lunes, 25 de septiembre de 2023

Ozu, Erice, mirar de frente

El arte discreto y tranquilo de Yasujiro Ozu, que apresuradamente se atribuye a su condición de japonés - sin reparar lo poco que tiene en común con el dinámico (y no por ello "occidentalizado") Akira Kurosawa, o con los estallidos de violencia que sin inmutarse nos hace ver Kenji Mizoguchi o con la sorda indignación calladamente presente en casi cada plano de Mikio Naruse – o a los presuntos misterios del alma oriental - quizá debidos al desconocimiento y la falta consiguiente de perspectiva y enfoque, más que a las innegables diferencias e incluso la lejanía o la objetiva distancia -, tiene, a pesar de su singularidad y del carácter sosegadamente radical de sus opciones estéticas, nada llamativas y estrictamente inimitables, no pocos puntos de contacto con el de los cineastas occidentales más contemplativos y reflexivos, sean pacientes y acogedores del azar, como Jean Renoir, o escrutadores de espacios cerrados y familiares, como a menudo Carl Th. Dreyer, sean meridionales o nórdicos.

Esta actitud, que puede revestir asimismo diversos grados de apego al material en bruto, como en Roberto Rossellini, o de extremada búsqueda del despojamiento y la estilización, como en Robert Bresson, no está, por principio, ni vedada ni reservada a cultura o geografía alguna. Puede descubrirse en David Wark Griffith o el recientemente fallecido Jean Rouch, en Ingmar Bergman o Fritz Lang, en John Ford o Howard Hawks, en momentos o periodos de las carreras agitadas de Nicholas Ray o Jean-Luc Godard, en Éric Rohmer o Leo McCarey, en Charlie Chaplin o F.W. Murnau, en las obras de madurez de Luis Buñuel o Allan Dwan.

No es muy frecuente entre nosotros, y con esta primera persona del plural me refiero a los que - con mayor o menor precisión, solidaridad o resignación - todavía somos considerados, desde fuera al menos, como españoles. Pero algún caso hay, y hoy me acompañan dos cineastas que en algún grado comparten esa actitud frente a la realidad, la vida y el cine, o si se prefiere, para no rondar siquiera la poesía ni los arrabales de la metafísica, la apariencia, el flujo del tiempo y el moldeable espacio que forzosamente quien mira acota, razón por la cual a la admiración que podemos sentir por Ozu incluso los más opuestos, quizá añadan ellos la visión íntima que proporciona la afinidad vista a distancia, porque Ozu pertenece no sólo, como se pretende, al Japón, sino, más aún, al pasado, a un cine que, partiendo de la inocencia, alcanzó la sabiduría y, sin siquiera proponérselo, se hizo clásico, lo que viene a significar duradero, siempre presente.

Esa inocencia virginal no cabe, salvo que se ciegue o pretenda engañar a alguien, en un cineasta actual, ni un debutante ni un veterano de treinta años de espaciada andadura - no le llamemos carrera - ni de veinte, tanto si se encastilla en la ignorancia y el olvido (descubrirá la pólvora o el Mediterráneo) como si conoce las huellas que han quedado de sus antecesores y ha aprendido de ellos no la técnica - algo, en sí mismo, relativamente fácil y sin demasiado interés - ni un estilo que sólo a ellos pertenece, sino la exigencia moral y la sed de saber. Serán, sí, sus contemporáneos, sus maestros, tal vez sus inalcanzables modelos, sus baños de modestia, el acicate de sus íntimas ambiciones de exploradores; pero son, lo saben, y ese saber no debe desanimar, sino servir de estímulo, aunque sean inalcanzables, porque no es posible – ni tendría sentido alguno - el retroceso, ni sería fiel imitarles por fuera, en lo más externo y superficial - y marchar en dirección opuesta. Han de adecuar su mirada al tiempo tasado - pero de duración desconocida - que les ha sido asignado, en la época que les ha tocado en suerte. Y tienen, como los primitivos creadores, como ellos pero de otra manera, que apañárselas con ese mundo, esa vida y los medios, los instrumentos que tienen a su alcance para hacer luz en la oscuridad, infundir nitidez a lo vago y difuso, desvelar lo escondido, dar forma a lo que carece de ella, hacer inteligible lo que no se comprende y elocuente lo inexpresivo.

Esta tarea o misión asumida, no elegida sino impuesta por la autoexigencia y la necesidad de aprender, a poco que se piense ha de resultar evidente, exige tiempo, quizá el bien más valioso, por ello el más caro y el más difícil de obtener en ese cine que se conforma con ser una industria, y a falta de él, como es probable que casi siempre ocurra, requiere, por lo menos, paciencia; que no significa para mí resignación, ni meramente aguante, ni capacidad de espera - rasgos que se atribuyen a Ozu, a veces en tono de reproche, como si equivaliesen a conformismo, pasividad o indiferencia -, sino la fuerza para esperar con serenidad y tesón - sin renunciar - que el tiempo pase, que las cosas se muevan, que el cambio se produzca.

Tiempo, pues, y además, sobre todo en su defecto, pero también en su compañía, paciencia. Esa paciencia se traduce en una concepción nada teórica de lo que es una cámara y de su utilidad como medio técnico para capturar una realidad que, intuitivamente, se sabe que va más allá de la mera apariencia, que a menudo encuentra misterios inagotables en un rostro, en un río, en un paisaje, en las nubes - algunos se preguntan por qué Godard lleva casi veinte años ya "en las nubes", contemplándolas, persiguiéndolas, pintándolas -, en la silueta de cualquier conjunto urbano, no sólo en las palabras, las diversas lenguas, las expresiones peculiares, sino en las voces, los tonos, los ritmos y las músicas inagotables del habla, como de los gestos que las sustituyen o acompañan, a veces para negarlas, desmentirlas, retirar una palabra, otras para subrayarlas, matizarlas, corroborarlas, avalarlas. Es un espectáculo nada excepcional, cotidiano, al alcance de todos, al que el cine aporta sus poderes, que no son tanto los de crear con engaños y trucajes un simulacro de apariencias sino, más bien, el de detener, fijar, hacer durar, dilatar o acortar el tiempo, no caprichosamente, sino con razones poderosas y medios dignos y respetuosos, o el de acercar o alejar las cosas y amplificarlas y permitir una visión que el ojo desnudo no alcanza, entre otras cosas porque a nadie se puede mirar tan de cerca. Son poderes que hoy muchos cineastas ignoran, o eso parece, o desperdician, que otros desdeñan, que algunos parecen no atreverse a emplear, o no están dispuestos, quizá por simple pereza o comodidad, a hacer el trabajo que su recto uso demanda.

Texto preparatorio para una conversación a tres bandas con Erice y Guerin en “Yasuhiro Ozu y Víctor Erice : tres miradas sobre el cine de Yasuhiro Ozu”, para CajaCanarias en Tenerife (2 de abril de 2004).

Tigres de papel (Fernando Colomo, 1977)

De la especie de «pequeña onda» de primeras y segundas películas de directores españoles que se están estrenado en 1977, el primer largometraje de Fernando Colomo tiene a su favor, de entrada, un tono de modestia —que no excluye cierta ambición testimonial— y una evidente simpatía, virtudes que caracterizan ya los dos cortos suyos que he visto, En un París imaginario (1975) y Pomporrutas Imperiales (1976). Y eso ya es algo, cuando tanto abundan el oportunismo de todo pelaje, la quejumbrosa sería autoexpiatoria y la más vacua solemnidad.

Colomo apuntaba un cierto estilo, que Tigres de papel (1977) corrobora y amplía de metraje, aunque no suponga un considerable avance con respecto a sus dos pequeñas y tristemente divertidas obras precedentes. Al hablar de estilo no quiero insinuar que sean estilísticas precisamente las primeras preocupaciones de Colomo; empleo la palabra «estilo» como equivalente a «tono», un tono que, se diría, le es propio a su autor y que tal vez corresponda a su manera de ser como persona. No me extrañaría que quienes le conozcan le reconozcan en sus películas. Y eso, de nuevo, es algo.

