lunes, 30 de octubre de 2023

Neige (Juliet Berto y Jean-Henri Roger, 1981)

Figura hosca y desgarbada, de adolescente incómoda en el mundo, de unas cuantas —a menudo grandes— películas de Rivette, Tanner, figuras menores u oscuras de la segunda oleada de la Nouvelle Vague, algún cómplice transalpino de éstos y —sobre todo, varias veces, como si fuese una mascota a la sombra de Anne Wiazemsky— Godard, hace una quincena de años, Juliet Berto parecía una hija desolada, pero sin patetismo, de Juliette Gréco. Hoy, con treinta y cuatro años a sus espaldas y bien dibujados en su rostro, más sereno y relajado que entonces y mucho más alegre, Juliet Berto se me antoja una reencarnación —en más guapa, con mejor humor y menos propensión al histerismo y la solemnidad— de la Jeanne Moreau de los primeros tiempos, la que aún no había sido amortiguada por Antonioni La noche, ni amargada por Losey Eva, ni afeada por Welles El proceso, la que después de 1960 sólo resurgiría de tarde en tarde (en Jules et Jim, en Une histoire immortelle Campanadas a medianoche tal vez).

Jean-Henri Roger viene de los grupos de militantes gauchistes que embarcaron a Godard, durante tres o cuatro cursos, en un imposible intento de cine colectivo en el que nadie sabía nada práctico —salvo el autor de À bout de souffle— ni quería tomar decisiones. Firmó con el maestro British Sounds y metió baza en alguna otra. En 1981 sigue de correalizador, aunque ahora comparte responsabilidades, más adecuadamente, con la actriz y discípula de Godard. Juntos hicieron primero un corto, luego este largo, al que, probablemente, seguirá pronto otro.

Con tales antecedentes, cabía temer que Neige Nieve fuese un film árido y áspero, politizante y, ante todo, muy francés, en el peor de los sentidos: ese que implica pedantería y tono doctoral, si no decididamente literario o «poético», y que tan irritante o aburrido resulta, cuando no las dos cosas a la vez. Era probable que se tratase de un film «con tema» (la droga) y más preocupado por «el lenguaje» que por contar una historia.

Sin embargo, de estas aprensiones sólo la última tenía algún fundamento, y se resuelve de modo que no justifica la alarma, ya que el lenguaje que interesa a sus autores no es el «cinematográfico» —del que, simplemente, se sirve—, sino el de la gente que puebla su abigarrada película. Aunque no cuenta lo que se ha dado en llamar un «argumento», tampoco se convierte en un debate a favor o en contra de la marginación, los inmigrantes, el tráfico de drogas o su consumo. Son cuestiones que toca, afortunadamente, con amabilidad, sin eludirlas ni proclamarlas a los cuatro vientos. Y si no tiene «historia» no es porque no suceda nada: acción hay, y sentimiento; es más, cuanto pasa ocurre a alguien. Porque, sorprendentemente, se trata de una película de personajes.

Como Nieve no se toma por un documento social, ni se conforma con la descripción naturalista y externa del entorno, son los que malviven en él los que han de importarnos. Aunque Pigalle, Barbés-Rochechouart o la Goutte d'Or sean —como lugares, como marco vital, como ambiente— algo más que un telón de fondo realista o sociológicamente acertado y adquieran casi tanto protagonismo como los cinco personajes centrales —Anite (Juliet Berto), Willy (Jean-François Stévenin), Jocko (Robert Liensol), el travestí Betty (Nini Crespón) y el camello antillano Bobby (Ras Paul I Nephtali)—, es también su carácter, su sabor, su personalidad, su colorido, su movimiento, lo que parece interesar realmente a Berto & Roger. Es un espacio vivido, entrevisto en movimiento, de pasada, sin que la cámara se detenga a contemplar o analizar el paisaje urbano.

Y así resulta que Nieve, sin dejar de ser una película francesa, consigue evocar las sensaciones que comunican productos de países tan lejanos y diferentes entre sí como Jamaica —Caiga quien caiga, de Henzell—, Senegal —Sembene— o Filipinas —Lino Brocka—, y más que por referencias explícitas por su ritmo, su soltura, su desparpajo dramático, su tranquilidad, su humor, su agilidad, su modestia, su rechazo de las posturas moralistas y su carácter implícita y profundamente ético.

Sus personajes no son maravilla sobrehumana, nada tienen de ejemplares —no son héroes ni mártires, mucho menos genios—, pero tienen algo admirable que evita que puedan confundirse con piltrafas. Sin ser grandes amigos ni amantes apasionados, demuestran saber muy bien en qué consisten el amor y la amistad, y prueban que valoran estos sentimientos —sin decirlo, con hechos— de verdad, llegando a arriesgar —e, incluso, perder— la vida y la libertad, una vida bastante difícil, dura y desagradable, una libertad precaria y limitada, que, a pesar de todo, saben disfrutar intermitentemente y que, no puede dudarse, aprecian, al contrario que esos agentes de la muerte que, disfrazados de policías, se encargan de imponer a tiros —y con frío placer o indiferencia— el orden y el silencio de la uniformidad, que sólo quieren aplastar o humillar todo atisbo de vitalidad o independencia.

Por eso Neige acaba por resultar una película enormemente simpática. Es digna, calladamente valerosa y muy moral: hay que ver a Jocko ayudando a Anita a conseguir droga para salvar a Betty, a éste hablando con aquélla, a Willy cargando contra los policías para defender a Anita..., todo desinteresadamente, por generosidad, sin pedir nada a cambio. Es modestamente épico, en un tono menor adecuado a estos tiempos y parajes y además está muy bien interpretado y filmado.

En el nº 22 de Casablanca (octubre de 1982)

Along the Great Divide (Raoul Walsh, 1951)

Muy poco conocido, y casi siempre olvidado, rodado íntegramente en exteriores con una sencillez y una ausencia de florituras solo comparables a la seca belleza de su escenario desértico y fronterizo, lleno de humor y amor, Camino de la horca ha sido siempre, pese a su modestia, uno de los filmes de Walsh por los que más cariño siento.

Con una de las mejores actuaciones de Kirk Douglas, y las que prefiero, tanto de Virginia Mayo como de Walter Brennan, Walsh supo sacar el máximo partido en todos los terrenos —intriga, drama, aventura y comedia— de una trama convencional (sobre el papel) y (a grandes rasgos, pero nunca en detalle) previsible, demostrando las grandes posibilidades —hoy día casi desconocidas— de la narración lineal.

Camino de la horca es un filme de itinerario cuyo argumento podría resumirse en tres renglones, y que se basa, por tanto, en una dirección de actores flexible e inventiva. Es posible olvidar el orden de las escenas, pero no el paisaje, el polvo, la luz; cabe no prestar atención a los diálogos, pero es imposible que se borren las miradas; puede que, con el paso del tiempo, tan bien narrada historia se difumine y se confunda con otras semejantes, pero siempre recordaré a una Virginia Mayo testaruda y peleona; a un Walter Brennan burlón y cascarrabias, que se dedica a chinchar a Kirk Douglas con una cancioncilla y algunas insidiosas alusiones; a un Douglas que se muere de sueño y que se debate entre cumplir con su deber de agente federal y fiarse de su instinto —que le dice que el viejo Pop Keith es inocente—, y que se está enamorando de una chica que parece detestarle y no para de hacerle rabiar. Al final todo se resuelve como es debido: los personajes eran realmente inteligentes.

