuesto a admitir que La puerta del cielo sea confusa, desordenada e incluso, en ocasiones, caótica…, aunque no sabría decir hasta qué punto puede hacerse responsable de ello a Cimino y no a los que más se lo reprochan. Por otra parte, pienso que el posible desconcierto que pueda causar no es nada comparado con el asombro que debiera suscitar un cineasta tan vigoroso, tan torrencialmente caudaloso, tan exuberantemente creador. En tiempo de chorritos que caen de grifos plateados no viene mal alguna fuente que mane a borbotones. No sólo cada imagen de La puerta del cielo es memorable, de las que dejan huella, sino que —siempre que los cortes ajenos no lo impiden— su sucesión es elocuente y tiene un sentido aplastante; de hecho, tal vez sea ésta la causa profunda de la saña con que se ha recibido en América: lejos de ser confuso, vago u oscuro, su significado emerge con excesiva claridad, creo yo, para aquellos a los que disgusta o pone en evidencia —por los improperios que dedicaron a The Deer Hunter— que se plantee un western en términos de «lucha de clases» tan explícitamente que el autor no necesita proclamarlo a través de los diálogos ni en ruedas de prensa.

Por lo demás, las bruscas transiciones de una escena a otra que caracterizan La puerta del cielo son a menudo un acierto, tanto si se deben a la indeseada «colaboración» de United Artists o distribuidoras sin escrúpulos como si son obra de Cimino, cosa que no parece aventurada si se recuerda que lo mismo sucedía en El cazador. Si una de las diferencias esenciales entre los cineastas estriba en los momentos de una escena o una historia que seleccionan, hay que reconocer que Cimino es uno de los creadores más originales que ha dado el cine americano en los últimos años, pues tiende a prestar una atención desusada —pero no ociosa— a secuencias en las que apenas avanza el relato, mientras se contenta con esbozar —en un plano fulminante, por su fuerza y su brevedad— situaciones que otros explorarían a fondo. No creo, como se ha dicho, que se recree morosamente en las escenas de celebración colectiva (bailes, ceremonias), ni que las estire innecesariamente; a mi entender, trata de fijar en toda su intensidad, empuje o entusiasmo los momentos culminantes, pero finales, de una ilusión, una esperanza o una empresa que los personajes creyeron definitivas, duraderas o cargadas de promesas, y lo hace precisamente para que la impresión de tales episodios en nuestra memoria sea casi tan viva como la que dejan en los protagonistas: para que, a través de la emoción, podamos valorar la pérdida, la decadencia, el deterioro o la muerte de una amistad, un amor, una forma de vida o una aspiración compartida. Cuando Cimino hace lo contrario es porque huye como de la peste de los discursos, las explicaciones y los sermones, y confía —tal vez demasiado— en el poder de evocación y sugerencia de las imágenes que con tanta garra como cuidado ha compuesto con un operador siempre en sintonía.

Yo no pienso que La puerta del cielo se reduzca, ni siquiera en su maltrecho estado actual, a un magma incoherente, heteróclito e informe del que destacan o se salvan tres o cuatro —a elegir entre muchos más— «morceaux de bravure» espectaculares pero desproporcionados, aunque concedo sin reservas que no es el equilibrio ponderado lo que Cimino busca, tal vez más por instinto y por llevar la contraria que por consideraciones teóricas; no el punto medio, sino el «corrimiento de tierras», la oscilación dramática o el cataclismo, y trata de ahorrar tiempo de exposición porque los minutos que escatime a lo que el espectador medio comprende con una leve insinuación podrá dedicárselos a las secuencias que constituyen la clave y la razón de ser de la película.