Tigres de papel nos presenta a Colomo como un amable y comprensivo —como Truffaut, aplicando la máxima de Jean Renoir: tout le monde a ses raisons— retratista de una generación —la suya y la mía—, con ese absurdo que tan bien expresa esa frase de uno de los viajeros del autobús perseguido de Cortina rasgada que a Antonio Drove, no sin amargura, le gusta citar: «Por un lado, tiene gracia; pero, por otra, maldita la gracia que tiene». También revela este primer largo que Colomo no ha perdido algo que con frecuencia echo en falta en el cine español, la vitalidad; cualidad que no tiene nada que ver con la agitación insensata ni con el naturalismo, y que redime los defectos o las limitaciones de películas como El love feroz (1972) de García Sánchez o Tocata y fuga de Lolita (1974) de Drove. Esa «vitalidad» tiene mucho que ver con la autenticidad de los personajes —por falsos que sean sobre el papel, por estilizados que se proyecten en la pantalla—, con la dirección de actores y con la captación —ordenada o no, más o menos precisa— de su entorno físico. Estos tres puntos son, creo yo, aquellos en los que Colomo ha volcado su talento y sus energías. Tigres de papel es un film beneficiado por la premura —19 días— con que se ha rodado; sin duda, casi no ha sido preciso montarlo, ya que todos los planos son muy largos, con una cámara que se limita a registrar sin analizar cuanto ante ella sucede, pero sin que por ello adopte la postura «ontologista» consistente en tomar el cine por «una ventana abierta sobre la realidad», ya que lo filmado es, de por sí, bastante estilizado y levemente caricaturesco. Este «tono», este «estilo» —de pasada, diré que Tigres de papel es una de esas películas que demuestran, modestamente, la insignificancia de distinguir entre «forma» y «contenido»— provienen de la actitud de Colomo hacia sus personajes, que se manifiesta en la dirección de actores. Como el corto de Drove ¿Qué se puede hacer con una chica? (1969), al que pensándolo bien, se parece mucho —tal vez eso explique por qué su nombre me viene a menudo a la mente mientras escribo sobre Colomo—, Tigres de papel es un film fingidamente improvisado, que logra parecer «natural y espontáneo» gracias al aparente descuido de sus encuadres —descuido que el empleo del sonido directo desmiente—, a su invisible —aunque casi geométrica y cerrada— estructura narrativa, a su falta de dramatismo, y a la trabajadísima sensación de «libertad» que transmiten sus intérpretes, y que no es siquiera «libertad vigilada», sino el resultado de ensayos, de elaboración conjunta de diálogos —probablemente escritos luego, y respetados escrupulosamente—, de crear un «ambiente» de rodaje que les resultase cómodo y de someter a ellos los movimientos de cámara (y no al revés).

Como siempre, todo acaba siendo cuestión de mirada —como se decía hace 15 años— o de distancia —no brechtiana—, como me parece más preciso. Qué duda cabe de que Colomo conoce a personas como las que describe —también yo las conozco—, que hay algo de sus amigos —y hasta de él mismo— en sus personajes; es probable que unas cosas de ellos le atraigan y otras le molesten, sin que por ello deje de apreciarlos en alguna medida. Esa medida es justo la queda al film la leve ironía, bien intencionada y amable, que hace que Tigres de papel caiga «simpático» y no moleste a nadie. Tal vez sea Colomo, como Truffaut, demasiado cómodo para el espectador, un poco excesivamente «agradable» y complaciente. Y ahí, precisamente, es donde veo yo el peligro que corre Colomo: su primer largo ha tenido una acogida demasiado entusiasta y generalizada, que tiende a olvidar el carácter limitado de la empresa y del logro obtenido. Cierto, los actores están, por lo general, bien (sobre lodo Joaquín Hinojosa, Concha Gregori, Pedro Diez del Corral, Miguel Arribas, el barbudo de Pomporrutas Imperiales, el triste jovencito que se marea al principio); la película es accesible y se ve con agrado; tiene gracia sin ser chabacana ni frívola; hay algo en ella que, aunque sea una comedia triste, suena a verdadero. Pero nada más, me temo; más que una radiografía, es una fotografía, igualmente estática en el tiempo —un momento muy determinado: junio 1977— y mucho menos profunda, de algunos ejemplares concretos de nuestra generación, y por ello, como testimonio, su alcance es muy limitado; encuentro excesivo número de concesiones a una recién semiestrenada libertad expresiva que tiene la ventaja de ser rentable —«porros», cambios de parejas, matrimonios separados como norma, «tacos» que se suceden a un ritmo superior al de la imagen, puños en alto, «La Internacional», el mitin de la C.U.P., las citas de Mao, el propio título de la película—, aunque todas estas «novedades» estén tratadas con cierta ironía; como largometraje, parece una ampliación de sus cortos, sin que por ello se profundice más en los personajes —tratados alusivamente, con la seguridad de que en cuanto abran la boca les vamos a reconocer como «tipos» y les vamos a colgar la correspondiente etiqueta—, salvo cuando los actores consiguen darles vida —sobre todo Hinojosa, que consigue parecer ser personajes tan variados como los que encarna en Elisa, vida míaCamada Negra y Tigres de papel— o los hacen incatalogables —el barbudo cuyo nombre siento ignorar—; por último, me temo que mucho de lo que se saluda en Tigres de papel como novedoso y original estuviese ya, y mejor integrado, a mi modo de ver, en ¿Qué se puede hacer con una chica?: hasta el «tono», el final cíclico —en el zoo en vez de una habitación cerrada—, el sonido directo, el tipo de dirección de actores, me hacen ver Tigres de papel casi como una continuación, ocho años después, del corto de Drove, sin más añadidos que un grado de politización y de erotización que en 1969 la censura no toleraba.

Creo que, al igual que En un París imaginario y Pomporrutas ImperialesTigres de papel promete algo. No se sabe aún muy bien qué exactamente: quizás un simpático cineasta menor, confinado en lo agradable y poco perturbador; a lo mejor un buen director de comedias cada vez más penetrantes. Espero con interés la próxima película de Fernando Colomo, y me gustaría que no resultase un «tigre de papel».

Que en nuestro pobre cine ya hay bastantes.

En "Dirigido por" nº 48; noviembre-1977

Robin and Marian (Richard Lester, 1976)

Richard Lester nació en Philadelphia, Pennsylvania (U.S.A.), en 1932. Tendría seis o siete años, pues, cuando vio por vez primera Robín de los Bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), de Michael Curtiz & William Keighley, interpretada por Errol Flynn y Olivia De Havilland. Es muy probable que, en los últimos tiempos, haya visto y admirado el magistral Robin Hood (1922) de Allan Dwan, con Douglas Fairbanks (1). No es improbable que, entre ambas fechas, haya asistido a la proyección de otras muchas versiones menores de las correrías de Robin Hood y sus Merry Men. El Bosque de Sherwood ocupa un lugar particularmente querido en la geografía mítica de varias generaciones: sus pobladores —proscritos, pillos, bandidos, monjes belicosos, juglares y bufones— encarnaron, en nuestra infancia, el espíritu de rebeldía y de la justa redistribución de la renta: no en vano, como muchos otros bandidos generosos, Robin Hood robaba a los ricos y ayudaba a los pobres. Su más mortal enemigo era un rey usurpador, significativamente apodado, con satisfactoria ironía, Juan “Sin Tierra”; la burlona beligerancia de Robin hacia el rey y su esbirro principal, el Sheriff de Nottingham; sus proezas acrobáticas por árboles y almenas; su destreza inigualable con el arco y la flecha; su amor galante por Lady Marian, eran virtudes que nos hacían perdonarle su incomprensible adhesión al legítimo rey, Ricardo “Corazón de León”, que pese a su fiero nombre nos pareció a todos —creo yo— un tanto estúpido y un mal rey, yéndose a las Cruzadas en vez de ocuparse de su país y de sus súbditos, a quienes dejó en las crueles y codiciosas manos de su traicionero hermano (2). En este sentido, el comienzo de Robin and Marian (1976) no puede ser más prometedor, pues confirma nuestras peores sospechas infantiles a propósito de Ricardo, y nos depara la tardía satisfacción de ponerle en su lugar: las películas antiguas daban por supuesto que “Corazón de León” era un gran tipo y, pese a su ingratitud, Robin parecía creerlo; a nosotros nos sorprendía su ingenuidad, y no nos hubiera parecido mal que, tras derrotar a Juan, hubiese destronado a Ricardo. Ahora, por fin, nuestra suspicacia ha sido reivindicada: Lester, que tal vez tuviese la misma sensación que nosotros, nos presenta a Ricardo tal y como sin duda era, presumido, despótico, caprichoso, absurdo, insensato, desconsiderado y algo loco.

Este revelador detalle —el ajustarle las cuentas a Ricardo, pese a lo que las películas tácitamente afirmaban— me permite concluir, junto con el tono de unas declaraciones de Lester a Positif, que al mediocre artífice de ¡Qué noche la de aquel día! le apetecía muchísimo contarnos la verdadera historia de Robin Hood, y que debió entusiasmarle el estupendo guión de James Goldman. No se trataba de desmitificar —como pudiera temerse, dada la tendencia de Lester a dejarse llevar por el viento de la moda— a Robin Hood; al contrario, se trataba de restablecer no la verdad histórica —dudosa en este caso— sino la verdad del mito; es decir, contarlo sinceramente, sin hipocresías, sin dejar que Ricardo “Corazón de León” hiciese sombra a Robin y le relegase a la condición de vasallo y subordinado después de que se hubiese proclamado hombre libre frente al más peligroso Juan “Sin tierra”. De hecho, Robin and Marian es, con El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) de John Milius y El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, 1975 de John Huston (3), la película más mítica que se ha hecho en muchos años, como ellas, se trata de una reformulación, desde ahora, desde otros presupuestos, desde otras vigencias (4), de los mitos de antaño. Lo que han perdido en espíritu de aventura, en vigor, en brío, en buen humor, en ímpetu y en triunfalismo lo han ganado, en cambio, en profundidad, en reflexión, en melancolía, en ambigüedad, en complejidad, en ironía y en afán de ir más allá de las apariencias, más allá del transitorio “final feliz” o de la victoria pírrica. Los héroes son ahora menos eficientes y están menos seguros de sí mismos, pero son más heroicos, porque se saben vulnerables, o condenados, o derrotados, y sin embargo luchan; sus dimensiones se han reducido, ya no tienen aureola, pero no son más próximos y podemos temer por ellos, porque pueden morir, pueden ser gravemente heridos, pueden perderlo todo, incluso a la mujer amada.

