miércoles, 29 de noviembre de 2023

Solas (Benito Zambrano, 1998)

Pocos primeros largometrajes españoles, europeos y hasta del mundo han resultado tan satisfactorios y añorables como Solas, con el que Benito Zambrano, ajeno a modas y conveniencias, tuvo a bien sorprendernos hace ya casi cuatro años. Seguimos sin saber gran cosa de este director; entonces no sabíamos absolutamente nada, salvo lo que la propia película daba a entender, si se quiere algo relativamente elemental, pero yo creo que muy importante, y - tristemente - insólito en los tiempos que corren. Se palpa, nada más empezar la película, que tiene algo que decir, y que el director quiere narrarlo, trasmitírselo a otros, a esos desconocidos variopintos que, cuando hay suerte, llenamos las salas de cine. Zambrano, muy modestamente, va a lo suyo; es decir, se limita a intentarlo, aunque sea de forma poco llamativa, que no sólo no atrae la atención hacia los modos y maneras de contarlo, sino que, sobre todo, no pretende que nos pasemos su metraje exclamando "Qué talento, qué inventiva, qué pericia" la de este Zambrano. Es decir, es una película que se "limita" a contar lo que le pasa a una serie de personajes veraces, creíbles, que existen en la realidad, en lugar de ser un spot publicitario de cien minutos acerca de un señor llamado Benito Zambrano, que trata de hacerse rico y famoso a la mayor velocidad posible.

Esto, que parece de lo más normal, y en alguna época lo fue, es hoy una auténtica rareza. Motivo suficiente para celebrarlo y para sentir gratitud hacia Zambrano; incluso si la película no estuviese conseguida, y fuese menos lograda que bienintencionada, como tan a menudo sucede con los primeros largos, ya hubiera infundido algunas esperanzas en su futuro, y nos incitaría a contemplar la película con paciencia y generosidad.

Lo curioso es que, pese a su tono menor, a su falta de alardes, a su aversión al efectismo, a su afán de no cargar las tintas, la película, asombrosamente, es mucho más de lo que parece ofrecer. De pronto - y sin que hayan transcurrido muchos minutos -, tenemos la sensación de que aquello que se nos muestra es cierto. Y la sobriedad con que sucesos tremendos nos son referidos produce emoción. Vemos belleza, decencia, sinceridad, autenticidad en los personajes. Descubrimos que, pese a no filmar nada hermoso, ni eludir lo desagradable, lo desabrido o lo áspero, hay belleza también en la película. En su tono, su paso, su ritmo, su respiración, en la distancia justa con que mira, en la preocupación que, deducimos y compartimos, siente el cineasta por los personajes, que le importan, le afectan, le conciernen; que ni siquiera se permite maltratar, odiar o insultar cuando se ponen más antipáticos, menos racionales, más brutos, o se entregan a una visión unánimemente negativa, casi complacientemente negra, desmovilizadora, de su vida y del mundo.

No es una película de esas que pertrechándose en su cómoda seguridad, adoptan un tono de superioridad y denuncian un estado de cosas, se quejan en abstracto, buscan culpables que nos permitan sentirnos plenamente irresponsables o imparten lecciones de economía política, sociología y psicología a diestra y siniestra, mostrándonos cuán equivocados estamos todos por no hacer lo que el autor propugna, casi siempre de forma vaga y mágica, sin demostrar - ¿para qué?, y sobre todo, ¿cómo? - la eficacia o justicia de sus "remedios". No dora la píldora, no omite nada, no embellece a los personajes para hacernos más tragaderos sus defectos o sus limitaciones, su pasividad o su fatalismo, su malhumor o su falta de sentido de la supervivencia.

No son, pues, personajes blancos o negros, ni meticulosa y proporcionadamente grises, ni estáticos, para siempre resumidos en una fórmula o definición lapidaria; no son representantes emblemáticos, sino individuos vivos, con sus virtudes y defectos, con sus equivocaciones y manías. Por eso, al final, tenemos la impresión de haber llegado a conocerlos, de entenderlos mejor.

Texto preparatorio para la presentación de la película en Vitoria en el ciclo “Las generaciones del cine español” de la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio (25 de enero de 2002).

El misterioso caso de Powell

Sin que suponga menoscabo para la figura del escritor húngaro Emeric Pressburger, con quien quiso durante años compartir plenamente la autoría de las películas de The Archers sin deslindar las funciones que desempeñaba cada uno, la superioridad y continuidad de la obra en solitario de Michael Powell justifican que, cinematográficamente, identifiquemos a este último como la verdadera cabeza de la pareja —que empezó en 1939 y funcionó desde 1943 hasta 1956 en trece películas—, del mismo modo que el desconocido y mucho más joven Stanley Donen habría de revelarse como el elemento determinante del tándem formado con el bailarín y actor Gene Kelly en tres obras que revolucionaron el cine musical.

La comparación no es ociosa, ya que no abundan los codirectores habituales, y si son raras estas colaboraciones “paritarias” incluso entre hermanos (como los Taviani o los Coen) o entre marido y mujer (Straub & Huillet, Godard & Miéville), más escasas son todavía las que asocian a personas sin otra relación que la profesional y amistosa y de orígenes y formación tan distintas como las de Powell & Pressburger, cuyas obras más famosas, por lo menos hasta hace poco, pertenecían —de un modo que nada tiene que ver con Cantando bajo la lluvia— al género musical (Las zapatillas rojas, la aún superior y más inquietante Los cuentos de Hoffmann… y la excelente, desconocida y subvalorada Oh… Rosalinda!!, por no citar la malhadada aventura española de Powell solo, Luna de miel).

Pero la extraña pareja Powell & Pressburger no debiera ocupar un puesto destacado en la historia del cine sólo por sus obras relacionadas con el mundo del ballet o la ópera (y del arte en general); hay otras muchas películas suyas igual de fascinantes y todavía más originales: Narciso negro, A vida o muerte, Coronel Blimp, y las menos conocidas (¿tal vez por no ser en color?) I Know Where I’m Going y A Canterbury Tale, a las que cabe añadir La zorra (en la versión inglesa, no la americana manipulada por Selznick con la ayuda de Mamoulian), The Small Back Room, La batalla del Río de la Plata o la menospreciada y esplendorosa El libertador, sin olvidar que Powell hizo buena parte de El ladrón de Bagdad en colores de 1940, junto con Ludwig Berger, Tim Whelan, Andre de Toth, William Cameron Menzies y los hermanos Zoltan y Alexander Korda (donde ya le encontramos rodeado de húngaros y alemanes) ni que, en solitario, antes o después de Pressburger, hubiera merecido ser famoso sólo por El fotógrafo del pánico, The Edge of the World y por la inteligente elegancia de El espía negro (su primer contacto con Pressburger, autor del guion), Contraband o Los invasores (también con guion de Pressburger).

Tanto Powell como Pressburger eran personajes muy singulares; no es de extrañar, por tanto, que las películas de la pareja fueran únicas y excepcionales, de una inventiva narrativa, visual y sonora que desmiente los tópicos acerca del academicismo un tanto soso del cine inglés. Para colmo, lograron hacer películas que, al mismo tiempo que la quintaesencia de lo británico (en sentido amplio, es decir, incluyendo elementos irlandeses, galeses o escoceses), y no hay nada tan profundamente inglés como Peeping Tom, la muy compleja y emocionante The Life and Death of Colonel Blimp o —por mucho que la acción transcurra en la India— la más hermosa, Black Narcissus (basada, como El río de Jean Renoir, en una novela de Rumer Godden), tenían siempre un tono y un misterio, una audacia y una osadía formal que parecen procedentes del expresionismo alemán: como se ve, la misma insólita combinación que le daría a Hitchcock sus primeros triunfos.

Es posible que la asociación de Powell y Pressburger, tan fértil y dilatada, estuviese condenada desde el principio a no durar eternamente, y concluyó tras su primer fallo conjunto, I’ll Met By Moonlight; Pressburger sin Powell hizo pocas cosas interesantes (y fracasó en su única tentativa como director), y la fortuna de Powell en solitario se vio truncada por la violenta y ruinosa reacción hostil que desató la personalísima Peeping Tom (de ahí que en los últimos años sólo lograra hacer, tras muchas concesiones indignas de su talento, una película notable, Age of Consent). Triste destino final de una insólita alianza de complementarios, que juntos lograron darle al cine británico, al europeo y al mundial algunas de sus obras maestras más duraderas y asombrosas y muchas películas llenas de amenidad, imaginación plástica y hondo misterio, varias de ellas todavía pendientes de descubrir para muchos cinéfilos.