Publicado en el nº 11 de Casablanca (noviembre de 1981)

The Unforgiven (John Huston, 1959)

The Unforgiven significa realmente “Los no perdonados”, y se refiere a la mestiza Rachel (Audrey Hepburn) y, por extensión, a los blancos que fueron raptados por los indios y a sus descendientes (tema tratado por Ford en Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos). Aunque Huston se proponía respetar las normas clásicas del género, su personalidad se ha impuesto sobre las convenciones, y se ha instalado cómodamente en los dilatados márgenes del western: The Unforgiven es un western insólito, poblado por extraños personajes al borde de la locura, como la errante silueta vengativa que es Abe Kelsey (Joseph Wiseman) o la nostálgica Mathilda Zachary (Lillian Gish), que interpreta Mozart al piano en medio del desierto y parece escapada de Duelo al sol (King Vidor) o The Night of the Hunter (Charles Laughton), films igualmente descabellados y delirantes. Como ellos, The Unforgiven convoca en sus exaltadas imágenes turbias pasiones y desquiciados moradores, que ocultan secretos del pasado bajo la apariencia idílica de sus vidas. Lo ya acaecido gravita constantemente sobre los personajes, e impone su presencia obsesiva sobre el presente, cargado por tanto de tensiones que sólo paulatinamente serán dilucidadas. Irrumpen entonces en nuestra memoria otros tres westerns, igualmente borrascosos y enigmáticos: Pursued, de Walsh; El último atardecer, de Aldrich, y Estrella de fuego, de Siegel. Con este pentágono de referencias nos hallaremos en condiciones de recorrer el tortuoso camino narrativo emprendido en este film por Huston, y así veremos que Kelsey monta guardia en el horizonte como un fantasma del capitán Ahab cuya ballena blanca fuera Rachel, típico personaje desarraigado. Rachel se encuentra entre las dos razas a las que pertenece: los indios kiowa quieren recuperarla por la fuerza, Kelsey quiere asesinarla y por ello Ben (Burt Lancaster), a quien Rachel cree su hermano, le mata; los colonos la discriminan, sus «hermanos» se pelean entre sí y finalmente se aíslan para defenderla. Tras el combate con los kiowas, Rachel y Ben se abrazan entre las ruinas de su rancho, cubierto de cadáveres y libre de misterios. No son, pues, los lazos de la sangre los que importan (que Ben no sea hermano de Rachel es un dato en este sentido), sino aquellos libremente elegidos por cada uno. Que Rachel no vuelva con los indios no significa que prefiera ser blanca (pues acepta su parte kiowa —se pinta la cara y está dispuesta a entregarse—, y los blancos la repudian), sino que ama a Ben y se queda a su lado.

Publicado en Nuestro cine nº 100/101 (agosto-septiembre de 1970)

Todavía Godard

La obsesión conmemorativa imperante en los últimos tiempos -paralela a un menor ímpetu creativo- habrá hecho que quienes desconozcan buena parte de la dilatada carrera de Jean-Luc Godard hoy lo tengan alojado en un remoto pasado histórico, sepultado por los más de 40 años transcurridos desde que fuera calificada de Nueva Ola la más famosa promoción del cine francés. Y ahí se habrá quedado para muchos, sin duda, ya que hace lustros que sus noticias no llegan por aquí, sino que los curiosos han de salir a buscarlas.

Sin embargo, Godard, aunque ha cumplido 73 años el pasado diciembre, sigue vivo y coleando. No ha permanecido quieto ni se ha convertido en una estatua de sal, y eso que ha osado mirar hacia atrás (aunque, eso sí, desde el presente y con la mirada puesta en el futuro: véanse sus Histoire(s) du Cinéma).

Como el grueso del cine, entre tanto, parece haberse estancado en la retaguardia o el conformismo, cuando no ha retrocedido, y se limita a repetir a ciegas, sin saberlo y en forma degradada, pasos ya dados, a fatigar caminos bien señalizados y mil veces recorridos en una y otra dirección, no hubiera necesitado Godard el menor esfuerzo para seguir en posiciones de vanguardia, pese a que con seguridad hace mucho que ni aspira a ello, si es que alguna vez sintió esa tentación - yo diría que ambiciona objetivos más simples y esenciales, y por eso más difíciles de conseguir-, pero como el buen hombre, tozudo y curioso como irremediablemente es, continúa afanándose en la busca, siempre en la brecha, y en esa nada rentable empresa son cada vez menos y más intermitentes en sus expediciones los que le siguen o le acompañan un rato en su camino hacia lo desconocido, la verdad es que Godard lleva más de cuatro décadas convertido en involuntario y tal vez resignado mascarón de proa, reducido ya al casi anonimato, con una repercusión social y hasta cultural muy menguadas (prueba de que la sociedad y la cultura se han empantanado hasta en Francia).