No sé si la idea originaria habrá sido de Goldman o de Lester —quien acababa de rodar The Three Musketeers y The Four Musketeers—, pero Robin and Marian es como un “Veinte años después” de The Adventures of Robin Hood. Los autores de la película, siguiendo el ejemplo de Alexandre Dumas, se han planteado qué ocurriría entre Robin, Marian, Ricardo, Juan, fray Tuck, Will Scarlet, Little John y el Sheriff de Nottingham cuando, dieciocho años más tarde, volviesen de las Cruzadas, cansados y derrotados, el rey y sus más fieles seguidores. Planteamiento admirable, que convierte las versiones precedentes en un flashback que, por ser conocido de todos los destinatarios del film (5), puede omitirse, y que permite preservar intacto y sin desdoro el recuerdo de los Robin Hood de Errol Flyn o Douglas Fairbanks, ya que no nos cuenta de otro modo las mismas aventuras, sino Otras aventuras, ya tardías y otoñales, de los mismos personajes, que además, no son menos fabulosos, sino más viejos, más maduros, más desencantados. El contraste entre la alegría y el entusiasmo saltarín de las versiones de Dwan y Curtiz Keighley y el tono elegiaco y nostálgico de Robin and Marian no pone en tela de juicio este film, que Lester quiso titular La muerte de Robin Hood, sino que es, precisamente, lo que le da sentido, al menos el sentido que tienen: épico, romántico, afectuoso.

Tras la absurda muerte de Ricardo “Corazón de León” (Richard Harris) en Francia, en una escena que evoca al mismo tiempo Paseo con el amor y la muerte (A Walk with Love and Death, 1969) de Huston y Campanadas a medianoche (1965) de Orson Welles, el árido paisaje terroso del continente se troca, jubilosamente, por los verdes campos de la Alegre Inglaterra. Robin Hood (Sean Connery) y el Pequeño Juan (Nicol Williamson) se dirigen al Bosque de Sherwood, preguntándose qué habrá sido de Lady Marian tras dieciocho años de ausencia (ya saben que, muerto Ricardo, reina de nuevo Juan “Sin Tierra”, y que el Sheriff de Nottingham sigue expoliando la zona con los tributos que exige de los campesinos y villanos). Allí reencuentran a Will Scarlet (Denholm Elliot) y al hermano Tuck (Ronnie Barker), a los que en un principio ni reconocen. Robin pregunta “¿Dónde están los amigos?”, y Tuck responde “Unos se fueron, otros murieron”. Los años no han pasado en balde; la situación es muy otra, aunque el enemigo sea el mismo. Todos son más viejos, están cansados, tienen el cuerpo lleno de cicatrices. Y Lady Marian (Audrey Hepburn) se ha hecho monja, es abadesa y no quiere saber nada de Robin. Otra cosa ha cambiado: antes los enemigos de Robin contaban con la complicidad de la Iglesia, ahora persiguen a los religiosos; de ahí que Robin vuelva a enfrentarse con el Sheriff de Nottingham (Robert Shaw), en una pugna que —se nota— ambos echaban de menos, pues —como antagonistas de talla— se necesitaban mutuamente.

Este es el punto de partida de unas nuevas aventuras picarescas que no difieren, en lo referente a luchas y trampas, astucias y correrías de las del pasado (me refiero tanto al pasado de los personajes como al de los espectadores ideales del film). Lo que ya varía mucho es el fondo de la aventura: sus motivaciones, el estado de ánimo de los protagonistas, sus relaciones, sus objetivos, sus esperanzas. Robin y el Sheriff, por ejemplo, no se odian; se tienen cierta simpatía y no poca admiración recíproca, aunque ambos sentimientos estén enturbiados y obstaculizados por el orgullo, la rivalidad y la posición social que ocupan; por eso, la muerte del Sheriff es lamentable y penosa, pese a que sea el causante directo de la de Robin. Resulta que el Pequeño Juan —y no creo que a nadie le sorprenda en exceso— estaba secretamente enamorado de Lady Marian, y que guardó silencio por fidelidad a su amigo Robin (y porque sabía, sin duda, que no sería el elegido). Y Marian nos cuenta —no sólo se lo cuenta a Robin—, cuando baja las defensas, que trató de poner fin a su vida por no poder vivir sin Robin, por no soportar el deseo que por él sentía, se aisló del mundo y se privó de toda esperanza haciéndose religiosa. Y así todos los personajes, en breves y admirables diálogos, a través de pequeños gestos y furtivas miradas, van revelándose tal como pudieron ser con el paso baldío de los años que Robin perdió en esa estéril y demente empresa que fueron las Cruzadas.

No puede extrañarnos, después de todo eso y de cuanto ocurre luego, que Marian cuelgue los hábitos y se consagre a recuperar el tiempo y el amor perdidos con Robin ni que Robin se resista a eludir el desafío del Sheriff, ni que los nuevos proscritos de Sherwood sean derrotados, ni que —en un gesto de supremo amour fou, tras confesarle “Te amo más que a Dios"— Marian envenene a Robin para ahorrarle una dolorosa agonía y se envenene para acompañarle a donde quiera que vaya una vez muerto, ante la impotente mirada acongojada de Little John.

Este film, que es el mejor que ha hecho Lester por una ventaja astronómica con respecto al siguiente, que tienen la modesta sabiduría de limitarse a bien contar una hermosa historia, fundiendo con acierto el (buen) humor y la acción con la amargura y el realismo acerca de la miseria y la violencia de la Edad Media, que es —como Campanadas a medianoche en la que hace pensar a menudo— un lamento por la muerte de la Merry England, tiene además el final más gráficamente sublime y conmovedor que me ha sido dado contemplar en mucho tiempo, y que no describiré para no quitarle fuerza ante el que lea estas páginas sin haber visto la película, pero que arrancó aplausos a parte del público. Ignoro si eran niños los que aplaudían, o si eran en guasa, pero yo aplaudí por dentro, y muy en serio.

(1) Richard Lester formó parte del Jurado que, en un festival de Cannes (¿el de 1966?) concedió un premio especial a El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924) de Raoul Walsh, con Fairbanks.

(2) La rivalidad entre hermanos era, sin duda, un factor considerablemente inquietante y complejo, ya que a todos los niños se les enseña a llevarse bien con sus hermanos; de hecho, la maldad de Juan "Sin tierra,” invitaba a dudar de la presunta bondad de Ricardo “Corazón de León”, que después de todo era su hermano. Recuerdo que, cuando tenía seis o siete años, llegué a sospechar que Ricardo, compadecido de que su hermano pequeño no tuviese “Tierra”, se iba a las Cruzadas para dejarle las manos libres, prestándole Inglaterra durante algún tiempo; lo cual, como hermoso, no me parecía mal, aunque como rey resultase un gravísimo fallo y le convirtiese en cómplice de los abusos fraternos.

(3) Obsérvese que las tres películas citadas están protagonizadas por Sean Connery, actor que, con los años, no sólo ha mejorado mucho como intérprete, sino que además después de encarnar uno de los pocos mitos de los años 60 —el bastante nefasto y fascistoide James Bond—, parece consagrado a volver a dar vida a los viejos mitos del cine clásico de aventuras. Su elección para interpretar al otoñal Robin Hood es uno de los tres mayores aciertos de un “casting” excelente; los otros dos son, evidentemente, Audrey Hepburn —aprovechando la expectación del espectador ante su efímero retorno al cine, tras ocho años de inactividad, para que compartamos el efecto que le hace a Robin reencontrarla tras dieciocho años de ausencia— y Richard Harris —que ya interpretó a otro mítico rey, Arturo, en el Camelot (1967) de Joshua Logan—, admirables como, en general, todos los que componen el reparto de Robin and Marian.

(4) Por ejemplo, si ya las películas americanas de los años 20-25 eran anti-feudalistas y, pese a tratar como héroes a algunos reyes, más bien republicanas, ahora es difícil que un film de aventuras caiga en el racismo o el colonialismo, en los que antes no se preocupaba de no incurrir.

(5) Que no son, y lo siento por ellos, los que son niños ahora, sino los que lo fuimos hace ya bastantes años y conocemos, por tanto, los otros Robin Hood, en particular el de Errol Flynn. No es una película para niños; es demasiado nostálgica para el que apenas tiene recuerdos, y se nota demasiado que la ha dirigido un hombre de más de cuarenta años. Por eso, y no por los ridículos moralismos que aduce la crítica de extrema derecha (Martialay, Arroita-Jáuregui) para protestar de que se tolere que la vean menores de 14 años acompañados, me parece buen consejo que la vean los que están por encima de esa edad, aunque no veo por qué no han de poder asistir a su proyección —sin comprenderla y disfrutarla plenamente— los que no lleguen a ella: es muy sana, y demasiado poco pueden ver que no les vaya a convertir en bobos llorones, si se les regatea El póker de la muerte de Hathaway y se les ceba con HeidiMarco y otros horrores, entre los que incluyo, por supuesto, lo que antes se protegía como “cine infantil”.

