Nací el tres del tres del treinta y tres, en Pamplona. Pese a la acumulación de treses, creo que mi número es el siete. Tuve una infancia feliz, muy feliz, en Pamplona y en un pueblecico del Pirineo que se llama Aribe. De allá vuelve mi padre de la guerra, y nos vamos a vivir a Verá de Bidasoa. Luego le trasladan a Puigcerdá, y de Puigcerdá a Figueras, donde vivo seis años. Allá estudio hasta ingreso y primero de bachiller. Es curioso, porque mi primera aparición en un escenario fue en Figueras, en el Colegio de los Fosos, en el que todos los años había una función de teatro. Un año, la función se llamaba Mi tío de Buenos Aires y había el papel de Pepito, un niño. Bien, por unanimidad me eligieron para ser el tal Pepito. Una constante en mi vida es el modo en que me aprendo las cosas. Me acuerdo de lo que decía pese a que sólo tendría entonces unos siete años, y ya he cumplido los sesenta y tres. Eran cuatro frases: "No quiero, no quiero"; "Tú no eres mi papá "; "¿A qué papá, a éste o al mío?", y la cuarta, que era: "¡Ah! Aquél, sí". Recuerdo perfectamente que fueron otros tantos trallazos de risa, y no me preguntéis por qué, porque no tengo ni idea. No sabía ni de qué iba la función, ni nada. Era la clásica comedia de la Galería Salesiana donde si la función tenía un personaje que se llamaba Doña Braulia, en la edición de los Salesianos era Don Braulio. Luego hice muchas de ésas en el Carmelo, en San Sebastián. Cuando me preguntan de dónde me viene la afición, podría decir que de ese año 1940, pero es mentira. Me viene de otro momento mágico, pero de eso os hablaré luego.
Porque de Figueras no voy a San Sebastián, sino que paso por Madrid y hago segundo y tercero de bachillerato en los Escolapios de la Cuesta de la Vega.
¿Guardas algún recuerdo de la guerra? Tu padre era guardia civil, ¿no?
No, ningún recuerdo. En Figueras, mi padre era el capitán cajero de la comandancia de la Guardia Civil de Figueras. Lo trasladaron a la comandancia de la calle de Vallehermoso, en Madrid. Vivíamos en la calle Mayor número 68, enfrente del Ayuntamiento. Pero yo, ante todo, soy navarro. Mi madre es una constante en toda mi vida, y siempre digo que puede haber un navarro que sea el máximo exponente del navarrismo, pero seguro que no es igual que mi madre. Mi madre era navarra hasta las cachas y, quieras que no, la madre de uno es la madre de uno, y me imbuyó siempre lo de ser navarro. Mi abuelo materno se llamaba Gerardo Areta y fue el que construyó el frontón de la Mañuta. Don Gerardo Areta Otamendi, navarro al cien por cien. Mi abuela, Agapita Laviano, era de un pueblecito llamado Urroz, navarra a más no poder. Todos mis antecedentes por parte de madre y de padre son navarros. Mi padre nació en Pamplona. Y mis abuelos paternos nacieron en Pamplona. Mi padre empezó a estudiar Ingeniería Industrial, pero como se le daba muy mal y le atraían mucho los uniformes, se hizo militar, aunque era el tío menos militar del mundo. Se pasó media vida arrestado. Viviendo en Madrid, un día llegó a casa descompuesto —yo tendría doce años— y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que le habían nombrado jefe de un pelotón de fusilamiento. "Y yo no mato a nadie. Yo no digo: '¡Fuego!". Mi madre le razonó que él era militar. Pero mi padre dijo que no iba a esa ejecución y no fue, lo que le costó pasar seis meses en un castillo. Pero, bueno, eso es una anécdota. De Madrid tengo un recuerdo imborrable de aquellos años, hasta tal punto que cuando destinaron a mi padre a Fuenterrabía, salí de aquí llorando. En San Sebastián estudié cuarto, quinto, sexto y reválida, de la que nos examinaron en Valladolid.
Tu padre murió relativamente joven, pero tu madre vivió muchos años. Alguien dijo que mientras no muriese tu madre tú seguirías siendo un niño...
Sí, es cierto. Mi padre murió con cuarenta y siete años, recién llegados a Fuenterrabía, de un cáncer de garganta. Sólo duró seis meses. En San Sebastián, yo era integrante de las Juventudes de Carmelo y Praga, de Acción Católica, en las que había muchas actividades. Jugábamos al fútbol, al balonmano, a la pelota. Fue una cosa extrañísima, pero preciosa, que ocurrió en aquella generación. Y había un cuadro artístico. ¡A mí en la vida se me iba a ocurrir dedicarme a esto! Un día iban a poner El verdugo de Sevilla, adaptación de la Galería Salesiana, y en la obra había un papel de un catalán a quien llamaban senyor Tresolls, un papel que no sabían a quién dárselo; y yo, como había vivido en Cataluña, hablaba muy bien catalán. Ahora ya se me ha olvidado en parte, aunque lo entiendo todo y todavía conservo el acento, cuando quiero. Me dijeron que si no me importaría hacer ese papel. Y decidí probar. Son cosas que a uno se le quedan grabadas... El día del estreno hice la escena del señor Tresolls, me aplaudieron el mutis, y cuando traspasé la puerta de aquel decorado, dije: "¡Yo tengo que ser cómico a la fuerza!". Cuando terminé el bachiller, mi madre me dijo: "¿Qué quieres ser?". Mi respuesta fue: "Lo que digáis. Yo voy a ser cómico...". En los años cincuenta, decir en mi familia que iba a ser cómico fue como si se derrumbara el mundo: "¿Pero tú estás loco?". Hubo una reunión de toda la familia en Pamplona: "¡Que Alfredico quiere ser cómico!". Le decían a mi madre: "¡Emilia, estás loca! ¡No lo consientas!". Y venía mi madre de Pamplona a decirme: "¡Oye, que dicen que no!". Me costó la tira convencer a mi madre de que me dejara. Estuve durante tres años estudiando Derecho y fundé el TEU. Mientras que en Derecho no daba ni una, lo del TEU fue una maravilla. Lo único que aprendí del Derecho Romano fue la definición de la usucapio. Estudiaba Derecho por libre y me examinaba en Valladolid. Una y otra vez le decía a mi madre: "¡Mamá, que tengo que ser cómico!". Mi madre era viuda, y yo hijo único. Un día de esos de tira y afloja, le dije: "¡Bueno, mira, voy a terminar Derecho! Luego seré un mal abogado, porque no me va. Como tengo mucha memoria me estudiaré todo esto del Penal y demás, y creo que lo aprobaré; pero como llegue a los cuarenta años y no sea feliz, te voy a echar la culpa a ti...". Y mi madre, que era una navarra de mucho cuidado, me dijo: "¡Vete!". Tardé siete días. Tenía siete mil pesetas, agarré la maleta con dos trajes y dos pares de zapatos, y me presenté en Madrid el 8 de octubre de 1958.
¿Qué recuerdas de la época del TEU, antes de venir a Madrid?
Hicimos cuarenta estrenos en siete años y pico: casi todo Jardiel, Saroyan, Llama un inspector... Fuimos el primer cuadro artístico que puso a Alejandro Casona, que estaba totalmente prohibido en España. Y hablamos con él, poniendo dinero cada uno de nosotros para pagar la conferencia. Montamos Los árboles mueren de pie y ya quisimos seguir con Casona, que para nosotros era un filón. Pero nos lo negaron. Había colado lo de Los árboles mueren de pie, pero no nos dejaban hacer más obras suyas. La barca sin pescador la teníamos ya ensayada y hablamos con Casona, que estaba en Argentina. Nos dijo que sentía mucho que no nos dejasen y que nos estaba muy agradecido. Yo, entonces, además de estudiar trabajaba en Firestone y las vacaciones me las pasaba en un local que teníamos en lo que es hoy la Fundación Mixelena, que era entonces el Instituto Peñaflorida. Teníamos un local muy grande y allí me hacía, con estas manos, todos los decorados. Cuando iban las compañías al Teatro Kursaal, una de las veces ponían ¿Dónde vas, Alfonso XII? y hacía falta gente que tirara de la maroma para subir los decorados. Recuerdo que me daban diez pesetas al día. Me arrepentí en seguida porque se me llenaron las manos de ampollas; pero si la función era a las siete, yo estaba allí a las cinco de la tarde para ver llegar a Jorge Vico, Paco Pierrá, Carmen Bernardos...
Aquello era para mí la gloria... Cuando pusieron La muralla había que hacer también uno de esos trabajos extras, y me copié el decorado de esa obra. Era la primera vez que en una compañía de teatro aficionado de San Sebastián se hacía un decorado de tela... ¡De tela...! Porque normalmente se hacían de papeles pintados. Me pasé todas las vacaciones con aquel jodido decorado. Y cuando pusimos La hermosa gente, de Saroyan, el decorado, que era una adaptación, también de tela, del de La muralla, tenía un ventanal muy grande y al fondo había un arbolito que jugaba mucho. Normalmente, la chapuza que se hacía era pintar un arbolito en un trozo de papel. Pero un sábado, después de trabajar —entonces los sábados se terminaba a la una—, me fui con un hacha a Igueldo, al pueblo de Igueldo, talé un árbol y me lo llevé al hombro. Recuerdo que cuando llegué al local todos los demás se morían de risa. Me agarré un cabreo descomunal. ¡Toda la puñetera tarde con un árbol a cuestas y luego se me echan a reír! La verdad es que vino un amigo conmigo y lo llevamos entre los dos...
¿Probaste alguna vez a dirigir?
No, nunca. El director era Alberto Aróstegui y más de una vez me pidió que dirigiese yo alguno de los montajes. También me han ofrecido más tarde dirigir cine, pero ni se me ocurre. Lo de dirigir es muy difícil, y yo cuando hago algo lo quiero hacer bien.
Cuando llegas a Madrid y tienes, tiempo después, tu primer éxito con la obra de Alonso Millán La felicidad no lleva impuesto de lujo, has hecho ya muchas obras y quizá por eso causas en seguida un gran impacto.
En el TEU ya debuté de protagonista: hacía una gran variedad de papeles, y eso es fundamental para un actor. Hice el papel de Llama un inspector; el padre de Todos eran mis hijos, de Miller; el Castelar de Los ladrones somos gente honrada; el diablo de Veinte añitos, y el abuelo de Los árboles mueren de pie, donde mi mujer hacía la abuela, ¡mira que tiene bemoles! Hicimos una función preciosa, Corazón ardiente, de John Patrick...
El autor de Luz de gas y de La soga...
... Esa obra se desarrolla en un hospital en la selva, e hicimos un decorado con cañizo que fue la leche de bonito. Esos años de formación en San Sebastián fueron decisivos. La primera obra de teatro que hice como profesional fue Nacida ayer, de Garson Kanin, aquí, en el Recoletos, y hacía el aprendiz de gangster. Todo el papel era una cuartilla. Llevaba una pistolera y, como era un personaje muy cómico, me inventé ponerme una novela del Oeste en vez del revólver, y Arcadio Baquero decía en su crítica: "Lo que más me gustó fue la actuación de un señor al que yo no conocía hasta ahora, que se llama Alfredo Landa". Cuando fui a hacer esa función, recuerdo que Antonio Braña, un actor de carácter, comentando que yo venía de hacer teatro de aficionados en San Sebastián, me dijo: "¡Pero qué dice, usted es un profesional!". Para firmar el primer contrato hacía falta el carnet, y sólo se podía conseguir por medio del conservatorio o haciendo meritoriaje. Y yo no tenía nada, pero necesitaba el carnet porque me hacía falta trabajar.
Me apuntaba de extra de cine, y me pedían el carnet. Como no lo tenía, no podía trabajar. ¿Y cómo podía conseguir el carnet si para tenerlo eran precisas una serie de actuaciones? Un día me llamó un amigo que trabajaba en el Sindicato del Espectáculo: "¡Alfredo, se acaba de morir Fernández y el carnet lo tengo yo aquí, porque lo han entregado. Podemos arrancar la foto, ponemos la tuya y simulamos el sello...". Utilizamos un líquido rosa que servía para borrar y que dejaba muy poroso el papel... En fin, mi carnet quedó goloso. Cuando el día antes de estrenar Nacida ayer me pidieron el carnet para hacer el contrato, me vi ya en la cárcel de Carabanchel... ¡Qué noche pasé! Pero no había más narices que presentar aquel documento, y lo hice. Al cabo de ocho días, me devolvieron el contrato sellado y pasé el trago. Luego, con ese carnet he funcionado muchísimo tiempo hasta que, después de estrenar Ninette y un señor de Murcia, lo conté en el Sindicato y me dijeron que lo llevase y que me hacían uno nuevo.
¿Había otros compañeros tuyos en el TEU que podrían haber llegado lejos?
Sí. Garci conoce a Marilén, que podría haber sido una actriz maravillosa, una actriz cómica del estilo de Laly Soldevilla, de Gracita [Morales], no tan concreta como Gracita, pero fenomenal. Alberto Aróstegui podría haber sido un actor estupendo.
¿No estaba Antonio Eceiza?
Antxon entró luego de regidor, porque no se atrevía a salir. Decía que él no sabía poner la interrogación a una frase. "¿Quiere usted tomar un café?". Según él, eso no lo sabía decir. ¡Palabra! Una vez trabajó en una función que se llamaba El admirable Crichton, de J. M. Barrie, donde salía con una gorra de almirante. Tenía que decir sólo una frase y fue un cachondeo, porque la dijo fatal, y ya no volvió a pisar el escenario en su vida.
Cuando llegas a Madrid con tu maleta y tus siete mil pesetas, no conoces a nadie...
En 1956 hubo un concurso nacional de los TEU, aquí en Madrid, y gané el premio de interpretación con una función clásica, El carbonero de Toledo, de Juan Matos Fragoso.
Tu primer trabajo en Madrid es el doblaje de películas. ¿Por qué?
¡Si yo creía que en Hollywood hablaban en castellano! Recuerdo que en una película de Hedy Lamarr que vi en el Miramar [San Sebastián], le decía a un personaje: "¿O sea que usted también está metido en el ajo?". Y yo me dije: "¡Joder, en Hollywood son la leche! Una frase tan propia nuestra". Eso os da una idea de lo que yo sabía del doblaje. Pero llegué a Madrid y nada más bajar del tren en la estación de Príncipe Pío, a las ocho de la mañana, pensé: "¿Y ahora, por dónde meto mano al melón?". Lo primero fue comprar el periódico Ya y leer un anuncio que decía: "Alcalá, 195. Particular alquila habitación". Llamé, me puse de acuerdo y empecé a funcionar. Conocía a Ángel Mari Baltanás, de San Sebastián, que llevaba ya en Madrid cinco años. En San Sebastián, él pertenecía al Círculo Cultural del Ateneo Guipuzcoano. Éramos, por así decirlo, grupos teatrales rivales. Entonces, Ángel Mari ya era el número uno de los dobladores. Había venido aquí a hacer teatro, pero le pudo el doblaje porque le abrió unas puertas que ni siquiera había soñado: estar muy considerado, ganar mucho dinero y, de todas formas, hacer algo que estaba dentro de lo que le había traído a Madrid. Pero siempre tenía la frustración de no haber conseguido lo de ser actor.
