Aunque según pasan los años aumentan las cosas de las que no estoy seguro, si de algo tengo cada día menos dudas –y me quedaban pocas hace ya mucho– es de que, entre todos los cineastas americanos que empezaron a dirigir en los años 10 del pasado siglo, fue el peor conocido y menos apreciado de todos ellos, Henry King, no sólo uno de los mejores –y con los de esta generación estamos hablando, sin exageración alguna, no tanto de los fundadores o pioneros como de los más grandes directores–, sino quizá –y eso que, por lo general, solían ser modestos y sobrios en sus manifestaciones– el que mejor supo defender su vida privada, evadirse de la vida “social” y sus diezmos publicitarios, disimular su estilo y guardarse sus ideas, opiniones y simpatías políticas para sí mismo.
Estoy convencido de que Henry King no hacia un secreto de ninguno de estos aspectos, y de que con respecto a sus ideas y creencias no tenía nada que esconder ni que declarar: no se avergonzaría de ellas, que por lo demás serian conformes a las que se pueden esperar de un hombre de su edad, origen e ingresos, en los Estados Unidos de los años 20, 30, 40, 50, 60… Ni siquiera parece que cambiara, que escondiera una mayor inquietud social en los años de la Gran Depresión. No imagina uno a Henry King con ninguna de las manías, a veces sorprendentes, de John Ford, o las amistades, no siempre “convenientes”, de un William A. Wellman, un Raoul Walsh, o un Frank Capra; nunca fue un venido a menos, como sí, con mayor o menor dramatismo, la mayoría de los cineastas de su edad, ni quiso o necesitó hacer obras “privadas” –como Ford, Borzage, McCarey– después de la II Guerra Mundial (lo que no impide que resultase “confidencial” alguna de sus mejores y se intuye que más queridas películas); pero no descendió a las proximidades de serie B ni hubo de convertirse en su propio productor. No imagino –ni la información disponible sorprende en aspecto– a Henry King como un ferviente partidario de Franklin Delano Roosevelt y su New Deal, y eso que en la Fox y llevarse bien con Darryl F. Zanuck condujeron al director de Jesse James (Tierra de audaces, 1939), en más de una ocasión, a apoyar implícita e indirectamente algunas de las políticas de Roosevelt (Wilson [1944], A Yank in the R.A.F. [Un americano en la R.A.F., 1941]). Tampoco lo veo recaudando fondos para los republicanos españoles durante nuestra Guerra Civil, ni muy desmedidamente o prematuramente preocupado por los avances de Hitler en Europa (rodó en la Italia ya mussoliniana The White Sister [La hermana blanca, 1923], aunque luego la despachó en A Bell for Adano [La campana de la libertad, 1945]) ni por las presiones “aislacionistas” del Bund y otros lobbies germanófilos en Estados Unidos. Seguramente, no le interesaban gran cosa los judíos, aunque se horrorizaría moralmente al enterarse de lo que había sucedido con ellos en Europa; puede que le costara creer semejantes atrocidades, le parecerían tan inconcebibles que tendrían que contárselo los colegas que tomaron y filmaron los campos de exterminio (George Stevens, William Wyler, Richard Fleischer, Samuel Fuller, Fred Zinnemann, Don Siegel). Era ya mayor para ser llamado a filas en 1942, pero, pese a pilotar su propio avión prácticamente hasta sus últimos días, no combatió, ni tampoco contribuyó ostensiblemente como cineasta al llamado “esfuerzo de guerra”. En los 50, no intervino para nada, ni de un lado ni de otro, en la controversia creada por las inquisitoriales persecuciones del HUAC del senador Joe McCarthy. Cabe imaginar a King no especialmente descontento con Truman y ni con Eisenhower, que en todo caso serían, cada cual durante su mandato, lo mismo que los anteriores y los siguientes, el Presidente de los Estados Unidos de América.