En "El Cultural", 19/09/2002

Medio siglo de Johnny Guitar

Medio siglo tras su realización y estreno, y a pesar de su profusa influencia (predominantemente en películas europeas, ajenas al género que le sirve de marco formal y mítico pero que claramente desborda), la que quizá sea hoy la más valorada de las obras de Nicholas Ray, la única que resiste invicta al olvido y la ignorancia de la mayoría (tras regresar de un largo eclipse), continúa siendo un western no insólito, sino único, y, pese a su radical impureza genérica, una de las muestras más ejemplares de lo que puede dar de sí la intersección dialéctica —o el choque— entre un autor (con conciencia de artista y voluntad de expresarse por su cuenta) y el haz de convenciones de todo tipo (plásticas, históricas, narrativas, dramáticas) que, con sus márgenes de libertad y sus holguras aprovechables, constituye un género cuando está vivo, es decir, cuando se inscribe en una tradición con capacidad para renovarla y engendrar a su vez otras derivaciones.

Circunstancia que en 1954 estaba, sin que nadie lo sospechase, a punto de concluir en lo que respecta a los más característicos géneros del cine de Hollywood. Vista hoy, Hombre del Oeste (1958) de Anthony Mann se nos revela como lo que era ya cuando se estrenó, como un trágico último estertor del western, lo que empezaría a vislumbrarse en obras posteriores, más explícitamente recapituladoras y crepusculares, como Duelo en la alta sierra del entonces joven Sam Peckinpah y El hombre que mató Liberty Valance del anciano John Ford, ambas de 1962.

Puede, así, verse hoy el fulgor polícromo e incandescente de Johnny Guitar como el entierro vikingo de un género cuyos rasgos básicos, teñidos o incrustados de anomalías, se elevan a la enésima potencia y estallan consumiéndose para dar paso a un discurso actualizado (en lo político) y eterno (en lo amoroso) que lo sobrepasa en todos los frentes, que anticipa la agonía del western llevándolo a su sublimación, trasponiéndolo en un proceso artístico de transferencia. Por eso uno de sus primeros entusiastas, François Truffaut, más tímido y frío que Ray, lo asoció con Jean Cocteau y lo calificó de “féerique”, adjetivo de ardua traducción a nuestra lengua: no valen del todo ni mágico, ni onírico, ni fantástico, aunque las tres palabras abarquen su sentido último, sintetizable como “irreal”. No es que la posición innovadora y excéntrica de Ray careciese por completo de antecedentes; al contrario, como a menudo sucede sin que ello le convierta en discípulo y maestro, ni haga de Ray (tan diferente de carácter, de sensibilidad, de estilo y de visión del mundo, romántico en lugar de clásico) un epígono de Fritz Lang, lo cierto es que muchas heterodoxias de Johnny Guitar fueron precedidas por las perpetradas por el lúcido y pesimista alemán en Rancho Notorious (Encubridora, 1951), igualmente centrado -cosa rara en el western- en una mujer armada, “contaminado” por el cine negro y obsesionado por tres temas de actualidad en sus años respectivos: la ocultación, la inquisición y la venganza.

Pero Johnny Guitar le añade un factor más, que se convierte en su corazón mismo, el melodrama (la música de Victor Young o la canción de Peggy Lee son tan importantes como en una ópera), que hace de Johnny Guitar una de las grandes películas sobre el amor. Y no precisamente en abstracto, sino en el tiempo, en su capacidad de ofrecer resistencia conjunta incluso ante las infidelidades, decepciones o ausencias del ser amado, en sus variantes desviadas o quiméricas, desmedidas o perversas, desde la infatuación a la represión del deseo, desde los celos al odio. Lo más excepcional de Johnny Guitar no es que nos cuente los duros, difíciles, tempestuosos, doloridos amores de Vienna (Joan Crawford), una mujer que a veces viste y se comporta como un hombre, y Johnny (Sterling Hayden), un pistolero romántico con una sensibilidad que algunos califican de “femenina”, y cómo tras haberse roto se reanudan de la fuerza de la maduración, sino que todos los personajes —varios sin percatarse, o muy a su pesar— están enamorados: también The Dancing Kid (Scott Brady), como el adolescente Turkey (Ben Cooper) y el viejo Tom (John Carradine) de Vienna, Emma Small (Mercedes McCambridge) de Kid, quizá de su propio hermano muerto y (como él) en el fondo hasta de Vienna, el bruto Bart Lonergan (Ernest Borgnine) y el cacique John McIvers (Ward Bond) de Emma). Desean a quien no pueden, no deben o no quieren, que no les corresponde porque ama (o prefiere) a otros o ha convertido su amor frustrado en odio, como pasión más fuerte todavía, porque desemboca en la muerte, que exige menos tiempo y esfuerzo que la vida. Como a menudo en Ray, se quiere sin equilibrio, desproporcionadamente, fuera de lugar, a destiempo, a quien no conviene.

En "El Cultural", 01/04/2004

Muertes cruzadas

“Extraños en un tren” cumple cincuenta años

Eran, realmente, otros tiempos. Si se piensa que este año 2001 cumplen medio siglo películas como El río (Renoir), Le plaisir (Max Ophüls), Cantando bajo la lluvia (Kelly & Donen), Candilejas (Chaplin), Meshi (Naruse), Musashino fujin (Mizoguchi), Oyu-sama (Mizoguchi), El mayor espectáculo del mundo (DeMille), La mujer pirata (Tourneur), People Will Talk (Mankiewicz), David and Bathsheba (King), Cielo negro (Mur Oti), La Poison (Guitry), Hakuchi (Kurosawa), Horizontes lejanos (A. Mann), Journal d'un curé de campagne (Bresson), Extraños en un tren (Hitchcock), Los cuentos de Hoffmann (Powell & Pressburger), Bakushu (Ozu), I’d climb the highest mountain (King), Japanese War Bride (K. Vidor), El desterrado de las islas (Reed), Due soldi di speranza (Castellani), Alicia en el país de las maravillas (Geronimi, Luske & Jackson), Tambores lejanos (R. Walsh), La Reina de África (Huston), Roma Ore 11 (De Santis), Ivanhoe (Thorpe), Lucha a muerte (Toth), Esa pareja feliz (Bardem & Berlanga), Más allá del Missouri (Wellman), The Tall Target (A. Mann), Subida al cielo (Buñuel), Casco de acero (Fuller), Umberto D. (De Sica), Caravana de mujeres (Wellman), Der Verlorene (Peter Lorre), The Red Badge of Courage (Huston), Fixed Bayonets (Fuller); El gran carnaval (Wilder), Surcos (Nieves-Conde), Cartas envenenadas (Preminger) —y me atengo a las que yo prefiero de las hechas en 1951; algunas más se estrenaron al año siguiente, lo mismo que en 1951 se distribuyeron también algunas más, terminadas en 1950—; da lo mismo que sus gustos vayan en otra dirección que los míos: encontrar otras tantas que se ajusten a sus criterios de excelencia. Lo más curioso es que las películas que entonces tenían medio siglo a sus espaldas eran casi prehistóricas —en 1901 no había rodado Porter Asalto y robo a un tren, ni Méliès su Viaje a la luna—, mientras que las que este año alcanzan esa edad están todavía completamente vigentes, por mucho que haya en ellas —y no en todas— algún aspecto “anticuado”, por otra parte testimonio de los gustos y las creencias vigentes en la época.

Un buen ejemplo de este tipo de vigor es Extraños en un tren, que acabo de ver por decimoquinta vez, en los 36 años transcurridos desde su muy tardío estreno en España: una de las cosas que sucedían por entonces, como ahora, pero por causas distintas, es que apenas llegaban con un mínimo de puntualidad tres quintas partes de lo mejor que se hacía. Cuando nadie conocía a la hoy célebre Patricia Highsmith, Alfred Hitchcock descubrió en su primera novela a uno de los mejores “villanos” de toda su carrera, el prototipo quizá —en más psicópata— de su Ripley: parece claro que era la idea inicial del encuentro casual (del hambre y las ganas de comer, o de la oferta y la demanda, según se quiera ver) y el personaje de Bruno Anthony lo que fascinó a quien ya era conocido como “el mago del suspense”, ya que de la laboriosa adaptación —en la que intervino, insatisfactoriamente, el mismísimo Raymond Chandler— el resto salió muy modificado y, diría yo, “hitchcockizado”. Se le criticó a Hitchcock, en un momento dado, haber “omitido” los rasgos posiblemente homosexuales de Bruno; de haberlos subrayado —ahí están, bien evidentes para quien quiera verlos— se le hubiera acusado de psicologismo barato, y últimamente, sospecho, de homofobia.

Ceo que una de las virtudes de la película es precisamente la ambigüedad absoluta del personaje, tan loco como inteligente, tan agobiante como no carente de simpatía, tan inconstante como insistente, lo que permite que resulte atractivo y hasta inquietantemente fascinante, sin por ello dejar de resultar ominoso ni de suscitar cierta compasión.