En “Casablanca” N.º 2, feb-1981

Professione: Reporter (Michelangelo Antonioni, 1975)

EL REPORTERO

El penúltimo y ya célebre plano de esta película dura siete minutos. Jack Nicholson yace en la cama de un cuarto de hotel; al fondo, una ventana con rejas de hierro forjado nos permite entrever una especie de plazoleta, casi vacía. Un viejo está sentado, apoyado contra un muro. Muy lentamente, la cámara avanza hacia la ventana, dejando a Nicholson fuera de nuestro campo de visión. Nuestra atención —nuestro deseo de ver— se centra en la plazoleta: un «600» de una escuela entra y sale de cuadro, maniobrando torpemente; Maria Schneider —que J.N. había despedido de la habitación que ocupa en el Hotel de la Gloria, poco antes de iniciarse el plano —cruza diagonalmente el encuadre. Se escucha un pasodoble. Un chico, en cuya vestimenta predomina el color rojo, atrae nuestra mirada, pero se limita a tirarle una piedra al viejo que toma el sol ante el muro exterior de la plaza de toros del pueblo. El agredido hace un ademán de protesta, tal vez de amenaza. Llega un coche, del que descienden dos hombres, un blanco y un negro, que conocemos como agentes del gobierno dictatorial de un impreciso país africano. Una joven, vestida de rojo, cruza el encuadre; también un perro, en sentido contrario. M.S. reaparece, el agente blanco habla con ella (que no le conoce); los dos hombres salen del cuadro. La cámara, que no ha dejado de aproximarse a la ventana, muy lentamente, está casi pegada a las rejas. Llega otro coche. Suenan sirenas policiales, mientras M.S. intercambia unas palabras con el viejo. Entonces, espectacularmente, la cámara atraviesa las rejas de la ventana, y sale al exterior del hotel. La policía llega a la plaza; unos niños curiosos. La cámara, siguiendo a M.S., avanza hacia adelante y hacia la izquierda, girando luego hacia la derecha, con ella. Llegan más policías, acompañando a Jenny Runacre y a Ian Hendry. La cámara se mueve lentamente hacia la entrada del Hotel de la Gloria, y luego a lo largo de la fachada —paralelamente a los recién llegados, por dentro— hasta la ventana de la habitación de J.N., para detenerse de nuevo frente a las rejas de hierro forjado (aunque ahora desde fuera), y dejarnos ver, tendido en la cama, a J.N., muerto.

Este complicadísimo plano-secuencia, regulado con ayuda de un giroscopio llama la atención, más allá del tour de force técnico que representa —y que, como tal, tiene un interés muy limitado—, porque supone una ruptura estilística con el resto del film que debe ser perceptible incluso para el espectador menos atento y menos interesado por el cine. Efectivamente, y desde su comienzo, Professione: Reporter o The Passenger (1975) se dedica a mostrarnos, durante más tiempo del necesario para recorrer íntegramente el encuadre con la vista, imágenes singularmente vacías, monótonas y de tonalidades cromáticas más bien neutras —un desierto, un aeropuerto, el paisaje de Almería, una calle de Londres o de Barcelona—, pobladas por actores poco dinámicos y reducidos a la más absoluta INEXPRESIVIDAD —Antonioni parece haber actuado, especialmente con Jack Nicholson, como un secante—, que intercambian frases banales e inconexas, cuando las intercambian. La planificación parece —tal vez intencionadamente— muy descuidada, un tanto arbitrariamente rutinaria, y nos obliga, muy a menudo, a contemplar largamente cosas que no nos interesaba ver. Por ejemplo, en los primeros y morosos veinte minutos del film, Nicholson alza la mirada hacia el techo, sin que nada nos permita atribuir la más mínima importancia a lo que ve; sin embargo, Antonioni hace que la cámara describa una panorámica ascendente, desde el rostro de Nicholson a las aspas, incesantemente giratorias, de un ventilador. Ejemplos de este tipo podrían multiplicarse, prácticamente ad infinitum, a lo largo de toda la película, que parece consagrada a mostrarnos, insistentemente, el vacío, la inacción, el estatismo o, en el mejor de los casos, fragmentos dispersos de una trama previsible desde el momento en que Nicholson deja de ser «David Locke» y se convierte en el difunto «David Robertson», con el que guarda un extraordinario parecido físico y con el que cree intercambiar vidas e identidades cuando, en realidad, lo único que trueca es su muerte.

En cambio, en el largo plano penúltimo, que he tratado de describir con cuanta precisión me ha sido posible (1), el método de Antonioni se invierte, pasando de la mostración exhaustiva a la ocultación deliberada. Nuestra curiosidad despierta, repentinamente, al darnos cuenta de que se nos está ocultando lo que de verdad importa, lo que en esos siete minutos está verdaderamente sucediendo, mientras se nos obliga a contemplar —muy voyerísticamente, si puede decirse, a través de una ventana enrejada que equivale a una mirilla o al ojo de una cerradura— una acción externa que tiene lugar, simultáneamente, en un espacio muy reducido y férreamente delimitado por el campo de visión del objetivo de una cámara milimétricamente guiada por Antonioni, cuyo limitadísimo y arbitrario punto de vista se nos obliga a asumir. Es decir, que se nos ha obligado a seguir a Jack Nicholson, casi sin descanso, mientras no le sucedía nada, y en cambio ahora, cuando presentimos que por fin va a ocurrirle algo tan definitivo como la muerte, se nos fuerza a abandonarle. Naturalmente, si Antonioni puede permitirse esta elipsis visual —dilatando el tiempo ficticio, cinematográfico y subjetivo al identificarlo con el tiempo real, objetivo— es precisamente porque sabemos lo que va a ocurrir. De hecho, no es la primera vez, ni mucho menos, que se nos «escamotea» la visión de un asesinato en la pantalla, sustituyéndola por un largo y aparentemente arbitrario movimiento de cámara: recuérdense, sin ir más lejos, los travellings que ocultan la muerte de Jules Berry en Le Crime de Monsieur Lange (1935) de Renoir o la de Anna Massey en Frenzy (Frenesí, 1972) de Hitchcock, ambos preferibles, a mi modo de ver, al ideado por Antonioni en El reportero, aunque no fuese más que por su muy superior coherencia estilística con el resto de la película, por su mayor funcionalidad y por su relativa sencillez aparente, que contrasta con el inútil y manifiesto carácter de «alarde» que cobra el travelling de Antonioni al atravesar las rejas de la ventana.

Y es que, a mi modesto entender, del resto de Professione: Reporter más vale no hablar. Si el penúltimo plano llama la atención es porque suministra a los fanáticos del autor de L'eclisse un asidero, al que se han agarrado como a un clavo ardiendo, sobre el que colgar como sobre una percha, su acostumbrado comentario apologético. De los varios enfervorizados «cánticos» a la mayor gloria de Antonioni que he tenido ocasión de leer a propósito de El reportero, no he encontrado todavía ninguno que no se limite a glosar —en plan de «comentario de texto»— el novelesco argumento subyacente a la película, relato que es fácil reconstruir, ya que carece de originalidad: aparte de recordar a Borges y El difunto Mathias Pascal de Luigi Pirandello, tiene bastantes concomitancias con algunos films negros o melodramas americanos de los años 40, generalmente apoyados en la amnesia (sin forzar la memoria, podría citar Random Harvest de Mervyn LeRoy y Somenwhere in the Night de Mankiewicz, y estoy convencido de haber visto y leído incontables veces la historia de un hombre que se hace pasar por muerto, adoptando la identidad de un cadáver —a veces su propia víctima—, y que recibe la «sorpresa» de que, lejos de evadirse de su circunstancia personal, cae de la sartén al fuego al verse —voluntariamente o no— inmerso en los problemas de su alter ego; estoy seguro de que esta historia le es familiar a cualquier aficionado a la literatura fantástica o a los relatos policíacos). Tampoco he conseguido leer una sola crítica de El reportero —ni escribirla yo, por supuesto— que no mencione, o sólo de pasada, el célebre plano penúltimo, que tiene el valor, al menos, de ser el único plano digno de tal nombre de toda la película, singularmente rutinaria y desinteresada hasta tal punto en su realización que siento la tentación de calificar, más bien, de desrealización el «trabajo» de Antonioni.

Aunque los títulos de crédito de la versión española (2) atribuyan a Antonioni en solitario tanto el argumento como el guion de la película, debo advertir, a quien pueda interesarle, que, a menos que, decepcionados por el film —lo que no sería de extrañar—, hayan exigido la retirada de sus nombres del genérico, Mark Peploe y Peter Wollen (3) fueron, con Antonioni, los autores del guion, basado en un argumento de Peploe que, aunque poco original, podría haber dado lugar a un interesante film policíaco-metafísico, si Antonioni se hubiese mostrado menos inepto y tuviese alguna idea de lo que es un género —cosa que dudo— y, en consecuencia, sintiese algún respeto o interés por semejante marco. Se me replicará, lo sé, que los géneros están pasados de moda, o son inoperantes, o son reaccionarios —eso sí que no sé por qué—, y que, lógicamente, a un señor tan «serio» e «importante» como Antonioni no podría interesarle hacer un film «de género», ni siquiera narrarlo coherentemente, con continuidad, sino desdramatizándolo y «desconstruyéndolo» al máximo, minándolo desde dentro y frustrando las expectativas convencionales del público. Puede, en efecto, que eso sea muy «progre», pero, aun aceptando semejante tesis, me permitiría llamar la atención sobre un hecho que me hace dudarlo, y que reduce considerablemente la supuesta «originalidad» o «audacia» de Antonioni: que eso es, precisamente, lo que hacen por lo menos diez directores españoles —los que más trabajan, que suelen ser los peores— todos los días del año, y que sólo ellos serían capaces de meter en un film, en una escena situada en Barcelona, a un paleto con boina y chaleco tan grotesco y ridículo como el que encarna Gustavo Re en El reportero, y que parece sacado de La ciudad no es para mí o alguna «españolada» de idéntica categoría. El famoso plano penúltimo, en cambio, me recuerda en exceso ciertas muestras del nouveau roman (4), dando lugar a una curiosa mezcla.