Nos vimos, le conté un día y otro mis penas, y una tarde me preguntó: "A ti, ¿no te importaría hacer doblaje?". "Yo hago doblaje, vendo plumillas o vendo queso El Caserío. Tengo siete mil pesetas y eso no me da más que para tres meses de vida", le dije. "Pues te voy a avisar cuando haya exámenes en Exa." Un día sonó el teléfono a las nueve de la mañana y era Ángel Mari: "Sube, que hoy hay exámenes". Nada más encontrarnos, me dijo: "Lo único que puedo hacer por ti es facilitarte el texto del take que te van a proyectar. Y aconsejarte que tengas mucho cuidado cuando te quiten el sonido original, porque mientras oyes vas entrando un segundo tarde y no importa. Lo malo es cuando desaparece la voz de los actores y te quedas en blanco. Ése será el momento peligroso". Decidí correr ese riesgo porque no tenía nada que perder. Como podéis imaginar, el take de prueba era la leche. Os aseguro que hoy en día, a un profesional, ese take le cuesta trabajo. Era de Richard Widmark. Ahora entras y sales, y la mayoría leen, pero entonces en los doblajes había que cazar la labial. Si el inglés tenía una labial, tenías que encajarla exactamente; y si no la encajabas, aquello no valía. Paco Sánchez me dijo que cuando estuviera listo me quitaba el sonido y que le avisase de cuándo quería hacerlo. Bueno, pues lo clavé. Hasta tal punto, que me pidió que lo hiciera otra vez, y lo volví a clavar. Después de esa proeza me pidió que le acompañase a su despacho. Me ofreció un contrato de tres mil quinientas pesetas al mes y dos pagas extraordinarias. Era el 24 de noviembre de 1958. La sorpresa vino cuando le dije que no quería un contrato, que yo quería ser actor de teatro y no deseaba que aquel trabajo me impidiera seguir mi camino.
Entonces me hizo una proposición genial: "Le hago un contrato en el que el día que usted quiera se va, y el día que yo quiera le echo". Y en esas condiciones firmé lo de las tres mil quinientas y dos pagas extraordinarias. La jornada era de ocho de la mañana a tres de la tarde. Al principio sólo hacía los típicos gritos de conjunto, las frases esas de "¡Viva el rey!", sólo frases sueltas. Me decían los compañeros: "¡Nunca se te ve por el bar!". Y a mí me gusta un bar más que a un tonto un lápiz, pero me pasaba la jornada metido en la sala para aprender más y más. Al final doblaba a Donald O'Connor, a Bourvil, a Renato Rascel... En Cincuenta y cinco días en Pekín puse la voz al chino malo.
La verdad es que cuando haces La felicidad no lleva impuesto de lujo reúnes la larga experiencia de San Sebastián más el trabajo diario en el doblaje...
Conocí a Juanjo Alonso Millán al venir de San Sebastián. Pregunté qué TEU había en Madrid, y me dijeron que en la calle Barquillo estaba el Círculo Marzo, que era el TEU de no sé qué, que lo dirigía un chico que se llamaba Juanjo Alonso Millán. Un día me presenté a verle. Como siempre se ha distinguido por su simpatía, me acogió muy bien; y hasta llegué a trabajar en alguna de sus funciones antes de que él se pasase también al campo profesional. Esto era en 1961, y de pronto le llama Isaac Fraga, que tenía compañía estable con Rafael Alonso como primer actor, y le pide una comedia para el Teatro Beatriz, cuando ya estaba próximo el final de la temporada. Juanjo le da La felicidad no lleva impuesto de lujo. Había un protagonista que era un galán, y un papel característico que era la leche de gracioso. Se llamaba Justo Kle, "con K", decía el tío. Juanjo me dijo: "Hay un papel para ti que es la pera, que tú lo bordarías, pero hay un problema. Han leído la obra y la han aceptado, pero Rafael Alonso tiene que elegir qué papel va a hacer. Normalmente elegirá el Justo Kle, con K, porque el otro papel es un protagonista, pero es un galán... La suerte es que Rafael Alonso escogió el galán. Más de una vez le he dicho a Rafael que si triunfé en esto fue gracias a él. En aquella función me aplaudieron tres mutis y me interrumpieron tres veces. Y hay que decir que no me conocía ni Cristo. Al día siguiente, Alfredo Marqueríe me dedicó más de la mitad de la crítica a mí. Eso fue el 29 de mayo de 1961.
Entras en el cine aproximadamente cuando todavía vive su época dorada Tony Leblanc, que está en un momento fenomenal, son los últimos momentos de la comedia de los años cincuenta, pero que se han ido alargando, y los tiempos exigen una nueva cara que venga a renovar la comedia. Ahí entras tú y, en algo así como una docena de películas y dos años, pasas a ser una estrella de una enorme importancia, y se empieza a hablar, refiriéndose a esas películas, del landismo. ¿Cómo se produce ese éxito, Alfredo?
Creo que el éxito siempre viene del público, de que la gente te acepta, le gusta lo que haces y te sigue.
Pero ¿cuál es el momento anterior? ¿Por qué te llama José Luis Dibildos y te mete con Tony Leblanc, Manolo Gómez Bur...?
Es curioso, por Ninette y un señor de Murcia. Fue el escaparate, aunque entonces iba menos gente de cine al teatro. Pero todos la han visto, porque es el suceso del año, y constatan que hay un señor que funciona. Lo de Dibildos, con quien empiezo con Amor a la española, y tantas películas, incluso la versión en cine que hizo Fernán-Gómez, todo viene de Ninette. Es en esa obra donde me capta el cine y donde yo me entrego a él en alma y vida.
Pero tus comienzos tienen poco que ver con lo que se llamó landismo. Tenemos Atraco a las tres, El verdugo, La niña de luto, La verbena de la Paloma. El landismo viene después. Ahí todavía coges el último momento de la comedia de los cincuenta. Cuando haces Los que tocan el piano, con Javier Aguirre, ahí ya explota el trabajo que llevas haciendo unos años. Emerges no como un tipo alto, guapo y maravilloso, sino como el español medio; y ligas con las mujeres con las que sueña el tipo de la calle, ese que se compenetra con tus aventuras. Y así nace el landismo. Pero no es una casualidad. Detrás de eso están los años de San Sebastián; el doblaje de Madrid; el Teatro María Guerrero; tus primeras películas, donde aprendes con Forqué, con Sanz de Heredia, con Summers, con Berlanga… Entre Atraco a las tres y No desearás al vecino del quinto, en que explota el landismo, no hay apenas películas que anuncien esa dirección.
Antes de que yo no tuviera fechas libres para aceptar películas, le había sucedido a José Luis López Vázquez, que había empezado casi diez años antes. Acordaos de Novio a la vista.
Además, López Vázquez trabaja ya con Carlos Saura, con Pedro Olea, con Berlanga, y ese hueco que deja él lo vienes a ocupar tú. Tony Leblanc ya es mayor, y ha desaparecido el que podía haber hecho ese cine que tú haces, que es José Luis Ozores, y te conviertes en la figura representativa del cine del final de los años sesenta, los setenta y parte de los ochenta.
Me voy a echar un piropo, algo que, aunque sea de tarde en tarde, a veces hago. Aunque he trabajado mucho y he hecho muchas películas y he aprovechado ese momento, como decís, he rechazado muchas, muchas. Lorenzo, mi representante, suele decir que nadie sabe que si yo ahora tengo cinco pesetas podría haber tenido quinientas. Si me ofrecían diez películas, hacía ocho; y de las ocho he tenido el olfato de escoger a veces las menos malas, otras las buenas y otras las estupendas.
Quizás más que el olfato para elegir las películas has tenido el olfato para elegir los personajes de esas películas. En Los que tocan el piano estaba Tony Leblanc, estaba Gómez Bur, pero el mejor personaje es el tuyo.
Una vez Lorenzo hizo un estudio de las películas que yo había hecho y, excepto una que no se ha estrenado y otra que no se terminó, Nana violenta para una viejecita acaudalada, del pobre José María Palacios, no ha habido ni una en la que el productor haya perdido. Y que no haya perdido dinero el productor quiere decir que te han visto los suficientes espectadores como para calibrar tu trabajo. Y eso es muy importante. Dentro de las posibilidades, he escogido. Llevo un año sin hacer nada y he rechazado en este tiempo nueve guiones. Ahora tiene menos mérito, porque ya me lo puedo permitir y antes no. Creo que algunos utilizan peyorativamente el landismo; es como una denominación de origen, como se dice de los vinos de la Ribera del Duero. Como digo, he seleccionado. Pero, ¡ojo!, dentro de mis posibilidades.
¿Nunca has tenido una exclusiva con una productora?
Tuve una, que casi me cuesta la carrera, con Dibildos. Menos mal que al fin logré quitármela de encima.
¿De quién aprendiste más en tus comienzos?
De Manolo Summers, que me dio la oportunidad de ser un protagonista, porque Atraco a las tres se trataba de una película coral y además estaba el papel de José Luis López Vázquez. La niña de luto me marcó muchísimo, primero por la confianza de Manolo en un señor al que conocía por Atraco a las tres y por mi trabajo en el María Guerrero. Fue una apuesta que hizo Manolo y que, gracias a Dios, le salió bien. Manolo me enseñó mucho. Recuerdo que estábamos en La Palma del Condado y veíamos proyección cada ocho o diez días. Manolo se empeñó en que fuese con él a ver lo que habíamos hecho, y yo me negué; pero al final me convenció. A la salida, le dije: "Manolo, comprendo que es muy violento decirle a un señor que se coja el tren y se vuelva a Madrid, pero te lo facilito. Mañana me voy". Y fue Manolo el que me dijo que todo estaba bien y que aquello no era tan terrible como yo creía al verlo en el cine. "Alfredo, estás equivocado. Es bueno, y además no vas a venir más a la proyección porque, efectivamente, no sabes verla." Se terminó la película y un día, antes de proyectármela casi terminada, me preguntó si me acordaba de lo que habíamos visto en La Palma del Condado. Le dije que todavía me duraba el disgusto. Bien, me enseñó la película y aquello no tenía nada que ver. Porque yo no he sabido verlo, ni sé, ni sabré nunca ver lo que es la labor del director. Aquello, montado como él sabía que iba a montarlo, estaba maravilloso. Pero como yo lo vi en aquel copión, era para quitarle la moral a cualquiera que no supiera, como era mi caso. Manolo me enseñó muchas cosas en ese sentido. Y confieso que Manolo era un tipo entrañable. Tanto profesional como humanamente, era un fuera de serie.
Hay otra película. Nuevo en esta plaza, de Lazaga, donde también creabas un excelente personaje, el del amigo de Palomo Linares.
Se llamaba El Verónica. Creo que se ha cometido una gran injusticia en el cine español silenciando el nombre de Pedro Lazaga, que era un portento. Pedro sabía de cine la tira. La seguridad que tenía en algo tan importante como colocar la cámara era extraordinaria. Donde la colocaba era prácticamente el mejor sitio donde cabía ponerla.
¿Y José Luis Sáenz de Heredia?
Ese es otro señor a quien he admirado y he querido mucho... Hice con él Historias de la televisión, La verbena de la Paloma, Pero ¿en qué país vivimos?, Solo ante el streaking, La decente. José Luis era la caballerosidad personificada. Era un hombre educado, tierno, ingenioso. Pero él mismo confesaba que era muy vago. Me decía: "Mi problema, Alfredo, es que para escribir una carta necesito quince días. Me sale una carta cojonuda, pero son quince días". Me contó el último guión que no llegó a escribir, y le dije que yo no tenía alma de productor ni muchísimo menos, porque mi lema es zapatero a tus zapatos, pero me lo jugaba todo y lo producía. Se llamaba El timbre. Me leyó las veinte páginas que llevaba escritas y lloré de risa. Era un poco su vida. Decía: "Yo puedo valer diez, pero a lo largo de mi vida he rendido solamente cinco por la cosa de las mujeres, porque me han hecho perder mucho tiempo y mucha capacidad... Iba a hacer una cosa, se me cruzaba una mujer, perdía el tiempo y no hacía esa cosa. Estaba tan obsesionado que un día me fui a ver a un amigo de la calle O'Donnell y le dije que iba a que me castrase, para que me quitara el timbre. Me levanto por la mañana y pienso hacer una carta, escribir tres páginas de un guión o lo que sea, y de repente me llama una señorita y me pregunta qué voy a hacer por la tarde, y le han dado por el saco a las páginas, a la carta o a lo que sea. ¿Por qué? Porque me ha sonado el timbre. Y quiero que me quites el timbre". Al parecer, su amigo le dijo que se fuera a hacer gárgaras, porque lo que pretendía era una bobada. De eso quería que tratase aquella película, y comprendí que, si la escribía, sería un bombazo. Las veinte páginas que me leyó eran sólo la introducción, pero realmente eran una delicia. Tiempo después le llamé para verle, y cuando me ofreció en su casa un vinito y su queso de gruyère que tanto le gustaba, me confesó que no había escrito más y se lamentaba de ser un vago. Se murió sin acabarlo. Tuve con él una bonísima relación. Y si hablamos de su cine, Historias de la radio es una auténtica delicia. Tenía un don que para mí es capital, el don de la amenidad. Le he visto tratar con gran delicadeza a los técnicos, a los figurantes, a todo el que estaba cerca de él.
Hay otro director, ya desaparecido también, con el que trabajaste en varias ocasiones, Juan de Orduña...
Otro caballero, también en la línea de José Luis Sáenz de Heredia. Cinematográficamente, me parece un sabio. Rodé una película con él en México, con todas las condiciones desfavorables para él, y allí le llamaban maestro. De hecho, sabía de cine la tira.
Se lo cargó el nuevo cine español. Hay varios directores interesantes que hacen una serie de películas muy dignas al final de los cuarenta y principios de los cincuenta, y que en 1956 parece que los han borrado. Ocurrió con Antonio del Amo después de Sierra maldita, ocurrió con Mur Oti. Puede que pasados los años algún historiador sostenga la teoría de que José María García Escudero sepultó nuestro cine con su Historia en cien palabras del cine español. Ésa es una historia peyorativa. Por citar un ejemplo, estaba mal visto decir que La calle sin sol, de Rafael Gil, era una buena película. Pero sigamos con la nómina de los directores con los que has trabajado, por ejemplo Forqué, con el que empezaste y has hecho varias películas.
Otro con el que la profesión y la crítica han sido injustas, porque Forqué fue un hombre con una sensibilidad extraordinaria para hacer cine. Hice una comedia con él, Casi un caballero, que la puede filmar Billy Wilder. Era también un hombre con una delicadeza, con una sensibilidad, con un buen gusto... Porque creo que una de las cosas que hay que considerar en los directores es el buen gusto, una cualidad que en nuestro cine escasea mucho, y José María lo tenía... Quizá en algunos momentos excesivo, quizá. Pero era también un hombre con un trato educado, afable, fenomenal.
En 1968 haces No somos de piedra, una película que tiene un enorme éxito y que a muchos nos dice más de la España de ese momento que todas las otras películas pretendidamente testimoniales.