Todo eso, conste, son meras suposiciones mías, que no me extrañaría pudieran resultar verificables, y que me sorprendería mucho, en cambio, ver desmentidas, aunque todo es posible. No pienso mal ni bien acerca de Henry King, en ese sentido, es decir, como ciudadano del mundo (dudo que nunca se sintiera así, sino simplemente “americano”). No creo que pensara tener ninguna ideología política (lo cual no impide tenerla, aunque sea conformista en extremo, o se tome por otro tipo de fe). Lo mismo que no se creía un artista ni tenía una teoría del cine propia (y menos aún ajena) que aplicar a los guiones que le encomendaban convertir en películas entretenidas y atractivas. Tampoco cortejaría ni haría especialmente buenas migas con los escritores que trataban de recomponer sus finanzas en Hollywood, ni con los refugiados europeos, ni antes ni durante la guerra o incluso un poco después, del mismo modo que no se iría de copas con sus colegas más bebedores, que eran muchos.
De sus películas cabe deducir que era creyente, e incluso profundamente religioso, lo que parece ser un obstáculo más para valorarlo como cineasta entre algunos de los que no sienten o piensan como él. Son relativamente frecuentes, lo cual tampoco le beneficia críticamente, los personajes de sacerdotes –de una u otra confesión–, e incluso los que cabría calificar de “misioneros”, por modestamente que sea (como el protagonista de I’d Climb the Highest Mountain [1951]), de los que parece admirar la convicción y la entrega (como del Dr. Livingstone encamado místicamente por Cedric Hardwicke en Stanley and Livingstone [El explorador perdido, 1939]), pero sus películas no son prédicas ni sermones, ni caen en la hagiografía; una elocuente prueba es, para quien sea capaz de mirarla sin anteojeras ni prejuicios, The Song of Bernadette (La canción de Bernadette, 1943), que es, sin duda, una de sus obras máximas, y no sólo por el inteligente guion de Franz Werfel. (Por cierto, era una de las dos películas de King que Ford votó entre sus preferidas de toda la historia del cine).
Como muchos de sus colegas, Henry King parecía plantearse cada película, en función de la época, los actores disponibles, la historia –más que el género, noción que parece del todo extraña a King–, como un problema particular, que exigía, en consecuencia, una solución específica y bien pensada. Hay cosas, evidentemente, que no iba a querer hacer –se conocen varios casos en los que hizo cambiar el guion por disconformidad con su lógica o con sus conclusiones morales, según propia confesión–, y procedimientos estilísticos, dramáticos o narrativos que, podríamos jurarlo, no iba a emplear nunca, así le retorcieran un brazo, por mucho que le presionaran (y parece probado que fue siempre un hombre muy testarudo, dispuesto a defender sus principios), y no por una cuestión de principios, sino de gusto. Hay recursos que, simplemente, no le parecían elegantes, honrados o de buena educación. De hecho, al verse imposibilitado de rodar, pese a haber acariciado varios proyectos (como el muy atractivo The Undefeated [Los indestructibles, Andrew V. McLaglen, 1969]) después de 1961 –es decir, desde que el cine americano empezó, poco a poco, a desintegrarse–, ni siquiera tuvo ocasión de verse obligado a defraudar ese tipo de expectativas, como lo hicieron, en cambio, Otto Preminger después de 1966 o incluso cineastas más jóvenes, de Blake Edwards a Stanley Donen pasando por Richard Quine, que en los 70 acabaron por filmar planos de los que les habríamos considerado constitutivamente incapaces, sin duda empujados por el afán de no quedarse “anticuados” o ya sin poder suficiente para impedir que sucesivos montadores desfiguraran sus películas.