(1) Pido excusas por cualquier inexactitud, pero no me siento capaz de volver a ver la película, y menos aún con el único fin de comprobar la precisión de mi recuerdo y de las notas que tomé durante su proyección. En cualquier caso, muy infiel no debe ser mi descripción, pues coincide, básicamente, con la de Richard Roud en el Sight and Sound del Verano de 1975.

(2) Esta versión es autorizada para «mayores de 14 años acompañados», y dura 120 minutos en lugar de 126, reducción de metraje atribuible a la desaparición casi completa de una escena erótica entre Jack Nicholson y Maria Schneider que mencionan varias críticas extranjeras.

(3) Notable crítico y teórico inglés, autor de Signs and Meanings in the Cinema colaborador de otros libros, además de co-guionista y co-director, con Laura Mulvey, de Penthesilea, Queen of the Amazons (1974).

(4) Especialmente La Jalousie (La celosía) de Alain Robbe-Grillet y Le Maintien de l'ordre (Garantía del orden) de Claude Ollier, publicadas ambas en castellano por la «Biblioteca Breve» de Seix-Barral, y que preceden El reportero en unos quince años.

En "Dirigido por" nº 33, mayo 1976

Presentación de «Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk»

 

La editorial Athenaica ha tenido a bien reeditar un libro de culto cinéfilo difícil de encontrar hasta hoy, «Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk», de Antonio Drove. Participan en la charla Alfonso Crespo (editor), Susana Lozano (colaboradora de Antonio Drove y profesora), Luis Enrique Parés (historiador del cine y colaborador de la revista Caimán), Miguel Marías (periodista y crítico de cine) y Víctor Erice (director).

Nashville (Robert Altman, 1975)

El resonante éxito —en general, de taquilla; también, en los países anglosajones, de crítica— de Nashville (1975) ha hecho que el penúltimo film de Robert Altman pase por ser tres cosas que, en mi modesta opinión, no es en realidad. La más elogiosa, si no la más generalizada, se reduce a una etiqueta o sello de calidad y garantía: se trata de una «obra maestra». No sería difícil enumerar una serie de defectos u omisiones que impedirían, con un mínimo de rigor y de objetividad, y con total independencia del entusiasmo que pueda suscitar, considerarla como tal; sin ir más lejos, todo el personaje de Opal (su función de «hilo conductor», su carácter superficial y grotescamente caricaturesco, cada una de las estúpidas frases que pronuncia, e incluso la interpretación de Geraldine Chaplin), y pese a haberse visto reducido desde el montaje oficial de unas 8 horas hasta el exhibido comercialmente, de 2 horas 40 minutos, constituye un claro error, que rompe la homogeneidad del film y que provoca frecuentes ataques de vergüenza ajena (sin tener en cuenta el curioso comentario de Altman, que dice estar «representado» en el film por esté personaje).

Pero Nashville tampoco es, como se ha dicho una y otra vez, despectivamente o apreciativamente, un documental sobre el mundo de la canción «Country & Western», cuya meca se encuentra, claro está, en Nashville, Tennessee, U.S.A. Para empezar, ninguno de los cantantes-actores del film —ni siquiera Henry Gibson o Ronee Blakley— son auténticas estrellas de este importante género musical, como podrían serlo Johnny Cash, Merle Haggard, Jim Reeves, Glen Campbell, Gordon Lightfoot, Buck Owens, y muchos otros cantantes, muertos o vivos, cuya enumeración pudiera ser eterna. Además, el film no describe ni la vida ni la forma de pensar de estos intérpretes, ni el proceso de promoción comercial a que se ven sometidas sus canciones, ni su impacto social sobre un público muy amplio de «americanos medios», factores que Altman parece dar por supuestos, y que serán conocidos, sin duda, para buena parte del público americano, pero no, evidentemente, para aquellos sectores más permeables al influjo de sus canciones ni, sospecho, para los espectadores de otros países. Por último, el film de Altman no tiene nada de «documental», como puede deducirse de lo que sigue.

En tercer lugar, se pretende que Nashville es algo así como «un happening controlado», carente de estructura dramática —sin principio ni fin—, casi totalmente «improvisado», lleno de «espontaneidad» y de un intenso «realismo». Afirmaciones todas ellas tan evidentemente carentes de base que me resultan inexplicables: los quince o veinte primeros minutos del film no son otra cosa que la típica y tradicional «presentación de personajes», y el que estos sean muy numerosos no cambia nada. Tras la presentación de unos 24 «tipos», más o menos pintorescos, y hasta cierto punto representativos de varios sectores de la muy diversificada fauna que vive en Nashville o acude a la ciudad (ciudad de la que no conocemos nada, si se exceptúan locales bastante poco característicos, como las iglesias, el aeropuerto, una o dos salas de fiestas, un hotel y un estudio de grabación, y que, además, parece carecer de habitantes propios y no implicados en el negocio del «Country & Western»), se procede a la siguiente fase de la narración clásica —el «planteamiento», aunque aquí sean muchos los planteamientos, casi doce—; se trama luego, en lugar del habitual «nudo», una serie de relaciones que se anudan y desanudan —con gran soltura y fluidez, ciertamente— entre los personajes, para, finalmente, resolver el misterio que encierra el personaje de Kenny Fraiser (David Hayward) en un clímax plenamente dramático y espectacular, cargado de suspense, y que recuerda, en algún sentido, el de Some Came Running (Como un torrente, 1958) de Minnelli y, en otro, el de The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo, 1962) de Frankenheimer, por no remontarse al de All the King’s Men (El político, 1949) de Rossen, ni traer a colación Targets (El héroe anda suelto, 1967) de Bogdanovich ni The Chase (La jauría humana, 1965) de Penn, películas con las que tiene bastantes puntos de contacto. Lo único que puede justificar que se considere Nashville como un film no-narrativo o desdramatizado es que la estructura dramática resulta más evidente cuando existen dos o tres protagonistas, y no, como en este film, un gran número de personajes de importancia equivalente y que ni siquiera están agrupados permanentemente o dedicados a la consecución de un objetivo común (a diferencia, por ejemplo, de una patrulla de soldados). La extremada longitud del film, el predominio de escenas largas —más descriptivas que narrativas—, su ritmo lánguido y moroso, y la aparición y desaparición de personajes como centro aparente de la trama —gracias a un hábil juego de elipsis temporales y espaciales—, pueden —aunque no debieran— desconcertar un poco, y hacer pensar que la película carece de estructura lógica, lo que, unido a las «rupturas» de continuidad que suponen algunas —muy pocas, la mayor parte tienen una función dramática muy evidente— de las canciones, y a las declaraciones de Altman y sus actores insistiendo en que todo se improvisaba sobre la marcha —hecho que, de ser verídico, no es perceptible al ver la película—, han llevado a algunos a la conclusión de que Nashville es algo así como un happening, cuando en realidad se trata de una película perfectamente controlada y dominada, con la intención de dar la sensación de «vida» y de «espontaneidad» que, en algunos momentos, puede comunicar. Es posible que la versión original televisiva fuese, a fuerza de duración, de cruces y separaciones de personajes y de canciones, mucho más fluida y menos dramática; sin embargo, el montaje de la versión cinematográfica, al empezar con la llegada a Nashville de casi todos los personajes y acabar con el espectacular asesinato «en escena» de Barbara Jean (Ronce Blakley), pone en evidencia que se trata de un film muy pensado y medido, cuidadosamente planificado —pese a la impresión de difusa «imprecisión» que le dan el uso del zoom y del teleobjetivo, y el continuo movimiento de los actores dentro del amplio encuadre de Panavisión— y nada respetuoso con el «tiempo real», que manipula sabiamente —extendiéndolo o contrayéndolo— para conseguir los efectos deseados en cada momento.