En "Dirigido por" nº 46; agosto-1977

Lenny (Bob Fosse, 1974)

Lenny Bruce fue un cómico americano, poco conocido en Europa y nada en España, que supo mezclar el humor judío con una actitud provocadora que le valió múltiples disgustos y, al mismo tiempo, algunos «fans» entre los componentes de ciertos círculos «in» o «marginales» de ambas costas de los Estados Unidos. Por lo que Julian Barry (adaptando su propia obra teatral) y Bob Fosse nos cuentan, su vida debió ser bastante agitada, aunque no mucho más —ni en sentido muy diferente— que la de otros muchos actores, comediantes o artistas en general. Sin duda por su falta de originalidad, esta biografía no se nos narra lineal y cronológicamente, sino de forma fragmentaria y aparentemente desordenada, a través de una serie de secuencias aisladas, ejemplarmente ilustradas y suscitadas por entrevistas con algunas de las personas que le conocieron más de cerca: su esposa Honey (Valerie Perrine), su manager Artie Silver (Stanley Beck), su madre Kitty (Susan Malnick). Con todo y a pesar de las interrupciones, de las «vueltas al presente» que significan las preguntas y respuestas, de que el punto de partida argumental sea el hecho de que Lenny Bruce (Dustin Hoffman) está muerto y de que, como nos advierte el rótulo inicial, todos los hechos que vamos a presenciar son auténticos, lo cierto es que la sucesión de flashbacks que constituye la película respeta, más o menos, el orden en que se produjeron los acontecimientos clave de su vida.

Es decir, que Lenny nos cuenta, ante todo, una historia: parte de la vida de un personaje. Para que una biografía —ficticia o real— nos interese, han de ser la de una persona interesante. Fosse nos da por garantizado el interés tanto de Bruce como de su vida; el de su vida hemos visto ya que es muy relativo, ya que es una vida intercambiable con la de otros personajes; el de Bruce como artista no lo pongo en duda, pero debo decir que el film no consigue en momento alguno sustentar que lo tenga: ninguna de sus actuaciones resulta muy divertida, ni muy ingeniosa, ni realmente «demoledora» como crítica de la sociedad en que malvive. Ello induce a pensar que el verdadero interés de Lenny Bruce radica, más que en sus actuaciones, en sus transgresiones de las «buenas maneras», de los «usos admitidos». En ese sentido, se podría afirmar que Barry y Fosse aprecian de Bruce, ante todo, su aportación a la conquista de la libertad de expresión, aunque el interés de lo que luchó por conseguir fuese a mi modo de ver, muy limitado: el derecho a hablar «mal», a decir «tacos»; si se quiere, a llamar a las cosas por su nombre, a usar en público las palabras que se dicen en privado, o en la calle, o en el autobús.

Hasta tal punto es lo importante en Lenny —como en las actuaciones de Lenny Bruce— la palabra, que C.B. Films se ha molestado en solicitar los servicios como subtitulador de Camilo José Cela, experto en la materia (pero temo que no en inglés, ya que las traducciones son con frecuencia pobres y en ocasiones puramente erróneas), y así lo anuncia en la prensa. Semejante primacía de la palabra revierte en una importancia fundamental de los actores, y hay que reconocer que es en este terreno donde sobresale la labor de Bob Fosse: tanto Dustin Hoffman (actor amanerado que suelo detestar) como la poco profesional Valerie Perrine y, en general, todos los secundarios (pienso en los testigos de los juicios, y en especial en cierto policía) interpretan a la perfección sus respectivos papeles, y logran dar dramatismo e intensidad a buen número de escenas, especialmente aquellas más sencillas y directas, estilísticamente más «planas», es decir, aquellas en las que Fosse no recurre a un cierto impresionismo a base de montar planos cortos, por lo general de detalle y siguiendo el ritmo de Miles Davis, con la intención de recrear un cierto «clima».

Bob Fosse fue un notable bailarín, un regular actor y un excelente coreógrafo (de My Sister Eileen de Quine a Damn Yankees de Abbott & Donen). Convertido en director de musicals en Broadway, con gran éxito debutó en 1969 como director cinematográfico con un remake musical de Las noches de Cabiria de Fellini titulado Noches de la ciudad (Sweet Charity); en 1971 realizó Cabaret y, por último, en 1975 ha firmado Lenny. Con estas tres películas, Fosse ha demostrado —en las dos primeras— que sigue siendo un gran coreógrafo y que es un gran director de actores. Sin embargo, permanece excesivamente ligado al mundo del espectáculo en su elección de temas y personajes —casi siempre adaptando éxitos de la escena, además— como para que pueda considerárselo algo más que un metteur-en-scéne, idea se ve preocupantemente corroborada por la incertidumbre estilística que demuestran sus tres películas, y en las que no puede advertirse otro progreso que una aparente tendencia a la sobriedad, tal vez dictada por el carácter intimista de Cabaret —frente Sweet Charity— y por el tono «documental» que —con ayuda de la excelente fotografía en blanco y negro de Bruce Surtees— ha querido dar a Lenny. Claro que esta creciente austeridad visual, bienvenida tras el caótico y arbitrario empacho de movimientos de cámara de su primer film, ha tenido una desagradable contrapartida en el progresivo alejamiento del musical que han marcado Cabaret y, sobre todo, Lenny, y el consiguiente abandono del trabajo para el que Fosse está más dotado, el de coreógrafo, motivo por el cual no creo que este director sea, como algunos piensan y el éxito comercial de sus películas parece indicar, uno de los más prometedores del «nuevo Hollywood», sino todo lo contrario: de «nuevo» no veo en él más que las facilidades de la «permisividad» inaugurada por la desaparición del código Hays y el recurso, en sus primeros films, al zoom y la imagen desenfocada; si se dejan de lado estas características, Fosse parece un mero artesano, como tantos del Hollywood de antaño, sólo que menos riguroso y menos modesto, y por tanto menos interesante que, por ejemplo, un Walter Lang.

En "Dirigido por" nº 45, junio-julio 1977

Una complicidad implícita: Henry King y Gregory Peck

Aunque según pasan los años aumentan las cosas de las que no estoy seguro, si de algo tengo cada día menos dudas –y me quedaban pocas hace ya mucho– es de que, entre todos los cineastas americanos que empezaron a dirigir en los años 10 del pasado siglo, fue el peor conocido y menos apreciado de todos ellos, Henry King, no sólo uno de los mejores –y con los de esta generación estamos hablando, sin exageración alguna, no tanto de los fundadores o pioneros como de los más grandes directores–, sino quizá –y eso que, por lo general, solían ser modestos y sobrios en sus manifestaciones– el que mejor supo defender su vida privada, evadirse de la vida “social” y sus diezmos publicitarios, disimular su estilo y guardarse sus ideas, opiniones y simpatías políticas para sí mismo.

Estoy convencido de que Henry King no hacia un secreto de ninguno de estos aspectos, y de que con respecto a sus ideas y creencias no tenía nada que esconder ni que declarar: no se avergonzaría de ellas, que por lo demás serian conformes a las que se pueden esperar de un hombre de su edad, origen e ingresos, en los Estados Unidos de los años 20, 30, 40, 50, 60… Ni siquiera parece que cambiara, que escondiera una mayor inquietud social en los años de la Gran Depresión. No imagina uno a Henry King con ninguna de las manías, a veces sorprendentes, de John Ford, o las amistades, no siempre “convenientes”, de un William A. Wellman, un Raoul Walsh, o un Frank Capra; nunca fue un venido a menos, como sí, con mayor o menor dramatismo, la mayoría de los cineastas de su edad, ni quiso o necesitó hacer obras “privadas” –como Ford, Borzage, McCarey– después de la II Guerra Mundial (lo que no impide que resultase “confidencial” alguna de sus mejores y se intuye que más queridas películas); pero no descendió a las proximidades de serie B ni hubo de convertirse en su propio productor. No imagino –ni la información disponible sorprende en aspecto– a Henry King como un ferviente partidario de Franklin Delano Roosevelt y su New Deal, y eso que en la Fox y llevarse bien con Darryl F. Zanuck condujeron al director de Jesse James (Tierra de audaces, 1939), en más de una ocasión, a apoyar implícita e indirectamente algunas de las políticas de Roosevelt (Wilson [1944], A Yank in the R.A.F. [Un americano en la R.A.F., 1941]). Tampoco lo veo recaudando fondos para los republicanos españoles durante nuestra Guerra Civil, ni muy desmedidamente o prematuramente preocupado por los avances de Hitler en Europa (rodó en la Italia ya mussoliniana The White Sister [La hermana blanca, 1923], aunque luego la despachó en A Bell for Adano [La campana de la libertad, 1945]) ni por las presiones “aislacionistas” del Bund y otros lobbies germanófilos en Estados Unidos. Seguramente, no le interesaban gran cosa los judíos, aunque se horrorizaría moralmente al enterarse de lo que había sucedido con ellos en Europa; puede que le costara creer semejantes atrocidades, le parecerían tan inconcebibles que tendrían que contárselo los colegas que tomaron y filmaron los campos de exterminio (George Stevens, William Wyler, Richard Fleischer, Samuel Fuller, Fred Zinnemann, Don Siegel). Era ya mayor para ser llamado a filas en 1942, pero, pese a pilotar su propio avión prácticamente hasta sus últimos días, no combatió, ni tampoco contribuyó ostensiblemente como cineasta al llamado “esfuerzo de guerra”. En los 50, no intervino para nada, ni de un lado ni de otro, en la controversia creada por las inquisitoriales persecuciones del HUAC del senador Joe McCarthy. Cabe imaginar a King no especialmente descontento con Truman y ni con Eisenhower, que en todo caso serían, cada cual durante su mandato, lo mismo que los anteriores y los siguientes, el Presidente de los Estados Unidos de América.