Al acierto genial de elegir para ese papel a Robert Walker se sumó un posible error —o una elección subconsciente— al optar por los muy correctos pero fríos Farley Granger y Ruth Roman como la pareja cuya felicidad —y algo hace que huela a matrimonio de conveniencia entre un tenista de origen modesto y aspiraciones políticas y la hija aburrida, elegante y ociosa de un rico senador— pone en peligro la asombrosa oferta de Bruno, que el superficial Guy no se toma en serio, pese a que es un intercambio bastante razonable —estoy seguro de que se ha llevado a la práctica en multitud de ocasiones—: dos desconocidos pactan matar cada uno a la persona de la que el otro quiere verse libre, de modo que el beneficiario puede tener una coartada perfecta y el posible sospechoso carecería de motivo y hasta de conexión con la víctima.

El resultado es que el personaje de Bruno absorbe y concentra todo el interés de la película, que sólo muy de tarde en tarde es apasionante si él está ausente de la pantalla, pese a los esfuerzos de Hitchcock, que prodiga lecciones de técnica narrativa y de creación de suspense, con más frecuencia de lo normal, como la partida de tenis, con un uso de montaje paralelo que lleva a su culminación sonora los planteamientos clásicos de Griffith; la pelea final de ambos antagonistas a bordo de un tiovivo enloquecido cobra emoción —a pesar de ser previsible el desenlace— debido precisamente a que a los espectadores —y sospecho que al mismo Hitchcock— nos deja del todo satisfechos la idea de que el falso, oportunista y débil Guy triunfe sobre el loco pero mucho más divertido y auténtico Bruno, en el fondo, sospechamos, víctima de un padre que —por lo entrevisto— parece tan odioso como dice su hijo, y de una madre —como tantas en la obra de Hitchcock— totalmente desequilibrada y, para colmo, dominante, de la que ha heredado los rasgos más negativos de su carácter y que habrá minado y destruido a conciencia lo poco sano que quedase en él, fomentando, en cambio, sus caprichos más enfermizos.

Prueba de que, a pesar del esfuerzo invertido en la elaboración y estructuración del guion, algo falló en la preparación, parece también el relieve desproporcionado que cobran multitud de personajes poco relevantes —a veces meros comparsas sin apenas diálogo—, como el profesor borracho que no puede atestiguar de la presencia de Guy en el tren, el encargado del embarcadero del parque de atracciones, la Sra. Cunningham que presta a Bruno su cuello, los dos encargados de vigilar los pasos de Guy, el padre (Leo G. Carroll) y la hermana (Patricia Hitchcock) de Anne (Ruth Roman), o Miriam (Laure Elliott), la mujer de la que Guy querría divorciarse para casarse con Anne.

También parecen obedecer a esa misma sensación de inseguridad tanto el empleo de ciertos efectos de montaje (un puñetazo sencillamente deplorable), probablemente por primera y desde luego por última vez, así como de algunos absurdos y afectados encuadres con la cámara inclinada, quizá influidos estos últimos por el reciente éxito de El tercer hombre, de Carol Reed, y que tienen un carácter verdaderamente excepcional en la obra entera de Hitchcock: se cuentan entre los escasísimos —por no decir únicos— artificios técnicos que, por muchas explicaciones que les busque, no encuentro justificables.

Pasa Extraños en un tren por ser el comienzo del “periodo de madurez” de Hitchcock, sin duda porque el arranque —esos pies destinados a cruzarse— y la idea argumental de partida son fascinantes, casi tanto como el diabólico tentador Bruno; yo creo que, aunque sea una película apasionante, contiene errores suficientes como para que haya que postponer ese momento a La ventana indiscreta; tres años después, o más bien a Pero ¿quién mató a Harry?, verdadero inicio de una serie ininterrumpida de diez obras maestras.

En "El Cultural", 18/07/2001

Epopeya intimista

Pocos podían imaginar, cuando se estrenó Espartaco, que el cine clásico americano estaba tocando a su fin. Por eso, quizá, llamaron la atención sus novedades. Abandonada por Anthony Mann, por discrepancias con el protagonista y productor Kirk Douglas, fue reemplazado por un cineasta mucho más joven, Stanley Kubrick, de 32 años y con sólo cuatro largos en su haber.

Además, era un primer desafío a las listas negras, con Éxodo de Otto Preminger, que también osaba acreditar como guionista a Dalton Trumbo, uno de los diez de Hollywood que más padecieron la persecución del senador McCarthy.

Por la personalidad de sus autores –Trumbo adaptaba una novela del sospechoso Howard Fast, uno de los favoritos de John Ford– se supuso que no sería una superproducción más, ni una más de romanos. Se polemizó acerca de su sentido: claramente contrario a la dictadura (en Roma), a la esclavitud (en general), y favorable a la resistencia (por desesperada que sea) y a la lucha por la libertad (aunque sea al precio de la muerte); todo ello ejemplar e irreprochable… aunque hoy, me temo, demasiado idealista e ingenuo como para que no resulte anacrónico.

Seres creíbles

Porque, 40 años después, todo eso es agua pasada. Hoy se ve Espartaco como una de las últimas muestras puras del gran cine clásico americano, con lo que tenía de maestría narrativa, de sentido dramático, a menudo de generosidad y decencia, de afán justiciero y de aliento épico. Pese a ser una película comercial, que debía recaudar más de lo mucho que necesariamente costó hacerla, era también seria, inteligente, responsable, y no sacrificaba las ideas que defendía a la lógica del happy ending ni la reflexión y el análisis moral y político al espectáculo o el efectismo. Aprovechaba su duración para remansarse donde era preciso profundizar en las relaciones de los personajes, que no eran estos símbolos esquemáticos, emblemas de ideas o funciones, sino seres creíbles, comprensibles, interpretados con naturalidad, sutileza, matices y complejidad. Para abreviar, basta Gladiator –que recicla bastante de Espartaco– como muestra de a lo que ha llegado el cine americano y de lo que no es, por fortuna, la película de Kubrick.

Espartaco es una obra rara en la carrera de Kubrick; no era un proyecto suyo e intervino poco en el guion o el reparto. Por primera vez disponía de un gran presupuesto y rodaba en Scope; hay algo en la respiración y fluidez de la película que quizá se deba al descubrimiento de la horizontalidad. Y es mucho menos fría y más emocionante de lo habitual en este director: la de Varinia (admirable Jean Simmons) y Espartaco es una de las últimas grandes historias de amor.

Es posible que, en última instancia, el autor de Espartaco sea más bien Kirk Douglas, ya que es el que promovió y controló la película, con su amigo y socio Edward Lewis como productor, él mismo de productor ejecutivo y con su propia compañía, Bryna, distribuyéndola a través de la Universal, aunque algunos atribuyen el mérito a Trumbo. Desde luego, a partir de lo que la película permite apreciar, es un buen guión, pero Espartaco es grande por su puesta en escena, y ya era muy buena la historia que narraba Fast, y temo que se ha sobrevalorado a Trumbo por su condición de víctima: la mayoría de los guiones en que intervino desde 1935 a 1947 son lamentables, con pocas excepciones; sus mejores trabajos son posteriores a su retorno: Éxodo, Espartaco, El último atardecer de Aldrich, Johnny cogió su fusil (basado en su novela y dirigido por él mismo)…

Pero entonces la máquina todavía funcionaba, y era posible que proyectos complicados salieran adelante y además muy bien. Alex North compuso una de sus mejores partituras, Russell Metty hizo una espléndida fotografía, y todos los actores hoy parecen perfectos en sus papeles. Y (en inglés) suenan maravillosamente: aparte de los admirables diálogos de Varinia y Espartaco, o las discusiones políticas entre Laurence Olivier, Charles Laughton y John Gavin, habría que resaltar la prodigiosa escena en que, tras reivindicar las artes del juglar y el ilusionista, Tony Curtis recita poemas ante la multitud de esclavos fugitivos embelesados, en una de las más auténticas e impresionantes muestras de la accesibilidad de la cultura que he visto, y con la que Kubrick acaba de restituir a los esclavos todo aquello de lo que habían sido privados: la libertad, la dignidad, la amistad, la confianza, el futuro, la esperanza.

En "El Mundo", 01/03/2002

El último cineasta clásico

Cuando pienso en la carrera de un actor, cineasta y productor (y ocasional compositor) llamado Clint Eastwood, no puedo evitar acordarme de la irónica y magnífica canción de Georges Brassens, La Mauvaise Réputation. Pocos han sido víctimas de su mala fama hasta tal punto, y menos todavía han tenido suficiente confianza en sí mismos para no rendirse a ella. Hay que reconocer, claro, que los antecedentes de Clint no eran precisamente de los que consagran o predisponen a favor entre los “intelectuales” americanos, ni siquiera entre los europeos. Un actor de televisión, que ni siquiera había logrado hacerse famoso, que recala ya con cierta edad en Europa y, entre Italia y Almería, interpreta con inverosímil hieratismo varios spaghetti-westerns (género bastardo y corrupto donde los haya), y que corona definitivamente la cima del estrellato con un personaje de policía de gatillo fácil y tan políticamente incorrecto como el llamado, nada menos, Harry el Sucio, todo le señalaba —hacia 1971, para colmo— como el “blanco” favorito, casi ideal, de la crítica “de izquierdas” más esquemática, esa para la cual toda película sobre la policía era propaganda enemiga, porque era incapaz de enterarse de lo que verdaderamente decía o mostraba.

