Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)
Pocas películas han excitado la curiosidad de cinéfilos, críticos y espectadores en general tanto como Vertigo. Más compleja, sugerente, llena de resonancias y misteriosa que ninguna otra de Hitchcock, no puede extrañar que haya suscitado múltiples interpretaciones desde los más diversos puntos de vista, ni que exista a propósito de ella una abundante literatura a menudo interesante.
Personalmente encuentro ejemplar el minucioso análisis de Robin Wood (1), que suscribiría por entero, a excepción de un par de matices, y a él remito a todo lector interesado por una visión profunda y razonada de esta obra. El que prefiera la especulación puede encontrarla en la lectura esotérica, descabellada pero fascinante, de Jean Douchet (2). El acercamiento mítico, también útil, tiene un expositor brillante en el nada hitchcockiano Barthélemy Amengual (3). Tampoco carecen de interés textos más accesibles, como los de José María Carreño (4), José María Latorre (5) y Eugenio Trías (6). La existencia de todas estas exégesis y una ya antigua —y poco brillante— tentativa propia (7), hacen que no me sienta en la obligación de intentar una crítica de Vertigo, para lo que necesitaría más espacio y más tiempo de los disponibles ahora, y sin que contar con ellos supusiese garantía alguna de éxito. Un estudio a fondo exige, junto a interés y entusiasmo por el objeto de análisis, una distancia que no me es posible establecer con Vertigo: Hace más de veinte años que me parece la mejor película de la historia del cine, su máxima expresión, sin que sucesivas revisiones, cada cuatro o cinco años, ni el paso del tiempo —por mí y por la película—, ni la visión de otras obras, ni la evolución del cine, me hayan hecho cambiar de opinión; para colmo, si una obra de arte ha tenido para mí una utilidad real, me ha enseñado o hecho ver algo, o me ha advertido de un peligro, ha sido precisamente Vertigo. Su visión, por dos veces y con North by Northwest en medio, me llevó a interesarme por el cine de tal modo que le he dedicado gran parte de mi tiempo y de mis energías desde entonces. Su revisión, en 1968, supuso una ayuda aún mayor que la que pudo prestarme en esa época crítica de mi vida la de su obra complementaria, Marnie. De modo que a Vertigo le debo en gran parte mi afición al cine, y también, por razones que no hacen al caso, lo que me quede de salud mental. Se comprenderá así que me haya decidido a meterme en campo ajeno y tratar, como un cazador furtivo, ciertos aspectos de la película, por otra parte estrechamente relacionados tanto con su dramaturgia como con su plástica, que han sido, creo yo, malentendidos, y que van a acabar por impedir que se vea correctamente, en su integridad, lo que realmente cuenta Vertigo.
Es arriesgado adentrarse en un terreno sin títulos para ello, y en cuestiones de las que cuanto uno sabe, posiblemente anticuado y discutido, se debe a lecturas numerosas pero desordenadas; pero sospecho que la mayor parte de los que dan por buena la explicación de Hitchcock —empezando por él mismo y siguiendo por Truffaut, que la aceptó con su habitual docilidad ante el maestro—, no tienen una base mucho más sólida, de modo que, para llevarles la contraria, me siento suficientemente documentado; puede que mis errores, por otra parte, animen a algún psiquiatra cinéfilo a estudiar con conocimiento de causa esta película, lo que sería muy interesante, ya que es, junto con alguna otra de Hitchcock y varias de Buñuel —sobre todo Él (1953)—, una de las que mejor se prestan a ello, sin caer en la descripción de un «caso clínico» por su forma de interpretar, dramática y narrativamente, artísticamente, la conducta de sus personajes.