De hecho, lo más interesante y loable de Nashville me parece su rigor, la precisión y eficacia con que están dirigidos —y vaya si lo están, aunque no se hayan dado cuenta ni ellos mismos, aunque el espectador llegue a creer que improvisan espontáneamente— sus intérpretes, la habilidad con que se ha permitido Altman mezclar y combinar diferentes personajes —con sus correspondientes tramas colaterales— sin que ello haga perder el hilo. Es muy posible que este rigor no sea reconocido como tal, ya que los medios de que Altman se ha valido son muy diferentes de los empleados antaño por los directores clásicos americanos, pero creo que la misma sensación de «frescor», «espontaneidad», «improvisación», «vitalidad» o «aleatoriedad» que da la película demuestra, indirectamente, el grado de elaboración y estilización que preside su realización y el éxito logrado por Altman.

Lo único que reprocharía a este director es cierta tendencia, en las pocas películas suyas que conozco —y que, según algunos, resultan ser las mejores—, a colocarse, no siempre con fundamento, en una postura de superioridad hacia lo que muestra (en Nashville) o hacia el género del que se sirve (y que cree o pretende, equivocadamente, «subvertir»), tanto en McCabe & Mrs. Miller (Los vividores, 1971) con el western como en The Long Goodbye (Un largo Adiós, 1973) con el cine negro, sin darse cuenta —tratando de desmentirlo— de que gran parte de los valores que puedan tener reposan, precisamente, en aquello de lo que dice burlarse, y hacia lo que en realidad muestra una actitud ambigua, de atracción instintiva tal vez subconsciente y de repulsa consciente y probablemente fingida. Resulta, así, que The Long Goodbye funciona, creo yo, porque su Philip Marlowe (Elliott Gould) resulta patético, y no ridículo; que McCabe & Mrs. Miller es un western muy interesante y original, y no una parodia desmitificadora del género; y que Nashville se salva de la mezquindad precisamente porque Altman ha sabido ver y respetar lo que de auténtico y valioso tiene un tipo de canciones que, con frecuencia, sirve de vehículo de expresión a las posturas más patrioteras y reaccionarias que caben. En la medida en que Altman ha cedido a la tentación, siempre acechante, de la fácil parodia —como el personaje de Opal en todas sus lamentables intervenciones—, Nashville pierde fuerza y sentido, se hace superficial e insignificante, como todo esfuerzo «creador» que se consagra a ridiculizar lo que, según su propio autor, es despreciable; cuando, por el contrario, Altman se muestra más generoso y tolerante, y no pretende señalar con el dedo lo que es obvio, sino se limita a «dejar ver», por ejemplo, el afectado sentimentalismo y la postura moralizante y conservadora en que descansa una canción atractiva y bien interpretada como For the Sake of the Children o 200 Years (interpretadas por Henry Gibson, cuyo curioso parecido físico con Lloyd Nolan resulta ya revelador), o My Idaho Home (cantada por Ronee Blakley), o abandona su marcada tendencia a la caricatura (como ocurre con los personajes de Lily Tomlin, Ronee Blakley, Karen Black, Barbara Baxley —en su monólogo sobre el asesinato de los hermanos Kennedy—, Keith Carradine —cuando canta I’m Easy aparentemente para tres o cuatro mujeres—, Gwen Welles —cuando se ve forzada a hacer striptease—, Barbara Harrid, el propio Henry Gibson —al final, herido—, o Keenan Wynn), Nashville se convierte, transitoriamente, en la gran película inconfundiblemente americana que estuvo a punto de ser.

En "Dirigido por" nº35, jul-ago 1976

Les noces rouges (Claude Chabrol, 1973)

Les noces rouges (1973) se inscribe en una vertiente del cine de Chabrol que, iniciada en 1968 con La mujer infiel (La femme infidèle), parece haber culminado en 1971 con Al anochecer (Juste avant la nuit), tras jalones como, en 1969, Accidente sin huella (Que la bête meure) y El carnicero (Le boucher). Sin embargo, más que los puntos comunes, es decir, lo consabido, debe importarnos lo que diferencia unos films de otros, y Les noces rouges se resiente del desequilibrio —deliberadamente provocado por Chabrol— existente entre un contexto sombrío y severo, descrito con extremada precisión y realismo, rigurosamente verosímil, por un lado, y los excesos grotescos a que llega el comportamiento «impetuosamente amoroso» de la mediocre pareja protagonista (ejemplarmente encarnada por Piccoli y Stéphane Audran), por otro. El acento caricaturesco y ridículo de su exteriorización de sentimientos, y su efecto disruptivo, recuerdan insistentemente —y, a mi modo de ver, inquietamente— las andanzas de los simiescos «escritores» que, interpretados por Henri Attal y Dominique Zardi, actuaban como parásitos de Stéphane Audran en Les biches (1968) e interferían irritantemente la dramaturgia del film. Este tipo de factores perturbadores tiene numerosos antecedentes en la primera etapa (1958-1963) de la obra de Chabrol, y llega a dominar por completo sus películas menos personales (1964-1967).

La recaída de Chabrol en esta tentación, tan arraigada en él, de complacerse en lo ridículo, grotesco o cursi —los protagonistas «quieren y no pueden» ser unos grandes amantes de tragedia corneliana—, no puede extrañar, si se recuerdan los films inmediatamente anteriores a Les noces rouges —La década prodigiosa (La décade prodigieuse, 1971) y Doctor Casanova (Dr. Popaul, 1972)—, o el único de los posteriores estrenado en España, Inocentes con las manos sucias (Les innocents aux mains sales, 1975), pese a una estructura, dramaturgia y tonalidad muy diferentes. En cualquier caso, la reintroducción de elementos grotescos resulta, con independencia de que nos parezca positiva o negativa, extremadamente reveladora, y en más de un sentido.

Para empezar, debiera bastar para despejar de una vez el equívoco de considerar a Chabrol un epígono de Hitchcock, cineasta al que admira, y del que imitó algunas cosas en sus primeras películas, pero del que se ha ido distanciando progresivamente y al que actualmente no debe nada. Desde un punto de vista hitchcockiano, resultaría suicida, al abordar una historia bastante sórdida, cuyos protagonistas están presentados y tratados sin ninguna simpatía (al contrario de los de La mujer infielAccidente sin huellaEl carnicero o Al anochecer) y resultan ser —sin sorpresa alguna— criminales con premeditación y alevosía, atreverse a ridiculizarlos (precisamente en sus relaciones amorosas, lo único que podría justificarles). Como si no bastase con todo lo demás para alejar o alienar —no ya para dificultar o impedir toda identificación— a los espectadores de los personajes.

En segundo lugar, este propósito de disociar totalmente al público de los protagonistas de la película implica, por parte de Chabrol, un grado de seguridad y de confianza en sí mismo, como director, y en la eficacia de su narración, que esta película no acaba de justificar. Chabrol se cree capaz de manipular y controlar las reacciones del público, y decide dejar de ejercer ese poder «hipnótico», al menos en un sentido, el identificatorio (que, en principio, sería, por lo menos, el más rentable), optando, en cambio, por graduar las simpatías y antipatías de cada espectador hacia un teórico punto de equilibrio que habría de desembocar en una cierta objetividad no uniformemente distanciada, lograda mediante la alternancia de movimientos de adhesión y de repulsa.

Además, esta intención distanciadora indica que Chabrol no tiene interés, en esta ocasión, por hacernos comprender «desde dentro» a sus personajes, ni compartir sus fobias, filias, problemas o angustias. Es decir, que no trata de hacernos partícipes del drama que viven sus protagonistas, ni cómplices de sus actos, sino meros espectadores, lo bastante desconcertados e inseguros como para que no nos atrevamos a emitir un veredicto, a juzgar a Lucienne y Pierre (tal vez a esta dificultad se refiere la cita de Esquilo que abre la película).

