La carrera de ese cineasta tímido y subjetivista que es Truffaut ha seguido por ahora un movimiento pendular que hace —hablando esquemáticamente— que sus películas oscilen entre dos polos: lo concreto real y lo ideal imaginario, predominando el primer extremo en Les Quatre Cents Coups, Antoine et Colette, La Peau douce, Baisers volés y Domicile conjugal, y el segundo en Tirez sur le pianiste, Jules et Jim, Fahrenheit 451, La Mariée était en noir y La Sirène du Mississipi, si bien a partir de 1967 esta escisión se relativiza, al liberarse Truffaut de su obsesión por lo verosímil —que a veces antepuso a lo verdadero—, presagiándose ya en Besos robados una confluencia de ambas vertientes, que tiene lugar en L'Enfant sauvage, su obra más madura y objetiva.
En L'Enfant sauvage, Truffaut amplía su radio de visión, y eleva su punto de mira: los acontecimientos ya no se le escapan (en su fugacidad instantánea), ni le sobrepasan; Truffaut asiste a lo que muestra, pero no pasivamente, puesto que, al encarnar él mismo a Itard, le representa y actúa con él; por primera vez, Truffaut dirige no tras la cámara —desde fuera de la acción—, sino desde dentro del encuadre, y su perspectiva es, por tanto, otra: más completa. Como, además, nos permite asistir al drama, asiste con nosotros, de forma que, frente a sus demás películas, L'Enfant sauvage se define por su globalidad, por la captación simultánea desde tres puntos de vista de unos mismos hechos.
El tema sólo le es cercano por paralelismo, como metáfora de su propia biografía, y además se sitúa en una época distante (hacia 1805), que no ha vivido ni conoce por referencias directas (como era el caso en Jules et Jim, situada en la segunda década del siglo XX); de ahí que Truffaut pierda la proximidad que caracteriza a sus cuatro films sobre Antoine Doinel, y se distancie lo suficiente como para que L'Enfant sauvage, como film sobre la cultura y el aprendizaje, se acerque a la más teórica de sus películas, la subvalorada Fahrenheit 451, que, curiosamente, es el otro margen histórico de su obra (finales de este siglo). El choque entre el método de rodaje —especialmente interior al film— y la actitud de Truffaut con respecto a lo que narra —una objetividad comprometida— hace de L'Enfant sauvage la fusión de las dos caras —cóncava la una, convexa la otra— que posee, casi siempre por separado, su cine, y que encierran ahora entre sus superficies todo lo que es el film, captación global y compleja de un problema y no —como antes— exploración parcial, hacia dentro o hacia fuera, de un sector de la realidad: Truffaut no se proyecta hacia el pasado (evocación doineliana), ni hacia su entorno (La piel suave), ni desde su imaginación (La novia vestía de negro, La sirena del Mississipi), sino que actúa y se contempla actuando dentro de su entorno.
La extremada claridad que caracteriza este film es la forma elegida por Truffaut para expresar el último —y también el más primario— significado de L'Enfant sauvage: el acceso a la inteligibilidad. La película es una crónica (en presente) del trabajo realizado por el doctor Jean Itard para convertir a un niño (sombra en potencia, proyecto de hombre) salvaje (ajeno por completo a la comunicación, a la civilización, a la sociedad, a la cultura y al lenguaje), es decir, casi a un animal, en un ser inteligente e inteligible —y no sólo vivo—, que piensa, que convive y que tiende a comunicarse (a integrarse en una sociedad, a devenir ser social). La tarea de Itard consiste, pues, en ayudarle a cruzar la frontera que separa lo animal de lo humano, y su dificultad es tal que, junto a la responsabilidad con que Itard se entrega a su trabajo, confiere a la película una dimensión moral —muy explícita— que la aleja de otras de corte similar —como la excelente The Miracle Worker, de Penn—, más cercanas a la doma y al amaestramiento que a la enseñanza. En algún sentido, el film de Truffaut quiere inscribirse, por su inteligibilidad y por la postura de Itard —perfectamente típica de la Francia postrevolucionaria—, en el seno de una cierta tradición racionalista, que confiere al film su condición de obra didáctica (en el sentido rosselliniano del término: véanse La Prise de pouvoir par Louis XIV, Atti degli Apostoli, etc.). Para llegar a todo ello, Truffaut ha recurrido a la sencillez —legibilidad de cada plano, de cada secuencia, de toda la estructura visual y narrativa— y a un riguroso trabajo de decantación y pulido: todo elemento retórico, sensiblero, sensacionalista, histórico o espectacular —pero no ritual, por supuesto, dado el carácter de iniciación a usos y formas que tiene el aprendizaje del niño— ha sido eliminado, en aras de una exposición excepcionalmente limpia, lineal, tranquila y civilizada; el diario (leído) en que Itard va consignando los progresos, estancamientos y retrocesos de Victor de l'Aveyron contribuye a dar al relato la educación, la cortesía y la consideración que fundamenta el estilo de algunos escritores del siglo XIX como, por ejemplo —pero no al azar—, Robert Louis Stevenson. Esta deferencia para con el lector/espectador define bastante bien el lugar que ocupan los escasos cineastas «clásicos» que han surgido en los últimos años, y los pocos que sobreviven de entre los veteranos: un lugar no de proa, no del momento, pero aún vigente —tal vez más perdurable—, y ya redescubrible desde una óptica nueva. Ahora bien, frente a una dramaturgia muy construida —Mankiewicz, Preminger, Wilder, Ivory—, o constantemente subvertida —Hitchcock, Buñuel cuando no hace films de vanguardia, Hawks, Rohmer, Chabrol—, o reflexivamente digresiva —Ford, Walsh—, Truffaut se agruparía, dentro de los clasicistas, con los cineastas de la espera —Renoir, Rossellini—, pues en L'Enfant sauvage rehúye toda dramaturgia, confiando en que el «suspense» que espontáneamente genera la incertidumbre de la empresa (no resuelta definitivamente, pues el film se detiene en los primeros pasos, muy lejanos de una meta que nunca fue alcanzada) será suficiente para crear la emoción pura que, efectivamente, surge al contemplar al niño salvaje hacer por vez primera todo lo que nosotros realizamos cotidianamente, sin esfuerzo, de forma ya mecánica, porque asistimos con ojos nuevos al nacimiento al mundo de un nuevo hombre.
Publicado en el nº 103/104 de Nuestro Cine (noviembre-diciembre de 1970)
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