La culpa la tiene Hitchcock. Como todos los grandes cineastas, era mucho más elocuente, complejo y preciso cuando se expresaba a través de sus películas que cuando hablaba. Generalmente cauto e irónico, Hitchcock no solía hablar más de la cuenta ni demasiado en serio, pero en 1966 se dejó tentar por Truffaut y accedió a hacerle unas largas confidencias (8), en general tan sabias como esclarecedoras, sobre todo cuando la conversación se centra en problemas técnicos y cuestiones narrativas. En un momento de distracción, o dejándose llevar por su afición a los «slogans» publicitarios, se le escapó, acerca de Vertigo,una explicación que encuentro irresponsablemente frívola y simplista hasta la falsedad: «Hablando con franqueza, el hombre quiere acostarse con una mujer que está muerta; se está abandonando a una forma de necrofilia.» Esta ocurrencia no encontró resistencia alguna por parte de su interlocutor, y como el que calla otorga, un doble «argumento de autoridad» —del autor y del que pasa por experto máximo de Hitchcock— respalda desde entonces tan absurda y empobrecedora interpretación de Vertigo, que se ha extendido como una mancha de aceite a base de su machacona reiteración por parte de los críticos, y gracias, sobre todo, a que —salvo en España—, durante todo este tiempo no ha sido posible ver de nuevo la película. Es muy probable que esa versión se haya interpuesto ya entre lo que es la película y lo que muchos recuerdan de ella, y temo que vaya a distorsionar la visión de cuantos hasta ahora no han tenido ocasión de conocerla. Por eso, y porque creo que tal «explicación» tergiversa totalmente Vertigo, voy a permitirme discutir con Hitchcock amparándome en un viejo dicho inglés: «Nunca te fíes del narrador; confía en el relato.» Porque incluso si Hitchcock se propuso otra cosa, o cree haber referido otra historia, no es ésa, ni mucho menos, la que Vertigo nos cuenta.
Si mis fuentes no me engañan, la necrofilia es una perversión psicótica consistente en complacerse en la muerte y cuanto la rodea, y supone una afición a los muertos basada en su condición de difuntos. En sus formas más benignas, ha sido tratada por Henry James en The Cult of the Dead —llevada al cine curiosamente por Truffaut como La Chambre verte— y por Edgar Allan Poe en varios de sus relatos y poemas. En sus versiones más agudas y graves, puede llevar a que alguien que la padezca sea incapaz de hacer el amor con un vivo y que resuelva el problema asesinando al objeto sexual deseado o violando un cadáver, más por tratarse de un cuerpo exánime —condición necesaria previa— que por lo que en vida hubiese supuesto ese cuerpo para el necrófilo. Nada parecido nos cuenta Hitchcock en Vertigo, ni tampoco, en realidad, Buñuel en Abismos de pasión (1954), pese a que Jorge Mistral viole la tumba de Irasema Dilián para reunirse a ella en el féretro; se trata, en ambos casos, como en el origen literario de éste, la novela Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; como en Peter Ibbetson —el libro de George Du Maurier y el film de Henry Hathaway—; en el relato El más allá, de Horacio Quiroga, y varios poemas y cuentos románticos de casos de «amor más allá de la muerte, a pesar de la muerte y por encima de la muerte», esto es, en el fondo, de lo opuesto a la necrofilia. Al personaje encarnado por James Stewart en Vertigo no le gustan las muertas ni quiere irse a la cama con un cadáver; se enamoró de una mujer que ha muerto y no se resigna a haberla perdido. La muerte de Madeleine hace imposible la satisfacción de sus deseos en lugar de suscitarlos o facilitar que se vean colmados. Si sólo a partir de su desaparición empezara Scottie a querer a Madeleine, la historia sería más turbia y enfermiza, pero ni así nos encontraríamos ante un amor necrófilo.
A decir verdad, en Vertigo no hay más necrofilia —y en sentido muy lato— que la atribuida por Gavin Elster (Tom Helmore) a su esposa Madeleine (Kim Novak) cuando encomienda a su antiguo condiscípulo John «Scottie» Ferguson (James Stewart) que la siga, vigile y proteja, pues —según la interesada y presumiblemente ficticia versión del marido— vive obsesionada por la figura más o menos legendaria de una lejana antepasada, Carlota Valdés, que se suicidó, y parece crecientemente «poseída» por la muerta, cuyos pasos perdidos sigue, cuyo peinado imita y a cuyo trágico fin teme Elster que se encamine para reunirse con ella en el más allá. Madeleine sería, pues, si nos fiamos de quien se revela un falsario, la única que practica una suerte de culto a los difuntos y que siente una atracción morbosa por un muerto.