Todo eso, conste, son meras suposiciones mías, que no me extrañaría pudieran resultar verificables, y que me sorprendería mucho, en cambio, ver desmentidas, aunque todo es posible. No pienso mal ni bien acerca de Henry King, en ese sentido, es decir, como ciudadano del mundo (dudo que nunca se sintiera así, sino simplemente “americano”). No creo que pensara tener ninguna ideología política (lo cual no impide tenerla, aunque sea conformista en extremo, o se tome por otro tipo de fe). Lo mismo que no se creía un artista ni tenía una teoría del cine propia (y menos aún ajena) que aplicar a los guiones que le encomendaban convertir en películas entretenidas y atractivas. Tampoco cortejaría ni haría especialmente buenas migas con los escritores que trataban de recomponer sus finanzas en Hollywood, ni con los refugiados europeos, ni antes ni durante la guerra o incluso un poco después, del mismo modo que no se iría de copas con sus colegas más bebedores, que eran muchos.

De sus películas cabe deducir que era creyente, e incluso profundamente religioso, lo que parece ser un obstáculo más para valorarlo como cineasta entre algunos de los que no sienten o piensan como él. Son relativamente frecuentes, lo cual tampoco le beneficia críticamente, los personajes de sacerdotes –de una u otra confesión–, e incluso los que cabría calificar de “misioneros”, por modestamente que sea (como el protagonista de I’d Climb the Highest Mountain [1951]), de los que parece admirar la convicción y la entrega (como del Dr. Livingstone encamado místicamente por Cedric Hardwicke en Stanley and Livingstone [El explorador perdido, 1939]), pero sus películas no son prédicas ni sermones, ni caen en la hagiografía; una elocuente prueba es, para quien sea capaz de mirarla sin anteojeras ni prejuicios, The Song of Bernadette (La canción de Bernadette, 1943), que es, sin duda, una de sus obras máximas, y no sólo por el inteligente guion de Franz Werfel. (Por cierto, era una de las dos películas de King que Ford votó entre sus preferidas de toda la historia del cine).

Como muchos de sus colegas, Henry King parecía plantearse cada película, en función de la época, los actores disponibles, la historia –más que el género, noción que parece del todo extraña a King–, como un problema particular, que exigía, en consecuencia, una solución específica y bien pensada. Hay cosas, evidentemente, que no iba a querer hacer –se conocen varios casos en los que hizo cambiar el guion por disconformidad con su lógica o con sus conclusiones morales, según propia confesión–, y procedimientos estilísticos, dramáticos o narrativos que, podríamos jurarlo, no iba a emplear nunca, así le retorcieran un brazo, por mucho que le presionaran (y parece probado que fue siempre un hombre muy testarudo, dispuesto a defender sus principios), y no por una cuestión de principios, sino de gusto. Hay recursos que, simplemente, no le parecían elegantes, honrados o de buena educación. De hecho, al verse imposibilitado de rodar, pese a haber acariciado varios proyectos (como el muy atractivo The Undefeated [Los indestructibles, Andrew V. McLaglen, 1969]) después de 1961 –es decir, desde que el cine americano empezó, poco a poco, a desintegrarse–, ni siquiera tuvo ocasión de verse obligado a defraudar ese tipo de expectativas, como lo hicieron, en cambio, Otto Preminger después de 1966 o incluso cineastas más jóvenes, de Blake Edwards a Stanley Donen pasando por Richard Quine, que en los 70 acabaron por filmar planos de los que les habríamos considerado constitutivamente incapaces, sin duda empujados por el afán de no quedarse “anticuados” o ya sin poder suficiente para impedir que sucesivos montadores desfiguraran sus películas.

Casi toda la obra sonora de Henry King fue producida por la Twentieth Century-Fox, donde –aparte de algunas discusiones– parece que se llevaba muy bien con Darryl F. Zanuck, quien le tenía tan especial respeto que siempre lo ponía como ejemplo –lo que no granjearía a King muchas simpatías entre sus colegas más jóvenes, que nunca lo mencionan entre los veteranos admirados–, en sus prolijas e insistentes notas o “memoranda” a otros cineastas, sin dudar en remontarse para ello a escenas muy concretas de películas realizadas quince o veinte años antes. A pesar de ello –desde 1935 sólo la muy (injustamente) menospreciada This Earth Is Mine! (Esta tierra es mía, 1959) está hecha fuera de Fox, en Universal y con Rock Hudson, de ahí su aire inesperadamente “Sirkiano"–, cabría preguntarse hasta qué punto King se plegaba al estilo de la casa –como han pretendido muchos, me temo que para rebajarlo al menesteroso estatuto de artesano bajo contrato– o bien, por el contrario, el muy peculiar estilo de la Fox (en una época en que era fácil identificar visualmente si una película era Warner, Fox, Metro-Goldwyn-Mayer, Paramount, RKO, Universal, Columbia…) tomaba por modelo el estilo "invisible” –decididamente discreto, pero nada rutinario ni tan ortodoxo como se presume, con planos más largos de lo normal y ocasionales movimientos de cámara muy llamativos; probablemente fuera el menos “Griffithiano” de sus coetáneos, pese a haber rodado remakes de varias películas de D.W.– de Henry King. En cualquier caso, habría que señalar, como prueba de la posición poco subordinada y de la actitud nada servil de King, que nunca se dejó encasillar: no hizo “cine negro”, lo que es raro en la Fox, pero casi no hay otro género que no haya explorado, siquiera ocasional y parcialmente, aunque ninguno lo haya practicado con asiduidad: uno de sus rasgos distintivos estriba en que sus películas son a menudo difíciles de adscribir a un género determinado y bien definido, ya que habitualmente se movía con libertad y soltura por encima de las borrosas fronteras de varios, o realizaba sin la menor preocupación algunas muy híbridas, y eso desde una época relativamente temprana: Ramona (Ramona, 1936) es –por lo menos– western, melodrama, poema bucólico y seca tragedia, y quizá un postrero homenaje al cine mudo, ya que la primera versión de esa novela la hizo Griffith; Alexander’s Ragtime Band (1938) es al mismo tiempo una biopic, un melodrama, un film histórico, una comedia y un musical muy alejado de los de la Warner. Incluso durante el periodo silente, no digamos en el sonoro, hizo muy pocos westerns, y ninguno “de serie”, del montón, ni siquiera convencional, como el magnífico The Winning of Barbara Worth (1926) –donde hay más “indios”, si no me equivoco, es en el prólogo, situado en el Wyoming de 1870, de Stanley and Livingstone–, sino fuertemente individualizados, incluso podríamos decir que “raros”: tan excéntricos y singulares como los de Samuel Fuller. Es más, quizá el tipo de película que más frecuentó fue lo que en su país –pero no fuera– se conoce vagamente como americana, y que es bastante indefinible, salvo como algo “inequívocamente americano” y situado –lo cual sí es frecuente en la obra de King- en el pasado. Empleó a menudo a los mismos (pero no sólo a uno, ni en exclusiva: su Leon Shamroy no es el de Otto Preminger) directores de fotografía, decoradores, directores artísticos, músicos, diseñadores de vestuario, y repitió actores protagonistas (no digamos secundarios) con bastante frecuencia.

Entre 1949 y 1959, por ejemplo, utilizó seis veces a Gregory Peck, con el que tenía una relación especialmente privilegiada de mutuo entendimiento: en pocas ocasiones ha estado mejor Peck que a las órdenes de King, y de pocos intérpretes ha obtenido tanto este realizador, pese a ser reconocido en Hollywood como –al menos– un notabilísimo director de actores y actrices, usualmente dispuestos a trabajar a sus órdenes y casi siempre encantados de haberlo hecho. Es curioso que, mientras se han escrito, y no sin razón, páginas y páginas sobre otras colaboraciones/relaciones entre un actor y un cineasta –James Stewart con Capra, Anthony Mann y Alfred Hitchcock, Cary Grant con Hawks, Hitchcock y Cukor, Randolph Scott con Boetticher, John Wayne con Hawks o Ford, Dana Andrews con Preminger, Fritz Lang o Jacques Tourneur, Henry Fonda con Ford, Marlene Dietrich con Josef von Sternberg, Errol Flynn con Walsh o Curtiz, Gary Cooper con Capra–, de otras asociaciones no menos notables –como la de John Payne y Allan Dwan, o la de Cooper con Cecil B. DeMille– no se haya comentado nunca nada, y de las estrechas relaciones de Henry King con Tyrone Power, Peck o Susan Hayward sea difícil encontrar el menor análisis. Claro que, en el caso de King y sus intérpretes favoritos, no debiera extrañarnos, pues es tan escasa la atención que se le ha prestado, en general, tanto en vida como tras su retiro o su muerte, lo mismo en Estados Unidos que en Europa, que no es razonable esperar que haya aspectos particulares por cubrir.