Justo en 1971 a ese actorcillo de gran estatura —del que lo mejor que se decía es que era “inexpresivo”; reproche del que, por lo demás, se han librado pocos de los grandes actores verdaderamente cinematográficos, no teatrales— le entró el capricho (bastante frecuente entre los que, ganando mucho y cobrando un porcentaje sobre la recaudación de películas muy taquilleras, se convierten, casi sin querer, en productores) de dirigir, pretensión por la que en general fue objeto de burlas y desdén, sin fijarse en que Play Misty for Me (Escalofrío en la noche) era una impresionante “opera prima”, en cuya fuente bebería en años sucesivos (por supuesto, sin reconocerlo jamás) una buena porción del cine americano. La segunda, High Plains Drifter (Infierno de cobardes), y la quinta, The Outlaw Josey Wales (El fuera de la ley), fueron despachadas como imitaciones de Sergio Leone, director entretanto rehabilitado y hasta convertido en “autor de culto” en América. La tercera, que fue la primera en la que no intervino como actor (el protagonista era William Holden), Breezy (1973), un noble melodrama sentimental, sigue siendo ignorada (por eso luego pudo sorprender en él Los puentes de Madison, sobre todo porque casi nadie parece haber visto su magnífico telefilm de 1985 Vanessa in the Garden, producido, como la película que se apresta a rodar, por Spielberg).

Pero Clint era un tipo —bastaba verle actuar en las películas, propias o ajenas— tranquila y silenciosamente persistente, y seguía haciendo más o menos una película al año como director, casi siempre, qué remedio, actuando como protagonista, y casi sistemáticamente alternando —la supervivencia de su compañía, Malpaso, lo exigía— películas muy personales con otras más comerciales, más de acción, más tributarias de la estética de la época, a veces no demasiado distintas de las que realizaban para él otros directores.

En 1982 seguían sin tomárselo en serio, razón por la que muchos aún no han visto la que quizá aún prefiero de toda su filmografía, Honkytonk Man (El aventurero de medianoche), la primera que testimonia su afición musical, y un prodigio de intimismo, emoción contenida y sensibilidad; sólo el escaso interés suscitado por el muy original western Pale Rider (El jinete pálido, 1985) explica que tantos se sorprendieran ante Unforgiven (Sin perdón, 1992). Aunque muy discutida en su momento, y poco comercial sin duda, su decimoquinta película (contando el ya citado telefilm y alguna no firmada por él pero patentemente suya, y al parecer efectivamente terminada o rehecha por Eastwood), Bird (1988) fue la primera que la gente empezó a tomarse en serio; parece difícil no hacerlo con un proyecto tan arriesgado como la biografía musical del saxofonista Charlie Parker, en tres horas, con una estructura muy audaz, con la fotografía más oscura del cine americano, con un final ineludiblemente infeliz, con un tema tan minoritario como el jazz y un reparto casi totalmente negro, y sin el salvavidas taquillero de la presencia del propio Clint en la pantalla. Con Sin perdón llega la unanimidad; de repente, la gran mayoría “descubre” a Eastwood como director, y de golpe reconoce su valía interpretativa. Llueven los óscares, resuena la taquilla y Clint pasa a ser “la gran esperanza blanca” del cine americano. Un poco tarde, y exagerando; se trata de la más sobrevalorada de sus grandes películas, e incluso se le atribuye en vano (y hasta retrospectivamente, cuando consta que no es cierto) la “resurrección” de un género, el western, que sigue bien difunto. Como todas las rehabilitaciones tardías y apresuradas, la de Eastwood fue superficial y olvidadiza. Ya al año siguiente —con Eastwood de actor sólo secundario, y el poco apreciado Kevin Costner de protagonista— la muy superior y altamente conmovedora Un mundo perfecto es patéticamente incomprendida, como lo es (pese a su éxito) Los puentes de Madison, sin duda una de las obras máximas de la década, y lo son sucesivamente las posteriores, ya excelentes todas, sin los altibajos del decenio precedente. Sólo Mystic River y Million Dollar Baby han sido suficientemente valoradas, con notoria injusticia para con varias otras, en especial Space Cowboys y Deuda de sangre, menos sensacionales pero quizá más hondas y más serenas y relajadas.

En cualquier caso, y en los peores años del cine americano, muertos John Cassavetes y Sam Peckinpah, inactivos Paul Newman, Michael Cimino, Jerry Lewis y Francis Ford Coppola, Eastwood aparece hoy como el único director activo en Hollywood cuya siguiente obra se puede esperar con confianza e impaciencia. Sin esforzarse laboriosamente ni imitar a sus precursores, ha conseguido convertirse en un moderno clásico, el único que le queda al cine de su país. Tal vez no tenga la profundidad y la complejidad de un Anthony Mann, un Nicholas Ray, un John Ford o un Howard Hawks, es posible que cuanto haga ya lo hubiesen hecho —antes y mejor aún— los maestros de antaño, pero Clint Eastwood es hoy el único que no nos hace añorarlos, y al mismo tiempo ha conseguido, con la edad, que casi todo el mundo le acepte, por fin, como un gran actor.

En "El Cultural", 6/10/2005

Arcos y flechas

Víctor Erice-Kiarostami. Correspondencias

Para que sea posible establecer, no digamos mantener, una correspondencia es preciso que previamente exista ya (aunque sea implícita) esa correspondencia. De otro modo, los interlocutores no tendrían capacidad para responderse mutuamente, como conviene que suceda entre los que se convierten, por la razón que sea, en corresponsales. Porque el correo exige un cierto orden, uno empieza, el otro contesta, y conviene esperar a la nueva réplica antes de escribir de nuevo, evitando así cruces de misivas que casi siempre acaban por ser malentendidos.

Cuando los mensajes se cruzan sabiendo de antemano que van a hacerse públicos, que a muy corto plazo van a divulgarse, es más, que van de algún modo a exhibirse, es lógico y muy posible que pierdan una cierta intimidad. ¿Sobre todo y más aún si asistimos a un intercambio, como es el caso, entre personas pudorosas, sobrias, de natural silencioso o lacónico (lo que no impide que ocasionalmente puedan ser torrencialmente habladores), con cierta fama de tímidos y de poco expansivos? O quizá no, tal vez esa contención, esa distancia, a pesar de la afinidad, hubiera sido semejante en una comunicación estrictamente privada.

En todo caso, al estar desde su comienzo destinada a ser pública, era como tirar flechas con arco en un estadio, o en una pradera, con público. Tampoco importa demasiado, porque las comunicaciones casi siempre son cifradas para los que las interfieren o las leen desde fuera, o pasado el tiempo. De hecho, las trayectorias de las flechas —porque la distancia es grande y el tiro es algo a ciegas, por aproximación, “de oído” más que de vista— acaban por trazar una serie de arcos, y esos arcos —o su huella invisible— dibujan un edificio.

Ese edificio quizá no sea habitable, pero es imaginable. Cuando se escribe a un desconocido (actividad mucho más frecuente y antigua de lo que se cree), a alguien que verdaderamente no conoce, o que ha visto una vez o dos, pero del que uno sabe poco, lo que hace en realidad es imaginarlo a partir de lo que tiene, de las huellas —escritas, pintadas, sonoras, visuales, narrativas— que ha dejado y de lo que intuimos que esas huellas esconden y al mismo tiempo revelan: de dónde vienen, quizá hacia dónde van.

En el caso de dos cineastas, Víctor Erice y Abbas Kiarostami, nacidos ambos en 1940, que intercambian cartas filmadas, “puestas en escena”, esas huellas previas son, obviamente, sus películas respectivas, lo mismo que las cartas serán, si se quiere, películas pequeñas con señas y remite, es decir, doblemente dirigidas. Se trata de un doble experimento. Uno afecta a los dos cineastas.

Se trata de ver si son capaces de comunicarse con sus propios medios de expresión, de ver hasta qué punto el antes llamado cine está integrado en la escritura de sus vidas. Si se entienden. Si se habían reconocido anteriormente. El otro afecta sobre todo a los eventuales espectadores, que tendrán una ocasión única de acercarse a mirar la conversación entre dos cineastas coetáneos, alejados por la cultura, la distancia, la lengua… Pero que aun así es posible. Si al cabo de unas pocas cartas los dos hombres en cuestión todavía se reconocen, eso querrá decir que no era un error, ni un espejismo, sugerirles, proponerles que se pusieran en contacto, que añadieran a su obra en solitario una que, si no propiamente conjunta, ni co-dirigida, es sin embargo compartida, pensada para el otro, para que la comprenda.