Casi toda la obra sonora de Henry King fue producida por la Twentieth Century-Fox, donde –aparte de algunas discusiones– parece que se llevaba muy bien con Darryl F. Zanuck, quien le tenía tan especial respeto que siempre lo ponía como ejemplo –lo que no granjearía a King muchas simpatías entre sus colegas más jóvenes, que nunca lo mencionan entre los veteranos admirados–, en sus prolijas e insistentes notas o “memoranda” a otros cineastas, sin dudar en remontarse para ello a escenas muy concretas de películas realizadas quince o veinte años antes. A pesar de ello –desde 1935 sólo la muy (injustamente) menospreciada This Earth Is Mine! (Esta tierra es mía, 1959) está hecha fuera de Fox, en Universal y con Rock Hudson, de ahí su aire inesperadamente “Sirkiano"–, cabría preguntarse hasta qué punto King se plegaba al estilo de la casa –como han pretendido muchos, me temo que para rebajarlo al menesteroso estatuto de artesano bajo contrato– o bien, por el contrario, el muy peculiar estilo de la Fox (en una época en que era fácil identificar visualmente si una película era Warner, Fox, Metro-Goldwyn-Mayer, Paramount, RKO, Universal, Columbia…) tomaba por modelo el estilo "invisible” –decididamente discreto, pero nada rutinario ni tan ortodoxo como se presume, con planos más largos de lo normal y ocasionales movimientos de cámara muy llamativos; probablemente fuera el menos “Griffithiano” de sus coetáneos, pese a haber rodado remakes de varias películas de D.W.– de Henry King. En cualquier caso, habría que señalar, como prueba de la posición poco subordinada y de la actitud nada servil de King, que nunca se dejó encasillar: no hizo “cine negro”, lo que es raro en la Fox, pero casi no hay otro género que no haya explorado, siquiera ocasional y parcialmente, aunque ninguno lo haya practicado con asiduidad: uno de sus rasgos distintivos estriba en que sus películas son a menudo difíciles de adscribir a un género determinado y bien definido, ya que habitualmente se movía con libertad y soltura por encima de las borrosas fronteras de varios, o realizaba sin la menor preocupación algunas muy híbridas, y eso desde una época relativamente temprana: Ramona (Ramona, 1936) es –por lo menos– western, melodrama, poema bucólico y seca tragedia, y quizá un postrero homenaje al cine mudo, ya que la primera versión de esa novela la hizo Griffith; Alexander’s Ragtime Band (1938) es al mismo tiempo una biopic, un melodrama, un film histórico, una comedia y un musical muy alejado de los de la Warner. Incluso durante el periodo silente, no digamos en el sonoro, hizo muy pocos westerns, y ninguno “de serie”, del montón, ni siquiera convencional, como el magnífico The Winning of Barbara Worth (1926) –donde hay más “indios”, si no me equivoco, es en el prólogo, situado en el Wyoming de 1870, de Stanley and Livingstone–, sino fuertemente individualizados, incluso podríamos decir que “raros”: tan excéntricos y singulares como los de Samuel Fuller. Es más, quizá el tipo de película que más frecuentó fue lo que en su país –pero no fuera– se conoce vagamente como americana, y que es bastante indefinible, salvo como algo “inequívocamente americano” y situado –lo cual sí es frecuente en la obra de King- en el pasado. Empleó a menudo a los mismos (pero no sólo a uno, ni en exclusiva: su Leon Shamroy no es el de Otto Preminger) directores de fotografía, decoradores, directores artísticos, músicos, diseñadores de vestuario, y repitió actores protagonistas (no digamos secundarios) con bastante frecuencia.
