Un fenómeno natural tan corriente como la niebla puede aproximar la fotografía en movimiento —o su registro digital, tanto da— a la pintura, plasmada “de memoria”, de ese mismo paisaje, entrevisto —con esfuerzo y con ayuda de las descripciones de otras personas, es decir, también “de oídas”— y palpado y “pateado” por un artista que está perdiendo la vista, y que a pesar de ello no renuncia a “mirar” y plasmar lo que intuye, por lo menos mientras pueda.
Se trata, en ambos casos —el de la extraordinaria primera película de Mercedes Álvarez y los cuadros de Pello Azketa que forman parte de este originalísimo proyecto—, de detener mediante el arte —la transfiguración que permiten su visión y las herramientas que emplea, cualesquiera que sean— el proceso inexorable y casi siempre lento, aunque ocasionalmente acelerado, de emborronamiento de los contornos que precede a la desaparición de las cosas: filmar o pintar o referir lo que todavía, aunque amortiguado ya, o agonizante, sobrevive, antes de que se esfume del todo. Y no se trata en este caso de “registrarlo” sin más, sino haciéndolo propio, reconfigurándolo, dándole sentido, de tal modo que, además de visible, sea comprensible también para uno mismo y para otros, ahora y en tiempos futuros.
En tono menor
Tal fue, sin duda, una de las utilidades que se le pudieron descubrir o atribuir —como unos años antes a la fotografía— al recién nacido cinematógrafo. No es que fuera esa su función originaria o primordial, ni respondiese a ese objetivo su laboriosa, paulatina y múltiple invención durante las postrimerías del siglo XIX, por lo demás anticipada o esbozada por otros artilugios, tanto científicos como de entretenimiento, desde la descomposición del movimiento en Marey y Muybridge hasta la linterna mágica o las sombras chinescas; de hecho, el centenario que hace ya un decenio —qué curioso, el moribundo cine es ya un diez por ciento más viejo— se celebró (de modo en ocasiones formulario y más bien retórico) no conmemoraba realmente el invento —difícil de datar, y de incontables paternidades— sino su primera exhibición pública por los hermanos Lumière, es decir, su conversión en espectáculo, los albores de su explotación comercial, el descubrimiento de que era posible obtener beneficios por mostrar en un soporte nuevo lo ya visto o, muy poco después, lo sólo conocido por lecturas o relatos, lo soñado o imaginado, o lo demasiado distante cuando viajar era caro y requería mucho tiempo, y no estaba al alcance de la mayoría. Pero esa posible misión del cine —a poco que algún cineasta la asumiera, cabe suponer que a muchos espectadores les interesaría, por las mismas razones que nos hacen contemplar maravillados un álbum de fotos de familia (a fin de cuenta, una galería de desconocidos), nos lo enseñe un amigo o demos con él en un mercadillo o en un anticuario— fue pronto olvidada, suplantada o dominada por otras, más fantásticas, más espectaculares y rentables, menos contaminadas por la muerte, que el recuerdo: vivimos con cierta tranquilidad a costa de desentendernos de ella, olvidándola, sin pensar que es algo inevitable y en cualquier instante posible, o sólo, y muy a nuestro pesar, cuando toca en una puerta próxima.
Desde que el cine es sonoro, se acrecienta su capacidad de registrar y hacer más completas y duraderas las huellas de lo aún presente que pronto engullirá el pasado, y tal vez poco más tarde será pasto de esa segunda y acaso definitiva defunción que es el olvido. A partir de entonces también podrían resonar las voces de los muertos en una sala oscura, y el ruido de sus pisadas reforzaría, dándole relieve, la imagen andarina, perpetuamente móvil, en cada ocasión que se proyecte su registro fílmico, más allá de la muerte de los retratados en acción y hasta de los que los fotografiaron. Paradójicamente, el cine hablado parece haber sentido aún con menor frecuencia que el silencioso la vocación memorialista, y ha tendido a eludir esa labor de preservación. En países voluntariamente olvidadizos, como España, han sido raros los ejemplos de acopio fílmico de cualquier tipo de acervo en trance de destrucción, desgaste o sepultura.
