Though this be madness, yet there is method in it.
William Shakespeare(1).
Resulta de buen tono en estos tiempos despreciar olímpicamente el cine de Chabrol. En vista de la evidente trascendencia de Godard, de que Truffaut ha ido ganando terreno a fuerza de películas, y de que Rivette, Rohmer o Rozier siguen siendo poco conocidos, le ha tocado a Claude Chabrol servir de cabeza de turco para que algunos críticos pretendan demostrar que, a pesar de todo, «algo huele a podrido en la Nueva Ola». Ni que decir tiene que Chabrol se presta a servir de blanco a sus ataques: nunca fue brillante, su cine no ha supuesto una revolución formal o narrativa y jamás causó entusiasmo; sus temas no son «comprometidos» y carecen de importancia; tampoco el «charme» o la elegancia vinieron en su ayuda. Por lo general, sus películas resultan molestas o, por lo menos, desconcertantes. Chabrol se atreve a todo, y nunca se disculpa; por el contrario, parece ser feliz cuando se excede, cuando bordea el mal gusto, cuando desprecia la lógica y la verosimilitud. Por si fuera poco, su obra —que sólo Godard supera cuantitativamente— tuvo que atravesar una etapa francamente comercial que le sirvió para demostrar que podía ser un artesano rentable y eficaz, devolviéndole así la confianza de los productores —perdida tras los fracasos financieros de À double tour (1959), Les Bonnes Femmes, Les Godelureaux (1960), L'Oeil du Malin(1961) y Ophélia—, lo que le permite ahora realizar con libertad obras personales sin salir del marco de la industria: La Femme infidèle(1968), Que la Bête meure, Le Boucher (1969).
Sin embargo, tras el antifaz de cineasta tradicional y academicista de Chabrol se esconde uno de los autores más originales, audaces y sutilmente innovadores de la Nouvelle Vague, y esto no sólo en sus obras de prestigio, como «Los primos» (Les Cousins, 1958), Ophélia o Les Biches (1968), sino incluso en aquellas de aspecto menos respetable: «El tigre» (Le Tigre aime la chair fraîche, 1964), «María Chantal contra el Dr. Kha» (Marie-Chantal contre le Dr. Kah, 1965) o «El tigre se perfuma con dinamita» (Le Tigre se parfume à la dynamite, 1965), sus películas más pantagruélicas. Chabrol puede ser cínico, porque no tiene mala conciencia. Ha fingido acatar las reglas del juego para hacer continuamente trampa. Y este tahúr cinematográfico sabe esconder la última carta hasta que llegue el momento de jugarla. Partiendo, en general, de situaciones tópicas o conocidas, Chabrol consigue invertir los datos iniciales a través de su visión deformadora, de su modo de filmar las cosas y de yuxtaponerlas, mediante un proceso muy semejante al utilizado por Buñuel en sus «melodramas» mexicanos (Susana, Él, Ensayo de un crimen).
«Si la llave del sistema no siempre está en la puerta, si las puertas mismas están astutamente camufladas, no es ésta razón suficiente para gritar que no hay nada en el interior»(2). Estas palabras denuncian la pereza de cierta crítica a la vez que establecen el profundo parentesco que une a Hitchcock y Chabrol. Porque un análisis minucioso de las películas de la Nueva Ola revela que, en el fondo, el más hitchcockiano de sus directores no es —como sus declaraciones y ciertas influencias estilísticas harían suponer— Truffaut, sino Chabrol (seguido por Resnais), ya que sus películas, como las del autor de Vertigo, son las que más niveles de interpretación ofrecen, asemejándose a edificios de varios pisos, cuidadosamente construidos de forma que sea posible el paso de un nivel a otro mediante un descenso en espiral hacia el interior de la obra. Son muchos, sin embargo, los que creen poder vislumbrar el fondo del edificio desde su azotea, y se niegan a bajar la escalera de caracol que nos conduce a su causa primera, al motor de la obra, quedándose en la superficie de sus películas: las meras apariencias. Aunque menos inagotable que Hitchcock, Chabrol es más profundo que Truffaut y menos evidente que Resnais, ya que sus films nunca proclaman que guardan un secreto.
«Ofelia» es una paráfrasis hitchcockiana de «Hamlet» y, como tal, sin tener en cuenta la osadía con que Chabrol mezcla los géneros y los estilos, ni las abundantes y sorprendentes, rupturas de tono que —como el Renoir de La Règle du jeu— practica sin descanso, presenta ya tres niveles perfectamente integrados, indisolublemente unidos y sólo artificialmente diferenciables: un primer grado —el más superficial—es la película en sí, vista sin prestarle demasiada atención, de aspecto disparatado y difícilmente clasificable; el segundo nivel de lectura es consecuencia del estilo chabroliano, que califica y distorsiona la materia prima del film, la tragedia de Shakespeare, que sería a su vez el tercer nivel.