Esta postura de Chabrol se aproxima, teóricamente, al relativismo moral de Hitchcock, pero su proceder es muy diferente. El autor de Frenzy y Psycho tiende a potenciar la ambigüedad, a minar las ideas preconcebidas y esquemáticas del espectador, a través del conflicto de sentimientos contradictorios hacia los personajes que provoca, identificando —en mayor o menor medida— al público con criminales (de hecho o de deseo), culpables (falsos o verdaderos), o perseguidos (inocentes o sospechosos). Es decir, Hitchcock tiende a suspender el juicio del espectador mediante una dramaturgia erigida precisamente, sobre el suspense. Chabrol, en cambio, ha optado por la distancia y ha adoptado, consecuentemente, un punto de vista externo que, si le impide ser tan perturbador o inquietante como Hitchcock (o como él mismo en sobre todo, Juste avant la nuit y Que la bête meure), le permite, en cambio, situar al espectador en una posición de objetividad impuesta que resulta particularmente incómoda, e incluso molesta. Los mecanismos narrativos, dramáticos e interpretativos fuerzan la atención y el interés del espectador hacia aquellos personajes cuya peripecia se sigue de forma constante, y a los que, poco a poco, va conociendo. Este interés, este proceso de compartir información (acontecimientos, emociones, obstáculos), conduce a un cierto grado —siempre relativo, nunca total— de identificación que, evidentemente, se verá negativamente afectado —minado o invertido— por todo factor contrario a los personajes centrales.

Este impacto distanciador será directamente proporcional al grado de identificación, complicidad o simpatía que haya llegado a establecerse entre cada espectador y los protagonistas del film. La identificación inicial, ya cargada —en Les noces rouges— de tensión por ser los amantes vulgares, poco inteligentes y criminales, se hace más difícil de mantener desde el momento (a los cinco minutos de iniciado) o en cada uno de los momentos (hábilmente dosificados y estratégicamente situados a lo largo de los dos tercios iniciales del film) en que Lucienne y Pierre se ponen en ridículo, provocando entre el público vergüenza (que se convierte en «vergüenza ajena», y suscita risas incrédulas y cargadas de sentimiento de superioridad), desconfianza (su caricaturesco comportamiento quiebra la verosimilitud «naturalista» de todo lo demás) y estupor, que tienden a subvertir toda identificación (que, una vez iniciada, no queda permanentemente establecida, sino que debe sostenerse con esfuerzo, secuencia tras secuencia, dada su fragilidad) y, por tanto, a relajar su tensión, dando lugar a una especie de indiferencia decepcionada que Chabrol ha sabido dramatizar hábil y súbitamente al final, cogiendo desprevenido al espectador durante la última media hora (gracias precisamente a ese relajamiento de tensión que ha provocado antes).

Todo este proceso se inspira, posiblemente, en Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, 1969), la excelente primera película de Leonard Kastle, si bien la historia narrada por éste —también real, extraída de la crónica de sucesos— había sido fielmente respetada (Chabrol ha «politizado» la suya), era mucho más sórdida y horripilante, y en ella la principal tarea del director consistía precisamente en evitar que sus grotescos y patéticos personajes resultasen ridículos, tarea más difícil que la «ducha escocesa» chabroliana, y más perfectamente llevada a cabo.

En "Dirigido por" nº 36, septiembre 1976

Tres estrenos en el "Ciclo Bogart"

Estas notas sobre “El Halcón Maltés”, “Tener o no tener” y “El Sueño Eterno” vienen a completar la revisión que sobre el ciclo Bogart, se está haciendo en Madrid y Barcelona. Los presentes films eran los únicos que no habían sido exhibidos comercialmente a excepción de su pase en televisión.

1.       EL HALCÓN MALTÉS (THE MALTESE FALCON)

El primer film dirigido por Huston es la tercera adaptación cinematográfica de la célebre novela escrita en 1930 por Dashiell Hammett. De las tres versiones, pasa por ser la mejor —cosa probable, aunque querría ver la de Dieterle— y la más fiel. Desde luego, el trabajo de Huston como guionista no fue muy difícil: está al alcance de cualquiera comprobar su fidelidad literal, casi excesiva, al texto de la novela. No es extraño, por tanto, que The Maltese Falcon sea una de las películas con más diálogo de la historia del cine (a su lado, Ma nuit chez Maud o Socrate son tan lacónicas como The Searchers), ni que esté construida como un reloj suizo.

Pese a ser la «opera prima» mejor hecha y más dominada que recuerdo, y posiblemente la película técnicamente más perfecta y «acabada» de la carrera de Huston, The Maltese Falcon me parece limitada por ser, más que una versión personal de la novela, su ilustración casi impecable. Yo digo «casi» porque, demasiado pendiente de la letra, algo perdió Huston del espíritu del libro, y no por tratar de asumirlo, sino por cometer tres errores:

1.° Elegir para encarnar a Brigid O'Shaughnessy a una actriz tan fría, antipática y carente de atractivo como Mary Astor, a cuya competencia profesional no pongo más límite que el que le impone su físico. Este fallo es el más grave dentro de un casting a priori equivocado, pero que se cuenta entre los más gloriosos de todo el cine americano de los años 40: Elisha Cook, Jr. no se parece al Wilmer Cook de Hammet, pero su memorable creación eclipsa al original; Bogart parece el actor más alejado de la descripción física de Sam Spade con que se abre la novela, pero ahora somos incapaces de disociar a Spade —o al muy diferente Philip Marlowe— del rostro y de la actitud moral de Bogart; de hecho, sólo Joel Cairo (Peter Lorre) y Casper Gutman (Sidney Greenstreet) son en la película como los imaginamos al leer el libro; los restantes personajes están interpretados —muy bien— por actores muy diferentes. Únicamente en lo que respecta a los personajes femeninos —todos, desde Brigid a la decepcionante Effie Perine de Lee Patrick— esta discrepancia resulta lamentable, porque no es sólo física, sino también de carácter.

2.° Pese al meticuloso y casi absoluto respeto al argumento y a los diálogos de Hammett, Huston se ha tomado dos libertades con la novela que me parecen particularmente graves y desafortunadas y que, para colmo, no son nada reveladoras del carácter del autor de Vidas rebeldes, sino, por el contrario, muy poco coherentes con el resto de su obra. La primera excepción a la regla de fidelidad que —no sé si por comodidad, por adhesión o por imposición de la Warner— preside su adaptación que consiste en modificar levemente en apariencia (suprimiendo algunas réplicas y explicaciones de Spade, cambiando los gestos y las miradas de Bogart y Mary Astor) la penúltima escena del libro; escena crucial, en la que Spade renuncia a Brigid, le advierte que va a entregarla a la policía, y lo hace. Tan crucial que, tal vez por su impacto y su dureza, alguien pensó que sería un buen final para la película, enturbiando así unas relaciones muy complejas que ya el error de casting comentado había desvirtuado. La segunda excepción es, si cabe, más lamentable, pues la omisión de la última escena de la novela, además de introducir un elemento de misoginia generalizada al que no es ajeno el error 1.°, suprime un importante matiz moral que Hammett daba a través de Effie Perine (cierto horror y alguna repugnancia por lo que Spade ha hecho con Brigid), con lo que Huston traiciona doble e inútilmente la novela y hace de The Maltese Falcon una película excesivamente acrítica. Y como ni la misoginia (véase cómo adaptó a Tennessee Williams en La noche de la iguana, a Arthur Miller en Vidas rebeldes) ni el conformismo se cuentan entre los defectos del autor de El tesoro de Sierra Madre, tal traición a Hammett debe ser un error.

3.° No sé si consecuencia u origen de los otros dos —tan íntimamente relacionados entre sí—, el último error de Huston estriba en no haberse tomado en serio la novela, que, sin ser de las más grandes de Hammett, es excelente. Es una pena que el principiante Huston se viese dominado en tan trascendente ocasión por su vertiente «intelectual» (reprimiendo su lado «aventurero»), y se creyese obligado a menospreciar el género del que, a pesar de todo, su película es un brillante exponente. A consecuencia de esta actitud de superioridad tongue-in-cheek respecto a la historia que cuenta, la película tiene una frialdad que la novela no tiene, y afecta un cierto grado de ironía displicente, que frivoliza todo y que no cabe confundir con el estoico sentido del humor de que suelen hacer gala Hammett, Chandler, Ross Macdonald y sus respectivos personajes. Aunque en 1941 nadie osaba mantener la superioridad de Hammett sobre Hemingway, también es cierto que la actitud de Huston era menos comprensible entonces que la, muy parecida, de Polanski en 1974 (en Chinatown).