Lo más asombroso de estas seis películas protagonizadas por Peck, obviamente producidas por la Fox y dirigidas por King a lo largo de diez años, es su variedad. Twelve O'Clock High (Almas en la hoguera, 1949), The Gunfighter (El pistolero, 1950), David and Bathsheba (1951), The Snows of Kilimanjaro (Las nieves del Kilimanjaro, 1952), The Bravados (El vengador sin piedad, 1958) y Beloved Infidel (Días sin vida, 1959) se cuentan, todas ellas, entre las obras maestras de King. Y por lo menos tres o cuatro están entre las mejores, entre las cumbres no generalmente reconocidas de su dilatada, mal conocida y poco estudiada carrera. Una es –si se quiere simplificar– “de guerra”, aunque su alcance sea mucho más amplio, y dedique escaso metraje a las escenas de acción, relegadas al pasado al ser casi toda la película un flashback rememorado por Dean Jagger; otra sería “bíblica”, puesto que cuenta parte de la historia del rey David, y siempre me ha parecido una de las películas más llenas de erotismo que he visto; dos son del Oeste, pero tan distintas como pueden serlo sin salirse de ese amplio marco, pues una de ellas –The Gunfighter– es totalmente urbana y predominantemente de interiores, casi “de cámara”, y de una sequedad comparable a Bresson o Dreyer, y la otra más itinerante y paisajística, menos concentrada y austera, más “pastoral” y también más violenta y al mismo tiempo moral; las dos restantes son literario-biográficas, una adaptada de una novela sumamente autobiográfica de Hemingway (como lo es también The Sun Also Rises, que King filmó en 1957), la otra basada en las memorias de la gacetillera Sheilah Graham, el último amor de F. Scott Fitzgerald, personaje real por el que, curiosamente, King declara sentir tan escaso aprecio como admiración (King habló en pocas ocasiones, pero siempre dijo lo mismo), aunque no creo que nadie lo hubiera deducido de las dos películas que le dedicó (la otra es su última realización, una subvalorada adaptación de Tender Is the Night [Suave es la noche, 1961]), Así, curiosamente, Peck hizo para King tanto de Ernest Hemingway como, siete años más tarde, de su antiguo amigo y rival, tan diferente en casi todo, Scott Fitzgerald, quizá los dos escritores más célebres y míticos de la llamada “generación perdida”, los dos únicos autores “respetables” llevados al cine por Henry King.

Evidentemente, algo tienen en común estos seis personajes, que es lo que permite que Peck los encarne a la perfección, a pesar de no ser un actor especialmente valorado por sus dotes interpretativas –siempre competente, nunca espectacular, muy escasamente histriónico, con menos “personalidad propia” que la mayoría de las estrellas, pese a ser extremadamente popular y atractivo– ni del que pueda decirse que tenga un registro muy amplio, e incluso cuando a priori su elección parece más una conveniencia contractual o, si acaso, más el producto de la mutua confianza entre el actor y el director que de un hallazgo o un acierto evidente de casting (es obvio que físicamente no recuerda en nada las muy conocidas siluetas de los mencionados novelistas).

Lo que comparten todas esas figuras –ficticias, legendarias, o históricas y reales pero muy mitificadas–, aparte de permitir (o incluso requerir) un cierto grado de estilización interpretativa, es, al menos en los trechos de sus vidas (a menudo los terminales, y siempre críticos) que cuentan las películas respectivas, su carácter introspectivo y reflexivo (hasta meditabundo y taciturno), su inseguridad, un cierto malestar y el estrechamiento (circunstancial o definitivo) de su horizonte vital: sus días parecen, cuando no contados, precarios, sometidos a especial incertidumbre (herido en África, a la espera de un médico que no llega, mientras la pierna amenaza con gangrenársele; amenazado por insensatos y despreciables émulos de su gloria como pistolero, conminado a abandonar el pueblo mientras intenta que su mujer le dé una última oportunidad y mientras, sin que él sepa que tardarán menos de lo previsto, se acercan jinetes dispuestos a matarle; rechazado por sus súbditos por incumplir la ley y apropiarse de la esposa de uno de sus lugartenientes; o enfrentado a sus subordinados por hacer cumplir a rajatabla –en plena guerra– la disciplina). Son, cuando las peripecias que cuentan las películas –varias veces por medio de un flashback– comienzan, supervivientes, y llevan a cuestas un cierto pasado y bastantes frustraciones o decepciones; les queda aún cierta esperanza, un rescoldo de ilusión casi infantil, y cierta desesperación –y exasperación– les acecha en todos los casos, sin más liberación posible de ese malestar que morir (muy en contra de su voluntad hasta cuando tienen impulsos suicidas, casi siempre fanfarronerías más que verdadero impulso de muerte).

Esto se traduce, y aunque parezca mentira –seguro que a primera vista sorprende lo que voy a decir– no es algo normal en el cine de ninguna época, en que se trata, sin excepción, de hombres que piensan. Quiero decir a los que vemos pensar. E insisto en lo de ver, pues no se trata de que oigamos en off o en “voz interior superpuesta a la imagen” (lo que en inglés llaman más brevemente voiceover) sus pensamientos o sus recuerdos, que son selecciones reelaboradas del pasado, ni en que no paren de hablar y de “explicarse”: hasta los escritores, cuando no están contando (o, más bien, fabulando) son de carácter más bien lacónico y taciturno, lo mismo que un pistolero, un rey de Israel dominado por el deseo y acosado en su corte, o un estricto y responsable militar, que tiene que sopesar constantemente los efectos contrapuestos de sus decisiones y órdenes, lo que explica y lo que simplemente manda. Si se repara en ello, que raramente veamos en el cine a personas que piensan –pese a ser un rasgo distintivo del ser humano–, es un síntoma alarmante; y hay que decir que es un espectáculo particularmente infrecuente, sobre todo en un cine que durante décadas estuvo excesivamente dominado por la acción, a menudo –imperativos del ritmo y de lo que podríamos llamar “la tracción delantera"– irreflexiva e inexplicable, salvo como reacción defensiva semi-instintiva, y por tanto casi animal, y que tendía a rehuir las justificaciones, desdeñadas como "psicologistas” en unos ambientes y luego, en otros, condenadas como “humanistas”. Y, si se repasa la carrera de Henry King, en contraste con sus coetáneos, observamos que en ella lo frecuente es precisamente lo contrario: resulta así que algo que es anómalo en el cine americano es, si no constante, sí al menos habitual en King, hasta el punto de poderse considerar como uno de sus rasgos definitorios más inadvertidos. No es que sean sus protagonistas –salvo rara excepción, y aun así no ajenos a la aventura, los viajes y la toma de decisiones– intelectuales, sabios, profesores, investigadores, digamos “pensadores” profesionales (Wilson sería uno de los pocos); ni los ejemplares que hay de estos se limitan al campo de la teoría, incluso los novelistas eran eminentemente “prácticos”, pues narraban sus propias experiencias vividas, festivas o amargas, y en el caso de Hemingway decididamente arriesgadas y aventureras, las exagerase más o menos. Podríamos decir que simplemente se trata de personajes que se dan cuenta, a menudo demasiado tarde, de sus problemas, de sus limitaciones, de sus errores, de sus defectos, de sus excesos o sus carencias, de sus cobardías o precipitaciones, de su imprudencia o su indecisión. Entonces analizan su situación y tratan de salir del atolladero, por lo general sin poder dedicarse en exclusiva a meditar, pues tienen que enfrentarse a situaciones urgentes o de peligro inminente, y suele además quedarles muy poco tiempo, cuando todavía les queda un resto.

Consecuencia de que los hombres y las mujeres de Henry King piensen es que además miren. Algo tan frecuente (y yo diría que normal, aunque pueda parecer indiscreto o de mala educación en determinadas culturas) como que alguien entre por vez primera en una casa desconocida o que va a servirle de alojamiento provisional, y mire el techo, las paredes, las estanterías o el suelo, se fije en los muebles, discos o libros, incluso curioseando lo que hay o deja de haber (a menudo tan revelador), o las vistas que ofrecen las ventanas, es asombrosamente infrecuente en el cine, donde, en principio, y en películas mínimamente cuidadas, cada elemento del decorado ha sido, como su recipiente, la casa, minuciosamente elegido o diseñado y fabricado especialmente, y donde, por tanto, cada objeto, cada detalle, tiene una función de indicio, resulta por fuerza significativo, contribuye a definir y explicar al personaje que habita en ese entorno, en ese espacio, y que se supone que ha configurado o modificado. La clave del problema es que esta función del decorado como índice está orientada exclusivamente al espectador, y no a los propios personajes de la película, que por ello no reaccionan casi nunca, y sólo muy excepcionalmente acusan el choque que puede producirles un hallazgo inesperado, que en principio no “cuadra” con el carácter del dueño o huésped de la habitación. Creo que la primera vez que advertí tan curiosa omisión fue –hace ya más de cuarenta años– viendo una película de Henry King, Beloved Infidel, precisamente porque en ella esto sucede cada vez que es natural que así sea, simplemente porque es lógico que así suceda, sin que el cineasta lo subraye ni interrumpa con insertos el plano de entrada. Este tardío “descubrimiento” me llevó a observar, en primer lugar, que se trata de una de las muchas cosas y actividades (y bien curiosas algunas: se podría hacer una lista de cineastas donde se come, y otra de directores en los que aparentemente se ayuna, porque nunca se ve a nadie ingerir alimentos) que el cine, arte de la visión, cuando no de la evidencia, se empeña en no mostrar, se diría que escamoteándolas deliberadamente: película tras película –y por entonces veía no menos de seis al día– se confirmaba mi sorprendida sospecha: en segundo lugar, comprobé que era Henry King uno de los raros cineastas que –sin recurrir a la manida retórica del campo-contracampo, sin primeros planos, sin visiones subjetivas, sin el motor del “suspense” como justificante de la atención desmedida a detalles que se tornan “huellas” o “pistas"– con frecuencia, como algo usual, recogían en sus planos el recorrido de las miradas de sus personajes. Que es una de las formas específicamente cinematográficas de traducir (o sugerir) el pensamiento de los personajes. Pero no sólo por eso, sin duda, sino también por un hecho muy simple, no tan corriente como se presupone: Henry King contaba, más que historias, argumentos, peripecias, lo que en un momento dado –más o menos prolongado– le sucedía a una serie de personas, es decir, lo que pasaba entre ellas, y ese "paso” se detecta, muy a menudo, sobre todo si no son muy habladores o articulados, en las miradas, en cómo encajan lo que ven, lo que “digieren” de los datos inmediatos que perciben.