Tengo que apuntar una cosa en honor de mi amigo Manolo Summers, que Dios lo tenga en su gloria. Esa película la escribieron Manolo y Juan Miguel Lamet, aquí presente, para mí. Y hubo un señor que, al enterarse de qué era la película y cómo era el protagonista, llamó a Manolo Summers y le dijo: "Yo la hago gratis". Este señor tenía más nombre que yo, más todo que yo, y la respuesta de Manolo fue: "No, yo la he escrito para Alfredo, y la hace Alfredo aunque venga Charlot y la haga gratis. Lo siento". Y la hice yo. Eso era el año 1967 o 1968. Y ahí está.
No somos de piedra y Los que tocan el piano son ya las que te disparan.
Dibildos tiene éxito cuando escribe con Paso. Pero no olvidemos otra película que funciona estupendamente, que es Las que tienen que servir, maravillosamente dirigida por Forqué.
Ese año 1967, que es espléndido para ti porque ruedas estos tres títulos, llegas a hacer nueve películas... ¿También en ese tiempo rechazas guiones?
Sí. Ese año, que ruedo nueve, me ofrecen veinte proyectos; y escojo los que creo que son mejores. Por eso creo que algo de mérito tiene el saber escoger. He llegado a terminar una película el sábado y empezar otra el lunes siguiente otra. Pero nunca me han visto con un guión en la mano, nunca.
¿Notabas cambios en el sistema de producir y rodar las películas desde que empezaste hasta ese final de los años sesenta?
No, en ese tiempo no había cambios en el entramado industrial. Las condiciones de trabajo eran similares. Quizá se haya superado un poco la bolsa que te daban para comer, pero... La famosa bolsa de Revertito era un bocadillo de tortilla de patata, filete empanado o pollo, un huevo duro y un palillo. Y de postre, un plátano o una naranja.
¿Qué diferencia hay entre rodar con Sáenz de Heredia, Forqué, Summers, Orduña, y los directores con los que trabajas después, como Mariano Ozores, con quien has hecho bastantes títulos, Javier Aguirre y otros? Nos referimos a la preparación de la película, a si mantenéis algún tipo de conversación antes del comienzo del rodaje...
La misma diferencia que si vas de excursión con un amigo tuyo, con el que te sientes muy bien, muy a gusto, con quien hablas de cosas, que estáis en la misma onda, o vas de excursión a Aranda de Duero con un señor al que conoces muy poquito y con el que haces el periplo, te comes el cordero y vuelves.
Hay gente que me pregunta si quiero que me dirijan. Bien, pues para mí lo más bonito es que me dirijan. Yo sé más o menos lo que tengo que hacer, pero también sé que tiendo al histrionismo; porque, lo sé, soy un hombre extravertido. A veces me excedo, tiene que haber alguien que me controle. Eso es lo que espero del director. Me hace falta. Por eso mis mejores trabajos siempre han sido de la mano de quien sabe de esto. Cuando ha habido alguien que no sabe, algunas veces lo he tenido en cuenta y me he refrenado; pero en otras, cuando las veo digo: "¡Qué pena! ¡Si hubiera tenido a alguien!".
En los años que hacías tantas películas seguidas, ¿podías elegir a los directores o era cosa del productor?
A mí me decían: este guión y este personaje. Nada más. Nunca he tenido control en elegir los directores. Me hubiera gustado, porque a nadie le amarga un dulce, pero jamás se me ha ofrecido esa elección. Ahora quizá es cuando me preguntan a veces qué director veo yo en tal o cual proyecto. Pero, incluso ahora, es en contadas ocasiones.
Otro director que ha sido clave en tu carrera es Tito [Ramón] Fernández.
Tito, el viejo profesor. Tito es un hombre de cine con talento y con un enorme sentido del ritmo, y creo que ha estado infravalorado.
Has hecho con él Cateto a babor, No desearás al vecino del quinto, El diablo cojuelo, Simón, contamos contigo, Los novios de mi mujer.
Últimamente he rodado con él Aquí el que no corre, vuela. Tito está ahora un tanto cambiado desde que se ha metido en la vorágine de la televisión, con una serie larga y de éxito como Los ladrones van a la oficina.
Cuando hiciste con él No desearás al vecino del quinto, que sigue siendo la película de mayor éxito del cine español...
En número de espectadores, a años luz. Tiene 4.247.000. Y por ejemplo, Mujeres al borde de un ataque de nervios tiene 2.500.000 espectadores.
Pero otra tuya. No somos de piedra, tuvo también más que Mujeres al borde de un ataque de nervios.
Es que No somos de piedra fue también excepcional. Recuerdo el estreno en Barcelona, en el Cine Tívoli. Era 1968 y la butaca costaba cincuenta pesetas. Al día siguiente, ya en Madrid, Manolo y yo fuimos a la oficina de Antonio Cuevas, que nos recibió con una cara de circunstancias que nos hizo temblar. Bueno, pues un martes había hecho en el Tívoli cien mil pesetas. ¿Os dais cuenta de lo que eran cien mil pesetas a cincuenta pesetas la butaca? Yo leí primero diez mil, porque no me lo creía. Cuevas había puesto la cara triste para gastarnos una broma.
¿Cuál crees que fue el secreto del enorme éxito popular de No desearás al vecino del quinto, que se ha repetido siempre que se pasa por televisión?
Y ahora la pones otra vez y tendrá una audiencia del carajo la vela. Creo que fue una película oportuna a más no poder. El tema del maricón era tabú en España. Pero me parece que el éxito popular estriba en el hallazgo de que pareciera maricón y no lo fuera. Un día estaba en Pamplona y fui con un primo mío a ver la película. Había una serie de señores delante y oíamos sus comentarios: "¿Y ése es de Pamplona? ¡Valiente maricón! ¡Hay que joderse! ¡Cuando le vea algún día por la calle le voy a dar dos hostias!". Porque como somos allá muy... Y de repente, cuando dio la vuelta el asunto, decían: "¡Ah, coño, que no era maricón! ¿Has visto que tío más cojonudo? Cuando le vea le voy a saludar...". Y comprendí que era ahí donde estaba un porcentaje muy importante del éxito.
El guión de Juanjo Alonso Millán se cambió. ¿Había algo más en el cambio que afectara a ese truco?
¡Hombre! No, al truco, no; pero había más carne para el personaje que hacía yo. Tenía un taller de modisto en el pueblo, y había dos o tres secuencias en las que sabiendo ya la gente que era un farsante, resultaban desternillantes. El cabrón del italiano las quitó. Me quitó mucho protagonismo. Pero había que agrandar el papel que hacía Jean Sorel, que se quedó de piedra cuando llegó a Madrid un viernes y le dijeron que el lunes empezaba a rodar. Nos hicimos bastante amigos, y me contaba que él había trabajado con Visconti, con Buñuel, con Antonioni, y que lo habitual es que le dieran tres semanas sólo para leer el guión y decidir si hacía la película. Si aceptaba, tenía más de dos meses para estudiarse el papel y luego, ya con los decorados hechos, al menos dos semanas de ensayos. Le miré desolado y le dije: "Mira, en el tiempo que a ti te dan para decidir si te gusta el guión, en España ya está la película lista para estrenar". Entonces me dijo que le perdonase, pero que en las escenas que teníamos juntos sólo me daría el pie de frase para mi réplica. Y así fue en toda la película. Estábamos juntos, hablaba de cualquier cosa que tuviera una dimensión similar, y al final pronunciaba la palabra clave que ponía fin a su frase y me servía para saber que me tocaba decir la mía. Y así, frase tras frase, se rodaban nuestros diálogos. Cada poco tiempo me pedía perdón, y yo le tranquilizaba: "Jean, esto en España es una superproducción". El problema es que a Jean Sorel le habían cazado a lazo para una coproducción. Le dieron a leer la historia, y cuando dijo que estaba bien le metieron en un avión y le mandaron para España. ¡Y no sabéis lo que es rodar con Tito y sin sonido directo! Gritaba en la toma: "Vamos, Freddy, ritmo, vamos, alegría... No le metas tanto la mano, cógela y la miras a los ojos... " Y uno poniendo cara de circunstancias. Un poco como las escenas de cine mudo de Cantando bajo la lluvia. De repente, gritaba: "¡Que ruedo, que ruedo, que ruedo!". No estaba ni colocada la cámara y ya quería rodar.
¿Y tus muchas películas con Mariano Ozores?
Ese es otro hombre con el que se ha cometido una gran injusticia. He hecho películas con él francamente divertidas. Es un hombre con mucho ingenio, con mucha chispa, que te resuelve con gracia situaciones muy complicadas de un rodaje. Y no olvidemos que hombres como él han mantenido viva esta industria en momentos en que se desplomaba. Yo, por ejemplo, he estado ahora un año entero sin trabajar porque he querido, y de repente he rodado Los Porretas, un sainetón puro y duro, sainetón en el mejor sentido de la palabra, porque he querido. He sido feliz haciendo eso. Porque cada uno tiene que saber el género en el que está metido. Mariano Ozores ha hecho un cine de ese género y lo ha hecho cojonudamente. El ataque despiadado a El sexólogo me parece desproporcionado, porque no es ni mejor ni peor que otras muchas series que se están viendo. Pues bien, Mariano se ha quedado sin trabajo.
Hay una película de esos años que estamos repasando que tuvo un gran éxito y refleja muy bien su momento, Crónica de nueve meses.
Ésa es una película cojonuda. La historia de esas cuatro mujeres que esperan un hijo es espléndida dentro de su género. Por supuesto, el listón es más bajo. No es lo mismo saltar 2,20 que saltar 1,50; pero el 1,50 también hay que pasarlo. Yo rodaba con Mariano una de estas películas de género, Tío, ¿de verdad vienen de París?, que trataba de un matrimonio que se tenía que ir a hacer no sé qué y tenía siete hijos, y los siete eran un desastre porque no se habían ocupado de su educación. El hermano de la mujer venía a hacerse cargo de aquella tropa mientras el matrimonio se iba de viaje. Ésa era una película fenomenal para la que a Mariano sólo le dieron tres semanas de rodaje. Todas esas películas tan denostadas gustan muchísimo cuando ahora se pasan por televisión. Leo en el índice de audiencias: Un curita cañón, tres millones y medio de espectadores, y me asombra porque la han puesto ya veinte veces. Y luego la ves y dices: "¡Pues es una película que está bien!". Creo que hay un buen trabajo mío y una gran labor de Luisito Delgado... Como hay otro trabajo espléndido de Luisito Delgado en Guapo heredero busca esposa, con guión de Alonso Millán, otra película de género que quedó fenomenal, y está hecha en tres semanas y media.
Lo que pasaba con estos hombres que han hecho tantas películas contigo, Pedro Lazaga, Luis María Delgado, Tito Fernández, Mariano Ozores, es que les gustaba mucho el cine, iban mucho al cine. Cosa que a muchos directores jóvenes no les pasa...
Ahí quería yo ir. Todos estos directores que he mencionado tenían una enorme pasión por el cine, se conocían a los grandes maestros clásicos, como Lubitsch, Ford, Mamoulian, Clair, Renoir. En el trabajo de cada día todos éramos conscientes de que en tres semanas y media no se podía hacer una obra maestra del cine comercial. Y no digamos ya el material: seis mil metros, para una película final de unos dos mil setecientos, apenas te da más que para hacer una sola toma de cada plano, si tienes en cuenta el material de arranque de cámara y la parada de motor. Pero si lográbamos hacer dos tomas, queríamos que allí estuviera lo mejor. Había amor por lo que hacíamos, cosa que hoy escasea. Y lo ves en los mismos actores. Cuando los oigo hablar sólo de cuántas semanas son de rodaje, cómo van en los títulos, si dan de comer caliente o frío... Todo eso está muy bien, pero lo primero que ha de hacer un actor es aprender su papel y sacar el cien por cien de lo que ese papel ofrece. Noto que ahora a la gente le falta ilusión.
A la muerte de Franco tú estás más o menos un año sin trabajar, mientras que anteriormente hacías cinco o seis películas en ese tiempo...
Porque me quisieron dar carpetazo. Eso es cierto, pero no lo consiguieron.
¿Es en ese momento cuando ruedas El puente?
Sí, ahí es cuando entra Juan Antonio Bardem. Hay un guión, y Juan Antonio, a quien no conocía, quiere que lo haga yo. Comimos juntos, y estuvo encantador. Nos tomamos un besugo y luego el chuletón, y me dijo: "¿Y de postre qué tomas?". "Yo no tomo postre." Me contestó: "Pues los que no toman postre no son amigos míos". A lo que respondí: "Pues lo siento de veras, pero no tomo postre". Así empezó nuestra amistad, y luego me llevé maravillosamente con él.
Bardem querría unir su forma de ver el cine con tu popularidad, ¿no?
La mitad de la película respondía un poco a lo que yo había estado haciendo, y la otra quería aprovecharse de esa primera parte. La toma de conciencia. Guardo el guión, que termina con un plano de un grifo, las manos que se frotan para quitar la grasa, la cámara va hacia un espejo medio roto, y dice la acotación: "El espejo devuelve la imagen de un hombre llamado Juan. Fin". Pero Bardem quiso remachar la jugada y de ahí pasar a una habitación cercana donde al principio de la película se había suscitado una huelga y le habían acusado de desclasado. Juan llegaba a esa habitación, le daban un pitillo, y cogía Mundo Obrero. Creo, sinceramente, que ese añadido estaba de más. Era remachar una cosa que ya era palpable. La película se estrenó mal y apenas tuvo público. Sin embargo, en Moscú fue la locura. Gané allí el Premio de Interpretación, y me seguía la gente por la calle. Fue la leche.
Ese mismo año haces una película que ideológicamente está en las antípodas de El puente, que es Alcalde por elección, de Mariano Ozores. ¿Te produce ese paso de un terreno a otro alguna desazón?
En absoluto. Yo, ante todo y sobre todo, tengo una profesión que es la de actor. Lo que veo es si en los papeles que me ofrecen puedo hacer un buen trabajo.
En esa época en que ruedas un éxito de taquilla tras otro, ¿sube tu cotización? ¿Tienes quizá la sensación de que se están aprovechando de ti? ¿Decides aprovecharte a tu vez de ese éxito?
Lógicamente, mi cotización sube. Pero la palabra aprovechar sólo la entiendo al rodar un plano, cuando me dicen mi situación y yo aprovecho para estar lo más brillante que pueda. Quitando esa situación, no me aprovecho de nada, y si se aprovechan de mí y a mí me pagan lo acordado, pues perfecto. Tengo a orgullo haber ido en mi carrera escalón a escalón. A mí me han dicho de pronto que subiese cinco escalones de golpe, y me he negado. He subido sólo uno. Si subes cinco, quizá tienes que bajar luego; y aquí lo importante es no bajar. Y yo no he bajado nunca.
¿Se van haciendo más caras las películas en las que te contratan, hay más tiempo de rodaje?
En esa época se mantienen las constantes en la forma de hacer cine. Salvo El puente, que son seis semanas, las demás se hacen en tres semanas y media, máximo cuatro.