Entre 1949 y 1959, por ejemplo, utilizó seis veces a Gregory Peck, con el que tenía una relación especialmente privilegiada de mutuo entendimiento: en pocas ocasiones ha estado mejor Peck que a las órdenes de King, y de pocos intérpretes ha obtenido tanto este realizador, pese a ser reconocido en Hollywood como –al menos– un notabilísimo director de actores y actrices, usualmente dispuestos a trabajar a sus órdenes y casi siempre encantados de haberlo hecho. Es curioso que, mientras se han escrito, y no sin razón, páginas y páginas sobre otras colaboraciones/relaciones entre un actor y un cineasta –James Stewart con Capra, Anthony Mann y Alfred Hitchcock, Cary Grant con Hawks, Hitchcock y Cukor, Randolph Scott con Boetticher, John Wayne con Hawks o Ford, Dana Andrews con Preminger, Fritz Lang o Jacques Tourneur, Henry Fonda con Ford, Marlene Dietrich con Josef von Sternberg, Errol Flynn con Walsh o Curtiz, Gary Cooper con Capra–, de otras asociaciones no menos notables –como la de John Payne y Allan Dwan, o la de Cooper con Cecil B. DeMille– no se haya comentado nunca nada, y de las estrechas relaciones de Henry King con Tyrone Power, Peck o Susan Hayward sea difícil encontrar el menor análisis. Claro que, en el caso de King y sus intérpretes favoritos, no debiera extrañarnos, pues es tan escasa la atención que se le ha prestado, en general, tanto en vida como tras su retiro o su muerte, lo mismo en Estados Unidos que en Europa, que no es razonable esperar que haya aspectos particulares por cubrir.
Lo más asombroso de estas seis películas protagonizadas por Peck, obviamente producidas por la Fox y dirigidas por King a lo largo de diez años, es su variedad. Twelve O'Clock High (Almas en la hoguera, 1949), The Gunfighter (El pistolero, 1950), David and Bathsheba (1951), The Snows of Kilimanjaro (Las nieves del Kilimanjaro, 1952), The Bravados (El vengador sin piedad, 1958) y Beloved Infidel (Días sin vida, 1959) se cuentan, todas ellas, entre las obras maestras de King. Y por lo menos tres o cuatro están entre las mejores, entre las cumbres no generalmente reconocidas de su dilatada, mal conocida y poco estudiada carrera. Una es –si se quiere simplificar– “de guerra”, aunque su alcance sea mucho más amplio, y dedique escaso metraje a las escenas de acción, relegadas al pasado al ser casi toda la película un flashback rememorado por Dean Jagger; otra sería “bíblica”, puesto que cuenta parte de la historia del rey David, y siempre me ha parecido una de las películas más llenas de erotismo que he visto; dos son del Oeste, pero tan distintas como pueden serlo sin salirse de ese amplio marco, pues una de ellas –The Gunfighter– es totalmente urbana y predominantemente de interiores, casi “de cámara”, y de una sequedad comparable a Bresson o Dreyer, y la otra más itinerante y paisajística, menos concentrada y austera, más “pastoral” y también más violenta y al mismo tiempo moral; las dos restantes son literario-biográficas, una adaptada de una novela sumamente autobiográfica de Hemingway (como lo es también The Sun Also Rises, que King filmó en 1957), la otra basada en las memorias de la gacetillera Sheilah Graham, el último amor de F. Scott Fitzgerald, personaje real por el que, curiosamente, King declara sentir tan escaso aprecio como admiración (King habló en pocas ocasiones, pero siempre dijo lo mismo), aunque no creo que nadie lo hubiera deducido de las dos películas que le dedicó (la otra es su última realización, una subvalorada adaptación de Tender Is the Night [Suave es la noche, 1961]), Así, curiosamente, Peck hizo para King tanto de Ernest Hemingway como, siete años más tarde, de su antiguo amigo y rival, tan diferente en casi todo, Scott Fitzgerald, quizá los dos escritores más célebres y míticos de la llamada “generación perdida”, los dos únicos autores “respetables” llevados al cine por Henry King.