No quisiera, al destacar estos rasgos secretos del cine de Henry King, que quizá encuentren su manifestación más patente en las películas que hizo con Gregory Peck como protagonista –aunque vemos mirar a Tyrone Power, a William Holden, a Jason Robards, a Rock Hudson, a James Stewart, y también a Susan Hayward, a Joan Collins, a Jean Peters, a Deborah Kerr, a Loretta Young, a Lillian Gish–, contribuir en lo más mínimo a apuntalar o reforzar su injustificada reputación (una verdadera “maldición” echada sobre él por la crítica perezosa) de cineasta propenso a la lentitud o la pesadez, que han reducido su atractivo para los cinéfilos –más inclinados a investigar las prolijas filmografías de los veloces Wellman, Curtiz o Hathaway– y su prestigio crítico, más que nada porque se trata de imputaciones sólo muy esporádicamente con alguna base, y a lo sumo parcial: lo podría comprender si todas sus películas fueran algo estáticas y acartonadas, como lo es –pese a rodarla en buena parte en Italia y en los escenarios históricos– Prince of Foxes (El príncipe de los zorros, 1949), o algo blandas y a la vez mazacotas y poco fluidas, como Carousel (1956), muy decepcionante tras las previas adaptaciones de Liliom a cargo de Frank Borzage y, sobre todo, de Fritz Lang; pero resulta que se trata de excepciones muy alejadas de la regla, que estaría más cerca del dinamismo y la espectacularidad con fundamento –no como fin–, cada cual a su modo, de Little Old New York (El despertar de una ciudad, 1940), In Old Chicago (Chicago, 1938), The Black Swan (El cisne negro, 1942) o Captain from Castile (1947), cuando no lograba refugiarse en el plácido y sereno intimismo de varias de sus obras menos conocidas pero más extraordinarias, como l’d Climb the Highest Mountain o Wait Till the Sun Shines, Nellie (1952). Se confunde demasiado a menudo la serenidad y la calma con la morosidad y la frialdad, como se toma a veces la claridad y transparencia por ausencia de personalidad o de estilo visual, o la naturalidad arduamente conquistada por espontaneidad e improvisación.

Otro rasgo que comparten las seis películas de King protagonizadas por Gregory Peck, quizá como consecuencia (o como causa) de la importancia que en ellas tienen los actos de pensar y mirar, es la soledad de sus personajes, patente sin ningún artificio plástico que la señale hasta cuando están rodeados de cortesanos –David–, de soldados –el general Frank Savage de Twelve O'Clock High– o de diversas multitudes –tanto el Harry Street de The Snows of Kilimanjaro como el Scott Fitzgerald de Beloved Infidel, tanto el Jim Ringo de The Gunfighter como el Jim Douglass de The Bravados. Y estos tres factores conducen a la forma dramática esencial de Henry King, que no es la conquista, ni la intriga, ni el “suspense”, ni el enfrentamiento, ni el duelo, ni el viaje, ni la persecución, sino la espera. Tal vez si se hubiese reparado en este rasgo, no sistemático ni omnipresente, pero tampoco privativo de esta porción exigua de su obra, quizá en ocasiones unida a la esperanza, se hubiese entendido mejor y un poco menos tarde la peculiaridad, la grandeza y hasta la modernidad (lo que las hace aún hoy actuales, es decir, lo que las convierte en “clásicas”) de sus mejores películas y de muchas otras que, sin llegar a tanto, no me parecen prescindibles, sino más bien, si se me apura, indispensables.

En “Henry King”, Festival de San Sebastián-Filmoteca Española (2007)

Van Gogh (Maurice Pialat, 1991)

Van Gogh ha tardado dos años en estrenarse en Madrid, y ha durado en cartel dos semanas. A pesar de que los críticos españoles destacados en el Festival de Venecia de 1991 la maltrataron, es de esperar que ni ellos mismos se acuerden de lo que dijeron, por lo que semejante falta de interés por la última película de Maurice Pialat, y hasta por Vincent Van Gogh, se me antoja un síntoma preocupante de incultura y falta de curiosidad.

Para mí, se trata de la mejor obra de un cineasta que es hoy, con Godard, el más interesante en activo de Europa, y por lo tanto del mundo. Pero, aunque fuese anónima y nada significara para mí Van Gogh, creo difícil verla sin sentirse maravillado, con esa especie de escalofrío de exaltación y sorpresa que sólo producen las películas verdaderamente excepcionales e innovadoras. Este último aspecto, debo admitirlo, es de importancia secundaria, aunque es posible que sea uno de los escollos mayores de la película: los mismos que hubieran reprochado a Pialat caer en el biopic —que ya hizo, y muy bien, Minnelli en 1956— sienten que “no habla de Van Gogh”, además de rehuir la biografía en sentido estricto y centrarse en los últimos meses de su vida, le trata como lo hubiese hecho un cronista local de la época, es decir, sin reverencia hagiográfica, sin el saber retrospectivo que tenemos ahora, sin pintarlo como un genio, y sin dedicarse exclusivamente a reflejar la creación artística, sino su vida cotidiana, sus humores, sus distracciones, su melancolía, su trabajo.

Otro gran acierto de Pialat parece desconcertar: no sólo no trata de reconstruir cinematográficamente los lienzos de Van Gogh, sino que muestra constantemente lo que el pintor tenía a su alrededor pero sus cuadros, en su crispación subjetiva, no reflejan —como el agua, ciertas luces, la serenidad—; por eso la película es de imágenes más “renoirianas” —del padre, Pierre-Auguste, y de su hijo Jean, el cineasta— que “vangoghianas”. Como la pintura, igual que el cine, es un arte selectivo, que encuadra, elige puntos de vista y transfigura la realidad, para entender a Van Gogh es tan necesario saber lo que de ella escogía —que está en sus cuadros— como lo que eliminaba, dejaba fuera, no veía, que es precisamente lo que Pialat nos muestra: los encuadres y los contenidos posibles y descartados, todo aquello a lo que Van Gogh, como artista, no era sensible.

Aunque no puede decirse de ningún plano que esté copiado de uno ajeno, Pialat ha logrado el prodigio de sintetizar en Van Gogh el cine de Renoir y el de John Ford, para retratar con naturalidad, humor y violencia —a su manera— al pintor y a todos los personajes que le rodean. Encuentro genial a Jacques Dutronc, pero también a Gérard Séty, Bernard Le Coq, Corinne Bourdon, Elsa Zylberstein, Leslie Azzoulai y, sobre todo, a Alexandra London como Marguerite Gachet. Con Van Gogh, paradójicamente, alcanza Pialat la serenidad y la armonía, y logra una de las películas más conmovedoras, hermosas y emocionantes de los últimos años.

En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC

Marius et Jeannette (Robert Guédiguian, 1997)

La resistencia de un cineasta

Se ha estrenado casi por sorpresa, quizá por el César de interpretación muy justamente concedido a Ariane Ascaride, una película francesa titulada, como tantas, con los nombres enlazados de un hombre y una mujer, Marius et Jeannette (Un amor en Marsella). Pero se equivocará el que espere algo remotamente parecido a César et Rosalie, porque su autor no tiene nada que ver con Claude Sautet, y tampoco es un joven debutante. Se trata del octavo de los nueve largos realizados en los últimos 18 años por un hombre ya maduro, nacido en Marsella y que sistemáticamente vuelve a su tierra para rodar, con los mismos actores y técnicos, que son además sus amigos, y para los que él mismo escribe guiones originales. Obviamente, es su propio productor, lo que le ha permitido, aunque hasta hace poco fuera un desconocido en la misma Francia y sólo sus dos últimas obras hayan alcanzado un cierto eco, seguir siendo independiente.

En su caso, la independencia no consiste en hacer películas egocéntricas y caprichosas, sino en permitirse el lujo de ser fiel a sí mismo y a los suyos, a su entorno y a sus ideas, a sabiendas de que no están de moda, sino más bien anticuadas. Su visión es, a veces, como en la precedente, A la vie, à la mort, o en la aún anterior, Dieu vomit les tièdes, comprensiblemente pesimista, aunque nunca quejumbrosa, derrotista ni masoquista. Aquí, presentando la historia que narra como un cuento, se ha tomado un respiro para infundir ánimos e invitar a no caer en el desánimo, a no abandonarse a la resignación. No es, declaradamente, la película realista que puede parecer al que no se tome en serio el rótulo inicial ni se acuerde de Jacques Demy en cuanto vea el vistoso mono rojo que lleva el vigilante cojo Marius (Gérard Maylan), un personaje que parece de Lili, de Charles Walters, con unas gotas del frentepopulismo poético del cine francés de la década de los años 30, de Renoir a Carné pasando por Grémillon.