El caso de Scottie es bien diferente, aunque sea lícito dudar de su salud psíquica. De hecho, hay páginas de Sigmund Freud que parecen aplicables casi punto por punto y al pie de la letra, a las diversas etapas que atraviesa el personaje en el curso de la película. Lo que hace pensar —como tantas otras obras de Hitchcock, desde Rebecca y Suspicion hasta Frenzy, pasando por Spellbound (Recuerda, 1945), Strangers on a train, Psycho, The Birds o Marnie— que el autor de Vertigo fue un ávido y aprovechado lector del Dr. Freud, y también probablemente de sus precursores, rivales, discípulos y continuadores, y no sólo por la conducta o las motivaciones de sus personajes, ni por el contenido de ciertas escenas o las imágenes que pueblan las secuencias oníricas, sino porque parece haber tenido muy en cuenta los escritos de Freud sobre la interpretación de los sueños —recorriendo el camino en sentido inverso— y sobre el arte y su función.
Desde esta perspectiva, se piense sobre Freud lo que se piense —tanto si se le tiene por equivocado como si se considera que su teoría está superada—, resulta un tanto frívola la explicación de Vertigo ofrecida por Hitchcock y aceptada por Truffaut sin oponer resistencia ni reparos. Lo que, una vez más, debe invitar a no hacer demasiado caso a los «autores», ya que ni siempre son sinceros ni son conscientes de lo que hacen, mientras que, a la luz de las teorías de Freud, es posible, en cambio, esclarecer la conducta de Scottie —y de los restantes personajes— de forma más coherente y completa. Por ejemplo, en Aportaciones a la psicología de la vida erótica (9), Freud se detiene en «un tipo especial de la elección de objeto en el hombre», que, aunque más frecuente entre los neuróticos, se observa o intuye también en «individuos sanos de tipo medio». Entre sus rasgos destaca la condición del «prejuicio de tercero», consistente en que «el sujeto no elegirá jamás como objeto amoroso a una mujer que se halle aún libre; esto es, a una muchacha soltera o a una mujer independiente de todo lazo amoroso. Su elección recaerá, por el contrario, invariablemente, en alguna mujer sobre la cual pueda ya hacer valer un derecho de propiedad otro hombre: marido, novio o amante.» Requisito que cumple Madeleine, casada con su antiguo compañero de estudios, para Scottie, mientras que no es el caso de su eterna novia Midge Wood (Barbara Bel Geddes), ni tampoco el de Judy Barton (Kim Novak). Tras una segunda condición que el propio autor de Tótem y tabú califica de «menos constante» y que sólo en parte —por su aspecto más que por su conducta— podría aplicarse a Judy, Freud centra su atención en la conducta del propio amante: «Uno de los caracteres más singulares de este tipo de amante es su tendencia a salvar a la mujer elegida. El sujeto tiene la convicción de ser necesario a su amada, que sin él perdería todo apoyo moral y descendería rápidamente a un nivel lamentable.» Reconocemos ahí no sólo a Scottie —que se siente tan atraído por el aire «desvalido» y las tendencias suicidas de Madeleine como irritado por la suficiencia «maternal» y protectora de Midge—, sino a buen número de protagonistas masculinos hitchcockianos encarnados por Cary Grant —Suspicion, Notorious, North by Northwest—, Laurence Olivier —Rebecca—,Gregory Peck —The Paradine Case (El proceso Paradine, 1947)—, Montgomery Clift —I Confess—, Rod Taylor —The Birds—y, en especial, junto con el James Stewart de Vertigo, el Sean Connery de Marnie. Por si la coincidencia —llamémosle así— no fuese suficientemente llamativa, Freud agrega, unas páginas más adelante, que los diversos significados de la «salvación» se hacen más legibles en los sueños y las fantasías en que interviene como elemento el agua: «Cuando un hombre salva en sueños a una mujer de las aguas, quiere ello decir que la hace madre» (10). El primer contacto directo, físico, entre Scottie y Madeleine se produce precisamente cuando —a los cuarenta y tres minutos de proyección— aquél la salva de las aguas de la bahía de San Francisco, a las que se ha lanzado en una primera tentativa de suicidio.