Hay una película de esa mitad de los setenta que haces con un director francés, Didier Haudepin, que se llama Paco el seguro.
Ésa es una película curiosa, rarísima, que a mí me encanta. A Didier le cae en las manos un libro de un escritor húngaro que se titulaba Paco el seguro y trataba de un hombre cuya profesión consistía en embarazar a las futuras nodrizas, para que las señoras de las clases pudientes no se estropearan dando de mamar a sus hijos. Iban donde Paco, y éste sin más las dejaba preñadas con una asombrosa efectividad. Trata del declive de este hombre, que por la edad llega a tener un primer fallo, y la aparición de otro que le sustituye, que interpretaba Patrick Dewaere.
Patrick Dewaere se suicidó...
Era un personaje singular. Me dijeron que tuviera cuidado con él porque era un tipo atravesado, y yo me lo conquisté a base de Chinchón. El primer día de rodaje acabamos a las cinco de la mañana, y le dije: "Patrick, avec moi". Le llevé a la churrería de Iglesia y le hice tomar el chocolate, el churro y la copa de Chinchón untando allí la porra. Se lo debí de enseñar demasiado bien, porque el muy bestia se bebía quince copas de anís. Todos los días, me buscaba al terminar, me cogía del brazo y decía: "Alfredo, allons-nous". No lo encontré tan mala persona como me habían dicho, pero lo que sí es cierto es que era un alcohólico profundo.
¿No trabajaba en Los rompepelotas?
Claro, era uno de ellos.
Y llegamos a Las verdes praderas.
Antes de hablar de la película, y aunque esté presente José Luis Garci, he de decir con toda honradez que mi carrera sería diferente de no haberle conocido. No sé si mejor o peor, pero desde luego diferente.
Conozco a José Luis cuando estoy haciendo El puente y él rueda Asignatura pendiente. El día que la estrena, me voy a Valencia a presentar la película pero, no sé por qué, me manda dos entradas, y yo, al salir para Valencia, le digo a Maite: "Oye, Maite, ¿por qué no vais mi madre y tú a verla, porque yo tengo que ir a Valencia?". Y mi madre y Maite fueron a ver Asignatura pendiente. Y a mi regreso, Maite me cuenta que la película que habían ido a ver era muy buena: "¡Tienes que ir a verla!".
[J. L. Garci] No, Alfredo, nos habíamos visto ya en Cinearte, cuando yo montaba Mi Marilyn y luego nos fuimos al Campo del Gas a ver a Urtain. Lo que sí es cierto es que nos habíamos visto pocas veces.
[Alfredo Landa] Tienes razón. Bueno, lo cierto es que veo Asignatura pendiente y le llamo, porque cuando me gusta una película suelo llamar. Quedamos en vernos, y un día nos encontramos viendo una película sobre los campeonatos mundiales de fútbol de Argentina. Y después de verla es cuando José Luis me contó Las verdes praderas. Por eso digo que José Luis me cambió la vida con Las verdes praderas, El crack, El crack dos y Canción de cuna. No cabe la menor duda de que esas películas cambian mi vida artística. No lo digo ahora porque esté José Luis aquí, lo he dicho en todas partes.
¿Es como con Summers?
Sí, Summers representa el principio y José Luis viene a marcar el final; no el verdadero final, que ése está aún lejos. He leído que hay directores que tienen actores fetiche, y actores a los que les gusta trabajar con un director. Bueno, pues a mí eso me ha pasado con este tipo, porque creo sinceramente que este señor es el cineasta número uno que tiene este país. Y si lo he dicho en otros lugares no me prohibáis decirlo aquí, aunque él sea el editor de Nickel Odeon. ¡No me vayáis a joder con censuras pudorosas! Y porque no voy a dejar que me censuréis, añado que además se encuentra a años luz de los demás, incluidos los monstruos sagrados. [A Juan Cobos.] Vigila las pruebas de imprenta para que esto no lo tache José Luis.
¿Qué recuerdos tienes de Las verdes praderas?
Extraordinarios. Todos los días, cuando regresaba de rodar, pensaba que todo iba muy bien. Era una comedia, que es el género más difícil que existe, tanto para el guionista como para el director y para el actor. Por cierto que José Luis pensaba haber hecho El crack antes que Las verdes praderas. Y quizá fue un acierto hacer primero la comedia, porque estuvo en el cine de estreno de Madrid, el Conde Duque, nueve meses. Cuando me entrevista Jesús Hermida para televisión, siempre me recuerda unas líneas mías en esa película: "¡Que me he equivocado, Conchi, que me he equivocado... Porque he dedicado mi vida a El Corte Inglés, a la Seat, a Philips...!". Las únicas críticas que he recibido de esa película son las de los que me dicen que a quién se le ocurre quemar el chalet... Y les digo que no lo quema, ¡mira que son burros!
Aquel verano fui al chalet de un amigo mío en el valle de la Cerdaña, con gente de San Sebastián y de Barcelona; nos reuníamos y hacíamos unas comilonas. Les conté la película que acababa de hacer, y un tío que se llama Paco se quedó abrumado. Cuando se estrenó la película en Barcelona le envié unas entradas, y Paco vendió su casa de Urus, que así se llamaba el pueblecito de aquel valle, gracias a Las verdes praderas, porque se dio cuenta de que estaba haciendo el gilipollas. El valle de la Cerdaña es magnífico, pero había que ir desde Barcelona los fines de semana —entonces no estaba el túnel del Cadí—, y Paco estaba hasta las narices, aunque la casa era estupenda. Las verdes praderas tenía un reparto extraordinario. Irene Gutiérrez Caba estaba soberbia, y Carlitos Larrañaga jamás ha estado tan bien. Pedro Diez del Corral estaba maravilloso.
Las verdes praderas es mi primer gran éxito tras la etapa que finaliza en 1975. Ya digo que a mí me quisieron dar carpetazo. Pero la película que realmente me saca de esa situación, y que es anterior, es El puente.
[J. L. Garci] Pero yo recuerdo que la primera semana repetimos unos planos que a mí no me gustaban, ni a ti tampoco. De todas formas, se rodó muy rápido: en total, cuatro semanas y media.
Y pronto empieza ya un ritmo más intenso de rodajes, aunque a lo largo de tu carrera en muchos momentos has ralentizado tu ritmo para tener más tiempo para ti, para hacer lo que te daba la gana.
Eso lo he hecho a veces y ahora es lo que más valoro. Hay que pensar que la edad que yo tenía entonces me facilitaba una diversidad de papeles que ahora se van restringiendo. Es lógico que el cerco se vaya estrechando. Pero, además, en aquellos años se hacían ciento treinta películas y en 1995 se han hecho cuarenta.
¿Cómo hiciste El rediezcubrimiento de México?
Ésa es una novela que lleva como unas trescientas ediciones, todo el mundo la ha leído. El libro mantiene la tesis de que al pueblo mexicano y al pueblo español les unen sus diferencias y les separan las afinidades. Es la historia de un asturiano que con veintitantos años llega a México, y sus enfrentamientos con la forma de ser, de comportarse, de hablar, de los mexicanos. Al principio todo le resulta muy hostil, poco a poco se va integrando, se casa; y vuelve a Asturias para encontrarse con la tumba de sus padres, pero se vuelve a México. La novela era muy bonita, el guión menos y la producción fue de bochorno. El pobre director, Fernando Cortés, que había sido actor e incluso hizo películas en España, estaba casado con la famosa Mapi Cortés. Y sabía de cine lo que yo puedo saber de electrónica. Era un hombre entrañable, pero hizo un film horroroso. Espantoso. Es que no daba una a derechas.
[Juan Cobos] Alfredo tiene razón porque la adaptación del libro, que no es una novela realmente, la hicimos Miguel Rubio y yo, tras haber renunciado guionistas más avezados, que no veían allí un guión de cine. Dimos con una línea que recreaba en términos cinematográficos muchas de las ideas que el libro expresaba y reunimos las andanzas del asturiano en México de una forma aceptable. Lo malo es que el film lo escribimos para Lazaga con la condición, entre amigos, de que antes del rodaje iríamos a México, para ajustar sobre el terreno las peripecias del libro y alguna que habíamos introducido nosotros. Pedro Lazaga murió sin acometer este proyecto, y la productora traspasó nuestro trabajo a una empresa mexicana a la que tuvimos que autorizar, a petición de la empresa española, que quería recuperar lo desembolsado. Y ya nada supimos hasta que vimos el film terminado, y con el ochenta por ciento de nuestras escenas suprimidas.
Has hecho cuatro películas en México: Despedida de casada, de Juan de Orduña, El rediezcubrimiento de México, Forja de amigos y Piernas cruzadas, con María José Cantudo.
Esas películas me dieron, ante todo, la posibilidad de conocer un país que me gusta muchísimo y al que siempre estoy dispuesto a volver.
Antes de entrar en una película decisiva como es El crack, hay en tu filmografía tu única película con Antonio Mercero, La próxima estación.
Tengo un recuerdo estupendo de ella. Creo que es una película muy bonita, me gusta mucho. Es una pena que en cine, salvo La guerra de papá, Mercero no ha tenido el éxito que una y otra vez logra en televisión. A mí me ofreció Espérame en el cielo, que ha funcionado bien. Pero le dije que no, que no me parecía en absoluto a Franco, y hasta se empeñó en hacerme una prueba.
También has hecho varias películas con Pedro Mario Herrero, un escritor que dirigió y que al parecer ahora vive en Miami.
Es un hombre muy interesante, muy culto, al que he tratado mucho y al que siempre le he dicho que debería dedicarse exclusivamente a escribir el guión, porque le pasa lo mismo que a Antxon Eceiza, que también es muy listo, muy preparado, es un tipo fenomenal, pero está completamente incapacitado para dirigir cine. Si preguntan dónde hay que colocar la cámara y Antxon señala el lugar, puedes estar seguro de que ése es el único sitio en el que no hay que ponerla. Hay una película de Pedro Mario, Si estás muerto por qué bailas, que me parece excelente, aunque es muy rara. Si los guiones de Pedro Mario los hubiera hecho en cine José María Forqué, habrían resultado muy buenas películas. Hice con Pedro Mario Clase media, una película de poco más de una hora, que sólo se ha dado por televisión, que tiene un guión estupendo. Está rodada en 35 mm, pero era un especial de televisión. Conchita Cuetos es mi mujer. El guión es maravilloso, pero no está bien hecha. Es una película que no tengo y me gustaría tener en vídeo.
¿Y No disponible?
Ése es otro guión espléndido y que no funciona porque la película está muy mal hecha. Luego hizo una película en Vietnam en la que él y el equipo pasaron por momentos muy, pero que muy peligrosos.
Porque en Pedro Mario siempre está presente su faceta de periodista. Como articulista era un fuera de serie. Un día vino a verme y me dijo que me había escrito una función de teatro. Yo salía para San Sebastián al día siguiente y me quedé con la función de teatro, que se llamaba Balada de los tres inocentes. Llego a San Sebastián, leo la función y me quedo deslumbrado, porque era una función acojonante. Pero soy un cabezón. Le llamé y le dije que la obra era fenomenal y que tenía que hacerla yo. Pero la censura le dice que el sargento no es un sargento de la Guardia Civil, que es imposible pasar ese detalle. Le dije que me la dejase, que mi padre fue comandante de la Guardia Civil e intentaría sacar algo de jugo al hecho de ser hijo del Cuerpo. Como yo era vecino de una hija de Ignacio Martel, almirante de la Armada, hablé con éste, que me atendió muy bien. Tanto, que me llamó el coronel-censor y le dije que si se cambiaba al sargento de la Guardia Civil, aquello no tenía gracia. Y pese a todas las buenas palabras, no permitieron la obra en los términos que había escrito Pedro Mario Herrero. Y aquí entra mi cabezonería. Le dije que yo no la hacía. Pedro Mario me ofreció dar una vuelta a la obra y que en vez de suceder en España se situase en Sicilia, y en lugar de sargento de la Guardia Civil fuera un sargento de los carabinieri. Pero me puse cabezón y dije que lo bonito era que fuera un sargento de la Guardia Civil. Y no la hice. La estrenó José Sacristán. Luego la hice en cine. La obra tuvo un gran éxito, pero si llega a ser un sargento de la Guardia Civil, ¡agárrate, Matilde, que volcamos! En cine se llamó Los pecados de una chica casi decente, con Lina Morgan, dirigida por Mariano Ozores. Lo que pasa es que a la hermana de él, que en cine habría sido un papel de cinco sesiones, en la película le doblaron el papel y tenía una cuarta parte. Ése es el personaje que hizo Lina. No era lo mismo, aunque creo que quedó una película bastante válida, dentro de su género. Esto siempre ha de tenerse en cuenta.
¿Por qué no la dirigió el propio Pedro Mario Herrero?
Pedro Mario es un hombre muy peculiar. Fundamentalmente, es un tipo que escribe como los ángeles. Le he conocido en todos los estados, pero le prefería cuando nos tomábamos unas copas. Era muy ocurrente. Un día me dijo de repente: "¡Nos vamos a La Felguera, que te voy a enseñar lo que es un chigre!". Y nos cogimos el coche y para La Felguera. El chigre era indescriptible, y luego me llevó al Hotel Reconquista, de Oviedo. Me enseñó toda la zona como nunca me la había enseñado nadie.
Su última, película fue El gran secreto. Fueron a rodar, como pasa siempre, al único sitio donde está la nieve asegurada, y no nevó.
En Los santos inocentes habían planeado la película con una luz amarilla porque llevaba cinco años sin llover en los campos de Alburquerque, de Badajoz, y al localizar dijo Hans Burmann, el operador, que habría que poner un filtro y hacerlo amarillo. Bueno, pues fue llegar nosotros y llover como jamás he visto en mi vida. Y como aquella tierra es tan agradecida, a los dos días todos los campos estaban verdes. Y tuvimos esa bruma espléndida. Creo que en definitiva la luz que tuvimos acabó beneficiando a la película.
Llegamos a El crack. ¿Qué pasa cuando José Luis Garci te propone una película que se sale de todas las normas del cine español del momento, y además te encuentras frente a uno de tus grandes personajes?
Para mí, el mejor. Y además es el que tiene mayores dificultades, el que más trabajo tiene. Era darle la vuelta al calcetín. José Luis me dijo: "Quiero que hagas esto. ¿Eres capaz de hacer esto?". Lo leí y me di cuenta rápidamente de lo que me ofrecía.
¿Cuál era la dificultad del personaje?
Fundamentalmente, que nunca se había hecho. José Luis y yo nos metimos en la sala de la Warner a ver películas de Bogart, entre otras El bosque petrificado. Vimos El sueño eterno, Tener y no tener. No tratábamos de imitarlas, porque los personajes eran muy distintos, pero queríamos imbuirnos del espíritu de ese cine.
¿Es cierto que nadie creía en El crack?
Hay una anécdota que he contado algunas veces. Cuando José Luis fue a hacer la coproducción con Impala, leyeron el guión; y cuando dijo que la iba a hacer Alfredo Landa, le dijeron que no, que no me iba, que yo era un gran actor, pero que no me veían en ese guión. Barajaron nombres y le dijeron a José Luis que esa historia le iba muy bien a Antonio Iranzo.