Nada sabe realmente del presente paradero de Godard quien lo reduce a su primer largo, À bout de souffle (1959), sobre el que pesa la carga del prestigio histórico. Ni el que sigue aferrado a la plenitud serena y amplia de Le Mépris (1963) o llega, como mucho, hasta la exaltación fragmentada de Pierrot le fou (1965). Ni el que dejó a Godard en la cuneta en el duro sendero que conduce de Le Gai Savoir One Plus One (1968) a Ici Et Ailleurs Numéro Deux (1975). Ni el que tras 2 ou 3 choses que je sais d’elle (1966), Sauve qui peut (la vie) (1979) o Nouvelle Vague (1990) -cuanto antes peor- no quiso saber más de él puede tener ya una idea clara, una imagen mínimamente nítida y completa de lo que dice cuando habla acerca de Godard. Los que se desentendieron en ruta no llegarán al final del arco iris, pues Godard prosigue su persecución, mirando la cambiante realidad  que le rodea y haciéndose preguntas pertinentes -que debieran ser acuciantes- sobre el cine, su naturaleza y su función, cambiando de medios y soportes, saltando de un formato a otro, haciendo incursiones lo mismo en el cortometraje en vídeo que en la serie televisiva, liberado del peso de su propia reputación y apartado del mundanal ruido, siempre fiel a sí mismo, a sus principios, a su ética de explorador y a su exigente idea del cine, de lo que pudo ser y prometía… Si el cine sobrevive, entre paréntesis y en permanente mutación, reservando sus fuerzas para poder desplegarlas en tiempos mejores, por si llegaran, por si volvieran, es gracias, muy principalmente, a Godard. Él mantiene vivo el fuego y con él ilumina a quien aún quiera ver más y mejor de lo que los ojos permiten, más allá y a través de las más tupidas y abrumadoramente engañosas apariencias sensibles, dentro de la gente y a su alrededor, en ese terreno invisible en el que tejen y destejen sus relaciones con los demás y con el mundo, con la sociedad y la naturaleza, con la historia y las ideas, con la imaginación y el recuerdo, con el deseo y la autoexigencia ética.

Queda aún un foco de resistencia, de vigilia alerta, oteando un horizonte que apenas se vislumbra en los nebulosos últimos años, llenos de ruido e interferencias, que pide una y otra vez compañía y complicidad en la pesquisa, un poco desanimado a veces por la soledad, pero aun así atento a cada una de las herramientas a su alcance, sin desdeñar nunca los nuevos medios técnicos y sin tomarlos por una panacea ni confundir los meros instrumentos con un fin, en singular combate cuerpo a cuerpo con cada uno de los recursos que ha ido acumulando y absorbiendo esta forma de inmersión en lo real que sigue pudiendo ser -pero parece no querer ya- el cine.