2.       TENER Y NO TENER (TO HAVE AND HAVE NOT)

Adaptación libérrima e irreverente —a cargo de Hawks, Jules Furthman y William Faulkner, con el beneplácito del autor— de la novela de Ernest Hemingway, la película tiene más que ver con la obra maestra de Curtiz, Casablanca (1942), que con el To Have and Have Not literario, del que apenas conserva un par de situaciones y el nombre del protagonista. El Harry Morgan encarnado por Bogart tiene un notable parentesco moral con Rick Blaine, pero no posee un «café américain», sino una lancha, y no es un sentimental; como corresponde a un protagonista hawksiano, no es un héroe (ni siquiera reticente), pero sería incapaz de llorar un amor perdido abrazado a una botella de bourbon: es improbable que dejase escapar a una mujer, y menos aún dos veces; tampoco le imagino tan tolerante con el capitán Renault de Casablanca, ni siquiera en nombre de la coexistencia pacífica. Siendo el cine de Hawks un cine de personajes y de acción, To Have and Have Not acaba por no deber nada a Casablanca; mientras Curtiz acumula elementos emotivos y «crescendos», Hawks hace que los hechos, desnudos, se sucedan rápidamente, sin explotar nunca a fondo el potencial dramático de las escenas. Consecuentemente, To Have and Have Not carece de la aureola mítica y romántica que sublima el melodramático argumento de Casablanca; al igual que nunca un protagonista de Hawks ha sido un neurótico, ninguno de sus films ha coqueteado con la tragedia: hasta Only Angels Have Wings alterna la comedia con el drama. To Have and Have Not (1944) consigue ser una de las mejores y más representativas películas de Hawks y, al mismo tiempo, la que mejor refleja la personalidad cinematográfica de Bogie, pero la clave de su éxito y de su vigencia actual no es Bogart, sino haber encontrado a una mujer capaz de darle la réplica en el mismo plano: Lauren Bacall, mujer fascinante e inteligente que hizo posible que Marie Browning —más conocida como «Slim»— se convirtiera en uno de los más admirables personajes femeninos creados por el cine de todos los tiempos.

Como todo el mundo sabe y la película pone en evidencia, Bogart y Bacall se enamoraron durante el rodaje, hecho que ayudó a hacer de To Have and Have Not, además de un gran film antitotalitario y un gran film de aventuras, un gran film sobre la pareja. Que se note, como se nota —pero menos a propósito— en The Big Sleep o Cayo Largo, que Bogart y Bacall no fingían amarse por exigencia del guion, sino de la naturaleza y de la afinidades electivas, me parece una de las grandes bazas de To Have and Have Not, y prueba —al igual que la conducta de los animales en Hatari— de la rapidez de reflejos y de la sabiduría de Hawks, que siempre le han permitido permanecer abierto a lo imprevisto y a la improvisación, y que explican ciertos giros, dramática y narrativamente heterodoxos, pero coherentes con las relaciones de los personajes, que se producen al final de algunas de sus películas (The Big SleepRío RojoEldoradoRío Lobo). Es característico del estilo de Hawks —esa sencillísima, moderna y precisa forma de ver y de narrar madurada ya en Scarface (1930, aunque no se distribuyese hasta 1932)— el someterse a la acción y no olvidar que ésta depende de los personajes.

Tal claridad resulta elocuente por sí misma, y no precisa de comentarios. Advertir que en Hawks no existe el pasado, que todo es presente, que sus relatos son siempre lineales, era necesario cuando, por modestas, por poco llamativas, sus películas era unánimemente menospreciadas, y ya lo hizo, magistralmente, Jacques Rivette, hace muchos años, en un artículo de Cahiers que se titulaba Génie de Howard Hawks. Pero ahora, cuando ya casi todo el mundo se ha rendido a la evidencia, cuando To Have and Have Not conserva intactas su vitalidad y su perfección resulta, por contraste, más indiscutible, parece ocioso hablar de esta película. Y para homenajearla más vale ir a verla, volver a verla: ahí está, con 43 años de vida, más próxima y más nueva que casi todas las películas de la cartelera.

3.       EL SUEÑO ETERNO (THE BIG SLEEP)

Sin ser una de las mejores novelas de Raymond Chandler, The Big Sleep (1939), adaptada por Hawks, Leigh Brackett y Faulkner, ha dado lugar a una de las grandes obras maestras del cine negro. Aunque no llegue a la altura de Retorno al pasado (Out of the Past, 1947) de Jacques Tourneur, The Big Sleep (rodada en 1944, estrenada dos años después) es el film negro por excelencia, el arquetipo del género, y como tal funciona a la perfección, mucho mejor que si se considera como un film de Hawks, a cuya visión del mundo resulta muy ajeno, salvo en la adopción de una objetividad estilístico-narrativa infrecuente en las películas de investigación: al contrario que el elemental Robert Montgomery de La dama del lago (1946), Hawks no ha secundado el punto de vista subjetivo de Chandler, ni mediante el uso de la «voz interior» de Philip Marlowe ni a través de la planificación.

Hawks no nos identifica con el detective; nos hace asistir a sus pesquisas desde fuera. Tan desde fuera que, al suprimir su interioridad, nos presenta a Marlowe como un tipo, no como un personaje. Lo que separa a The Big Sleep de To Have and Have Not es el abismo que existe entre la silueta estilizada y la persona que proyecta esa sombra. Al no haber personajes, los protagonistas se hacen desacostumbradamente pasivos; en lugar de determinar la acción, se ven arrastrados por ella, lo mismo que los espectadores del film, fascinados por su pura eficacia «narrativa», nos dejamos llevar, como sonámbulos, por la enmarañada trama de una intriga realmente incomprensible. No se trata de que quede algún cabo suelto sino de que Hawks no parece haberse interesado por anudar ninguno; sería interesante, a la salida del cine desafiar al público a contar la película en una cuartilla: no creo que nadie fuese capaz de lograrlo, y menos aún de aclarar quién mata a quién, cuándo, cómo y, sobre todo, por qué o para qué (por lo visto, ni Hawks, ni sus guionistas fueron capaces de desentrañar el misterio; recurrieron a Chandler, que admitió su perplejidad).

Lo que ocurre con The Big Sleep es muy curioso: como cada plano resulta lógico y legible, como los actores, dicen y hacen cosas comprensibles, como se pasa de una escena a otra a una velocidad endiablada, uno cree estar siguiendo una intriga; como el protagonista está tratando de descifrar un enigma, posponemos una y otra vez la necesidad de entender qué está pasando realmente: si algo nos resulta oscuro, lo atribuimos a la intrincada trama del misterio, confiando en que Marlowe nos lo aclarará todo el final; la misma inercia narrativa impide que nos planteemos, salvo muy pasajeramente, qué pistas o qué deducciones permiten al detective seguir investigando. Al final, una vez encendidas las luces, surgen los interrogantes, pero, como ya no tenemos delante de nuestros ojos la película, acallamos nuestras dudas atribuyéndoselas a la complicada historia que nos han contado, cuando lo que ocurre es que, en el fondo, The Big Sleep no cuenta una historia, carece de argumento; ni siquiera es un film narrativo, aunque —más sutilmente que El discreto encanto de la burguesía— aparente serlo. En el fondo, The Big Sleep consiguió, hace 33 años, sin pedantería y con amenidad, lo que Rivette parece tratar de hacer, cada vez con menos éxito, en Duelle y Noroit (1976): narrar un film sin argumento.

En "Dirigido por" nº 40, enero-1977

Películas preferidas de 2019

1- Mademoiselle de Joncquières (2018), de Emmanuel Mouret

2- Dau Huduni Methai (2015), de Manju Borah

3- El Crack Cero (2019), de José Luis Garci

4- Jiang hu de nv (La ceniza es el blanco más puro, 2018), de Jia Zhang-Ke

5- Carré 35 (2017), de Eric Caravaca

6- Ad Astra (2019), de James Gray

7- Gloria Mundi (2019), de Robert Guédiguian

8- If Beale Street Could Talk (2018), de Barry Jenkins

9- Le Chant du loup (2019), de Antonin Baudry

10- Shooting the Mafia (2019), de Kim Longinotto

11- Un peuple et son roi (2018), de Pierre Schoeller

12- Village Rockstars (2017), de Rima Das

13- Tantas Almas (2019), de Nicolás Rincón Gille

14- Aamis (2019), de Bhaskar Hazarika.