Y la primera conversación entre ellos, que coincide con la primera vez que vemos los espectadores a Madeleine de cerca —por fin un primer plano, al fin sus ojos—, tiene lugar un minuto después, cuando ella despierta —desnuda— en la cama de Scottie, secuencia que imprime un giro decisivo a la película y que señala el comienzo de su segundo «tiempo» o «movimiento» (más que «acto» o «capítulo», ya que Vertigo se asemeja más a una sinfonía que a un drama teatral o una novela). A este respecto conviene no olvidar que también Mark Rutland (Connery) salva de las aguas (de la piscina de un trasatlántico) a Marnie (Tippi Medren), y que, en cambio, Max de Winter (Olivier) no rescató del mar a su esposa infiel, Rebecca.
Pero no hace falta —pese a su carácter profundamente onírico y a que los hipnóticos títulos de crédito de Saul Bass (11) sugieran que lo que entra por la vista pasa, a través de retorcidos circuitos, al fondo del ojo, es decir, que todo lo que vamos a presenciar «sucede en la cabeza»— aplicar a Vertigo las teorías de Freud o de Jung referentes a la interpretación de los sueños, porque si la película —como casi todas las de Hitchcock y muchas otras— se desarrolla como un sueño —a menudo una pesadilla—, no faltan tampoco elementos que permitan explicarse la conducta «consciente», en estado de vigilia, de los personajes. John Ferguson es —aunque sólo fuese porque James Stewart tenía ya cincuenta años— un solterón retirado del cuerpo de la policía por padecer vértigo y haber causado por ello la muerte de un agente. Esto tiene a Scottie traumatizado y deprimido, además de ocioso e indeciso, y muy poco animado a aceptar las ofertas matrimoniales de Midge. Cuando surge del pasado y el olvido, justo después, el amigo Elster, Scottie acude a la cita, de la que sin duda espera algo. No sólo él, claro; también el público.
Notamos que apenas logra reprimir su envidia cuando observa cómo ha prosperado Elster, mientras él ha de conformarse con la pensión de un policía, y rechaza en principio la misión que se le encomienda. Pero como no tiene nada que hacer, se deja contar una bonita, patética, romántica y misteriosa historia que le seduce tanto como a los espectadores del film. Curiosidad y fantasía aparte, conviene tener presente que, como señala Andrew Crowcroft (12), «las personas con tendencia a la depresión son adictas al amor». Lo que comprobamos en la secuencia siguiente, sin duda la más poderosa representación que ha dado el cine del «flechazo amoroso» —que en inglés se llama love at first sight, literalmente «amor a primera vista»—; tanto, que no precisamos explicación alguna, porque lo sentimos. Tan perfecta es la identificación establecida con Scottie por Hitchcock que nos apropiamos —antes de que Stewart sea visible, sin saber siquiera que es el suyo— de su punto de vista al ver a Madeleine por vez primera —a los diecisiete minutos de película—, seducidos por uno de los «travellings» más suaves, sinuosos, preciosos y majestuosos que jamás haya descrito una cámara.