Y también quedará demostrado que sí es cierto, lógicamente sólo a veces, que “el estilo es el hombre” (cuando se trata de personas con un estilo propio) y que cuando el artista pinta el mundo, por muy variado que sea, por repleto de cosas y animales fabulosos que crea haberlo dejado, al final dibuja, sin saberlo, sin proponérselo, sin querer, el rostro propio que no ve.

En "El Cultural", 02/02/2006

A la espera de la muerte

Todo comenzó con un conciso relato de Hemingway en el que un hombre apodado el Sueco espera inmóvil, sin tratar de escapar, que suban a matarle sus ejecutores. Hasta el que no ha leído Los asesinos (1927) conoce la película The Killers filmada en 1946 por el alemán Robert Siodmak (Forajidos) o su “remake” por Don Siegel de 1964, inicialmente destinado a la TV, Código del hampa, y seguramente Out of the Past (Retorno al pasado, 1947), dirigida por el francés Jacques Tourneur, cuyo arranque parece inspirado en la misma situación.

Jean-Pierre Melville, admirador del clasicismo americano, aclimató estas ideas a la dinámica europea, con una óptica muy francesa, en una serie de películas memorables cuya culminación estilística es la depurada, lacónica y desnuda Le Samouraï (1967), conocida aquí como El silencio de un hombre, con la carambola final de que, 32 años más tarde, el americano franconiponófilo Jim Jarmusch devuelva la pelota al otro lado del charco, como acaba de hacer en Ghost Dog.

Jef Corey (Alain Delon), lo mismo que sus antecesores Swede (Burt Lancaster o John Cassavetes) y Jeff Bailey (Robert Mitchum) y su excéntrico pero no menos sosegado descendiente Ghost Dog (Forrest Whitaker), ni se queja ni se pone histérico. Hace tiempo que dejó de correr y sobrevive sin equipaje, dispuesto a jugar su última partida antes de que termine para siempre el juego.

La diferencia entre Melville y sus idolatrados “americanos” estriba en que en él es consciente y deliberado lo que para ellos resultaba convencional o natural, y que la reflexión se impone a la acción, lo cual no es inadecuado en un filme sobre la espera, en el que lo importante no es su fin previsible, sino lo que sucede mientras llega la muerte. Paradójicamente, la de Melville es la más opaca y la menos explícita de estas películas emparentadas por el fatalismo de sus protagonistas. Es también la más seca y externa, la que menos nos cuenta verbalmente, dejando la información a nuestras dotes de observación y a la atención que le prestemos.

Y no quiero dar a entender que se trate de una película oscura, intelectualizada, estática, esteticista o aburrida. Todo lo contrario. Es un trabajo de estilización enormemente coherente, de una gran belleza visual, en tonos de color más bien mate, muy sobria; carente de esa artificiosa “espontaneidad” que tanto agrada a los cineastas de la escuela naturalista, y demuestra una exigencia formal cercana hasta cierto punto a la de Robert Bresson, que no es incompatible con momentos de tensión magistral —o secuencias enteras, como la persecución en el metro— aunque quizá poco explotada en su dimensión espectacular, o de emoción soterrada —toda la relación con la pianista del club, prácticamente muda y sin contacto físico—, que se extiende a las escenas en que asistimos a la solitaria existencia del profesional, o vemos cómo toma precauciones o se cuida las heridas.

Esto significa que casi todo descansa en Alain Delon —que nunca estuvo mejor, ni más sobrio—, en el tratamiento plástico a lo Michel Utrillo de las calles de París que caracteriza a Melville en sus mejores momentos y en su capacidad de contar desde fuera, con claridad y minuciosidad de estratega, la intrincada trama de trampas y deslealtades que tejen las últimas horas de un frío pero no insensible asesino a sueldo que, a pesar de su soledad y su silencio, sabe demasiado.

Es, además de una lección de estética y dramaturgia europeas, que nada deben en esos terrenos al thriller americano, una vindicación de la ética recóndita que puede presidir, al menos en la ficción, la conducta y las actitudes de los situados al margen de la ley. Lo cual no es malo, en tiempos como los que corren, en los que empieza a sorprendernos como algo excepcional y heroico un detalle moral, y no ya entre los delincuentes, sino incluso entre los que defienden o imparten esa ley.

En "El Cultural", 05/07/2000

Campanadas a medianoche - Una experiencia indispensable

Si de todas las películas de Orson Welles hay una que, pese a situarse en otra época y lugar (la Inglaterra medieval, aunque recreada con imaginación y audaz inventiva en tierras de España, con financiación de Emiliano Piedra), acredita su admiración proclamada desde el comienzo de su carrera por John Ford, esta es, sin duda, Campanadas a medianoche, la mejor recreación (que no ilustración, ni representación, ni adaptación siquiera) de William Shakespeare que ha dado el cine, liberada del respeto debido por amor y obligado por la crítica a una tragedia concreta, ya que es la síntesis cinematográfica de varias relacionadas entre sí, y centrada —como tantas obras del autor de Citizen Kane y The Magnificent Ambersons, de Mr. Arkadin y Sed de mal— no en uno, sino en varios de los temas que le obsesionaron y preocuparon siempre, desde su juventud hasta su muerte: la ambición de poder y sus consecuencias; la maduración y la vejez (que ahora ya le ronda el cuerpo, pese a tener tan sólo 50 años), y la amistad traicionada, y, lo que es más triste, a menudo necesariamente repudiada y todavía sentida. Cualquiera familiarizado con lo que de verdad cuentan, bajo su brillante superficie, sus películas reconocerá sin dificultad la omnipresencia de estos motivos.

Quizá sea la menos espectacular, al menos a primera vista, de todas sus películas —aunque, a pesar de la escasez de medios, tiene entre sus muchas escenas memorables una batalla impresionante, de esas que hacen fecha y quedan como parangón— y, paradójicamente a la vista de su origen, la menos teatral, la que menos se asemeja y debe al arte dramático; es también, en cambio, la más desnuda y sentida, la más honda y luminosa, al mismo tiempo la más feliz y la más triste y dolorida, diría incluso que la más personal y reveladora, la menos enmascarada de las que rodó libremente Orson Welles, con una sabiduría que no cae aun ni en la abstracción ni en el ensimismamiento (después de Campanadas…, como ya vaticinó La dama de Shanghai, todo será ya reflexión; o esbozos y borradores inacabados, fascinantes en su mayoría).

Sacando fuerzas de flaqueza —como Falstaff en las escenas más memorables, las que muestran su soledad o su abandono— y añorando un pretérito no vivido salvo sobre los escenarios o a través de la lectura, Welles se sumerge en otro tiempo y nos lo hace brotar redivivo en la pantalla, con una actitud nada arqueológica, sino más cercana a la de un documentalista con buen ojo para el encuadre y la composición, renovando su arsenal de figuras de estilo y rehuyendo la retórica y el lucimiento personal, como director y como intérprete; tarde era ya para demostrar otra cosa, salvo que seguía vivo y además conservaba íntegramente su talento, a pesar del exilio y la pobreza, y que, entretanto, había sabido envejecer bien. Es, en ese sentido, un de-safío modesto, sin estridencias, con el laconismo de una “fe de vida”, que proclama la vigencia del clasicismo precisamente cuando éste se tambalea, ya a punto de desmoronarse.

Nunca estuvo tan bien (y tan a gusto) como actor, rodeado además de colegas famosos y (en el cine, que no en el teatro) desconocidos, todos amigos y excelentes, cada cual con su estilo y sus rasgos particulares adecuado a su papel, sagazmente elegidos y guiados, empujados o contenidos, según hiciese falta. Vemos desfilar la dignidad agónica del gigantesco John Gielgud, la anciana Margaret Rutherford, una insólita Jeanne Moreau, inesperados Walter Chiari o Marina Vlady, el viejo Alan Webb, los jóvenes Keith Baxter y Norman Rodway, su hija Beatrice disfrazada de paje, cada cual en su lugar y su momento, aportando su talento, su piedra al edificio, soberana culminación de una carrera aventurada y contrariada, serenada por un momento, abierta hacia un futuro que no vino mientras completa, en una suerte de venganza poética, las obras antaño inacabadas, frustradas o mutiladas.

Si grande es la belleza plástica de esta película, mayor es aún la de su ritmo poético y la de su aliento moral, que convierten imágenes originales y nuevas en esquirlas de nuestra imaginación y nuestra memoria, donde cobran la apariencia natural, verdadera y consabida de los arquetipos. Es quizá esa la virtud de lo clásico: ser tan nuevo que no se percibe, y, quizá precisamente por ello, durar fresco y vivo para siempre, libre del tiempo. El que ha visto Campanadas a medianoche ha estado allí donde Welles nos lleva, ha vivido lo que sus personajes hacen o padecen, y es como si le hubiese dado la mano a Shakespeare, a través de los siglos y más allá de la muerte, y escuchado su voz. Es por eso una experiencia tan indispensable como inolvidable, de íntima y recogida emoción, de belleza y magnificencia discretas y generosas, un regalo que hay que agradecer a Orson Welles.