Podría decirse, sin hipérbole ni partidismo, que ningún otro cineasta ha puesto a prueba como Godard la capacidad iluminadora y expresiva del color, el sonido, la música, la luz, el paisaje, el espacio, el tiempo y sus ritmos, el plano y sus fronteras, los fenómenos meteorológicos, el rostro humano (sobre todo el femenino, pero no sólo). Ha exprimido en cuarenta y cinco años todas las posibilidades del montaje, y ha ideado nuevas maneras de concebirlo, que ha ensayado en el acto. Ha ido, cada vez más, sustituyendo la idea de “obra” por la de trabajo, la de “perfección” por la de experiencia, la de “creación personal” por la de colaboración, la de “realismo” por la de veracidad, la de “expresión íntima” por la de descubrimiento compartido, sin dejarse atrapar ni por el señuelo de la gloria ni por las seducciones del prestigio o el magisterio, afanoso menos de enseñar que de seguir aprendiendo, buscando sin cesar nuevas maneras de captar la vida en una imagen sonora en movimiento y de asociar entre sí, libre y significativamente, sin someterse a las riendas narrativas tradicionales, esos fragmentos de realidad cristalizada en su esencia, para que de su sucesión o choque brote una visión nueva, más profunda, de lo vivido.

Por eso sigue siendo hoy Godard un modelo de exigencia, al menos para aquel que no quiera seguir a oscuras la senda de la rutina, para quien crea aún posible -y no sólo conveniente- tratar de enderezar el rumbo y recobrar el cine, que lleva demasiado tiempo en manos mercenarias. Esa fe es, sin duda, lo que ha impulsado a Godard a dedicar más de diez años de su vida a la edificación de una obra abierta e inagotable, que puede recorrerse en múltiples sentidos y desde perspectivas diferentes, de la que no hay precedente alguno, y que se llama, precisamente para dar cuenta de esas posibles alternativas, no Historia sino Historia(s) del Cine, un faro puesto a disposición de todos los que osen tratar de reencontrar la senda perdida, a la vez una especie de oratorio lírico en responso del cine del pasado- y un “memento mori” de quienes lo hicieron - y una llamada a la acción de los que crean aún posible impulsar de nuevo el desarrollo frenado o desviado desde hace años y devolverle al cine todos sus poderes.

Prólogo al libro Jean-Luc cinéma Godard de Paulino Viota. Fundación Marcelino Botín, 2004.

Jean Eustache ha cerrado los ojos

La prematura muerte —tenía cuarenta y tres años— de Jean Eustache, arrebata al cine francés una de sus más firmes promesas de vitalidad y renovación.

Con muy pocas películas, Eustache se había convertido en una de las secretas «cabezas buscadoras» del cine de su país, de las que apenas —o muy de tarde en tarde— se habla, pero que van abriendo caminos o desbrozando de convenciones acumuladas los olvidados senderos de la tradición. Demasiado urbano para ser descubridor o explorador, fue un buen detective y un gran deshollinador; por eso le acusaron de suciedad la única vez que fue noticia, y no —como de costumbre— sólo confidencia, contraseña entre afines, secreto bien guardado —casi atesorado— por los que lo conocían; el propio cineasta descartó la exhibición de algunos de sus films. Como Maurice Pialat —que tiene ya cincuenta y seis años y sólo ha dirigido cinco largometrajes—, Eustache ha hecho una obra original e importante, pero sin pretensiones, siempre al margen: demasiado largas (casi cuatro horas dura, irremediablemente, La maman et la putain) o cortas (Le Père Noël a les yeux bleus), de apariencia banal (La Rosière de Pessac) o perversa (Une sale histoire), pero sin complacencia, sus películas eran cosa suya, saltos al vacío, sin contar con el público ni para volverle la espalda o molestarle. Sólo una vez —por falsas, si no malas razones; por un equívoco del que fue víctima entre sus amigos— alcanzó cierto renombre, cuando se exhibió su film más audaz, conmovedor, agobiante y terrible, para ser olvidado al año siguiente, cuando estrenó otra obra maestra, Mes petites amoureuses, aún más discreta y recóndita; tan austera y apartada del sentimentalismo como la primera de Pialat, L'enfance nue, de la que podría considerarse una especie de continuación libre.