No deja de ser curiosa —si se me permite un inciso— la semejanza entre las actitudes de Elster y Hitchcock frente a, respectivamente, Scottie y el público (sus víctimas voluntarias): ambos tratan de cautivar a personas que son, a lo sumo, «viejos conocidos», contando con sus presumibles expectativas y desde una posición de superioridad. Y los dos utilizan los mismos medios para vencer la desconfianza, la abulia, el escepticismo, la incredulidad, la reticencia o la resistencia inicial de sus interlocutores: en primer lugar, su innegable talento de narradores; en segundo lugar, mostrar a Kim Novak. A partir de este momento consiguen que tanto el detective como los espectadores nos creamos todo, cualquier cosa, por improbable que sea: que Madeleine está «poseída» por seres de ultratumba que la llaman para que se reúna con ellos; que ella misma es un «zombie», un fantasma o una ilusión; que puede ser invisible para los demás —por mucho que nosotros no la perdamos de vista—; que se esfuma como por arte de magia. No en vano Kim Novak anda deslizándose, sin dar pasos, como si fuese incorpórea y no tuviese peso; su pálida tristeza hace que, en vida, lleve inscrita en el rostro la muerte que la acecha; su mirada perdida y su expresión impasible, de serena melancolía, impulsarían a cualquiera a tratar de hacerla reaccionar.
La composición y duración de cada plano, la sucesión de encuadres, la elección de ángulos y objetivos, la distribución de notas de color y el empleo de filtros, todo hace que nuestra mirada, intercambiable con la de Scottie en lo que a ella se refiere, quede fijada en Madeleine y sometida al arrullo o al canto de sirena de sus movimientos, sus gestos, luego su voz y su mirada…, y que, mientras estamos pendientes de ella, los prestidigitadores hagan su juego de manos —o de planos— y escamoteen las piezas que podrían hacer que Scottie o nosotros sospechásemos algo.
La mirada de Scottie —vemos lo que ve y también sus reacciones— guía y modela la nuestra hasta confundirse con ella en uno de los procesos de identificación más conseguidos del cine. Con Scottie, siempre a distancia, seguimos en silencio, fascinados, intrigados e inquietos, a Madeleine en sus vagabundeos; con él nos prendamos de su imagen y nos sentimos —tras salvarle la vida— responsables de su suerte, «como dicen los chinos». Con él también la perdemos, impotentes para evitar que se lance al vacío desde el campanario de una misión española, y compartimos —casi— el trauma que produce esta brutal desaparición: Él se queda sin amada, nosotros creemos haber perdido a la protagonista cuando sólo han transcurrido setenta y seis minutos de la película (que amenaza, sorprendentemente, con terminarse).
Que, muerta Madeleine, Scottie siga hasta tal punto obsesionado por su recuerdo que sobreviva como un alma en pena, recorriendo los lugares donde estuvieron juntos, sobresaltándose cada vez que vislumbra un rostro o una silueta que presenta alguna semejanza con Madeleine, no parece —por neurótica que sea tal fijación— en modo alguno síntoma de necrofilia. Lo que le ocurre está explicado con claridad meridiana por Freud en La aflicción y la melancolía (13): Habría que citar párrafos enteros, tentación en la que no caigo por falta de espacio, pero recomiendo vivamente la lectura de este ensayo, en el que se indica la presencia de un factor importante —el narcisismo y la identificación— no sólo para el personaje, sino para el espectador cinematográfico. Es la negativa a aceptar «la realidad», la muerte —inexplicable para colmo y, de hecho, según luego se descubre, fingida— de Madeleine lo que impulsa a Scottie, cuando se tropieza con Judy, a buscar un sustituto, una réplica, un simulacro.
Al contrario que un necrófilo, Scottie no se aferra al cadáver de Madeleine —de hecho, ni se acerca a ver su cuerpo caído—, ni la muerte aumenta su atractivo para él; quiere una mujer viva, que trata —como un Pigmalión frenético— de transformar en Madeleine. Esta actitud —en la que tanta importancia cobran los detalles de vestido, calzado, peinado, etc.— ha sido calificada de fetichista, creo que tan exageradamente como cuando se etiqueta de «necrófila» la relación de Scottie con Madeleine. Demos la palabra a Freud (14): «El tipo de transición a las formas de fetichismo, con renuncia a un fin sexual normal o perverso, lo constituyen aquellos casos en los cuales, para que el fin sexual haya de ser realizado, es preciso que el objeto sexual posea una condición fetichista (un determinado color de cabello, un traje especial o hasta un defecto físico). […] La conexión con lo normal se nos ofrece en la necesaria supervaloración sexual psicológica del objeto sexual, que se extiende inevitablemente a todo lo que con él se halla en conexión asociativa. Así pues, es regularmente propio del amor normal cierto grado de tal fetichismo, sobre todo en aquellos estadios del enamoramiento en los que el fin sexual normal es inasequible o en los que su realización aparece aplazada.»