15- Fishbone (2018), de Adán Aliaga

16- La Fin de la nuit (2015), de Lucas Belvaux

17- Ramen Teh (2018), de Eric Khoo

18- Light of My Life (2019), de Casey Affleck

En "Páginas del Diario de Satán" (6/12/2019)

Películas preferidas de la década 2010-2019

“De más de 30 candidatas (para mí es una muy buena década) van 20, por orden cronológico”:

1- Film Socialisme (2010), de Jean-Luc Godard

Copie conforme (2010), de Abbas Kiarostami

O Estranho Caso de Angélica (2010), de Manoel de Oliveira

The Japanese Wife (2010), de Aparna Sen

Hereafter (2010), de Clint Eastwood

6- Restless (2011), de Gus Van Sant

7- 38 Témoins (2011-12), de Lucas Belvaux

8- La noche de enfrente (2012), de Raúl Ruiz

J’enrage de son absence (2012), de Sandrine Bonnaire

La Fille de nulle part (2012), de Jean-Claude Brisseau

11- Une autre vie (2013), de Emmanuel Mouret

Sorg og glæde (2013), de Nils Malmros

13- Cavalo Dinheiro (2014), de Pedro Costa

La Sapienza (2014), de Eugène Green

15- L’Ombre des femmes (2014-15), de Phillipe Garrel

16- Une histoire de fou (2015), de Robert Guédiguian

17- Battlecreek (2017), de Alison Eastwood

18- Amanda (2018), de Mikhaël Hers

Les Gardiennes (2018), de Xavier Beauvois

20- Le Livre d’image (2018), de Jean-Luc Godard

En "Páginas del Diario de Satán" (6/12/2019)

Staircase (Stanley Donen, 1969)

Más que un «ejercicio de estilo», de dirección de actores o de pura «puesta en escena», La escalera de Donen es un ejercicio moral. Y no por sus «enseñanzas» o «conclusiones» —de las que carece—, sino porque Donen ha sabido encontrar y mantener el difícil equilibrio que era indispensable para no ser injusto ni por un lado ni por otro. No estoy imaginando los escalofriantes resultados de una hipotética versión cinematográfica española de la pieza de Charles Dyer; pienso, simplemente, en el riesgo que suponía —y más aún en 1969— hacer una película con unos personajes como Harry (Richard Burton) y Charlie (Rex Harrison), en lo fácil y rentable que hubiera sido deslizarse por la pendiente del mal gusto, de la chabacanería, de la burla despiadada, de la compasión ostentosa, de la sensiblería, del explotador exhibicionismo de los freak show

Que Harry y Charlie no sean ridículos ni repulsivos, ni —supongo— ofensivos, sin que a nadie pueda serle indiferentes, se debe a la distancia escogida por Donen para contemplarles y mostrárnoslos. Esta distancia responsable era precisa para eludir el punto de vista del voyeur; una excesiva lejanía, sin embargo, hubiera delatado una actitud de «rechazo» (como si Donen no quisiese tocar «ni con pinzas» a semejantes personajes). Descartando las posturas de complicidad, proselitismo, complacencia, escándalo (real o fingido), sensacionalismo o curiosidad morbosa, Donen ha optado por la actitud más simple y difícil, la de mirar con naturalidadatención y afecto, es decir, inteligentemente, tratando de comprender y hacer comprensibles a sus personajes. Es fundamental tener presente esta asunción por Donen —presumiblemente heterosexual— de los personajes creados por Dyer, porque es lo que explica su decidida voluntad de ver, y dejar ver, sin engañarse, sin cerrar los ojos a nada (ni a las miserias ni a las cualidades de los personajes), sin establecer entre su mirada y la de los espectadores ningún guiño de superioridad, sin interponer entre la pareja protagonista del film y la cámara la barrera infranqueable de la diferencia, sin sugerir siquiera la palabra anormalidad. Consciente de la vocación concreta del cine, y al mismo tiempo de sus propiedades de resonancia y sugerencia, Donen se ha negado a hacer un film abstracto, «en términos generales», sobre el «tema» o el «problema» de la homosexualidad, y ha preferido contarnos la historia —no el caso— de dos hombres ya maduros (en el umbral de la vejez, en plena decadencia física) que viven juntos y que, por lo demás, son homosexuales. La escalera no es la historia de dos homosexuales, sino la de dos seres humanos entre cuyas características y circunstancias está una determinada condición sexual. Donen no critica, ridiculiza, censura, explica o justifica la conducta sexual de sus personajes: es un dato más, al mismo nivel que su edad, el barrio donde viven, el oficio que desempeñan o la casa —su hogar, a fin de cuentas— que comparten. Ni siquiera las madres que uno y otro —cada cual a su manera— padecen se nos ofrecen como pistas para una posible interpretación psicoanalítica, sino como un factor más —quizá el más desagradable y terrible— de los que integran su vida cotidiana.

Es cierto que nunca una madre —dos, para ser más exactos— se presentó en el cine tan irreverentemente —sobre todo, porque está mostrada sin odio, ni por parte del director ni por parte del personaje, que es un «buen hijo»—, y que nunca una película ha dado una imagen tan horrorosamente veraz de las calamidades de la vejez, pero no nos equivoquemos: La escalera tampoco es una de esas obras que —como las de Ken Russel o Schlesinger— tratan de justificarse en nombre de una pretendida audacia. Nada tan lejos de La escalera como el grand guignol pirotécnico del primero o el patetismo prefabricado del segundo, directores que siempre me recuerdan al vidrioso «jefe de pista» que interpretaba Peter Ustinov en Lola MontesStaircase no exhibe ninguna escena «fuerte» de erotismo homosexual; de hecho, las relaciones físicas de Harry y Charlie pertenecen al pasado, y se han visto reemplazadas, con la ayuda de la edad y la costumbre, por una convivencia —ni del todo armónica ni enteramente infeliz, más bien rutinaria y fatigada— equivalente a la que se da en muchos matrimonios heterosexuales que, ya maduros y sin ilusiones ni entusiasmo, se limitan a soportarse, mejor o peor, y a hacerse mutuamente una resignada compañía que, en cualquier caso, prefieren a la soledad. Es más, en La escalera llega a vislumbrarse, precariamente, algo que podría denominarse amor homosexual, pues entre Harry y Charlie existe, junto al rencor y el hastío, un cierto afecto, una cierta solidaridad. No creo que la postura de Donen hubiese variado un ápice si Rex Harrison o Richard Burton se hubiesen visto sustituidos por Simone Signoret o Shelley Winters, y La escalera fuese, simplemente, la crónica de la vida de un matrimonio modesto y mediocre; tampoco hubiese cambiado sustancialmente la historia, porque La escalera dista mucho de ser un «film sobre la homosexualidad» —para empezar, porque no se propone disertar sobre un tema tan amplio, porque no está concebido en términos sensacionalistas—, al igual que no tiene nada de «comedia». Y digo esto último, que me parece evidente, porque han sido varios los críticos que, sorprendentemente, han pretendido ponerle esta etiqueta genérica, sin duda para completar el brillante sofismo de que «un tema tan serio como el de la homosexualidad no puede tratarse en clave de comedia». Aun suponiendo que tal axioma fuera válido —y equivale al utilizado en los años 40 para censurar a Chaplin y Lubitsch el tono de The Great Dictator y To Be or Not to Be—, resulta que, se mire como se mire, La escalera no es una comedia, ni siquiera una «comedia dramática» como Dos en la carreteraPágina en blanco o Bésalas por mí, sino, inequívocamente, un drama. Un drama que lo es objetivamente, sin pregonarlo, sin cargar las tintas, sin melodramatizar una existencia ya de por sí bastante sórdida, triste, sombría y desesperada. Lo que ocurre es que no es un drama sobre la homosexualidad, sino sobre un par de cuestiones de interés más general, más universales, que afectan igualmente a los heterosexuales: el envejecimiento y el temor a la soledad, cuestiones que Donen plantea con una insólita franqueza, con una falta de paliativos idealizadores y con una lucidez desesperanzada que hacen que La escalera sea una de las películas más escalofriantes, deprimentes y acongojantes de los últimos años.