Pero —y esto es lo terrible— estoy hablando de películas que la mayor parte de los lectores conocerán, si acaso, de oídas (o de leídas), pues ninguna de las pocas que hizo ha llegado a estrenarse en España, aunque varias se proyectasen en la Filmoteca. Mientras Truffaut, Chabrol o Rohmer —con excepciones y en desorden— acaban por iluminar nuestras pantallas, gente como Rivette, Pialat o Vecchiali son casi desconocidos, y Eustache permanece inédito. Tal vez ahora —demasiado tarde para la esperanza, aunque más vale tarde que nunca— el prestigio que da la muerte a cambio de la vida y el futuro anime a algún distribuidor —aunque lo dudo— a correr el riesgo que supone poner al alcance del público obras tan desesperadas, tan humorísticas, tan duras y sobrias, tan poco llamativamente personales.

Truffaut dijo una vez —cuando se llevaba bien con Godard— que el Michel Poiccard de À bout de souffle era el hijo engendrado por Jean Dasté y Dita Parlo en L'Atalante. La maman et la putain puede considerarse legítima heredera, si no consecuencia directa, del Godard que vibró de À bout de souffle a Masculin féminin, pasando por Le méprisBande à part Pierrot le fou, pero la obra de Eustache en su conjunto, como todo el nuevo cine francés que realmente cuenta, parte de la confluencia de dos grandes cineastas del pasado, el Renoir de La Bête humaineBoudu sauvé des eaux y Toni, y el Vigo de L'Atalante y Zéro de conduite, para llegar a encrucijadas nuevas y diversas. Ya nunca sabremos a dónde conducía la trayectoria de Jean Eustache, aunque nos quedan, eso sí, las etapas quemadas: Les mauvaises fréquentations (1963), Le Père Noël a les yeux bleus (1966), La Rosière de Pessac (1968), Le cochon (1970), Numéro zéro (1971), La maman et la putain (1973), Mes petites amoureuses (1974), Une sale histoire (1977), la segunda Rosière (1979), Le jardin des délices de Jérôme Bosch y Les photos d'Alix (1980). Las cinco que he tenido ocasión de ver, todas muy diferentes entre sí, son películas sorprendentes, conmovedoras e impresionantes, que apuntan o llevan al límite las múltiples posibilidades del cine, sin descartar ninguna.

Lo último que se supo de Eustache, antes de la noticia de su muerte en noviembre, fue la publicación (en el núm. 323-324 de Cahiers du Cinéma, mayo de 1981) de un texto terrible, en primera persona, acerca de la soledad, la enfermedad y la muerte, que parece extraído de un diario, aunque se presentaba como «fragmentos de un guión abandonado» y bajo el titulo ambiguo de Peine perdue. Esperemos que la obra de Eustache no quede, dentro de unos años, como un ejemplo de «esfuerzo perdido», porque sería una «pena inútil».

Publicado en el nº 12 de Casablanca (diciembre de 1981)

Aleksandr Nevski (Serguéi M. Eisenstein, 1938)