[J. L. Garci] Y también me hablaron de Arturo Fernández.
[Alfredo Landa] Garci les dijo que si no querían la película con Landa, él buscaría otro coproductor. Sólo en ese momento le preguntaron que si él, como director, lo veía tan claro. Y ante la firmeza absoluta de José Luis, aceptaron que yo hiciera el protagonista. Y he de admitir que no me parecía mal la duda de Impala/Warner. Cuando la película estuvo hecha, Paco Hueva y José Vicuña nos dijeron: "¡Perdón, estábamos totalmente equivocados! Ahora nos sentimos tan satisfechos que te debemos una explicación ".
¿Y os pidieron que hicieseis El crack dos?
[J. L. Garci] Ésa es la única película que no he producido...
¿Y por qué no la produces?
[J. L. Garci] Porque veníamos del fracaso de Volver a empezar, donde habíamos perdido absolutamente todo y tuvimos que cerrar hasta la oficina. Y entonces Paco Hueva me dijo que él coproducía con una marca suya e Impala. La marca que él tenía era Lola Films, y el dinero procedía de la Editorial Planeta. Yo ahí no participé para nada. En ese momento mi situación era tan ruinosa que ésa era la única posibilidad de hacer una película. De todas formas, como yo no tenía un duro, les dije que lo que sí aportaba al proyecto era mi parte del guión y la dirección, a cambio de un porcentaje. Creo que las películas de El crack fueron un buen negocio para los productores, que eran también distribuidores.
[Alfredo Landa] Fueron un buen negocio para todos. Fueron películas que nos dieron a todos dinero y prestigio.
[J. L. Garci] El estreno de El crack, en el Cine Coliseum de Madrid, funcionó muy bien. Pero empezaron a salir críticas muy duras, y nos temíamos que quitasen la película en una semana. Entonces nos trazamos un plan, una ruta de radio y televisión, y esa contraofensiva levantó la película, y ya en la tercera semana el cine se llenaba todos los días. Recuerdo que hablé de El crack en un programa de Jesús Hermida donde se proyectaron las primeras imágenes de la película...
[Alfredo Landa] Y yo fui a uno de Íñigo que se llamaba Gente, antes de comer, y había una locutora canaria que me preguntaba si era mejor la montaña o la playa, y yo le decía que cualquiera de los sitios, siempre que se viese El crack. Y así fue toda la entrevista, porque ya las preguntas se encadenaban en torno a la película, y se mezclaban en las respuestas lo divino y lo humano. Nos sacó de cartel el cierre que los cines hacían entonces en verano. Estuvimos de marzo a agosto, y al abrir en septiembre ya pusieron película nueva. Hubo un día que estábamos cenando en casa de un arquitecto y José Luis llamó al Coliseum. Ese día el Cine Coliseum había hecho en taquilla 615.000 pesetas. Pesetas de 1982. ¡La leche!
[J. L. Garci] Vicuña y Hueva tenían miedo de la imagen que existía en ese momento de Alfredo Landa. Por eso metimos la secuencia prólogo, para evitar que la gente se empezase a reír. La dureza de ese momento cortaba de raíz cualquier carcajada y mostraba el personaje que iba a conducir la historia. Era un poco el comienzo de Forajidos, de Siodmak.
[Alfredo Landa] Mi miedo en el estreno era que alguien se riese. Y eso se iba a saber en las primeras palabras que pronunciaba en aquella escena tensa del bar. Cuando al fin abría la boca y decía: "Baretta, dame el mechero o te quemo los huevos", nadie se echó a reír. Y ahí respiré hondo, porque supe que la batalla estaba ganada. No se movió nadie en la sala. Mi miedo es que pasase lo que sucedió en el estreno de Peppermint frappé, que cuando apareció José Luis López Vázquez, la gente se reía. Es el peligro de pasar de un cine de comedia a un cine dramático.
Parece que sucedió incluso en Winchester 73 cuando apareció el nombre de James Stewart, asociado a la comedia durante toda su carrera. Luego la gente comprendió que a partir de ese momento el actor había dado un giro a su trabajo.
[J. L. Garci] El crack dos, que yo quería que se llamase Areta, investigación, funcionó muy bien, tanto en el Cine Coliseum de Madrid como en el Alexandra, de Barcelona. El estreno vino ya después del Oscar, y el ambiente había cambiado.
Alfredo, después de El crack, viene una serie de películas: Los santos inocentes, Los paraísos perdidos, La vaquilla, Bandera negra, con Pedro Olea, Tata mía, con Borau, El bosque animado, de José Luis Cuerda, que suponen un cambio en tu consideración como actor.
De repente me descubren. ¡Mira que tiene gracia!
Empecemos por Los santos inocentes. ¿Cómo te llega esa película?
En la presentación de un libro en el Círculo de Bellas Artes, me encontré con Julián Mateos, a quien conocía muy superficialmente. Mientras hablábamos de cosas intrascendentes, me dijo: "Alfredo, ¿has leído una novela de Delibes que se llama Los santos inocentes?". Le contesté que no, y me propuso que lo hiciera. "Quiero que hagas el papel de Paco. Tan pronto como la leas, me llamas. " Leí la novela y me entusiasmó. Me preguntó que si hacía la película, y le respondí que la hacía cayera quien cayera. Aunque, como siempre, no firmé nada hasta leer el guión, porque la verdad es que la adaptación no era sencilla. Eso de leer primero el guión lo he hecho siempre, y algunas veces que lo he pasado por alto, luego en ocasiones me he arrepentido. En el caso de Los santos inocentes el guión no sólo refleja la novela, sino que hasta la mejora como relato. Mario fue muy respetuoso con el guión. Creo que ésa es una constante en él. Rueda muy bien, sabes que sitúa la cámara en el sitio idóneo, que es muy seguro, muy sólido, que no improvisa. Un día me llamó para hablar del guión, y le pedí que viniese a casa a tomar un gin tonic (dicho sea de paso, hago los mejores gin tonics del mundo. Soy mejor en esto que como actor). Le hice un gin tonic, me preguntó cómo veía yo el guión, le expliqué mi punto de vista muy exhaustivamente, y al final me dijo: "Yo lo veo igual. Bueno, pues hazme otro gin tonic". Nos los bebimos y ya hasta el día del rodaje.
¿Era la primera vez que trabajabas con Paco Rabal?
Sí, y nos entendimos de maravilla. Es un tipo sensacional. Todo el rodaje de Los santos inocentes fue estupendo. Había mucho compañerismo y nos llevamos todos muy bien. Esta película es en la que más convencido estuve todo el tiempo de que iba a ser un éxito. Recuerdo que volví a Madrid el 22 de diciembre de 1983 —día que jugaba España contra Malta—. Recuerdo que terminé de rodar a las doce de la mañana, fui al hotel a afeitarme porque llevaba dos meses con esa barba del film, cogí el coche y me vine para casa. Paré a mitad del camino a tomar un poquito de jamón y cuando venía conduciendo, pensaba: "¡Has hecho un trabajo cojonudo!". Aunque creo que mi trabajo en El crack es mejor en conjunto; el de Los santos inocentes es más fácil.
¿Qué dijo Miguel Delibes? ¿Os visitó en el rodaje?
La visita de Delibes no se me olvidará nunca. Estábamos en Alburquerque y rodábamos por la tarde, de cuatro a doce me parece que era. Estábamos comiendo donde siempre y vino Mario [Camus] a decirme que había llegado Delibes, que estaba comiendo en el restaurante de enfrente, que le atendiera yo porque él no podía en ese momento. Yo ya estaba maquillado y casi listo para rodar. Me fui al restaurante de enfrente y vi al señor Delibes con dos chicas, su hija y una amiga de ésta. No se me ocurrió otra cosa que decirle: "Señor Delibes, mire usted, yo soy Paco el Bajo". Me miró y me dijo: "Sí, señor, usted es Paco el Bajo". "¿Me puedo sentar?". Me senté, y me dijo una cosa extraordinaria: "Yo a Azarías lo he conocido. Es un señor que vive en el pueblo de no sé dónde, y yo lo he copiado, pero Paco el Bajo no tiene para mí una figura física. Pero ahora sí. Es usted. No hay nadie en el mundo que sea Paco el Bajo como usted".
¿Y después del estreno, te dijo algo?
Sí, me dio un abrazo y me dijo: "Estoy orgulloso de que sea usted Paco el Bajo ".
Lo que no se puede pasar por alto es el Gran Premio del Festival de Cannes, que esperaste escondido en un armario...
Os cuenten lo que os cuenten, os juro por mis hijos que esta historia es auténtica. La verdad siempre gana. Había ido a Cannes el 15 de mayo de 1984 a presentar Los santos inocentes, y fue un éxito. En la proyección del Festival, en la secuencia en la que yo husmeo no aplaudieron, pero hubo un murmullo, cosa que me electrizó, y recuerdo que Julián Mateos, que estaba a mi lado, me dio un codazo como diciendo "¡Joder!".
En el pase de la crítica aplaudieron bastante al final.
Allí estaba el segundo del Actor's Studio de Nueva York, y al salir del pase de la crítica me lo presentaron. Me habló en inglés, con lo que no me enteré de nada, y, por lo que me tradujeron, estaba impresionado con mi trabajo en la película. Al final de los tres días mi invitación terminó, hice la maleta y volví a Madrid y, como todos los años, me fui con mis amigos a una finca en Murchante, a jugar al mus, a tocar la guitarra, a cantar, a comer y a beber un fino cosa fina que hay por ahí. Estuve tres días y volví el 21 de mayo. Bien, pues estoy en casa viendo la tele con Maite y mis tres hijos, y de repente suena el teléfono y es Pilar Miró. Me quedé extrañado, porque el Festival no había terminado y ella estaba en Cannes.
En esa conversación, Pilar me dice: "Alfredo, no me preguntes nada porque no te voy a contestar nada. Atiende a lo que tienes que hacer. Esta noche llama a Iberia y pide un billete para mañana para Niza. No te puedo enviar un coche, ni billete, ni nada, porque no se puede hacer uso de nada de lo que te estoy diciendo. Te llamo dentro de una hora". Yo dije: "Pero, oye, Pilar…". "Alfredo, mañana tienes que estar aquí vivo o muerto. " Le conté a Maite lo que me había dicho Pilar y añadí que sólo podía significar que la película había ganado en Cannes y querían que estuviésemos todos juntos cuando se proclamara el triunfo. Llamé a Iberia, reservé el billete, y a la hora en punto llamó Pilar y le dije que estaba todo solucionado. "Alfredo, no me preguntes nada más porque no te puedo explicar nada. Mañana a las doce y media estoy en Niza. Voy a estar sola, no te voy a recibir, ni habrá coche del Festival. Una cosa, tráete el traje de baño." Dicho esto, colgó. Me quedé perplejo. El traje de baño sólo podía significar el smoking. No podía ser otra cosa.
A la llegada a Niza, Pilar me esperaba en un taxi con Diego Galán, que se encargó de recoger la maleta mientras nosotros nos íbamos. Camino de Cannes le pregunté qué pasaba, a qué tanto misterio. "Has ganado el Premio de Interpretación. Anoche, Gilles Jacob me llamó para decirme que España tenía el Premio."
"Menos mal que se ha quedado Paco", exclamé. Paco Rabal se había quedado porque tenía en la Quincena de Nuevos Realizadores otra película. Epílogo, de Gonzalo Suárez. "No", dijo Pilar, "que no es Paco, que es el pequeñito". Me quedé con los ojos cuadrados, y ella me dijo: "Cuando lleguemos al Hotel Carlton, paramos el taxi, pero no te bajes, esperas a que baje Diego. No hagas ninguna imprudencia, porque si ven que después de haberte ido regresas, se van a oler la tostada, y el Festival ha vendido a Eurovisión la exclusiva de la ceremonia de los premios. No quieren ni por asomo que se sepa de antemano el nombre de los premiados". Esperé la señal para entrar, me puse unas grandes gafas de sol que llevaba Pilar, me subí la chaqueta, y cuando Diego, que se había llevado mi maleta, nos hizo una seña, entré en el hotel. Al atravesar el hall, yo le decía a Pilar que parecíamos la Pantera Rosa. De pronto, se acercaron unos pies; oí que decían: "Madame Miró...". Me iba a alejar, y ella me tiró de la chaqueta: "No, éste sí que tiene que verte". Era Gilles Jacob, presidente del Festival, que empezó a decirme en voz baja: "Monsieur Landa, mes félicitations...". Nos metimos en el ascensor, y, al llegar a la quinta planta, otro señor que empieza con lo de "Madame Miró...". Nuevo intento mío de escapada y otra vez Pilar que me dice que es la otra persona que tenía que verme; era Lefebvre. Me llevan secuestrado a la habitación de Pilar, donde me dicen: "De aquí no puedes salir hasta las siete de la tarde, que es cuando se entregan los premios". Mario y Pilar habían luchado —cosa que me parece muy bien— porque Paco Rabal estuviera también en el palmarés, pero desde esa habitación Pilar llamó al restaurante donde comía Paco y le dijo que tenía una mala noticia: "El premio es para Landa, no es para ti". Cuando Mario y yo íbamos a encargar la comida en la habitación, y antes de que se marchase Pilar, que tenía un almuerzo, sonó el timbre de la habitación. Ella ve por la mirilla que es un periodista de Diario 16. ¿Qué hacíamos? Me metí en el armario porque José Luis Rubio, que era el periodista, se olía algo. Alguien me había visto en el aeropuerto de Barajas, y empezaron las pesquisas al ver que mi vuelo era a Niza y que ese día se daban los premios. Rubio estuvo veinte minutos en aquella habitación, y yo pasé todo ese tiempo escondido en el armario. Tenía sobre la cara el vestido de gala de Pilar, y tuve que abrir con sigilo una rendija para poder respirar. A las cinco regresó Pilar diciendo que todo iba bien, y a eso de las cinco y media sonó el teléfono. Pilar le dijo a Mario que el señor no sé cuántos iba a subir. ¿Qué hacer? Pues vuelta al armario. Oí que hablaban en francés, y cuando se marchó, abrieron el armario y, alborozados, dijeron: "¡Estupendo, lo hemos conseguido. Ex aequo el premio de interpretación Paco y Alfredo!". O sea, lo que Dirk Bogarde, presidente del Jurado, no quería: que el premio fuera ex aequo. He de decir en honor de Paco que cuando llegó, a las seis y media, me abrazó y me dijo: "¡De verdad, Alfredo, me alegro mucho, te lo mereces!". Se notaba que lo decía con todo el corazón. Mis palabras fueron: "¡Y enhorabuena a ti también!". Y le tuve que aclarar que el premio era para los dos.
Pero ¿qué dijo Dick Bogarde desde el escenario en la ceremonia de los premios?