En "El Cultural", 23/10/2003

Repóquer de Woody Allen

Pese a que su filmografía es ya, siquiera cuantitativamente, una de las más impresionantes del cine americano de los últimos decenios (35 películas), y una de las mejores representadas en el incipiente y errático mercado de DVD, todavía quedan obras de Woody Allen sin editar en España en este sistema, y por tanto, generalmente inasequibles en VO (subtitulable) y en su originario formato panorámico; entre ellas, casualmente, tres de las cinco que prefiero y mi favorita absoluta, Hannah y sus hermanas. Afortunadamente, la laguna se ha visto achicada con la aparición de Hannah…, La comedia sexual de una noche de verano e Interiores, junto con otra de las más maduras, Otra mujer, y la menos lograda pero sumamente importante y reveladora Zelig, cúspide de las tendencias multiesquizoides y “miméticas” de Woody.

Parece que a muchos la cuestión del formato —lo que equivale a decir el encuadre, la composición y la mayor o menor “holgura” espacial, que influye en el ritmo y el tono de cada escena— les resulta indiferente; es como aceptar un “detalle” en lugar del cuadro entero, o dar por bueno un libro al que sistemáticamente le hubiesen cortado la primera y la última palabra de cada renglón. A quienes les dé lo mismo ver una película casi cuadrada cuando era más o menos apaisada (entre 1x1,66 y 1x2,55) no les interesará tenerla en DVD; a los que nos parece fundamental, aparte de su muy superior definición (sobre todo en blanco y negro), el sistema digital brinda la posibilidad (no siempre aprovechada) de verla del modo más cercano al de su concepción. En el cine de Woody Allen —que, en blanco y negro o en color, siempre trabaja con los mejores fotógrafos (Gordon Willis, Sven Nykvist, Pasqualino De Santis— es especialmente importante, porque hace películas poco “imponentes” (si se compara con Scorsese, De Palma, Coppola, Cimino, Tarantino y otros contemporáneos), más “frágiles” o “vulnerables”, siempre más bien “pequeñas”, mayoritariamente “de interiores”, y un poco —si se me permite la expresión— “canijas”… pero no tanto como quedan en TV y en casi todas las ediciones en VHS, cuyo estrechamiento lateral provoca una molesta sensación de claustrofobia e introduce cierta arbitrariedad y asimetría caprichosa en los encuadres. De hecho, en los últimos años ha sido casi imposible ver una película de Woody Allen relajada y cómodamente, sin que la irritación mermase su comicidad o su emoción.

Bienvenida, pues, la vuelta a la circulación de cinco obras complejas y conmovedoras, realmente imprescindibles (sobre todo, para mi gusto, Hannah y sus hermanas), a menudo muy divertidas (salvo la muy dramática y seria Interiores, que está pidiendo a gritos una revisión), y que no se cuentan entre las mejor conocidas de Allen, pese a que son fundamentales para entender su personalidad y su visión del mundo.

La reedición en DVD supone una ocasión para reconsiderar la historia del cine en casa, en el momento apetecido y a veces (aunque este no sea el caso) con escenas eliminadas del montaje y comentarios o entrevistas con sus autores. Hasta con cineastas de prestigio o de moda, siempre hay piezas no justamente apreciadas en el momento de su estreno y que hoy, con más perspectiva (por el tiempo transcurrido y por su evolución ulterior), pueden revelar toda su importancia. No sería malo que se beneficiase de una nueva mirada una película tan conmovedora y rica como Hannah… (pese a que Woody interprete un personaje secundario), o como la incomprendida Interiores (en la que ni sale, y que carece de elementos cómicos, pero que es una obra personal, sincera y muy dura, admirablemente escrita, dirigida e interpretada), o la minusvalorada La comedia sexual…, muy alegremente despachada como un “pastiche” de las bergmanianas Sonrisas de una noche de verano, cuando es otra cosa, no sólo una comedia “de época” muy divertida; Otra mujer, con la presencia cassavetiana de Gena Rowlands y de Gene Hackman y Blythe Danner, es otra de las películas de Woody más logradas y, curiosa paradoja, menos recordadas; Zelig, mayoritariamente en blanco y negro y visualmente la menos distinguida de las cinco, fue elogiada en su tiempo, pero ha caído en el olvido precisamente cuando se puede ver más claramente su carácter premonitorio en la obra de Allen.

En "El Cultural", 12/09/2002

lunes, 27 de noviembre de 2023

The Savage Innocents/Ombre bianche/Les dents du diable (Nicholas Ray, 1960)

Pocas veces han sido tan parcos, tan desnudos y elementales los datos –la pantalla blanca, el pálido azul del cielo ártico, unos pocos personajes– y tan eficazmente empleados por un cineasta como los que constituyen, se diría que por sí solos, casi sin argumento, Los dientes del diablo. Involuntario testamento, o mejor, azaroso testimonio de la plenitud y la insólita y fugaz serenidad de su autor, podría considerarse como la última palabra libre (aunque no sin accidentes e interferencias) del director que sólo seis años antes estaba lejos de alcanzar semejante grado de madurez, si se entiende por tal descartar la queja y, si no reconciliarse con el mundo, admitir al menos que hay cosas que no tienen remedio: que están condenadas a desaparecer, a morir, a perder la pureza, a convertirse en pasado. Era sólo un primer paso; Bronston y su propia naturaleza autodestructiva y casi suicida frustraron las tentativas posteriores, y hoy queda esta excursión al casquete polar como el mensaje postrero, aunque no definitivo, lanzado por Nicholas Ray a los desconocidos en esa forma de botellas lujosas que son para algunos náufragos del cine las películas.

Puede preferirse la no menos sobria y más irónica amargura de la paradójica Bitter Victory, el aliento esperanzado de la románticamente herida Chicago año 30, el fulgor y la triunfal fantasía de Johnny Guitar, las lucideces tremendas (y distintas entre sí) de In a Lonely Place, On Dangerous Ground y The Lusty Men, la noche efímeramente acogedora y transfigurada de They Live by Night, la fiebre delirante de Wind Across the Everglades; pero hoy es –o debiera ser– evidente que Los dientes del diablo se cuenta entre el puñado de obras audaces y ejemplares en su imperfección vulnerable que hicieron de Nicholas Ray, durante apenas trece intensos años, el máximo creador de formas y emociones del cine americano, el más inspirado de los poetas nómadas, el gran inventor de sentimientos exaltados y personajes inolvidables. Como siempre, es la violencia la que viene a amenazar cualquier atisbo de paz; por remoto que sea el refugio acaba por contaminarse y corromperse. Las mejores intenciones, la generosidad más inesperada, resultan a la postre inútiles, porque chocan contra el muro de la ignorancia, de un desconocimiento que no se acepta como carencia, como algo que es preciso superar o remontar, sino que lleva a la más radical incomprensión, a la intolerancia, a la imposición por las armas de las leyes.

No es una película muy explícita, ni su lamento por la naturaleza o la vida primitiva en vías de extinción son de las que hoy los proliferantes ecologistas aprecian, pero cuán profética resulta su visión de la locura que se extiende, que llega con su dinero a los últimos rincones, que aplasta lo diferente y lo uniformiza a la fuerza. Es, así, anticipadamente, un poco la propia historia de lo que iba a sucederle al mismísimo Ray. No sabía que su cine, la pureza de líneas que representaba, estaba tan condenada a muerte como el mundo de Inuk, el esquimal inocente.

En “Movie Movie : guía de películas” de Teo Calderón. 2ª edición. Madrid : Alymar, 2001.

Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1951)

Despite its moralizing title, Victims of Sin is a magnificent, canonical Mexican melodrama (with several Cuban imports) of the ‘cabaretera’ subgenre, a daring, realistic and even cruelly dramatic tear-jerker thumbing its way through a series of disasters and injustices to what appears to be a really welcome happy ending, only to go on with further catastrophes until arriving, years later, at a (muted) happy conclusion. It is certainly not the most prestigious of Emilio Fernández’ films, and never will be, precisely because it is an unashamed melodrama, but it is arguably among the very best in his quite remarkable career.

A heroic and even saintly rhumba dancer at the Changoo, turned street prostitute for having adopted an abandoned (in the garbage can!) new-born child, the character of Violeta (Ninón Sevilla) is not a passive and powerless victim, but a real, outspoken, rebellious fighter, capable of furiously defending herself and hitting the despicable pimp-gangster mercilessly, played (with relish) by Rodolfo Acosta, deservedly sending him to jail and finally killing him. Which sends her to jail and separation from her adopted kid.