El método empleado por Chabrol para actualizar y traducir «Hamlet» tiene dos claros e ilustres precedentes en el Tartüff (1925) de Murnau y en To Be or Not to Be (1942) de Lubitsch, ya que Chabrol se apodera de la obra a través de una trasposición tonal, creando una farsa grotesca a partir de una situación trágica, que resulta grotesca precisamente por ser ficticia: Yvan, cuya madre acaba de casarse con el hermano de su difunto esposo, piensa —sin razón alguna— que el nuevo matrimonio dio muerte a su padre para asegurar sus incestuosas relaciones. Estableciendo un paralelo entre su «drama» y el del príncipe de Dinamarca, Yvan decide interpretar «Hamlet» para castigar así a la «malvada» pareja, ya bastante inquieta por el luto exagerado de su hijo y por las amenazas de los huelguistas (agitación laboral que hace eco al «war-like state» que reinaba en Dinamarca), y que han inducido a Adrien a contratar una pandilla de grotescos guardianes uniformados (claro precedente de los carabineros de Godard). Disparada su imaginación por el film de Laurence Olivier que se proyecta en Ernelés (semianagrama de Elseneur), Yvan convierte a su amigo Francois en Horacio, en Polonius al capataz André, e intenta recrear —un poco como el Scottie de Vertigo— a Ofelia en la persona de Lucie. El carácter arbitrario de la conducta de Yvan justifica el tratamiento irónico y distanciador que ha dado Chabrol a la película, caricatura de tragedia que se presta a la aplicación del peculiar sentido del humor y del absurdo —cercano a Jarry— que ha demostrado poseer el autor de La Beau Serge (1958).
Que la tragedia de Yvan no sea realmente —como quiere creer— la de Hamlet es una ironía de tales dimensiones que autoriza todos los excesos. De esta forma, Chabrol puede dar rienda suelta a su estilo caricaturesco y expresionista, pastiche invertido del de Hitchcock, y al exagerado teatralismo que tanto le atrae. El mismo Chabrol nos proporciona una clave de su método cuando sustituye el prólogo de la pantomima «La ratonera» —que Hamlet hace representar ante la «incestuosa pareja»— por un cortometraje mudo de igual título, rodado por Yvan en un estilo caricaturesco y abiertamente cómico. Otra de las escenas cuyo espíritu ha respetado Chabrol nos suministra una segunda clave, aquella en que Hamlet da instrucciones a los comediantes, y que aquí deben ser —aunque en boca de Yvan— las que Chabrol da a sus actores. Se nos revela así uno de los temas fundamentales de «Ofelia»: el de la puesta en escena, que nos remite a la obra ejemplar del otro maestro de Chabrol, «Más allá de la duda» (Beyond a Reasonable Doubt, 1956), de Fritz Lang. Porque la locura de Yvan le lleva a identificarse con Hamlet, y a poner en marcha una representación cuyo mecanismo no se detendrá hasta haber desencadenado un proceso de destrucción cercano al imaginado por Hitchcock en «Extraños en un tren» (Strangers on a Train, 1951), que ya había dejado huella en el final de Les Cousins.
Chabrol no ha conservado la estructura escénica ni la división en actos de la tragedia shakespeariana, pero ha enfatizado, en cambio, su teatralismo, sensible en la dirección de actores: la declamación, los mutis y monólogos, los ademanes grandilocuentes se convierten en instrumentos para desembocar en el esperpéntico terreno de la farsa delirante. Por eso, acusar a «Ofelia» de ser grotesca me parece tan absurdo como reprochar a los hermanos Marx su comicidad o a Sirk ser melodramático, ya que esta dimensión de la obra no sólo es voluntaria, sino esencial y funcional. No olvidemos, por otra parte, que esta tragedia burlesca tiene lugar en el seno de la burguesía francesa que Chabrol caricaturiza en todas sus películas, a través de peleas y discusiones familiares (a veces sarcásticamente corteses), y especialmente en esas grandiosas comidas a las que Chabrol es tan aficionado —recordemos «Champaña por un asesino», Le Scandale, 1966, o La Muette, sketch de «París visto por…», 1965—; es decir, analizando las tensiones autodestructoras que se establecen en el interior de un reducido grupo de personas confinadas en un espacio limitado.
Una tercera puerta para penetrar en «Ofelia» es su título: el desplazamiento del centro de gravedad de la obra desde Hamlet a Ofelia puede parecer extraño, ya que el personaje de Lucie —el único interpretado con neutralidad, sin muecas— se mantiene siempre en un segundo término poco llamativo. Pero precisamente por eso —y por su pasividad—, Lucie queda separada de los restantes personajes, y cobra la importancia de lo excepcional: Lucie es la única persona normal en una película llena de locos y de imbéciles —«La estupidez es infinitamente más fascinante que la inteligencia, infinitamente más profunda. La inteligencia tiene límites, mientras que la estupidez no los tiene»—, y si es, en consecuencia, la menos interesante, es también la única que no entra en el juego de Yvan, la única que no le sigue la corriente —ni siquiera involuntariamente—, negándose a asumir el papel de Ofelia que Yvan le ha asignado en la comedia. Precisamente porque Ofelia no enloquece, toda la parte final de la película se aleja de la tragedia de Shakespeare. «Ofelia» es, finalmente, una reflexión sobre el teatro (o el cine) y la vida, sobre la realidad y la ficción, sobre la verdad y la apariencia.
Yvan dice a Lucie: «La gente siempre confunde las cosas con su apariencia», sin darse cuenta de que él lo hace más que nadie. «Ofelia» es una farsa sobre la tragedia de unos personajes que —como ciertos críticos— confunden la esencia con la apariencia, y por eso su final resulta ambiguo e inseguro: no se sabe a ciencia cierta si Claudia y Adrien eran culpables, ni en qué grado, ni de qué delito, ni si —suprema ironía del destino— Yvan era realmente hijo de Adrien, y no de su difunto «padre».
(1) «Aunque esto sea locura, hay sin embargo método en ella». («Hamlet»).
(2) Eric Rohmer y Claude Chabrol: «Le nombre et les figures» (Strangers on a Train), en «Hitchcock» (Ed. Universitaires, París. 1957, pág. 110).
Publicado en el nº 97 de Nuestro Cine (mayo de 1970)
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