El primer film sonoro que Eisenstein logró acabar está realizado inmediatamente antes de la segunda guerra mundial, cuando sin duda ya se intuía un enfrentamiento entre la U.R.S.S. y la Alemania nazi. De ahí, en parte, el carácter desaforadamente nacionalista y anti-germánico del film, lo que, unido al culto de la personalidad de Stalin, configura y determina decisivamente el estilo de la película. Si Stachka, Bronenosets Potemkín, Oktiábr y Siaroie i novoíe (ex-Generalnaia linnia) obedecían a un planteamiento silenciosamente coral, y sus héroes eran grupos colectivos o individuos que simbolizaban un cierto sector más amplio, Aleksandr Newski aparece, en cambio, como un canto a la figura del líder, del jefe, aunque sus mejores escenas son precisamente aquellas que enfrentan grandes masas, alcanzando ahora una verdadera dimensión coral, gracias al contrapunto imagen-sonido y a la partitura de Prokofiev. Todo esto da lugar a una película enormemente contradictoria y discutible: formalmente revolucionaria e innovadora (aunque inmadura: estamos muy por debajo de Octubre); utilizando el sonido con una complejidad pocas veces alcanzada por entonces; con un nuevo concepto del montaje, que supera ya el «de atracciones» y da mayor importancia al montaje dentro del plano, es decir, que la composición predomina sobre la yuxtaposición, reemplazada ésta por la dialéctica sonido-imagen (trayectoria ya apuntada en la inconclusa Que viva México), la película se resiente de una limitación de perspectiva muy considerable, que se traduce en un maniqueísmo que llega a irritar y que, en la oposición eslavos-teutones, llega incluso al racismo. Esto resulta patente en la elección de los actores, en los cascos (guarnecidos de arbitrarias y simbólicas garras de pájaro los teutones, que suelen llevar tapado el rostro; sencillos y con el rostro visible los rusos), en la forma elegante (rusos) o pesada (teutones) de caer al suelo durante la batalla, en los ángulos desde los que se encuadran los avances de unos y otros (contrapicados que hacen de los teutones una maquinaria amenazadora) en la música empleada respectivamente con unos y con otros en sendas ocasiones (cuando los teutones son derrotados y perseguidos la música es burlona, cuando los que llevan la de perder son rusos la música se hace trágica y plañidera). Para colmo, la figura de Newski es mitificada y hasta sacralizada (aparece de forma muy clara el carácter ritual y litúrgico que se apunta en todo Eisenstein a partir del Potemkín, pese a que en la época de Octubre sus poses napoleónico-afeminadas serían ridiculizadas y caricaturizadas (véanse Kerensky, Kornilov, los miembros del Gobierno Provisional).

En conjunto, resulta que Aleksandr Newski es un film grandioso y magnífico, pero casi detestable, ya que Eisenstein se vio obligado a utilizar su talento y su rigor en una misión tan poco encomiable como glorificar la figura de un príncipe presuntuoso y dictatorial, que se mostraba condescendiente con su pueblo, presentado funcionalmente como una masa desordenada, inútil, sumisa e inconsciente.

Publicado en Nuestro cine nº 100/101 (agosto-septiembre de 1970)

viernes, 26 de mayo de 2023

Hannah and Her Sisters (Woody Allen, 1986)

¡Qué grande es el cine! (26/04/1999)

José Luis Garci moderan el debate en torno a la película ‘Hannah y sus hermanas’ de Woody Allen (1986). En compañía de Juan Miguel Lamet, Antonio Martínez Sarrión y Miguel Marías.


Hannah and Her Sisters es la película que prefiero de cuantas ha dirigido Woody Allen o puede considerársele "autor" - es decir, Play It Again, Sam, realizada por Herbert Ross, por ejemplo; no, en cambio, La tapadera de Martin Ritt -, seguida de Everyone Says I Love You (1996), Manhattan (1979) Annie Hall (1977).

Debo advertir que, aunque la mayoría de sus películas - sobre todo a partir de 1977 Annie Hall - me gustan mucho, no todas me entusiasman e incluso hay algunas que encuentro totalmente detestables y soporíferas, incluso feas e irritantes, como Stardust Memories (1980) Deconstructing Harry (1997), curiosamente - sospecho - obras de desconcierto y transición dubitativa, ya que se producen, respectivamente, tras la ruptura con Diane Keaton y tras el escándalo montado por Mia Farrow a raíz de su divorcio.

No soy, por tanto, uno de sus "fans" incondicionales. Ni como autor ni como persona, ni como personaje público ni como portaestandarte cultural, ni como ingenio oficial ni como actor, ni como director ni como clarinetista de jazz tradicional me parece infaliblemente admirable. No espero con impaciente avidez su próxima entrega en cuanto he logrado ver la última. No leo sus libros ni me deleitan sus guiones, sketches, artículos o entrevistas (no recuerdo una profunda y seria sobre su trabajo como director, aunque reconozco que puede existir y habérseme escapado).