Ahora que está tan de moda Rainer Werner Fassbinder y que se ha estrenado en España Die bitteren Tränen der Petra von Kant (1972), pienso que hubiera sido interesante programarla con Staircase, ya que abordan prácticamente el mismo tema a través de una dramaturgia enormemente estilizada y espacio-temporalmente muy semejante (casi teatralmente «cerrada»). Por lo pronto, creo que tal confrontación serviría para arrojar luz sobre el film de Donen, poniendo de manifiesto hasta qué punto La escalera se niega a embellecer (o a «afear», que puede ser otra forma de hacer digeribles o aceptables las cosas verdaderamente desagradables), a ocultar, a omitir o a simplificar la realidad. Creo que es eso precisamente lo que perturba, molesta, desasosiega o incomoda de La escalera: no su supuesto tema —el que sugiere la publicidad, incluso su acertado «slogan» originario a sad gay story—, ni la forma —pretendidamente «poco seria», «particularizadora»— de tratarlo, sino el estilo mismo de la película, su precisión implacable, su austeridad, la constante atención que presta a sus personajes y exige que presten sus espectadores, la decisión con que nos introduce en un claustrofóbico «callejón sin salida» existencial, en un auténtico huis clos físico, respirable (o más bien asfixiante), palpable. La clave de La escalera es que es uno de los raros films que no producen placer de ningún tipo, que no ofrecen ninguna compensación, que no dan tregua ni reposo al espectador, que han osado suprimir todo asidero —estético, cómico, dramático, intelectual—, que no hacen concesiones de ningún género, ni a los personajes —que no son ingeniosos, ni brillantes, ni grandes artistas, ni mártires de causa alguna, ni rebeldes, sino tipos mediocres, vulgares, oprimidos, acomplejados— ni al público. Es una película que, para ser soportable, requiere el esfuerzo de buscar y mantener esa justa distancia, tan ajena a la identificación como al desprecio, que siempre trata de alcanzar de Donen, y que aquí era más difícil conseguir que en Bésalas por míPágina en blanco o Dos en la carretera.

En el fondo, lo que Donen ha logrado en La escalera es lo que el sentimentalismo naturalista de Zavattini y la cochambrosa vulgaridad de De Sica no consiguieron en Umberto D.: contemplar incesantemente a un personaje mientras vive (es decir, mientras muere; como decía Cocteau, filmer la mort au travail). Con el agravante de que, cuando vivir resulta tan duro como para Harry y Charlie —¿fue también Cocteau quien habló de la difficulté d’être—, hace falta tener mucho valor y mucha fuerza moral para atreverse a ver, sin parpadear, sin mirar de reojo, sin mendigar la adhesión del espectador mediante golpes de efecto. La escalera consiste en mirar con los ojos bien abiertos y en obligar al público a mantenerlos igualmente abiertos, sobre todo cuando querría cerrarlos. Y Donen sabía que, para ello, para que La escalera tuviese sentido, debía renunciar a la tragedia, y aceptar, sencillamente, el drama.

En "Dirigido por" nº 40; enero-1977

Flesh for Frankenstein (Paul Morrissey & Antonio Margheriti, 1973)

Carne para Frankenstein (1974) es una impostura. Para empezar, se conoce internacionalmente como Flesh for Frankenstein, aunque parece ser un producto totalmente italiano de Carlo Ponti; no es que sea improbable una cierta intervención del capital americano —nunca lo es—, pero recuerda demasiado la larga tradición de los seudónimos ingleses o americanos con que suelen circular las películas italianas de terror o del Oeste como para que no sea un falso título. Tal sospecha parece confirmada por la aparición de un título de crédito dedicado a «Anthony M. Dawson», apodo anglosajón de un mediocre especialista del cine terrorífico llamado Antonio Margheritti, y en el que no logré discernir —por causas que luego explicaré— si se le atribuía la dirección de producción («diretta da…» o «realizzata da…») o la dirección de la película («regia di…»). En el primer caso, ya sería revelador que Ponti delegase poderes en semejante «experto»; en el segundo, puede tratarse de una imposición (ficticia) sindical o bien —no me extrañaría nada— de la pura y simple verdad. De hecho, más me recuerda a La vergine di Norimberga que a las descripciones que conozco de anteriores films de Paul Morrissey (Flesh, Hat, Trash, L'Amour). Para colmo, el uso vago e injustificado que se hace del nombre de Andy Warhol —que estoy convencido que no hizo otra cosa que cobrar una buena cantidad por permitir tal uso— bastaría para justificar la impresión de que Ponti ha jugado con el snobismo ingenuo de quien pueda admitir, en sustitución de la «política de los autores», una nueva «política de los discípulos». Claro que quien acuda a Carne para Frankenstein en busca del «look» de la «Warhol Factory» o esperando un film «underground», va listo. Ni siquiera el empleo de actores (?) —fetiche como Joe Dallessandro consigue darle un aire «warholiano» a este pintoresco espectáculo de barraca de feria. La «operación prestigio» urdida por Ponti se remata con un guion atribuido a Tonino Guerra, que escribió L'avventura, La notte, L'esclisse, II deserto rosso, varios Petri, algún Rosi, etc., pero llega a un récord de impudicia cuando se pretende que está basado en una idea de Paul Morrissey, con total olvido de una cierta Mary Wollstonecraft Shelley, y de numerosos guionistas de la Universal y de la Hammer.

Sin embargo, la mayoría de los espectadores acuden a Carne para Frankenstein sin saber nada de Warhol ni de sus discípulos, atraídos por el elemento espectacular que supone el relieve, la anunciadísimas 3 dimensiones de la película. En este sentido, hay que prevenir que, si no se adquieren —al abusivo precio de 25 pts.— las gafas «polaroid», no sólo no se logrará apreciar relieve alguno, sino que se verá todo completamente borroso, en un color desvaído, y con una sensación de «ver doble» muy parecida a la que produce una televisión estropeada; con ellas, se obtiene un perfecto dolor de cabeza y un agudo picor de ojos, sin que ello garantice una visión perfecta: por un lado, las gafitas son muy incómodas, y tan inestables que parecen destinadas a impedir que los novios hagan manitas en el cine, ya que requieren el auxilio de ambas manos (no digamos si uno necesita gafas normales); por otro, resulta muy difícil lograr que las dos imágenes encargadas de dar sensación de relieve coincidan perfectamente, con lo que se tiende a ver doble y borroso; en tercer lugar, el color queda un tanto oscurecido y afeado; por último, el efecto de «relieve» conseguido es totalmente anómalo y distorsionante: no sólo los primeros Cineramas, sino cualquier film con profundidad de campo y filmado en VistaVisión o Panavisión da una sensación de perspectiva mucho más próxima a la percepción real, sin que por ello el director se vea forzado a planificar de un modo absurdo e incoherente. Por otra parte, no le veo el interés a tener la sensación de que vuelan sobre mí unos murciélagos, y menos aún cuando parecen de hule y filmados en transparencia; ni a sentir «al alcance de la mano» un higadillo de plástico; ni a creer que me voy a estrellar contra un árbol, mientras que la acción propiamente dicha de la película discurre, completamente bidimensional y aplanada por la «protuberancia» de los objetos colocados en primer término —ramas, pies, redomas o troncos de árbol—, de un modo anónimo e insulso. Además, la falta de lógica y rigor con que se buscan los efectos tridimensionales queda en evidencia cuando se observa, con estupor, que se intentan conseguir incluso para imágenes reflejadas en espejos. Desde el punto de vista «técnico», Carne para Frankenstein parece concebida para ilustrar el lema «los árboles no dejan ver el bosque».

Ahora bien, consciente de que «hombre precavido vale por dos», Ponti se ha cubierto desde todos los ángulos imaginables: además de un film «de prestigio» y un gimmick circense, Carne para Frankenstein pretende ser un film de terror, una parodia y una película erótica. Como film de un género muy concreto, y particularmente como variación sobre el tema mítico del Dr. Frankenstein y sus criaturas, más vale acudir al original de James Whale (1931) o a cualquiera de las cinco que ha realizado Terence Fisher en torno a este personaje (en particular El cerebro de Frankenstein, auténtica obra maestra del ciclo), porque Carne para Frankenstein carece por completo de misterio y no produce sino aburrimiento e irritación. Como parodia, el fracaso es aún mayor, ya que no tiene la menor gracia, y encima está aún fresca en el recuerdo la visión de El jovencito Frankenstein de Mel Brooks. Y como film erótico, aun teniendo en cuenta que parece llena de cortes de censura, sospecho que el sistema de relieve empleado en la película sólo tendría sentido para que Fellini retratase a la estanquera de Amarcord, y en todo caso no encuentro muy estimulante el ver en relieve a una señorita no demasiado atractiva, llena de cicatrices y costurones sanguinolentos, bastante borrosa, y con un color de piel entre verduzco y amarillento que hace dudar del material —¿goma o cera?— con que está hecha. Más que Carne para Frankenstein, lo que Ponti ha producido es Basura para el Público

En "Dirigido por" nº 40; enero-1977