¡Ah, eso lo tengo grabado! Se dieron los premios al guión y a lo demás, y salió Dirk Bogarde, que dijo: "Y ahora el premio de interpretación masculina, que ha sido muy difícil, porque hay dos, pero ustedes saben quién es el mejor: Alfredo Landa y Francisco Rabal". ¡Lo tengo grabado, palabra! Porque para gastar una broma a Maite le dije por teléfono que todo era una falsa alarma, que me tenían harto, y que como los premios se iban a dar por Eurovisión, que los viera, que se lo dijese a los niños si estaban, y de paso que lo grabasen. "¡Grábamelo para tener un recuerdo, aunque sea triste, de esta noche!", le dije a Maite. Fue uno de los momentos mágicos de ella y de nuestros tres hijos. Pegaron un bote que rozaron el techo de la habitación.
Pasando a La vaquilla, parece que la entrevista del número 3 de Nickel Odeon, el dedicado a Berlanga, te tiene muy enfadado por algunas de las cosas que Luis dice...
Bueno, estoy que me subo por las paredes, porque es una bellaquería decir que hubo el menor pique entre Pepe Sacristán y yo. No lo hubo en esa película, ni lo ha habido nunca. Tampoco es cierto, y no me parece digno que Berlanga se lo invente, que los actores no estuviésemos viviendo exclusivamente para su película. No sé por qué lo dice. Todo es mentira, y decir que yo soy un robaplanos clásico es de querella. Si de algo presumo en esta profesión es de no haber robado un plano en mi vida. Aprovechar, lo aprovecho todo en mi trabajo, eso sí; pero jamás he robado un plano a un compañero. Ya es hora de que a la gente, por importante que sea, no se le consienta que mienta. No puedo decir que Berlanga me quitase el premio en el Festival de Montreal, pero casi; y tengo la prueba de su puño y letra, porque estaba en el casillero del hotel del señor Garci. Cuando yo ya estaba en el acta del jurado por El crack, se lo dejó quitar y luego dijo que es que no sabía inglés. Tengo la notita que dejó en el casillero del Hotel Hyatt, de Montreal, que dice: "Nos han jodido al final. Teníamos el premio de Landa en el bolsillo y me han ganado". O algo así. Cuando en La vaquilla rodábamos la secuencia de las bombas y de los fuegos artificiales, me dijo que él era muy poco proclive al elogio, pero que tenía que decirme que estaba encantado conmigo porque había colaborado, porque yo era un tipo estupendo. ¡Me viene ahora diciendo que soy un robaplanos clásico!
Posiblemente él quería decir que te entregas con ardor a tu interpretación.
Si quería decir eso, no se puede hablar de robaplanos. Lo que entiendo que destilan sus palabras no es un elogio; y además puede herir a Pepe Sacristán, ya que habla de una escena de los dos y hasta dice que Pepe fue quejoso a decirle que yo le estaba robando la película... Eso no es verdad, y no lo puede decir el señor Berlanga, porque sabe que miente. Hace pocas semanas Pepe y yo hemos celebrado treinta y cinco años de nuestra amistad, y nunca haría yo nada por desmerecer el trabajo de un amigo al que tengo enorme aprecio y al que admiro como actor. El recuerdo que tengo de ese grupo de cinco actores de La vaquilla es que éramos como una piña, que pasamos tres meses muy duros, durísimos; y me considero íntimo amigo no sólo de Pepe sino de Willy Montesinos, de Santiago Ramos y de Carlos Velat.
También miente Berlanga cuando dice que el papel de Manolito Alexandre en Tamaño natural lo escribió para él. Era para mí, pero yo no pude hacerlo. Y lo mismo en Moros y cristianos, donde el papel de Andrés Pajares lo escribió para mí, pero yo tenía otro compromiso.
¿No os habéis dado cuenta de que, en toda la entrevista, Berlanga no dice nada bueno de nadie? Cuando, hace unos meses, nos encontramos en la presentación del libro de Peter Viertel [Amigos peligrosos, Ultramar, 1995], me dijo: "Ya sé que vas por ahí diciendo que soy un hijo de puta con ventanas a la calle, pero que añades que siempre que puedas trabajarás conmigo". Yo quité algo de hierro al asunto, pero ahora lo reafirmo sin que ello tenga ningún sesgo malo. Y siempre que pueda no trabajaré con él, porque me ha demostrado que no es buena gente. No es nada generoso. Lo único que puede decir de mí es que cuando dicen "¡Motor!", yo quiero ser el mejor, respetando a todos mis compañeros. Ésa es una constante de mi vida. En la línea de salida, quiero llegar el primero, pero sin dar codazos ni poner zancadillas. Y si llego el tercero, comprendo que hay dos mejores que yo y que tengo que trabajar para superarlos. Y Berlanga eso lo confunde. Para daros una idea de cómo se trabajó, quiero que recordéis el segundo plano de la película, cuando se están repartiendo las cartas y oigo que los del bando nacional están diciendo que mañana hay baile y salgo corriendo, subo por una cuesta y llego al sitio del megáfono y les echo una arenga. Un plano que debe durar unos cinco minutos. Era un sábado de agosto, con un calor impresionante, y un lugareño que estaba viendo el rodaje, al final me dijo: "¡Joder los del cine! ¡Ya trabajan ustedes! ¡Parece que no, pero...! Esto es duro... ¡Cuarenta y una veces ha subido usted el montico!". Ni yo me lo creía, pero el hombre había hecho una rayita por cada una de las tomas, y había cuarenta y una. Y tened en cuenta que Berlanga nunca te daba una explicación. Decía "¡Corten!" y, acto seguido, "¡Primera posición!". No se sabía lo que había fallado, sólo que se empezaba de nuevo desde el principio. Pero, bueno, eso es así y hay que aguantarse.
¿Cómo ves tu personaje y la película en conjunto?
Creo que la primera hora de La vaquilla es de lo mejor que ha hecho Berlanga. En cuanto a mi personaje, os puedo asegurar que hay un cuarenta por ciento de cosas mías, porque ya sabéis que Luis es de los que te preguntan: "¿A ti qué se te ocurre?". Normalmente no improviso nada, y Jose [J. L. Garci] lo puede decir. Pero es que Berlanga estaba todo el tiempo pidiéndome que aportase detalles al personaje. Cuando me piden que piense algo, puedo aportar, y siempre con el beneplácito del director. Pero en la entrevista del número 3 de Nickel Odeon, Berlanga da la impresión de que éramos unos monstruos, unos gilipollas, y que gracias a su talento —¡que lo tiene, eh!— resulta que aquello salió adelante. ¡Y es mentira! Si Berlanga no quería decir exactamente eso, me parece que hay que tener mucho cuidado con lo que se dice. Uno de los actores me dijo en el rodaje que se iba a tener que gastar la mitad del sueldo en un psiquiatra. Y es que Berlanga lo tenía bloqueado, e intentó bloquear a todo el mundo.
Hiciste una película, El río que nos lleva, basada en una novela de José Luis Sampedro, cuyo guión, que se llamaba Los gancheros, hizo Berlanga en los años cincuenta.
Una novela que me parece espléndida, pero que como película tuvo demasiados problemas de producción porque se cometieron demasiados errores. Os daré algunos ejemplos para que comprendáis algunas insuficiencias de la obra final. Para empezar, en lugar de recurrir al vestuario de Peris o de Cornejo para vestir a gancheros y gentes de los años cincuenta, se contrató a una portuguesa que, con el pretexto de ahorrar, se marchó a comprar la ropa a París. Luego, dado que la maderada de troncos es el eje de toda la acción, yo pensaba que habría unos cuantos troncos auténticos y el resto, hasta cien, serían de alguna materia plástica que permitiría manejarlos bien en el agua, ya que todo gira en torno a esa bajada de la maderada por el Tajo. Pero un día, Tono del Real me explicó en Aranjuez que había encargado doscientos troncos que pesaban una tonelada cada uno, porque todo tenía que ser real. Primer día de rodaje. Alto Tajo. Peralejo de las Truchas. Hay una cascada muy bonita y el plano es que bajan los troncos. El director, cuando tiene todo preparado, grita: "¡Motor! ¡Acción!". Sueltan los troncos y, cuando acaba el plano, se oye el grito de "¡Corten! ¡Primera posición otra vez!". O sea, repetir la toma. Bueno, tardaron ocho días en recuperar río abajo los troncos, y eso a base de un camión grúa que los iba recuperando cinco kilómetros más abajo. En otro momento, para demostrar cómo se administra una película desde el punto de vista de producción, trajo a su mujer, que es juez o fiscal, y que se puso a cronometrar lo que se tardaría en montar un plano, en iluminarlo, en los mil y un detalles de este trabajo, como si se tratara de la fabricación de bombillas en una planta automatizada. Los actores no podíamos creernos lo que estaba pasando en aquel rodaje.
A finales de los ochenta hiciste dos películas muy singulares, El pecador impecable (1987), con Augusto Martínez Torres, y Sinatra (1988), con Paco Betriu.
Dos películas y dos directores con los que tuve una excelente relación. El pecador impecable creo que era mejor como película que como novela, y con Martínez Torres me llevé muy bien. Es un tipo entrañable al que, desde luego, le faltaba experiencia como director. Fue una película muy agradable de hacer, aunque no tuvo ningún éxito. Parece que falló una película prevista y se estrenó un 15 de agosto y sin publicidad de ninguna clase. Sin embargo, he de confesar que es una película de la que estoy enamorado. Y ya en el plano humano, que para mí cuenta mucho, os diré que, además, Augusto es un tipo que cocina muy bien. [Risas.] Y eso también es importante, porque al fin actores, escritores, directores, hemos de tener cualidades humanas y no únicamente profesionales.
Los dos meses que pasé en Barcelona haciendo Sinatra con Paco Betriu fueron estupendos. Paco es muy agradable, muy buena gente. No sólo sabe su oficio y lo hace bien, sino que como persona es extraordinario.
Entre tus grandes papeles de estos años está el de El bosque animado. ¿Te resultó difícil?
No, para mí ésos son personajes fáciles, porque están hechos. Están tan claros, tan bien escritos... El bosque animado es uno de los mejores guiones que he leído en mi vida, porque Azcona hizo una adaptación fuera de serie de la novela de Fernández Flórez.
Ahora mismo confío en que Azcona haya hecho de Diario de un jubilado una adaptación gloriosa, porque Rafael es un guionista excepcional. Aunque al principio dijo que el mundo de Delibes no le iba, cuando leyó la novela le dijo a Andrés Vicente Gómez que sí, que hacía ese guión.
¿Vas a hacer la serie televisiva con el bandido de El bosque animado?
Hace tres semanas estuve comiendo con José Luis Cuerda, que me decía que era preferible hacer veintiséis capítulos de media hora que trece de una. Ha comprado un libro de cuentos de Wenceslao [Fernández
Flórez] del que dice que puede sacar bastantes cosas para las correrías de Fendetestas. Hay dos personajes más que quiere mantener en la serie, como personajes fijos: Cotovelo, el alma en pena, y otro. Con José Luis Cuerda trabajo muy bien y repetí con él en La marrana, que era además la primera vez que yo trabajaba con Antonio Resines, un tío fantástico. Tenéis que perdonar que insista en estas cosas, muy importantes para mi trabajo: Resines es un personaje extraordinario, buena gente, buen compañero.
¿Notas mucho esa buena o mala química que se establece con tus compañeros al trabajar en una película?
Lo notas a las primeras de cambio, y he de decir que son pocas las ocasiones en que he tenido como compañeros gentes con las que no he conectado.
¿Cómo te metiste en una nueva versión de Marcelino, pan y vino, una aventura que estaba llamada a fracasar?
Uno también tiene sus debilidades y comete sus errores. Esa película la hice tras decirle a Enrique Cerezo que aquel guión era una mierda comparado con la película de Vajda y que el papel de Fray Papilla, que había hecho el maravilloso Juan Calvo, en el nuevo guión apenas tenía presencia. Si se trataba de que yo estuviese en esa coproducción para defender lo suyo, entonces aceptaba si me pagaba muy bien. Me pagó muy bien, y fui a Italia a hacer ese remake.
¿Te decepcionó Luigi Comencini?
Perdonad la expresión, pero ése es un hijo de puta con ventanas a la calle. Ya estaba un poco parapléjico y tenía una mala leche que no os cuento. Y además nos despreciaba a los tres españoles que estábamos en la película.
Volvamos, Alfredo, al cine de los años sesenta. ¿Cómo veías tú aquel personaje que creaste y que dio lugar a esa denominación de origen que se llamó landismo? ¿A qué correspondía aquel personaje? Era un tipo generalmente soltero...
Nunca he estudiado un personaje con el prisma que se puede aplicar ahora a lo que ese personaje representaba entonces. Sería pretencioso que yo dijese que creo que estaba encarnando al español medio y que dentro de aquellos personajes estaba el latido de la clase media. Sería fácil de decir ahora pero, insisto, pretencioso por mi parte.
Había cosas que se repetían: normalmente se trataba de un trabajador, a veces se trataba de un camarero que estaba en la costa y al que le asediaban las mujeres, y luego cuando llegaba junto a su mujer, se dormía...
Pero eso entonces era una constante de la vida española. Siempre se ha dicho que el español era un señor bajito con cara de mala leche y que siempre se quejaba porque tenía una pobre vida sexual. Pues lo que hacían esas películas era poner todo aquello en imágenes. El que mi personaje fuera un señor bajito, sin ningún atractivo especial y que ligaba, podía causar un cierto bienestar en los espectadores, y en definitiva es lo que pasaba. Pero nunca me lo planteé como la representación del español medio; simplemente, veía un personaje y lo hacía lo mejor posible.
Pero si hiciésemos una cala sociológica en aquellas películas tuyas, lo que se vería es el reflejo de la vida de la España de entonces. ¿Cómo era el veraneo? Pues unas familias que viajaban con el coche atestado camino del Sur —nunca iban al Norte— y que se metían en unos apartamentos construidos para explotarlos masivamente y sin el menor control de calidad, y que cuando iban a lugares de diversión eran sitios con luces chillonas que se apagaban y se encendían y mucho ruido. Y estaban los últimos estertores del llamado rodriguismo, que fue más un fenómeno de los años cincuenta. Ésas son una serie de constantes, pero ¿cómo en ese medio hay un personaje, que es el tuyo, que va subiendo y subiendo hasta convertirse en el landismo?
Creo que tengo un don, a mí no me va a dar ninguna vergüenza decirlo, que es que soy capaz de hacer creíbles las cosas, y yo hacía creíble todo aquello. ¿Por qué? Porque en un principio yo me lo creía. Tengo ese don de la credibilidad. Lo sé y no me voy a jactar de ello, pero lo tengo. Sé que comunico esa credibilidad, que hago verdad lo que quizá con un análisis muy frío se vería la trastienda. La gente se identificaba. Cuando se haga un estudio sociológico de lo que era la vida española en los años sesenta y setenta, tendrán que recurrir a esas películas españolas que hacían el retrato de cuando apareció el Seat 600, de cuando la gente se empezó a interesar por comprarse un piso, por el frigorífico, por las relaciones extraconyugales. Todo eso está ahí. Creo que esa denominación de origen, lo que se llamó el landismo, es porque tengo ese don. Igual que no tengo perro y estoy mal hecho, tengo ese don de comunicar.
Pero mientras en los años cincuenta se hizo una comedia esencialmente madrileña, las de Conchita Velasco, Tony Leblanc, Antonio Ozores, Laura Valenzuela, lo que nace contigo es un género propio. El latin lover internacional es el equivalente al landismo.