Evidentemente, algo tienen en común estos seis personajes, que es lo que permite que Peck los encarne a la perfección, a pesar de no ser un actor especialmente valorado por sus dotes interpretativas –siempre competente, nunca espectacular, muy escasamente histriónico, con menos “personalidad propia” que la mayoría de las estrellas, pese a ser extremadamente popular y atractivo– ni del que pueda decirse que tenga un registro muy amplio, e incluso cuando a priori su elección parece más una conveniencia contractual o, si acaso, más el producto de la mutua confianza entre el actor y el director que de un hallazgo o un acierto evidente de casting (es obvio que físicamente no recuerda en nada las muy conocidas siluetas de los mencionados novelistas).
Lo que comparten todas esas figuras –ficticias, legendarias, o históricas y reales pero muy mitificadas–, aparte de permitir (o incluso requerir) un cierto grado de estilización interpretativa, es, al menos en los trechos de sus vidas (a menudo los terminales, y siempre críticos) que cuentan las películas respectivas, su carácter introspectivo y reflexivo (hasta meditabundo y taciturno), su inseguridad, un cierto malestar y el estrechamiento (circunstancial o definitivo) de su horizonte vital: sus días parecen, cuando no contados, precarios, sometidos a especial incertidumbre (herido en África, a la espera de un médico que no llega, mientras la pierna amenaza con gangrenársele; amenazado por insensatos y despreciables émulos de su gloria como pistolero, conminado a abandonar el pueblo mientras intenta que su mujer le dé una última oportunidad y mientras, sin que él sepa que tardarán menos de lo previsto, se acercan jinetes dispuestos a matarle; rechazado por sus súbditos por incumplir la ley y apropiarse de la esposa de uno de sus lugartenientes; o enfrentado a sus subordinados por hacer cumplir a rajatabla –en plena guerra– la disciplina). Son, cuando las peripecias que cuentan las películas –varias veces por medio de un flashback– comienzan, supervivientes, y llevan a cuestas un cierto pasado y bastantes frustraciones o decepciones; les queda aún cierta esperanza, un rescoldo de ilusión casi infantil, y cierta desesperación –y exasperación– les acecha en todos los casos, sin más liberación posible de ese malestar que morir (muy en contra de su voluntad hasta cuando tienen impulsos suicidas, casi siempre fanfarronerías más que verdadero impulso de muerte).
Esto se traduce, y aunque parezca mentira –seguro que a primera vista sorprende lo que voy a decir– no es algo normal en el cine de ninguna época, en que se trata, sin excepción, de hombres que piensan. Quiero decir a los que vemos pensar. E insisto en lo de ver, pues no se trata de que oigamos en off o en “voz interior superpuesta a la imagen” (lo que en inglés llaman más brevemente voiceover) sus pensamientos o sus recuerdos, que son selecciones reelaboradas del pasado, ni en que no paren de hablar y de “explicarse”: hasta los escritores, cuando no están contando (o, más bien, fabulando) son de carácter más bien lacónico y taciturno, lo mismo que un pistolero, un rey de Israel dominado por el deseo y acosado en su corte, o un estricto y responsable militar, que tiene que sopesar constantemente los efectos contrapuestos de sus decisiones y órdenes, lo que explica y lo que simplemente manda. Si se repara en ello, que raramente veamos en el cine a personas que piensan –pese a ser un rasgo distintivo del ser humano–, es un síntoma alarmante; y hay que decir que es un espectáculo particularmente infrecuente, sobre todo en un cine que durante décadas estuvo excesivamente dominado por la acción, a menudo –imperativos del ritmo y de lo que podríamos llamar “la tracción delantera"– irreflexiva e inexplicable, salvo como reacción defensiva semi-instintiva, y por tanto casi animal, y que tendía a rehuir las justificaciones, desdeñadas como "psicologistas” en unos ambientes y luego, en otros, condenadas como “humanistas”. Y, si se repasa la carrera de Henry King, en contraste con sus coetáneos, observamos que en ella lo frecuente es precisamente lo contrario: resulta así que algo que es anómalo en el cine americano es, si no constante, sí al menos habitual en King, hasta el punto de poderse considerar como uno de sus rasgos definitorios más inadvertidos. No es que sean sus protagonistas –salvo rara excepción, y aun así no ajenos a la aventura, los viajes y la toma de decisiones– intelectuales, sabios, profesores, investigadores, digamos “pensadores” profesionales (Wilson sería uno de los pocos); ni los ejemplares que hay de estos se limitan al campo de la teoría, incluso los novelistas eran eminentemente “prácticos”, pues narraban sus propias experiencias vividas, festivas o amargas, y en el caso de Hemingway decididamente arriesgadas y aventureras, las exagerase más o menos. Podríamos decir que simplemente se trata de personajes que se dan cuenta, a menudo demasiado tarde, de sus problemas, de sus limitaciones, de sus errores, de sus defectos, de sus excesos o sus carencias, de sus cobardías o precipitaciones, de su imprudencia o su indecisión. Entonces analizan su situación y tratan de salir del atolladero, por lo general sin poder dedicarse en exclusiva a meditar, pues tienen que enfrentarse a situaciones urgentes o de peligro inminente, y suele además quedarles muy poco tiempo, cuando todavía les queda un resto.