El hallazgo de Judy —a los noventa y un minutos, cuando Midge ha desaparecido para siempre del film— y, seis minutos más tarde, el «flashback» que aclara a los espectadores lo sucedido hasta ese momento, que Scottie ignora, introduce una nueva figura de identificación, un nuevo punto de vista, el de la que fingió ser Madeleine y va a verse obligada a desempeñar de nuevo ese papel. Este es el «tiempo» de la película que la hace tan trágica y compleja, el que convierte los ciento veintiséis minutos de Vertigo en la más esplendorosa demostración de los poderes del cine que existe. Porque hay películas tan buenas como Vertigo, pero no mejores, ni más profundas, ni más turbadoras y emocionantes, ni más insondables e inabarcables.
Por eso aconsejo verla una y otra vez —no se agota, siempre se descubre o se vislumbra algo más— y leer cuanto sea posible acerca de ella, porque, en principio, admite todas las interpretaciones o lecturas, mientras no sean excluyentes. Y la que vale, a fin de cuentas, para cada cual es la propia.
NOTAS:
(1) Hitchcock’s Films (A. Zwemmer Ltd., Londres, 1965). Existe versión española (Cine Club Era, México).
(2) Alfred Hitchcock (Ed. de L'Herne, coll. «L'Herne-Cinéma», nº 1, París, 1967).
(3) «À propos de Vertigo ou Hitchcock contre Tristan», artículo publicado en Premier Plan (marzo de 1960) y reeditado en «Alfred Hitchcock» (Études Cinématographiques, nº 84-87, pp. 39-55. Ed. Lettres Modernes, París, 1971).
(4) Alfred Hitchcock (Ediciones JC, colección «Directores de Cine», n° 3. Madrid, 1980).
(5) Cfr. colecciones de Film Ideal y Dirigido por…
(6) «El abismo que sube y se desborda», en Lo bello y lo siniestro (Ed. Seix Barral, colección «Nuevo Ensayo», Barcelona, 1982). Se trata del más completo e interesante trabajo sobre Vertigo publicado en castellano. Aborda el importante aspecto de la música del film.
(7) Nuestro Cine, n° 80 (octubre de 1968), pp. 43-44.
(8) Le Cinéma selon Alfred Hitchcock (Ed. Robert Laffont, París, 1966), o Hitchcock by Truffaut (Secker & Warburg, Londres, 1968/Panther Books, 1969). Existe versión española (Alianza Editorial).
(9) Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis (Alianza Editorial, nº 62, pp. 67-75).
(10) Freud agrega, «lo cual equivale, según las observaciones precedentes, a hacerla su madre», lo que me parece más restrictivo y menos evidente, y más discutiblemente aplicable a un caso como el de Scottie, de cuyas relaciones familiares ignoramos todo.
(11) Que por sí solos merecerían un amplio estudio. Cfr., en todo caso, lo que dicen Wood, Douchet y Trías al respecto.
(12) También es pertinente su observación de que «un ser humano retrocede, de la relación viva con la persona que ha muerto, hacia una relación con una representación interna del mismo». En La locura (Alianza Editorial), pp. 124-130.
(13) El malestar en la cultura (Alianza Editorial, n.° 280, pp. 216 y sigs.).
(14) «Las aberraciones sexuales», en Tres ensayos sobre la vida sexual (Alianza Editorial, n° 386, p. 23).
Artículo publicado en Lo esencial de Hitchcock. Imagfic 84 (1984)
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