Por eso choca y sorprende gratamente que una cineasta, para su primera película, haya vuelto a su pueblo natal, consciente de ser, pese a su juventud, una superviviente, la última persona nacida en una aldea de Soria —que la película, discretamente, no nombra, aunque vaya camino de hacerse peligrosamente famosa—, tan cercana a la pequeña capital de la provincia que nadie para ni repara en ella, ni pueden quedarse mucho tiempo los allí nacidos, si quieren hacer algo.
Pasado enturbiado
Mercedes Álvarez dejó su pueblo, con sus padres, cuando tenía tres años. Quedan aún unos pocos vecinos, todos ya de avanzada edad, pero de buen verbo, preciso y sabroso vocabulario, insospechado y espontáneo talento narrativo e infrecuente y saludable sentido común. Y a ellos acudió Mercedes Álvarez para tratar de averiguar, mientras alguien lo recordase todavía, el pasado ya enturbiado del pueblo, lo que en él sucedió cuando aún sucedían allí cosas, antes de que ella naciese, o cuando ya no estaba allí, y captar los ecos del mundo que llegan incluso hoy, cuando todavía alguien puede acusar recibo de esas noticias y reaccionar ante ellas, con viejo y sabio escepticismo casi siempre, con poco diplomática espontaneidad, si se quiere con la ingenuidad del niño que osa proclamar lo que todos ven pero prudentemente callan, que el rey está desnudo.
Durante el mismo proceso del rodaje —siguiendo las estaciones, a lo largo del año entero— hubo nuevas bajas, nuevos destrozos, disparatados intentos de sacar provecho de un lugar donde no va quedando nada, o bien poco y solitario, y dejado a su suerte. Esa tierra, esas casas, esas personas han quedado fijadas por la cámara de Mercedes Álvarez, para que lo vean los que nunca han estado cerca de su pueblo, para que todas esas personas puedan ser recordadas cuando ya no estén allí ni en ningún otro lugar. Lo ha hecho, no sé si del todo conscientemente o de un modo espontáneo, como si quisiera probar que, aunque alejada por las circunstancias, sigue siendo de allí, y que su mirada no es muy distinta que la de los viejos atrincherados en el pueblo, los que no abandonan el barco, por mucho que les tengan bastante abandonados. Lo ha hecho con la desnuda belleza, seca y sobria, sin afeites ni ornamentos, de la gente soriana. Con aparente frialdad, sin sentimentalismo ni retórica, sin grandilocuencia ni alardes, sin victimismo, sin darse aires.
En tono menor
El cielo gira se desarrolla en tono menor, con calma y serenidad, sin alharacas ni sensacionalismo, sin gritos ni pancartas. Fluye como un murmullo, como un arroyo de agua fresca y clara, quizá con poco caudal pero eternamente en movimiento. Descubriendo a simple vista el futuro que viene: los molinos de los invasores parques de energía eólica que quiebran las simples líneas del paisaje más bien mondo, que ocultarán cualquier día —si no acaban con él— el arbolillo aislado en la colina que veía todas las mañanas al despertarse, por la ventana de su cuarto, y que es, ha sido siempre, la primera imagen que recuerda. No protesta siquiera: muestra los hoteles prefabricados que se abren paso, cortando escandalosamente la piedra medieval de un palacio extraño, de aire arábigo y orígenes inciertos. No hay queja, apenas la sorna implícita del que ve cómo los valores se trastocan y la moneda falsa desplaza a la auténtica.