Consecuencia de que los hombres y las mujeres de Henry King piensen es que además miren. Algo tan frecuente (y yo diría que normal, aunque pueda parecer indiscreto o de mala educación en determinadas culturas) como que alguien entre por vez primera en una casa desconocida o que va a servirle de alojamiento provisional, y mire el techo, las paredes, las estanterías o el suelo, se fije en los muebles, discos o libros, incluso curioseando lo que hay o deja de haber (a menudo tan revelador), o las vistas que ofrecen las ventanas, es asombrosamente infrecuente en el cine, donde, en principio, y en películas mínimamente cuidadas, cada elemento del decorado ha sido, como su recipiente, la casa, minuciosamente elegido o diseñado y fabricado especialmente, y donde, por tanto, cada objeto, cada detalle, tiene una función de indicio, resulta por fuerza significativo, contribuye a definir y explicar al personaje que habita en ese entorno, en ese espacio, y que se supone que ha configurado o modificado. La clave del problema es que esta función del decorado como índice está orientada exclusivamente al espectador, y no a los propios personajes de la película, que por ello no reaccionan casi nunca, y sólo muy excepcionalmente acusan el choque que puede producirles un hallazgo inesperado, que en principio no “cuadra” con el carácter del dueño o huésped de la habitación. Creo que la primera vez que advertí tan curiosa omisión fue –hace ya más de cuarenta años– viendo una película de Henry King, Beloved Infidel, precisamente porque en ella esto sucede cada vez que es natural que así sea, simplemente porque es lógico que así suceda, sin que el cineasta lo subraye ni interrumpa con insertos el plano de entrada. Este tardío “descubrimiento” me llevó a observar, en primer lugar, que se trata de una de las muchas cosas y actividades (y bien curiosas algunas: se podría hacer una lista de cineastas donde se come, y otra de directores en los que aparentemente se ayuna, porque nunca se ve a nadie ingerir alimentos) que el cine, arte de la visión, cuando no de la evidencia, se empeña en no mostrar, se diría que escamoteándolas deliberadamente: película tras película –y por entonces veía no menos de seis al día– se confirmaba mi sorprendida sospecha: en segundo lugar, comprobé que era Henry King uno de los raros cineastas que –sin recurrir a la manida retórica del campo-contracampo, sin primeros planos, sin visiones subjetivas, sin el motor del “suspense” como justificante de la atención desmedida a detalles que se tornan “huellas” o “pistas"– con frecuencia, como algo usual, recogían en sus planos el recorrido de las miradas de sus personajes. Que es una de las formas específicamente cinematográficas de traducir (o sugerir) el pensamiento de los personajes. Pero no sólo por eso, sin duda, sino también por un hecho muy simple, no tan corriente como se presupone: Henry King contaba, más que historias, argumentos, peripecias, lo que en un momento dado –más o menos prolongado– le sucedía a una serie de personas, es decir, lo que pasaba entre ellas, y ese "paso” se detecta, muy a menudo, sobre todo si no son muy habladores o articulados, en las miradas, en cómo encajan lo que ven, lo que “digieren” de los datos inmediatos que perciben.