Su indudable talento y que comparta con él ciertas aficiones o entusiasmos - desde el jazz a la ciudad de Nueva York - no me llevan a cegarme ante sus defectos, que los tiene, y de considerable tamaño y prominencia, ya que los exhibe sin pudor alguno como si fueran virtudes, y que son, para mayor incordio, sumamente convencionales y hasta previsibles en un americano del Este y con pretensiones culturales: desde su excesiva advocación a Federico Fellini e Ingmar Bergman, no sé si todavía Michelangelo Antonioni, pero - en cuanto se le pregunta - extensibles a otros "totems" de la "alta cultura" tan poco relacionados con él y su cine como Akira Kurosawa o Vittorio De Sica, con el esperable menosprecio de gran parte de lo hecho en su propio país - no se ven referencias a Jerry Lewis ni a Howard Hawks, ni a Blake Edwards, Richard Quine, Stanley Donen, Billy Wilder, Vincente Minnelli, George Cukor, Leo McCarey, Frank Capra, Preston Sturges, Mitchell Leisen o Gregory LaCava, de quienes, por lo demás, no duda en tomar prestadas cosas, vengan o no a cuento, lo mismo que ha hecho con John Cassavetes, Buster Keaton, Charles Chaplin, Harold Lloyd, Harry Langdon, Larry Semon, François Truffaut o Jacques Demy; y digo eso porque es llamativo y característico, a pesar de que precisamente en Hannah y sus hermanas haya un par de alusiones a películas americanas, ciertamente "de culto": que la madre actriz, encarnada por la madre actriz de Mia Farrow, Maureen O'Sullivan, se llame "Norma", parece no una casualidad, sino un guiño intencionado hacia Sunset Blvd. El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, y que se vean algunos fragmentos de Duck Soup Sopa de ganso, la película de McCarey con los hermanos Marx, es, sin duda, más una prueba adicional de su admiración por estos cómicos que indicio de que tenga idea de la existencia del director - hasta su desmedida proclividad a las frases altisonantes y lapidarias, no siempre de intención humorística, sino con ínfulas filosofantes, desde sus referencias "de vibrante actualidad" - vestigios de las "morcillas" que introducen habitualmente los cómicos de revista, no olvidemos su origen -, alguna tendencia más "radiofónica" que teatral, también explicable por precedentes laborales y por su influencia en años formativos (documentada por él mismo en Radio Days), cierta autocomplacencia "confesional" - como si recitar sus gustos personales no sirviese, más que nada, para hacer un poco de proselitismo a costa de emborronar la línea divisoria entre actor/personaje y autor/persona, ya de por sí tenue y ambigua en casos tan señalados de "Juan Palomismo" como el que representa Woody Allen -, una reincidente caída en el esteticismo y en el contagio de las modas formales de cada temporada que no se compaginan bien con su estilo, fundamentalmente clásico, o la asombrosa hipocondría (enfermedad genuinamente americana explícita en el personaje de Micky que interpreta en esta película, pero omnipresente en toda su carrera), y la quejumbrosidad generalizada que a menudo propicia.

Como no soy un "allenófilo", se comprenderá que tenga cierta preferencia, a "posteriori", por sus películas a) menos deliberada y exclusivamente cómicas, con elementos dramáticos; b) menos centradas en su propio personaje, que prefiero sea simplemente "uno más", no necesariamente secundario, pero tampoco el protagonista absoluto (aunque me inquieta que no aparezca, pues tiende a proyectar sus rasgos personales en alguien inadecuado); c) aunque no por ello han de ser los más "corales", como con tanta cursilería se tiende a decir, con cuantos más y mejores y más atractivos y simpáticos compañeros de reparto, como Gena Rowlands, Sam Waterston, Jack Warden, Alan Alda, Denholm Elliott.

Dadas estas premisas, que son deducciones a "posteriori" y no suponen exigencias rígidas, entiendo mi predilección por Everyone Says I Love You y, sobre todo, Hannah y sus hermanas. En ésta, la que hoy nos ocupa, salen - y con mayor importancia que Allen y que Mia Farrow (pese a ser la Hannah del título) - Michael Caine, sin duda uno de los mejores actores del último cuarto de siglo, y Barbara Hershey, una de las mejores, más simpáticas y más atractivas actrices que ha dado el cine americano desde el fin del "star system". Con eso bastaría, pero están también Lloyd Nolan, Dianne Wiest, Maureen O'Sullivan, Sam Waterstone, Max Von Sydow, etc.