Creo que Tony Leblanc ha sido un genio y que si hubiese nacido en Brooklyn sería un actor como Danny Kaye. Pero Tony, Manolo Gómez Bur, como muchos, no hacían unos personajes creíbles porque hacían una especie de caricatura de aquel personaje. Y yo, no. Yo era normal. Ése es un mérito que viene de que mis padres me hicieron así. Ese mérito es la normalidad, la credibilidad y la naturalidad. En la peor de esas películas, yo tenía la misma ilusión que en Los santos inocentes. Y eso, quieras que no, se nota. El público quizá no sabe lo que es, pero lo percibe. Lo que hago para mi trabajo es fijarme mucho en todo lo que me rodea, aprender de todo. Cada vez que me paro en un semáforo me fijo en la gente, y en todos los actores que veo; y de todos copio, aunque lo filtro a mi aire.
Ya que hablas de actores, ¿cuáles te han producido una mayor impresión? ¿De quién has tomado más?
A quien más he admirado en el género cómico ha sido a Rafael Somoza, que ha sido un portento. Pero he tenido una auténtica devoción por Pedro Porcel. Y no digamos Paco Martínez Soria, que siempre me decía: "¡Hijo, tú eres mi sucesor! Yo te voy a formar compañía". Yo le decía que no, que él tenía una forma de ver la vida, porque dentro de la vida está la profesión, distinta de la mía. Yo no soy así. Marcel Marceu quedaría como un novato al lado de Paco Martínez Soria en la escena en que hace el mimo jugando a las cartas. Y cuando cuenta lo del semáforo de Atocha...
¿Y Pepe Isbert?
A Isbert le conocí sólo los dos días que trabajé en El verdugo, en 1963. Lo que son las cosas, nada más llegar pegué la hebra con José Isbert. Estuve todo el día charlando con él, y al despedirse de mí el segundo día, me dijo eso que siempre cuento: "¡Mira, hijo, en esta profesión hay que ser humilde, hay que ser paciente e ir a por todas. No lo olvides!". Le prometí que seguiría sus consejos y siempre los he seguido, hasta tal punto intimamos. Efectivamente, yo voy a por todas. Si eso se llama robar un plano, me parece muy bien que me llamen robaplanos, porque no dejo ni una. Una vez oí decir a un actor que en el plano sólo tenía una pasada y que eso no era nada. Yo, por la pasada, me mato, por lejos que esté la cámara. Si don José Isbert llega a nacer en Massachusetts, hubiese sido la repera.
Cuando haces una serie para televisión, ¿te planteas tu trabajo de una forma distinta o lo acometes igual?
Cuando hago teatro, me empleo a fondo. Cuando hago cine, me dejo la piel. Y si hago algo que se va a ver en televisión, tres cuartos de lo mismo. Nunca pregunto por dónde me corta el encuadre. Ya me lo dirán. ¿Qué diferencia hay entre la televisión y el cine? La diferencia es con el teatro, donde estás siempre en plano general. Pero, en definitiva, lo que hay que hacer es hacerlo. Hay que sentirlo para que te lo crean. Y no hay más. Por lo menos, ése es mi método. Alguien dijo que yo soy un actor de tripa, y es verdad. Lo que hago me sale de dentro. Hay alguno —lo he visto— que cuando el director grita "¡Motor!" se hace traer el tarro de la miel, se toma una cucharada parsimoniosamente, hace que se reconcentra y luego se adelanta para ocupar su posición ante la cámara.
Hemos hablado antes del cine de principios de los sesenta. ¿Te acuerdas de una película de Juan Bosch que se llama Bahía de Palma? Ahí existía el galán tradicional, que era Arturo Fernández, y luego el actor cómico, Cassen, que obtuvo un gran éxito. Cassen era el español normal frente a la apostura de Arturo Fernández. Estaban ellos y las nórdicas de turno, que representaban el placer desenfrenado. Pero unos años después, tú no necesitas ese galán apuesto; y las historias siguen arrasando en taquilla, porque la gente, contigo sólo, se lo cree. Bahía de Palma necesitaba el trío: Elke Sommer, con el primer bikini español, Arturo Fernández y el cómico. Ahora ya no hace falta una de las patas. Basta contigo y la chica exuberante.
Lo que es muy difícil, y es algo que yo tengo, es llevar la película en los hombros. Hay quien dice que es cuestión de que estés en la secuencia número uno y sigas hasta la cuarenta. No, no. Que el espectador se vaya creyendo todo aquello y que llegue al final y que haya participado de eso, eso es lo difícil.
Lo que sí es cierto, y aquí hay testigos de ello, es que llegas al rodaje con el trabajo perfectamente dominado.
La preparación que otros hacen delante del director y de sus compañeros, yo la he hecho previamente y la he trabajado a fondo el día anterior.
Eso se nota en la forma en que te enfrentas a diversas actrices, como en el caso de Canción de cuna. Se te ve caminar distinto cuando vas al lado de María Luisa Ponte que cuando lo haces junto a Fiorella Faltoyano. Cuando cedes el paso a Amparo Larrañaga, vas de otra manera; cuando, en Los santos inocentes, te sientas con tu mujer, con la Régula, te sientas de otra manera. No se trata de improvisación: tienes todo perfectamente estudiado.
No, hombre. Puedes improvisar una cosa en un determinado momento, pero todo eso no se improvisa. Eso se piensa.
En Los santos inocentes hay un momento en que el texto es todo de Régula —cuando el hijo va a marchar—, pero por tu rostro aparece todo tipo de emociones, de sentimientos, sin que tengas que decir ni una palabra.
Ese plano, en guión, para mí no existía. Pero, por obra de la puesta en escena, vi la cámara y me di cuenta de que estaba en campo, de que a mí se me veía detrás. Y eso es lo que algunos llaman robar un plano, cosa que no admito. La cámara me ve, y soy un actor. Creo que mi deber es integrarme emocionalmente en esa situación que el espectador está viendo.
Lo que hiciste es trabajarte ese plano, añadir intensidad a la escena.
Me hice mi composición de lugar. Venimos de tal punto de la historia, estamos en tal situación, hablan de esto, y he de mostrar mi estado anímico aunque esté en un segundo plano. Cuando veo lo negro —la cámara—, voy detrás de ello. Noto que la cámara me quiere. A mí no me da miedo la cámara, sino al revés. Me gusta. Soy muy consciente de la cámara.
Tú eres un cómico, pero nunca se tiene la sensación de que quieras ser gracioso a toda costa...
Nunca. Yo siempre intento ser el personaje. A veces tratan de que me defina, y siempre digo que soy un actor simpático, pero no cómico. Nunca quiero hacer gracia por hacer gracia. Si la situación tiene gracia y yo sé servirla, me encuentro cómodo. Y Tony Leblanc, por ejemplo, sí quiere hacer gracia. Ésa es la diferencia. Admiro mucho al Morito, a José Luis López Vázquez; me parece un actor maravilloso, ha dado toda clase de personajes. Pero cuando hace un personaje cómico, le noto el truco. Yo también tengo un truco, pero me atrevo a creer que es un truco invisible. Cuando me dicen por ahí que soy muy natural, que soy como en las películas, siempre contesto que están equivocados. Cuando dicen "¡Motor!", a la gente le parece que estoy como cuando coinciden conmigo en un café o en un avión. Pero no lo hago igual. En el momento de empezar a rodar es como si me diesen cuerda. José Luis Sáenz de Heredia me decía que a eso se le llama el efecto Éclair, que es el nombre de una cámara de cine que hacía mucho ruido al rodar. Decía que los actores tenían dos tipos de reacciones al oír el ruido de la cámara: los buenos parecía que tenían recién puestas las pilas, y los malos se acojonaban.
Cuando hacías tantas películas seguidas en los años setenta, ¿tenías la sensación de estar haciendo el mismo personaje o bien, aunque desde fuera se puedan parecer, cada vez te lo planteabas de forma diferente?
Yo sabía que más o menos hacía el mismo personaje, pero intentaba ser ligeramente distinto, adaptarme, no repetirme.
Además, tenemos la sensación de que al enfrentarte a una película no discriminas en absoluto, que lo mismo trabajas con un director adocenado que con un director muy creativo e inteligente.
Os doy mi palabra de que es así. Me entrego con la misma intensidad a una película que tiene un guión cogido con alfileres que a otra que está respaldada por Delibes, Fernández Flórez o, si me apuras, el mismo Cervantes. Todo lo trato con la misma capacidad de entusiasmo. Siempre pongo la misma dedicación y mi lema es hacerlo todo lo mejor que me sea posible.
Dices que no improvisas, pero eso debe matizarse, porque la preparación tan buena que has hecho es lo que facilita que si tienes que improvisar, lo hagas con la misma naturalidad, y encaje en toda la escena.
Claro, yo he pensado todo. Pero a la hora de ponerlo en escena se me ocurren veinte mil cosas, y ahí es donde viene la improvisación. Siempre confío en que el cimiento lo llevo perfectamente sólido y con ese cimiento puede bastar. Pero sé que cuando aquello se pone de pie, y me indican que vaya de una parte del escenario a otra y mire por la ventana, ya sé que de ahí puedo sacar algo. Y, de hecho, saco la tira. Pero siempre con el cimiento.
Cuando haces Manolo la nuit o Jenaro, el de los catorce, llevas mucho más de lo que te van a exigir. Has estudiado el efecto de un gran premio de las quinielas en un sencillo muchacho de pueblo y una serie de aspectos ambientales. Todo eso es lo que te permite moverte en el rodaje como pez en el agua...
Ayer os decía lo del padrenuestro. Sé muy bien que sabiéndome el padrenuestro se me pueden ocurrir muchas cosas... En lo último que he rodado. Los Porretas, yo llevaba los cimientos como agua de mayo. Pero sabía —cosa que en casa no podía prever— que cuando me pusieran la peluca blanca, me maquillaran un poco y me pusieran aquella ropa, aquello iba a florecer de una forma distinta. Es decir, lo que hacía en casa no tiene nada que ver con lo que luego he hecho en el rodaje. Y eso sí que creo que es una faceta mía muy positiva. Pero en La vaquilla, Luis, por así decirlo, me exigía aportaciones. Todo lo que está en la película se hizo con su aprobación. Bien, pues en mi personaje hay un cuarenta por ciento mío, y eso no me lo aprendía el día anterior en la habitación. Me llevaba aprendido todo aquello; pero sabía que cuando Luis pusiera aquello en escena, lo pusiera de pie, me iba a motivar a mí para decir o hacer algo, para dirigir la mirada a alguien. No soy un robot; esa improvisación, con un buen cimiento previo, me da buenos resultados.
La sensación que produce tu trabajo es que en los planos estás interpretando incluso en los momentos en que la cámara no te ve, y por eso, cuando te incluye entre los personajes que filma, siempre estás bien encajado en la escena...
A mí jamás me ha sorprendido la cámara con la guardia bajada. Si por el ritmo de la escena he entrado en cuadro antes de lo previsto, no ha sucedido nada porque yo estaba viviendo esa escena, se me viese o no se me viese. Soy consciente de dónde está la cámara, de en qué momento me va a coger. No actúo cuando me va a coger, sino que lo estoy haciendo antes... pero sé cuándo voy a estar en cuadro.
Cuando hablas de tu carrera en el teatro, parece que en el fondo te gusta más el teatro que el cine...
No, lo que sí es cierto es que gano mucho como actor de teatro. Vamos, que soy mejor actor de teatro que de cine. Lo que pasa es que el cine tiene una faceta importantísima que me tiene envenenado. A mí me molesta mucho la rutina. Y mi reflexión es que en el cine puedo hacer una película que no esté al cien por cien de lo que me gusta. Pongo todo mi empeño en hacerlo, hago todos los días una cosa distinta, la termino y ya está. Pero pensar que haces una función de teatro, que tienes que comunicar con el público y que no te gusta, pero tienes éxito y estás un año haciéndola... Eso es superior a mí. Lo he hecho con una función que me gustaba y al final acabé frenético perdido. Después de hacer dos funciones diarias —todos los días, porque entonces no había día de descanso— de Ninette y un señor de Murcia durante un año, terminé hasta las narices. Llega un momento en que vas a salir a escena y piensas: "¿Y qué digo?". Y te pones pálido, te entra un sudor frío, y se abre la puerta, y entras y hablas. Pero ese momento es la leche. Hacer todos los días dos funciones es tremendo. Ahora no hago dos funciones diarias ni borracho. Siempre lucho por hacer una; pero esa una tiene que ser extraordinaria, porque si no, no merece la pena.
Si monto mañana Clavijo, búscame un hijo o una de esas piezas de Muñoz Seca, sé que me llevo el dinero a espuertas, porque sé que me anuncian en la feria de Bilbao, en la de Valladolid o en la de Salamanca y no hay entradas desde un mes antes. Lo sé porque no he hecho teatro en muchos años, y también porque tengo la suerte de que la gente me quiere mucho. No puedo defraudar a todo ese público, no puedo llevar cualquier cosa para ganar dinero. Es una exigencia que tengo conmigo mismo. Y en el cine esa exigencia es menor. Ayer me llamaron para una serie de televisión en la que se parte de unas buenas novelas, pero el autor se ha empeñado en hacer él los guiones, y no tiene ni zorra idea. Por tanto, no pienso hacer esa serie. Bien, pues ahora yo en cine también soy más exigente, porque sé que he alcanzado ese cariño del público —soy consciente, lo veo— y no le puedo defraudar. A veces, creo que hago una cosa estupenda y luego resulta una mierda; pero no lo hago consciente, descaradamente. Lo que sí puede pasar es que me equivoque. En principio hago lo que creo que es lo mejor, y si no, no lo hago.
En tu vida como espectador de cine, que es, por supuesto, más extensa que la de actor, ¿ha habido actores que has estudiado, de los que quizá has aprendido algo?
Sí. Por ejemplo, Spencer Tracy. Y Gérard Philippe, que me obnubilaba. ¿Os acordáis de él en Fanfán el invencible (Fanfan la tulipe, 1952, Christian Jaque), en Los orgullosos (Les orgueilleux, 1952, Yves Allégret) o en Los amantes de Montparnasse (Montparnasse 19, 1957, Jacques Becker) haciendo de Modigliani? Era galán, cómico, tierno, pastoril... era todo. La pena es que murió muy joven. Otro actor que siempre me ha apasionado es Jack Lemmon. Ése sí es un actor cuyos papeles creo que podría haber hecho yo, sin compararme en absoluto con él. Walter Matthau me parece otro pájaro importante. Y había un actor húngaro que trabajaba en Hollywood, Paul Lukas, que de joven me entusiasmaba. También me entusiasma Marlon Brando. Hay una cosa en él que es maravillosa, que es el dominio del plano. Y, por mencionar a otro de mis grandes ídolos, no puedo olvidar a Charles Laughton. A mí, que soy muy propenso al histrionismo, me encanta Laughton.