No quisiera, al destacar estos rasgos secretos del cine de Henry King, que quizá encuentren su manifestación más patente en las películas que hizo con Gregory Peck como protagonista –aunque vemos mirar a Tyrone Power, a William Holden, a Jason Robards, a Rock Hudson, a James Stewart, y también a Susan Hayward, a Joan Collins, a Jean Peters, a Deborah Kerr, a Loretta Young, a Lillian Gish–, contribuir en lo más mínimo a apuntalar o reforzar su injustificada reputación (una verdadera “maldición” echada sobre él por la crítica perezosa) de cineasta propenso a la lentitud o la pesadez, que han reducido su atractivo para los cinéfilos –más inclinados a investigar las prolijas filmografías de los veloces Wellman, Curtiz o Hathaway– y su prestigio crítico, más que nada porque se trata de imputaciones sólo muy esporádicamente con alguna base, y a lo sumo parcial: lo podría comprender si todas sus películas fueran algo estáticas y acartonadas, como lo es –pese a rodarla en buena parte en Italia y en los escenarios históricos– Prince of Foxes (El príncipe de los zorros, 1949), o algo blandas y a la vez mazacotas y poco fluidas, como Carousel (1956), muy decepcionante tras las previas adaptaciones de Liliom a cargo de Frank Borzage y, sobre todo, de Fritz Lang; pero resulta que se trata de excepciones muy alejadas de la regla, que estaría más cerca del dinamismo y la espectacularidad con fundamento –no como fin–, cada cual a su modo, de Little Old New York (El despertar de una ciudad, 1940), In Old Chicago (Chicago, 1938), The Black Swan (El cisne negro, 1942) o Captain from Castile (1947), cuando no lograba refugiarse en el plácido y sereno intimismo de varias de sus obras menos conocidas pero más extraordinarias, como l’d Climb the Highest Mountain o Wait Till the Sun Shines, Nellie (1952). Se confunde demasiado a menudo la serenidad y la calma con la morosidad y la frialdad, como se toma a veces la claridad y transparencia por ausencia de personalidad o de estilo visual, o la naturalidad arduamente conquistada por espontaneidad e improvisación.
Otro rasgo que comparten las seis películas de King protagonizadas por Gregory Peck, quizá como consecuencia (o como causa) de la importancia que en ellas tienen los actos de pensar y mirar, es la soledad de sus personajes, patente sin ningún artificio plástico que la señale hasta cuando están rodeados de cortesanos –David–, de soldados –el general Frank Savage de Twelve O'Clock High– o de diversas multitudes –tanto el Harry Street de The Snows of Kilimanjaro como el Scott Fitzgerald de Beloved Infidel, tanto el Jim Ringo de The Gunfighter como el Jim Douglass de The Bravados. Y estos tres factores conducen a la forma dramática esencial de Henry King, que no es la conquista, ni la intriga, ni el “suspense”, ni el enfrentamiento, ni el duelo, ni el viaje, ni la persecución, sino la espera. Tal vez si se hubiese reparado en este rasgo, no sistemático ni omnipresente, pero tampoco privativo de esta porción exigua de su obra, quizá en ocasiones unida a la esperanza, se hubiese entendido mejor y un poco menos tarde la peculiaridad, la grandeza y hasta la modernidad (lo que las hace aún hoy actuales, es decir, lo que las convierte en “clásicas”) de sus mejores películas y de muchas otras que, sin llegar a tanto, no me parecen prescindibles, sino más bien, si se me apura, indispensables.
En “Henry King”, Festival de San Sebastián-Filmoteca Española (2007)