Además, una película que empieza, como si se tratase de cine mudo, con un rótulo que reza "God, she's beautiful..." para mostrarnos a una espléndida y sonriente Barbara Hershey, mientras la voz interior de Caine repite la frase y aclara que "es la hermana de mi mujer", no puede ser, en esencia, y por feliz o divertida que pueda resultar a ratos, sino dramática y muy seria.

Toda la película combina los diálogos con rótulos "de cine mudo", que actúan como las antiguas titulaciones descriptivas de los capítulos de las novelas, con breves intervenciones de voces interiores (rotatorias, de casi todos los personajes y no de uno solo), y con las canciones, que suelen estar elegidas no sólo porque Allen sienta predilección por ellas, sino porque aportan indirectamente un comentario o un sentido adicional (véase, por ejemplo, en esa escena inicial, que Lloyd Nolan canta, acompañándose al piano, la célebre y maravillosa "Bewitched, Bothered and Bewildereed", es decir, "Hechizado, preocupado (o turbado) y desconcertado", que es una excelente y completísima descripción del estado de ánimo de Caine ante el descubrimiento amoroso que acaba de hacer y manifestarse a sí mismo en su breve intervención interior, en presente).

Gracias a un económico y juicioso empleo de este sistema que podríamos llamar "polifónico" o "a varias voces" (en sentido literal y figurado), Allen ha conseguido que en Hannah y sus hermanas resulte concisa y de una claridad meridiana una historia múltiple, que trata, más que de sucesos narrados en orden cronológico y de acuerdo con una estructura de tensión ascendente, acerca de sentimientos y de relaciones interpersonales complejas y cambiantes, y que no sigue una línea única, simplificada y dramáticamente reforzada, sino parece una crónica compuesta con fragmentos de los diarios íntimos - no escritos, registrados como pensamientos instantáneos en sus memorias respectivas - de los personajes principales, que son, además de los que desencadenan el conflicto y ponen en marcha la película, es decir, Elliot (Michael Caine) y su cuñada Lee (Barbara Hershey), la esposa del primero, que es hermana de la segunda e hija de Evan (Lloyd Nelson) y Norma (Maureen O'Sullivan), y para colmo ex-mujer del aprensivo Micky (Woody Allen), Hannah (Mia Farrow), sus otras dos hermanas, April (Carrie Fisher) y Holly (Dianne Wiest), los ya mencionados padres de todas ellas y Mickey, e incluso algunos amigos como David (Sam Waterston) y el amante de Lee, Frederick, un artista torturado que encama con la seguridad de la costumbre (pero sin caer en la autoparodia) Max Von Sydow. Es decir, que juega básicamente con unos once personajes de cierto relieve, a los que podrían agregarse, quizá, algunos otros exponentes típicos de la fauna woodyalleniana de más breve aparición.

La estructura, en sí misma muy compleja y ominosamente dispersiva, resulta tan clara como ordenada gracias a la división en capítulos de duración muy variable, tan pronto muy cortos como bastante largos, y con tonalidades no ya diversas sino incluso cambiantes en el interior de cada escena. Los escenarios son, lógicamente, muy numerosos, pero tan característicos que no hay problema de identificación y de localización del entorno. Sabemos en todo momento quiénes y cómo son, y además donde están y si se sienten a gusto o incómodos, gracias a lo cual no sólo no hay pérdida o desorientación posible, sino que es posible que nos importe lo que va a ser de ellos, que podamos enjuiciar su conducta, si lo deseamos, que rechacemos sus puntos de vista o compartamos su opinión.

Texto escrito como preparación para su intervención en la sesión de “¡Qué grande es el cine!” emitida el 26 de abril de 1999