Hablando de histrionismo, sé que necesito que me controlen. Cuando trabajo con José Luis Garci voy en coche, porque una vez que hemos puesto todo en pie, él me dice dónde he de contenerme. Pero en Los Porretas sabía que el cedazo tenía que ponerlo yo. Dado como es la película, y por todo lo demás, sabía que si me subía a la lámpara me iban a pegar dos ovaciones, pero no debía subirme a la lámpara. Debo pegar un saltito, nada más. El saltito, sí. Es un sainetón puro y duro, y el saltito lo tengo que pegar porque eso es obligado. Pero una cosa es el saltito y otra trincarme de la lámpara. Y el problema es que salvo unos cuantos directores, los demás no me van a someter al cedazo. Prefiero trabajar con directores que me controlen en algunos excesos. Porque, cuando luego ves la película, comprendes que si te hubieses dejado llevar en algunas escenas, el resultado sería excesivo. En toda la serie de películas del landismo, tuve que echar demasiadas veces el freno y por eso lo tengo un poco desgastado. En No desearás al vecino del quinto, me planteé hacer el maricón como lo había visto en revistas y en ciertas películas, pero decidí hacerlo a base de miradas y de pequeños detalles. Si le propongo a Tito [Fernández] hacer el maricón como él estaba acostumbrado a verlo en los tablaos flamencos y me lo hubiera celebrado... Creo que en todas las películas siempre hay algo de bueno, y si en No desearás al vecino del quinto hay algo bueno en mi trabajo, eso sí que lo aporté yo en función del cedazo que yo mismo me puse. Hice una película —no diré el título ni el director, porque me parece de mal gusto— en la que había un plano en el que yo abría la puerta, entraba y decía: "Buenas tardes". Hicimos un ensayo y el director me dijo que lo quería así, pero en gracioso. ¿Pero cómo voy a estar gracioso diciendo "Buenas tardes"? Y ese director, que era un cretino, me dijo que a mí me contrataban por ser gracioso. Me encrespé, porque la situación era de lo más natural, y le mostré lo que sin duda él quería: entré desaforado y grité el saludo. Entonces, aquel genio me dijo que era así como lo quería. Le respondí que todavía le gustaría más si me bajaba los pantalones y me colgaba de la lámpara. Todo para decir "Buenas tardes". No sabéis lo que he tenido que luchar en ese sentido con los directores. Muchas veces he tenido que hacerles ver que lo que pretendían era excesivo, que rozábamos el ridículo. En El reprimido, me decía Mariano Ozores —a quien quiero, respeto y admiro— que en vez de decir "Voy a San Juan de Luz", dijese con dinamismo: "Voy a San Juan de la Lumière". Y le hice ver que eso era de ínfimo teatro de revistas. Le tuve que suplicar que no me hiciera decir esa frase de diálogo. Y cosas y casos como ése los he vivido a centenares. Basta con decir que vas a San Juan de Luz a un striptease y que una fulana te pone los pectorales junto a la boca. Ya es bastante todo eso. No hay que recargarlo. Pero no hay que decir San Juan de la Lumière. Como digo, he tenido que luchar todo el tiempo contra los excesos.
Hay muy pocos directores que conozcan la interpretación, que sepan de dirección de actores, que te indiquen dónde debes colocar una pausa. Eso es lo que decías de la forma de entonar que os indicaba Mihura. El color de la voz, el tempo, si alargas o no una frase. Ahí se ve a un director. En España hay muchos que si tuviesen que dirigir de verdad a los actores, no sabrían cómo hacerlo. Y es que muchos directores te dicen que eso es cosa de los actores, que para eso les pagan.
De ésos hay montones. Volviendo al teatro, recuerdo que en uno de los primeros ensayos de Eloísa está debajo de un almendro yo tenía una frase y nada más decirla salía. La decía echándola hacia arriba, y fue José Luis Alonso quien me dijo que la echase hacia abajo. En aquel momento defendí que si la echaba hacia abajo se perdía el efecto, y José Luis me insistió. Bueno, pues uno de los mejores momentos de la obra fue aquella frase que eché abajo cuando yo creía en principio que tenía que echarla hacia arriba. Eso es saber. Pero de ésos hay muy poquitos en el cine español, pero que muy poquitos. Hice una película con Rafael Gil, con quien me llevé muy bien; pero como vi que no me dirigía, un día le pregunté si estaba de acuerdo con mi trabajo, y me dijo: "Alfredo, cuando contrato a alguien como usted, que es un fenómeno, le dejo hacer lo que él quiera ". Y comprendí que si no ponía yo el cedazo, me podía pegar una costalada descomunal. Gil no me decía ni palabra en cuanto a mi trabajo. Ni una sola indicación. El trabajo del director, del buen director, es mucho más complejo que el del actor, pero algunos andan por la vida ejerciendo de directores sin saber bien lo que eso significa. El tamaño del encuadre puede modificar la forma en que el actor ha de decir su frase. Y ésa es tarea del director. Por eso tengo que aplicar mi propio cedazo en muchas ocasiones. Unas veces lo he hecho con fortuna y otras me he equivocado. Hay directores que no sólo no saben dirigir actores, sino que te das cuenta de que en el rodaje naufragan porque no saben dirigir nada.
De las más de cien películas que llevas hechas, ¿cuál sería el porcentaje de las que te has sentido dirigido, un diez por ciento?
Siendo generoso, puede que un diez por ciento.
Pero si el director dimite de sus funciones, ¿cómo coordinas el trabajo que tú has hecho con tu personaje con el de los demás actores que te dan la réplica?
Ahí radica gran parte de los problemas de muchas películas: carecen de rumbo. He hecho en total ciento trece películas y siete series de televisión, que también mandan. Sobre todo Don Quijote, a la que le tengo un especial cariño, que creo que me quedó bien. Paradójicamente, no ha sido mi trabajo más difícil, porque enfrentarse a un personaje de la envergadura de Sancho no es igual que hacer un personaje que se llama Ceferino Pérez, del que pueden existir veintisiete versiones, mientras que de Sancho Panza existe prácticamente una, la buena. Y si no das con la buena, te vas a pique.
Antes hablabas de Charles Laughton. Bien, el personaje del abogado en Testigo de cargo tiene tal cantidad de posibilidades que, aunque desaprovechases un treinta por ciento, el papel sigue siendo muy brillante, mientras que en papeles como el de El reprimido o el de Las obsesiones de Armando, donde la apoyatura es tan leve, casi depende de ti el que aquello tenga una mínima consistencia.
[J. L. Garci] Cuando recibes un guión, te lo llevas a tu cuarto de estudio y te lo lees atentamente. Pero ¿cómo tomas tu decisión, en función de que el personaje sea bueno, en función de que la historia te interese? Si el personaje es bueno, ¿lo aceptas aunque la historia no sea buena?
El guión va por delante siempre. Si la historia no funciona, yo allí no pinto nada.
Pero ¿eso es ahora o ha sido así siempre? Porque has hecho quizá otro tipo de películas que, con objetividad, no eran buenos guiones...
Yo he hecho con dos bemoles Pisito de solteras (1973), con un guión infumable, pero había que hacerlo. Ahora, si el personaje está bien pero creo que el guión es malo, no ruedo esa película. Pero he de aclarar que actualmente eso me lo puedo permitir. Aquí está Luis María Delgado, que me ofreció el papel
protagonista de Profesor Eroticus, una película que realmente, no nos vamos a engañar, era mala, y me negué a ese guión siempre. Luego, Luisito, que es amigo mío, insistió y logró vencer mi resistencia, y elegí otro personaje para el que yo veía la posibilidad de meterle una voz extraña. Eran siete u ocho días de
trabajo, pero eso al fin lo acepté. El protagonista que iba a hacer yo lo hizo Jorge Rivero, ya que era una coproducción con México. En Divinas palabras, de José Luis García Sánchez, me ofrecieron el papel que hizo Paco Rabal, pero leí el guión y no me vi en ese papel. Me llamó García Sánchez, me llamó todo el mundo, y no lo hice. No lo veía. Para hacer algo necesito creérmelo. Si no, no puedo hacer que se lo crean otros.
De todas las películas españolas que has visto y en las que no has trabajado, ¿qué personaje te hubiera gustado hacer y que, por supuesto, hizo otro actor?
El Rodolfo de El pisito, de Ferreri y Ferry, que interpretó José Luis [López Vázquez]. El otro día la estaba viendo y yo me veía en ese personaje.
¿Y el papel que hizo Cassen en Plácido?
Cuando doblé a Luis Ciges en esa película, Berlanga me dijo que había visto el estreno en teatro de La felicidad no lleva impuesto de lujo y que si me hubiera conocido antes, yo hubiera hecho Plácido. Me hubiera encantado hacer El verdugo. Manfredi estaba bien, pero se le notaba algo ajeno a nuestra realidad. El que estaba genial era Isbert. Yo me veo en el personaje que hizo Manfredi. Otro papel que creo que habría bordado es el que hizo Paco Rabal en la película Truhanes. Yo lo veía con una mayor dosis de ternura.
¿Y en cuanto a personajes de películas extranjeras? El papel de Jack Lemmon en El apartamento te habría ido como anillo al dedo. Y no digamos ya el de Ugo Tognazzi en En nombre del pueblo italiano (In nome del popolo italiano, 1971), de Dino Risi.
Y el que hizo Tognazzi en Muchas cuerdas para un violín (L'Inmorale, 1967), de Germi. También, los personajes de Sordi, un actor al que descubrí en una película que se llamaba El soltero (Lo seapolo, 1956), de Antonio Pietrangeli, donde trabajaba también Fernando Fernán-Gómez. Sordi era un genio.
Hablando de Sordi, el cine italiano ha explotado con mucho éxito las diferencias dialectales entre las gentes del Norte, del Sur, los de Roma, los de Calabria... algo que el cine español no ha tenido en cuenta en sus personajes. Todos hablan con el mismo castellano, que además es casi igual que el de los extranjeros que vemos todo el tiempo doblados.
Renunciar a los acentos vasco, andaluz, catalán, extremeño, gallego, asturiano, valenciano, ha empobrecido nuestro cine y ha restado público, porque esas diferencias de acento enriquecen a los personajes. Imaginemos que el juego de acentos que en el original tenía Rufufú (I soliti ignoti, 1958), de Mario Monicelli, se hubiera aplicado a Atraco a las tres, porque uno era catalán, otro gallego, otro vasco, otro de Madrid. Habría aumentado mucho su gracia.
¿Cómo ves el panorama de los actores jóvenes que abundan por doquier, mientras consideramos muy difícil hacer algunos de los grandes repartos de teatro y de cine que eran tan ricos en los años sesenta?
Creo que, en general, estos actores jóvenes están dominados por una falta de ilusión, de ese querer hacer las cosas. Falta de ilusión que yo no siento en mí después de tantos años de profesión. Creo que la base del actor, como de todo, es querer hacer las cosas bien. Los de mi generación sé que tienen esa ilusión. Unos más que otros, porque no se va uno a la tienda de la esquina y pide cuarto y mitad de ilusión; pero esa ilusión la mantienen. Lo que no encuentro en los actores jóvenes es el estímulo por hacer las cosas mejor, algo que nosotros sentíamos de una forma imperiosa. No veo la entrega. Veo más la lucha por figurar, por ganar más... Mola mucho ser actor, viste mucho; pero no quieren el sacrificio de largas horas de estudio, de empeño por mejorar en el trabajo... Yo tengo aún mucho que aprender y me entrego a ello; pero, claro, requiere una dedicación que muchos rehúyen, porque les quita tiempo para figurar. Les falta auténtica vocación.
¿De dónde procede la gente joven con la que trabajas en las películas?
Primero, de la Escuela de Arte Dramático, donde hay bofetadas para ingresar. Creo que no sirve para nada, pero bueno... Y luego hay cincuenta mil escuelas particulares regidas por argentinos, que son los que venden la burra muy bien; y cuando los veo y me dicen que vienen del estudio de Fulano o de Zutano, tengo la tentación de preguntarles qué es lo que han aprendido allí, porque en el rodaje no se les ve nada.
Y hay una cosa por encima de todas, algo que sucede en todas las facetas de la vida: hay períodos de sequía. Ahora estamos viviendo una época de total falta de talentos. Se habla de una edad de oro en el cine y en el teatro, los periódicos a veces lo escriben, pero eso es una mentira absoluta. Por la misma razón que en los años cincuenta estaban Mihura, Llopis, López Rubio, etcétera, y ahora no hay sus equivalentes, algo similar sucede con los actores. No hay un relevo. A mí me proponen hacer un señor de cuarenta años y les digo que si están locos. Me argumentan que si me pongo un aplique, quizá... Y mi respuesta es que con un aplique sigo siendo un señor de sesenta y tres años, pero con pelo.
[Luis María Delgado] Antes, la fuente de todo era el teatro: había un abanico amplio de comedias, ya que cada compañía hacía al cabo del año veinte obras, y los papeles se distribuían para poder cumplir ese reparto. Ésa era una riqueza que hoy no existe, porque con una comedia estás un año, bien en Madrid, bien en una gira. Pero antes hacías veinte personajes en una de esas compañías.
Es cierto que en los años cincuenta había actores para papeles de todas las edades...
Ahora hay verdaderas lagunas en la posibilidad de hacer un reparto variado.
Hablaste de que estás buscando una obra para volver al teatro, pero con una temporada restringida. ¿Cómo sería esa obra que estás buscando?
Me gustaría hacer una comedia al estilo de Pato a la naranja, de Douglas Hume. Ojo, la versión auténtica, que era el triunfo del ingenio, de la inteligencia, de la gracia sobre la belleza física. Una obra estupenda, muy graciosa. Quiero hacer una obra de ese corte, no Clavijo, búscame un hijo. El día que yo tenga una buena obra en mis manos, la armo, porque soy mucho mejor actor de teatro que de cine, de verdad. En la última obra que hice, recuerdo que María Luisa Merlo me dijo: "¿Te das cuenta, Alfredo, de que a una frase le has sacado tres carcajadas?". Cuando hice Yo quiero a mi mujer, un crítico se mostraba sorprendido porque encontraba que yo lucía mucho más en teatro que en cine.
Vamos a dar un salto a Manhattan. ¿Te gustan las películas de Woody Allen?
Me encantan. La última que he visto, Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite), es maravillosa. Y no digamos Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway). Woody Allen tiene un talento fuera de serie.
¿Crees que la experiencia del cine te ha mejorado como actor?
¡Pero cómo os lo contaría! Mucho. Aunque he de decir que el público todavía no me ha visto en teatro. Aunque creo, al menos ésa es mi opinión, que he hecho cosas estupendas en el María Guerrero, Ninette y un señor de Murcia, El alma se serena, lo que hice con Gracita Morales, que tuvo un enorme éxito, todavía no me han visto en teatro. Ahora es cuando puedo explotar en un escenario. Y a ello contribuyen películas como Los santos inocentes, Canción de cuna, El crack. Si logro cazar la función que yo quiero, os aseguro que lleno todos los días. Y os emplazo a que si eso sucede comprobéis lo que he dicho estos días, que soy mejor actor de teatro que de cine.
Una entrevista de Juan Cobos, J. L. Garci, Juan Miguel Lamet, Miguel Marías y Eduardo Torres-Dulce.
Estructura y revisión, Juan Cobos. Publicada en el nº 5 de Nickel Odeon (invierno de 1996)