In the standard ninety minutes of a feature film, Fernández presents a series of events which could fill several seasons of any current Tv series, with an economy which at the time seemed quite normal, but today seems to be an outstanding feat, even a miracle. And he manages to integrate, functionally, several fantastic dance numbers, a song by the great Pedro Vargas (sitting at a table with an arm in a sling), and some mambo music by Pérez Prado and orchestra.

Neither cynical nor a simple commercial women’s picture, but a tale, like Mizoguchi’s work, the film has a sincere compassion and sympathy for the prostitutes, whom Fernández probably knew well and liked, as his other prostitution/brothel films suggest (from Las abandonadasThe Abandoned, 1945, to Zona Roja, 1975-1976).

En el catálogo de "Il Cinema Ritrovato - XXXII edizione", 2018

El joven Scorsese

Aparte de cinco de los siete cortos y mediometrajes que ha hecho —y de los que prescindiré no por su brevedad, sino por falta de espacio y porque son sintomáticos pero irrelevantes—, la filmografía del “joven Scorsese” —es decir, el anterior a su consagración mundial, a los 38 años, con Raging Bull (Toro salvaje, 1980)— comprende siete largometrajes de los veintiuno que lleva realizados. Son dieciséis años de carrera frente a veintitrés. 

Es tremendo, pero el hace poco prometedor director ronda ya los 60 años, los que tenía Hitchcock cuando hizo Con la muerte en los talones; a la edad que Scorsese tiene ahora, Ford había hecho El hombre tranquilo, Walsh Pursued y Visconti El Gatopardo, y no cito a estos cuatro sin intención; sin que apenas nos demos cuenta, lleva casi cuarenta años haciendo cine.

Es curioso, pero en ese primer periodo está, aparte, claro, de la primera que llamó la atención sobre él, Malas calles, la que quizá siga siendo su película más famosa y discutida, Taxi Driver… pese a Toro salvaje, Uno de los nuestros, la insólita La edad de la inocencia o Casino, que también tienen sus partidarios acérrimos.


No deja de sorprenderme que ninguna de las películas más celebradas de Scorsese se cuente entre las que yo prefiero: encuentro mucho mejor que Malas calles (y más intensa y brutal que ninguna otra) la inmediata anterior, Boxcar Bertha, producto de la “factoría Corman” poco conocido y nada valorado, pero que considero al mismo tiempo su película más violenta y la más seca y concisa; de esa primera etapa (en concreto, de su final) proceden las dos películas suyas que yo más aprecio, El último vals y New York, New York, las más musicales de un director ciertamente influido e interesado por varios tipos de música, si no todos. 

de la segunda etapa casi me quedaría con las comedias agobiantes y terribles, o más bien, pesadillas en clave de comedia, es decir, El rey de la comedia y After Hours (no seré yo quien repita su soez título hispano), ambas de la primera mitad de los 80, y quizá luego la aún reciente Al límite.

Estas predilecciones un poco a contrapelo me indican que, pese a ser uno de los directores americanos post-clásicos que más estimo, algo en él no acaba de convencerme. Probablemente, encuentro su obra todavía inmadura y desequilibrada, con una preocupante tendencia al exceso cuya “ejemplaridad” encuentro dudosa, cuando es uno de los cineastas actuales que cuentan con más admiradores y discípulos entre sus colegas, mucho me temo que atraídos, sobre todo, precisamente por lo que menos me agrada de él, por lo que me inspira desconfianza y reservas: la combinación de cinefilia vocinglera y un tanto arbitraria, de recursos estilísticos heterogéneos y muy llamativos, y una tendencia desmedida a abusar del movimiento no siempre justificable de la cámara y de los golpes de efecto, tanto dramáticos como de montaje, enfermedades juveniles del cineasta de las que podría haberse purgado con sus primeros cortos, pero que parecen vivas todavía a finales de los años noventa.


Puedo comprender que Scorsese se sienta atraído por tipos de cine muy distintos, aunque a primera vista parezcan incompatibles: qué aficionado no dogmático se ha librado de una esquizofrenia semejante. Lo que ocurre es que una cosa es ver películas y otra muy diferente realizarlas, incluso para los que se empeñan en hacer las que querrían ver.

Y cuando esa nostalgia se debe no a que nadie las hace así ni se interesa por esas cuestiones, sino a que ya casi nadie (salvo Clint Eastwood) es capaz de hacerlas como antes, encuentro que el cineasta en cuestión corre un grave peligro del que, al menos, le conviene ser consciente: puede ser su destino el de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por mirar hacia atrás. 

Dado que los tiempos han cambiado, y con ellos el cine y los espectadores, parece más oportuno buscar nuevas formas de comunicación que tratar de que el antiguo “abracadabra” vuelva a funcionar, simplemente por repetirlo insistentemente y de forma más ostensible y llamativa, gritando la fórmula mágica, antaño susurrada, al máximo volumen: no es así como funcionaba, y no es previsible que el exceso sirva para recuperar el contacto perdido; si acaso, permitirá sacudir y desvelar momentáneamente a los adormecidos, aunque arriesgándose, por falta de sentido de la medida, a agobiarlos y fatigarlos al poco rato e incitarles a “desconectar” de nuevo.

Es también una lástima que a Scorsese se le noten tanto las referencias incongruentes —Pickpocket de Bresson en Taxi Driver, Jules et Jim de Truffaut en The Age Of InnocenceLe Mépris de Godard en Casino— y que sean tan deliberadas; ya que carece de elegancia para emular a Visconti y de complejidad para aproximarse a Powell & Pressbuger, no me explico que se arriesgue a parecer unas veces James Ivory y otras John Boorman, en lugar de centrarse más en la eficaz y explosiva vulgaridad de Robert Aldrich y Frank Tashlin: la combinación de Kiss Me Deadly y Artists and Models (ambas de 1955) sería un buen objetivo ideal para Martin Scorsese.

En "El Cultural", 12/06/2002

El cielo gira, el último gran documental español

Un fenómeno natural tan corriente como la niebla puede aproximar la fotografía en movimiento —o su registro digital, tanto da— a la pintura, plasmada “de memoria”, de ese mismo paisaje, entrevisto —con esfuerzo y con ayuda de las descripciones de otras personas, es decir, también “de oídas”— y palpado y “pateado” por un artista que está perdiendo la vista, y que a pesar de ello no renuncia a “mirar” y plasmar lo que intuye, por lo menos mientras pueda.


Se trata, en ambos casos —el de la extraordinaria primera película de Mercedes Álvarez y los cuadros de Pello Azketa que forman parte de este originalísimo proyecto—, de detener mediante el arte —la transfiguración que permiten su visión y las herramientas que emplea, cualesquiera que sean— el proceso inexorable y casi siempre lento, aunque ocasionalmente acelerado, de emborronamiento de los contornos que precede a la desaparición de las cosas: filmar o pintar o referir lo que todavía, aunque amortiguado ya, o agonizante, sobrevive, antes de que se esfume del todo. Y no se trata en este caso de “registrarlo” sin más, sino haciéndolo propio, reconfigurándolo, dándole sentido, de tal modo que, además de visible, sea comprensible también para uno mismo y para otros, ahora y en tiempos futuros.



En tono menor

Tal fue, sin duda, una de las utilidades que se le pudieron descubrir o atribuir —como unos años antes a la fotografía— al recién nacido cinematógrafo. No es que fuera esa su función originaria o primordial, ni respondiese a ese objetivo su laboriosa, paulatina y múltiple invención durante las postrimerías del siglo XIX, por lo demás anticipada o esbozada por otros artilugios, tanto científicos como de entretenimiento, desde la descomposición del movimiento en Marey y Muybridge hasta la linterna mágica o las sombras chinescas; de hecho, el centenario que hace ya un decenio —qué curioso, el moribundo cine es ya un diez por ciento más viejo— se celebró (de modo en ocasiones formulario y más bien retórico) no conmemoraba realmente el invento —difícil de datar, y de incontables paternidades— sino su primera exhibición pública por los hermanos Lumière, es decir, su conversión en espectáculo, los albores de su explotación comercial, el descubrimiento de que era posible obtener beneficios por mostrar en un soporte nuevo lo ya visto o, muy poco después, lo sólo conocido por lecturas o relatos, lo soñado o imaginado, o lo demasiado distante cuando viajar era caro y requería mucho tiempo, y no estaba al alcance de la mayoría. Pero esa posible misión del cine —a poco que algún cineasta la asumiera, cabe suponer que a muchos espectadores les interesaría, por las mismas razones que nos hacen contemplar maravillados un álbum de fotos de familia (a fin de cuenta, una galería de desconocidos), nos lo enseñe un amigo o demos con él en un mercadillo o en un anticuario— fue pronto olvidada, suplantada o dominada por otras, más fantásticas, más espectaculares y rentables, menos contaminadas por la muerte, que el recuerdo: vivimos con cierta tranquilidad a costa de desentendernos de ella, olvidándola, sin pensar que es algo inevitable y en cualquier instante posible, o sólo, y muy a nuestro pesar, cuando toca en una puerta próxima.

Desde que el cine es sonoro, se acrecienta su capacidad de registrar y hacer más completas y duraderas las huellas de lo aún presente que pronto engullirá el pasado, y tal vez poco más tarde será pasto de esa segunda y acaso definitiva defunción que es el olvido. A partir de entonces también podrían resonar las voces de los muertos en una sala oscura, y el ruido de sus pisadas reforzaría, dándole relieve, la imagen andarina, perpetuamente móvil, en cada ocasión que se proyecte su registro fílmico, más allá de la muerte de los retratados en acción y hasta de los que los fotografiaron. Paradójicamente, el cine hablado parece haber sentido aún con menor frecuencia que el silencioso la vocación memorialista, y ha tendido a eludir esa labor de preservación. En países voluntariamente olvidadizos, como España, han sido raros los ejemplos de acopio fílmico de cualquier tipo de acervo en trance de destrucción, desgaste o sepultura. 

Por eso choca y sorprende gratamente que una cineasta, para su primera película, haya vuelto a su pueblo natal, consciente de ser, pese a su juventud, una superviviente, la última persona nacida en una aldea de Soria —que la película, discretamente, no nombra, aunque vaya camino de hacerse peligrosamente famosa—, tan cercana a la pequeña capital de la provincia que nadie para ni repara en ella, ni pueden quedarse mucho tiempo los allí nacidos, si quieren hacer algo.


Pasado enturbiado

Mercedes Álvarez dejó su pueblo, con sus padres, cuando tenía tres años. Quedan aún unos pocos vecinos, todos ya de avanzada edad, pero de buen verbo, preciso y sabroso vocabulario, insospechado y espontáneo talento narrativo e infrecuente y saludable sentido común. Y a ellos acudió Mercedes Álvarez para tratar de averiguar, mientras alguien lo recordase todavía, el pasado ya enturbiado del pueblo, lo que en él sucedió cuando aún sucedían allí cosas, antes de que ella naciese, o cuando ya no estaba allí, y captar los ecos del mundo que llegan incluso hoy, cuando todavía alguien puede acusar recibo de esas noticias y reaccionar ante ellas, con viejo y sabio escepticismo casi siempre, con poco diplomática espontaneidad, si se quiere con la ingenuidad del niño que osa proclamar lo que todos ven pero prudentemente callan, que el rey está desnudo.

Durante el mismo proceso del rodaje —siguiendo las estaciones, a lo largo del año entero— hubo nuevas bajas, nuevos destrozos, disparatados intentos de sacar provecho de un lugar donde no va quedando nada, o bien poco y solitario, y dejado a su suerte. Esa tierra, esas casas, esas personas han quedado fijadas por la cámara de Mercedes Álvarez, para que lo vean los que nunca han estado cerca de su pueblo, para que todas esas personas puedan ser recordadas cuando ya no estén allí ni en ningún otro lugar. Lo ha hecho, no sé si del todo conscientemente o de un modo espontáneo, como si quisiera probar que, aunque alejada por las circunstancias, sigue siendo de allí, y que su mirada no es muy distinta que la de los viejos atrincherados en el pueblo, los que no abandonan el barco, por mucho que les tengan bastante abandonados. Lo ha hecho con la desnuda belleza, seca y sobria, sin afeites ni ornamentos, de la gente soriana. Con aparente frialdad, sin sentimentalismo ni retórica, sin grandilocuencia ni alardes, sin victimismo, sin darse aires.


En tono menor

El cielo gira se desarrolla en tono menor, con calma y serenidad, sin alharacas ni sensacionalismo, sin gritos ni pancartas. Fluye como un murmullo, como un arroyo de agua fresca y clara, quizá con poco caudal pero eternamente en movimiento. Descubriendo a simple vista el futuro que viene: los molinos de los invasores parques de energía eólica que quiebran las simples líneas del paisaje más bien mondo, que ocultarán cualquier día —si no acaban con él— el arbolillo aislado en la colina que veía todas las mañanas al despertarse, por la ventana de su cuarto, y que es, ha sido siempre, la primera imagen que recuerda. No protesta siquiera: muestra los hoteles prefabricados que se abren paso, cortando escandalosamente la piedra medieval de un palacio extraño, de aire arábigo y orígenes inciertos. No hay queja, apenas la sorna implícita del que ve cómo los valores se trastocan y la moneda falsa desplaza a la auténtica.

Pero ahí queda todo ello, en una película que se llama El cielo gira y que es, para mí, una de esas excepciones que, de tarde en tarde, me reconcilian con el cine español, porque prueban, aunque sea en solitario, y sin recibir en su tierra la atención que merecen —y que fuera sí despiertan: antes de estrenarse aquí, la película de Mercedes Álvarez ha obtenido numerosos premios en festivales prestigiosos, Rotterdam, Cinéma du Reél en París, Buenos Aires—, que no todos los que dirigen películas han renunciado a ser cineastas. Corren el riesgo adicional de no plegarse a las convenciones imperantes, de no rendir pleitesía a las consignas o tendencias de moda cada temporada, de no imitar a nadie, de no aspirar exclusivamente a la rentabilidad económica, de no conformarse con demostrar su “competencia técnica”. No buscan brillar ni llamar la atención ni enriquecerse. Y tienen una exigencia estética que no es sino el corolario de su postura moral, basada en el respeto a la realidad, al instrumento del que se sirven y al espectador al que se individualmente dirigen, sin adularlo ni despreciar su inteligencia. Son cineastas que no se creen el principio del mundo, y que son conscientes de la historia del cine, y precisamente por eso, en lugar de remedar lo que hicieron sus precursores, prefieren seguir su ejemplo, y buscar, como hicieron ellos, la forma de seguir avanzando, en lugar de repetir fórmulas gastadas.

Nada tienen que ver, en el fondo, los directores que en los últimos años permiten, a mi modo de ver, conservar la esperanza, salvo que los más jóvenes comparten la lógica admiración por la obra (y el ejemplo) del más veterano.


Suficientes nexos

Lo que tienen en común El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice, En construcción (2000) de José Luis Guerín y El cielo gira (2004) de Mercedes Álvarez es demasiado genérico como para hablar de una influencia sucesiva, y están demasiado separadas en el tiempo y por sus enfoques y estilos respectivos como para pretender que pertenecen a una “escuela”; pero existen nexos suficientes para detectar en ellas la continuidad de una línea que, contra toda expectativa o moda, se podría considerar “heredera” de Robert J. Flaherty, el hoy poco recordado artífice de Nanuk el esquimal (1922), Moana (1925), Hombre de Arán (1934) y Louisiana Story (1948). Como las de Flaherty, estas tres películas se mueven en la difusa y rica franja fronteriza que a la vez une y separa el documento de la ficción, precisamente el territorio natal del cine. Suponen, en eso, una relativa vuelta a los orígenes, pero no para reconstruir el pasado, al modo de las tendencias neoclásicas, sino para recomponer, reenlazando con ella, una línea perdida, y prolongar un camino infrautilizado, no suficientemente explorado, que puede ser todavía —las tres lo demuestran— singularmente fértil. Son tres películas que, como todo documental que se precie, no saben “a priori” a dónde van a ir a parar; no tienen, por tanto, guion previo, que carecería de sentido —sería un contrasentido—, que no emplean actores profesionales, que cuentan historias verdaderas, de seres reales, y que parten de un previo conocimiento de las personas que van a retratar, para lo cual precisan conocerlas y apreciarlas, ganar su confianza, acostumbrarlas a su presencia y la de la cámara, acompañarlas casi a diario durante un periodo muy superior al de un rodaje normal y acumular una enorme cantidad de material. Nada se escribe con palabras: ni los diálogos, inventados sobre la marcha por los personajes, ni las historias que cuentan; las películas se estructuran y desarrollan, van cobrando forma, a partir del material ya filmado y revisado, del que finalmente se selecciona una parte, en un largo proceso de montaje en el que verdaderamente se construye la película, tan meticulosamente como si estuviese escrita, si no más. No hay ejecución de un plan previo, sino intento de captura, descubrimiento, seguimiento o reconstrucción de procesos o fenómenos muy diferentes. Las fases predominantes de la elaboración de la película son su preparación sobre el terreno, el rodaje y el montaje. Es decir, que la película se escribe sobre sí misma, con imágenes y sonidos, no sobre papel y con ideas y palabras. Aunque desemboque en una ficción —toda película lo es, en mayor o menor grado—, parte de la realidad, que puede revelarse distinta de lo que se creía, y que impone sus límites y exigencias a quien se propone respetarla y no falsearla. Por eso Mercedes Álvarez no sale con los actuales moradores, porque no ha vivido estos años en el pueblo, pero se oye su voz, en primera persona, como un eco que los acompaña, desde otro lugar. Está con ellos, y como el árbol solitario, resiste al viento.

En "El Cultural", 12/05/2005