Pero ahí queda todo ello, en una película que se llama El cielo gira y que es, para mí, una de esas excepciones que, de tarde en tarde, me reconcilian con el cine español, porque prueban, aunque sea en solitario, y sin recibir en su tierra la atención que merecen —y que fuera sí despiertan: antes de estrenarse aquí, la película de Mercedes Álvarez ha obtenido numerosos premios en festivales prestigiosos, Rotterdam, Cinéma du Reél en París, Buenos Aires—, que no todos los que dirigen películas han renunciado a ser cineastas. Corren el riesgo adicional de no plegarse a las convenciones imperantes, de no rendir pleitesía a las consignas o tendencias de moda cada temporada, de no imitar a nadie, de no aspirar exclusivamente a la rentabilidad económica, de no conformarse con demostrar su “competencia técnica”. No buscan brillar ni llamar la atención ni enriquecerse. Y tienen una exigencia estética que no es sino el corolario de su postura moral, basada en el respeto a la realidad, al instrumento del que se sirven y al espectador al que se individualmente dirigen, sin adularlo ni despreciar su inteligencia. Son cineastas que no se creen el principio del mundo, y que son conscientes de la historia del cine, y precisamente por eso, en lugar de remedar lo que hicieron sus precursores, prefieren seguir su ejemplo, y buscar, como hicieron ellos, la forma de seguir avanzando, en lugar de repetir fórmulas gastadas.
Nada tienen que ver, en el fondo, los directores que en los últimos años permiten, a mi modo de ver, conservar la esperanza, salvo que los más jóvenes comparten la lógica admiración por la obra (y el ejemplo) del más veterano.
Suficientes nexos
Lo que tienen en común El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice, En construcción (2000) de José Luis Guerín y El cielo gira (2004) de Mercedes Álvarez es demasiado genérico como para hablar de una influencia sucesiva, y están demasiado separadas en el tiempo y por sus enfoques y estilos respectivos como para pretender que pertenecen a una “escuela”; pero existen nexos suficientes para detectar en ellas la continuidad de una línea que, contra toda expectativa o moda, se podría considerar “heredera” de Robert J. Flaherty, el hoy poco recordado artífice de Nanuk el esquimal (1922), Moana (1925), Hombre de Arán (1934) y Louisiana Story (1948). Como las de Flaherty, estas tres películas se mueven en la difusa y rica franja fronteriza que a la vez une y separa el documento de la ficción, precisamente el territorio natal del cine. Suponen, en eso, una relativa vuelta a los orígenes, pero no para reconstruir el pasado, al modo de las tendencias neoclásicas, sino para recomponer, reenlazando con ella, una línea perdida, y prolongar un camino infrautilizado, no suficientemente explorado, que puede ser todavía —las tres lo demuestran— singularmente fértil. Son tres películas que, como todo documental que se precie, no saben “a priori” a dónde van a ir a parar; no tienen, por tanto, guion previo, que carecería de sentido —sería un contrasentido—, que no emplean actores profesionales, que cuentan historias verdaderas, de seres reales, y que parten de un previo conocimiento de las personas que van a retratar, para lo cual precisan conocerlas y apreciarlas, ganar su confianza, acostumbrarlas a su presencia y la de la cámara, acompañarlas casi a diario durante un periodo muy superior al de un rodaje normal y acumular una enorme cantidad de material. Nada se escribe con palabras: ni los diálogos, inventados sobre la marcha por los personajes, ni las historias que cuentan; las películas se estructuran y desarrollan, van cobrando forma, a partir del material ya filmado y revisado, del que finalmente se selecciona una parte, en un largo proceso de montaje en el que verdaderamente se construye la película, tan meticulosamente como si estuviese escrita, si no más. No hay ejecución de un plan previo, sino intento de captura, descubrimiento, seguimiento o reconstrucción de procesos o fenómenos muy diferentes. Las fases predominantes de la elaboración de la película son su preparación sobre el terreno, el rodaje y el montaje. Es decir, que la película se escribe sobre sí misma, con imágenes y sonidos, no sobre papel y con ideas y palabras. Aunque desemboque en una ficción —toda película lo es, en mayor o menor grado—, parte de la realidad, que puede revelarse distinta de lo que se creía, y que impone sus límites y exigencias a quien se propone respetarla y no falsearla. Por eso Mercedes Álvarez no sale con los actuales moradores, porque no ha vivido estos años en el pueblo, pero se oye su voz, en primera persona, como un eco que los acompaña, desde otro lugar. Está con ellos, y como el árbol solitario, resiste al viento.
En "El Cultural", 12/05/2005