Algunos le reprocharán este afán de dar ánimos, en su país, los mismos que le criticaban hace poco la negrura de su visión del futuro y su esquematismo. Guédiguian, hay que decirlo, carece de complejos: tiene muy claro de qué lado está. La diferencia estriba en que aquí el enemigo, aunque los personajes sufran las consecuencias, está ausente de la pantalla: Guédiguian no ha querido filmarlo, darle además tiempo y espacio.

Guédiguian se encierra al aire libre con los suyos, entre las ruinas de una cementera clausurada, de un puerto que pierde actividad y puestos de trabajo, en un patio en el que se cruzan unos vecinos que son, además, amigos y hasta ocasionales o intermitentes amantes, que se conocen de toda la vida, que charlan, se toman el pelo cariñosamente, cantan o discuten.

Todos son, aunque no carezcan de motivos para la amargura ni estén libres de preocupaciones, muy simpáticos. Son sencillos, pero nadie es tan elemental como para no tener sus traumas, sus tristezas, y así lo vamos descubriendo, a medida que sus relaciones se atan, se tejen, se desanudan o se interrumpen.

No es una película realista, pero sí veraz y auténtica, lo que no está al alcance de cualquiera, por mucho que se lo proponga. Su materia prima es real, y no superficialmente, sino al ahondar en ella, escarbando bajo la apariencia para descubrir o intuir los secretos temores, las aspiraciones, los sueños y las necesidades de las personas con las que nos familiariza y a las que nos hace ir tomando cariño. Es un cuento, sí, pero no de hadas, ni una fábula mensajera, sino un cuento ejemplar brechtiano (otro que no está de moda, por mucho que se celebre su centenario). No llama a las barricadas ni a la huelga, pero invita a la dignidad y la supervivencia. Objetivos, si se quiere, poco ambiciosos, y más individuales que colectivos, pero por ahí se empieza. El que se rinde y no se respeta a sí mismo, difícilmente puede interesarse por los demás, quererles o echarles una mano. Que es lo que hacen, con la cotillería entrometida de las sociedades primitivas y abiertas, volcadas a la calle, de los pueblos mediterráneos, esa inferencia en los asuntos de los demás que, cuando es maledicente e intolerante, resulta tan odiosa, pero que, cuando es bienintencionada, abriga en tiempos de penuria y reconforta en la desdicha.

Todos los actores —y, aunque no conocidos, son profesionales y magníficos— se mueven y hablan con una naturalidad que infunde vida a sus personajes, y una presencia que Robert Guédiguian no subraya ni manipula.

El director se limita a estar a su lado, a la distancia precisa, volcando la atención afectuosa de su mirada y transmitiendo lo que contempla a los espectadores, para que podamos acercarnos a ellos y compartir sus recuerdos, sus ansias, sus afanes, sus osadías, sus pequeñas rebeldías.

En "El Mundo", junio de 1998

Den goda viljan (Bille August, 1992)

Lo que más me asombra de este montaje condensado (digest) de serie televisiva no es que vaya recogiendo premios y elogios por los cinco continentes —para eso está hecha, con tanto primor y amaneramiento como academicismo y blandura—, sino que haya dado gato por liebre a gente que entiende de cine y admira a Ingmar Bergman, y subrayo la conjunción porque podría comprender que agradase a los que encuentran a Bergman indigesto; y no creo que nadie eche tanto en falta al autor de El silencio como para dar su hambre por saciada con un pálido sucedáneo, que consigue hacernos añorar a Bergman durante todo su moroso metraje, incluso si hemos acudido más por sus defensores que por ser un guion escrito por el gran Ingmar para glosar la vida de sus padres.

También despierta mi curiosidad más que Las mejores intenciones que el propio Bergman eligiese a Bille August como prematuro albacea testamentario, antes de cederle a su propio hijo Daniel otro de esos guiones-río que le da pereza dirigir después de Escenas de un matrimonio y Fanny y Alexander. Lógico “Oscar a la mejor película extranjera” por Pelle el conquistador (1987), August es el realizador modoso y apañado que adoran los directivos de cualquier televisión respetable: hace cosas serias, dignas y correctas, limadas de asperezas y provocaciones, como las adaptaciones de clásicos literarios de la BBC. Es un estilo de resumir una novela mediante narración radiofónica e ilustración pictoricista, de utilizar la música y el paisaje, de elegir y dirigir actores con pautas de naturalismo soft. Suelen ser obras artesanalmente cuidadas, pero sin personalidad ni rupturas, sin autor, y tienden a homogeneizar y uniformar a los escritores que vulgarizan con una capa de frialdad y brillo, de asepsia y ornamentación: las envuelven con papel de celofán; el lazo es optativo, y puede variar de color.

Algunos querrían que el cine europeo fuese como Pelle Erobreren y Las mejores intenciones: obras inatacables, tan digeribles como insípidas, incapaces de despertar apetitos; no es preciso que aburran para que sean derrotadas en taquilla por cualquier película americana, que enuncia una idea —ya no suele haber, salvo excepciones como Instinto básico, ni un guion con buena “carpintería"— intrigante o llamativa y ofrece la química de una pareja de actores: la fórmula tiene un atractivo inmediato, y está al alcance de quien posea tales "estrellas” y dinero para publicitar el cóctel; da lo mismo que sea Julia Roberts-Harrison Ford que Demi Moore-Sylvester Stallone, Robert Redford-Michelle Pfeiffer o Clint Eastwood-Kelly McGinnis, seguro que “funciona” como pasatiempo y como negocio.

Frente a la dureza y precisión de los encuadres de Bergman y su arte para situar en el tiempo una dolorosa confrontación de actores en carne viva, Las mejores intenciones se queda en modales educados, interpretaciones —salvo Pernilla August— convencionalmente “notables”, encuadres indiferentes —compárense tensiones y distancias—, con la lentitud televisiva convertida por los cortes en simple arritmia.

En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC

L'Arbre, le Maire et la Médiathèque (Éric Rohmer, 1993)

Como todas las películas de Éric Rohmer, L'arbre, le maire et la médiathèque es un bálsamo para el espectador asiduo, no sólo por la sencilla nitidez de sus imágenes y su falta de pretensiones, sino, sobre todo, por el inusitado respeto hacia el espectador y hacia sus personajes que demuestra su autor. Dentro de eso, unas veces acierta más que otras, aunque siempre a un nivel muy alto; en ocasiones, lo que nos cuenta resulta ya familiar, aunque nunca sea del todo previsible; de vez en cuando, como en este caso, Rohmer nos sorprende al adentrarse en terrenos para él inexplorados.

El árbol, el alcalde y la mediateca es no sólo una de las películas más irónicas y divertidas de Rohmer, sino también su primera incursión en el cine político; aunque, claro está, con un enfoque que nada tiene que ver como la especie de género que explotaron algunos cineastas, sobre todo franceses e italianos, hace veinte o veinticinco años. Es, más bien, un comentario no partidista sobre asuntos públicos de actualidad, y tiene una vigencia y aplicabilidad tan absoluta en Francia como en España.

Gracias a su fidelidad a lo real, que impide a Rohmer caer en la caricatura, podemos reconocer de inmediato, con inevitable regocijo, los personajes, las actitudes y los discursos que constituyen la base de la película. Como no se complace en la burla y rechaza el desprecio, con un mínimo de tolerancia y de sentido común resulta inobjetable. Los excesos de los que amablemente se mofa Rohmer son por sí mismos lo bastante ridículos y cómicos como para que no sea preciso caricaturizarlos: le basta con mostrarlos con precisión y con que los contemplemos objetivamente para que su disparatada lógica se ponga de manifiesto sin ayuda de subrayados, sin necesidad de cargar las tintas.

Cosa rara en el cine “político”, no hay en El árbol, el alcalde y la mediateca nada que se parezca, ni remotamente, a un villano. Podrán parecemos más o menos tontos, ingenuos o estrafalarios, pero todos los personajes son, en el fondo, buenas personas, llenas de loables intenciones… de esas de las que, según el dicho, está empedrado el infierno. La película va pasando de un personaje a otro, dándonos sus respectivos puntos de vista sin imponer ninguno, dejando que ellos mismos, empujados por las circunstancias, arrastrados por su propio entusiasmo, nos hagan dudar, con sano escepticismo, de sus aparentemente fundados razonamientos. De nuevo los refranes parecen haber presidido la estrategia de Rohmer: se diría que les da cuerda para que ellos mismos se ahorquen, sin duda porque, como bien ha visto la sabiduría popular, “por la boca muere el pez”, y eso precisamente es lo que a menudo ocurre en películas tan habladas como las de Rohmer, sin que fuerce un encuadre o mueva la cámara: el director les da la palabra y la registra como si estuviese rodando un documental, aunque se trate de un texto minuciosamente escrito y ensayado, producto del extraordinario oído del autor.

En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC