Cabe preguntarse si hoy siguen siendo de aplicación las lecciones que Siegel nunca dio, pero que podían extraerse de la atenta contemplación de la mayor parte de las películas que realizó durante varias décadas (aunque no, obviamente, de Spanish Affair/Aventura para dos, 1957).
A primera vista, podría pensarse que sí, pues cuenta hoy Don Siegel con un aventajado discípulo, Clint Eastwood, cuya superioridad sobre los restantes cineastas americanos actualmente en activo me parece indiscutible (pese a intermitentes reticencias y hasta rechazos reactivos, dictados por el acortamiento progresivo de las modas – de lo que está in – y por su persistente e infatigable productividad, que parece abrumar a muchos), y que parece no haber dejado de agradecer a Don Siegel y Sergio Leone lo que hicieron por él y lo que le enseñaron.
Sin embargo, los estilos que Eastwood alterna como director en los últimos tiempos (por ejemplo, desde el año 2000) no tienen la misma relación que tuvieron en otra etapa de su carrera con el del Siegel (aún en vida) de los primeros años, y sólo ocasionalmente – Blood Work (Deuda de sangre), Gran Torino – se pueden encontrar paralelismos o similitudes con el Siegel de The Beguiled (1970), Dirty Harry (1971) o Escape from Alcatraz (1979); y da la sensación, si recorremos la ya dilatada filmografía de Eastwood, de que nunca tuvo conocimiento del Siegel previo a su encuentro con él, o al menos no sintió particular afinidad con el modo de hacer cine de la etapa más modesta de la filmografía de Siegel, que quizá ya en 1968-1971 le pareciera, si no "anticuada", tal vez al menos "inadecuada" a los tiempos que corrían y a sus propias ambiciones forzadas (pues cuando empieza a dirigir, con la excelente y bastante "siegeliana" Play Misty for Me, Eastwood era ya una auténtica estrella).
Esto significa que a Eastwood le parecería, lógicamente, más útil el Siegel con estrellas, de serie A (más o menos desde 1960), que el Siegel sin estrellas, de serie B (de 1946 a 1959), que tiende a ser – con alguna excepción, como Madigan (1968), para mí su obra maestra absoluta – el que encuentro más regularmente interesante (dentro de una trayectoria no precisamente caracterizada por la regularidad ni por un nivel sostenido de calidad) y que en otros tiempos pudo ser considerado modélico, como representante típico (y, a decir verdad, no muy diferenciable de algunos otros) de una economía productiva que estimulaba la inventiva, depuraba la narración, reprimía las pretensiones y la pedantería, y permitía (a quien las deseaba y se mostraba suficientemente astuto y obstinado) cierto grado de independencia e iniciativa personal dentro del sistema.
Este sistema – que podemos simplificar llamándole "Hollywood" – hoy no existe, o al menos ha cambiado tanto desde mediados de los años 50, y más aún desde mediados de la siguiente década – que sus restos apenas resultan reconocibles, aunque se sigan denominando con idéntica etiqueta. Paralelamente, los restantes sistemas de producción que podrían – sin mucha exigencia – calificarse de "industriales", aunque eran mucho más débiles (hasta en Francia, Italia, Reino Unido, Alemania o España), se fueron desmoronando progresivamente, apuntalados - en algunos casos - por variables mecanismos de subvención pública de muy diversa eficacia, y convertidos en última instancia en meros "proveedores de contenidos" de las cadenas de televisión, y por tanto sometidos a los requerimientos y exigencias de su demanda y de su censura económica y moral.
Hoy, la idea de que un director sea contratado por una productora para realizar películas "de encargo", a las que ha sido asignado por su supuesta adecuación al proyecto, que en tiempos era de lo más corriente y habitual, hasta en España, parecería trasnochada, y de hecho ahora casi nadie medianamente realista tiene tales expectativas profesionales ni siquiera en los Estados Unidos, salvo los realizadores más mercenarios y carentes de personalidad. En los países europeos, más débiles económicamente, con un mercado interior mucho más reducido que el norteamericano, y con escasas posibilidades de acceder al público de todos los países, la realización de películas baratas, modestas, de "género", era hace 50 años una posibilidad atractiva para el director que tenía algo que decir, y que estaba dispuesto a hacerlo indirectamente, "en tercera persona", contando una historia ajena, que podía moldear a su gusto a través de la "puesta en escena", introduciendo solapadamente su punto de vista sobre lo que contaba y sobre los personajes. Cineastas como Siegel, Jacques Tourneur, Joseph H. Lewis, Edgar G. Ulmer, Phil Karlson, Andre de Toth, Edward Ludwig, John V. Farrow (por no mencionar a los más reputados que trabajaban en parecidas condiciones, como Fritz Lang), entre otros, podían servir como ejemplos que era posible tratar de emular, a escala francesa, italiana u española. Hoy parece más fácil conseguir hacer en Estados Unidos una película americana de gran presupuesto, o irse a vivir allí e intentar convertirse en un cineasta americano, como han hecho tantos canadienses o australianos, últimamente también mexicanos, y de vez en cuando sienten la tentación numerosos europeos y alguno de Hong Kong, generalmente sin éxito y por poco tiempo.
Resulta, además, que los rasgos que durante los años 50 y 60 se consideraban virtuosos y encomiables hoy parecen haber pasado "a mejor vida" – como se dice con sangrante eufemismo –, dada su rareza en el propio cine hollywoodense. Se han "pasado de moda". Ni siquiera entre las películas engañosamente presentadas como "independientes" – y, desde luego, de coste inferior a la media – tiene el menor prestigio hacer cine con poco dinero, sino que se considera como una limitación (que se espera sea pasajera) en el camino hacia la verdadera ambición de realizar productos caros y de lanzamiento masivo, que gasten en publicidad casi tanto como en su realización, y que recauden lo bastante para mantener a su director en activo y con cotización suficientemente elevada. Hoy se publicita una película destacando su elevado presupuesto, y – aunque sea una birria, de aspecto pobretón y cochambroso – es seguro que la que se anuncie como "la más cara de la historia" atraerá ya por eso un público dispuesto a dejarse impresionar por el dinero, hasta si nada o muy poco del que se haya invertido se refleja en la pantalla.
Tendríamos que concluir, casi rindiéndonos a la evidencia, que el cine de Siegel y sus congéneres pertenece al pasado, casi en la misma medida que el realizado durante el periodo mudo, y que, por tanto, de nada sirve hoy aprender las lecciones implícitas en su forma de hacer, en su "modus operandi" de cineastas "termita" (por usar la celebrada expresión de Manny Farber) cuando impera hasta en las cinematografías más paupérrimas un cine de "elefantes blancos" en la cacharrería.
Y sin embargo, al mismo tiempo que deserta de los cines una porción cada vez más sustanciosa de su público potencial, y que en cambio se sobrevaloran mediáticamente (no se olvide que la prensa es parte de los mismos grupos que producen o difunden dichas series) las pequeñas habilidades de incontables (y muy irregulares) series televisivas – eso sí, estrictamente impersonales: son, sin duda, el paraíso de los productores, y el purgatorio de los directores –, que morosa y reiterativamente presentan a un puñado de personajes situados en un entorno muy concreto (y, no lo negaré, bien plasmado o reconstruido, obsérvese cuántas suceden en décadas anteriores a la presente), y que cuentan una multitud de historias tenue y más bien forzadamente entretejidas, cabe preguntarse si no vendrá dentro de poco tiempo un reflujo que vuelva a poner de actualidad las viejas virtudes, hoy menospreciadas, de los antiguos narradores con sentido de la economía y del ritmo, que en cinco minutos sabían contar lo que hoy puede llevar no ya media hora o cuarenta y tantos minutos (como en el cine actual), sino una temporada entera (de ocho a doce horas) de serie televisiva. Y entonces el trabajo de Siegel, sobre todo desde los 40 a los 60, volverá a ser un posible modelo, y quizá el cine americano recupere algunas de las características que durante decenios justificaron y consolidaron su éxito mundial.
Desde luego, a la inmensa mayoría del cine que en los últimos años se hace en Hollywood le vendría muy bien reaprender lo que tan eficaz y lógicamente sabían hacer modestos artesanos como Siegel (e, insisto, otros muchos, algunos todavía más interesantes o con personalidad o estilo más definidos), que parecían dominar como muy pocos (en el caso de Siegel, había sido montador y realizador de lo que en el Hollywood de la época se llamaban "montages", es decir, secuencias que resumían el paso del tiempo o la evolución de un personaje de la forma más sintética posible, casi siempre sin diálogos) el arte razonable de invertir poco tiempo y escaso dinero en conseguir suministrar el máximo de información pertinente; a costa, sin duda, de cierto esquematismo y alguna simplificación, que se compensaba introduciendo complejidad en el metraje sobrante. Así se explican obras tan divertidas y trepidantes como The Big Steal (1949), tan inquietantes y sugerentes como Invasion of the Body Sanatchers (1955), tan concisas y veloces como Baby Face Nelson (1957), The Lineup (1958) y Edge of Eternity (1959), tan complejas y líricas como Flaming Star (1960), tan secas y antirretóricas como Hell Is for Heroes (1961), tan innovadoras como la (originariamente televisiva) The Killers (1964), tan profundas, sabias y abarcadoras como Madigan, tan tensas y turbias como Dirty Harry, tan intrincadas y distanciadas como Charley Varrick (1973), incluso cuando habían de arrastrar la carga de responsabilidad y mayor duración de presupuestos ya considerables, como sucede con las tres últimas citadas, y no podían moverse con la agilidad y desenvoltura, incluso descaro y desprecio de la verosimilitud, de las más baratas y brutalmente elípticas.
Si, como bien observó François Truffaut en su diario del rodaje de Fahrenheit 451, el trabajo de un director consiste esencialmente en tomar decisiones, en elegir sobre la marcha (y a toda velocidad) entre diferentes alternativas ya no ideales (como durante la escritura del guión) sino meramente posibles, Siegel demostró ser, durante un buen puñado de años y de películas, un excelente director, un maestro en su oficio. Es muy posible que – según sus declaraciones – nunca consiguiera hacer el tipo de película que más le hubiera apetecido (Brief Encounter de David Lean), y siempre he pensado que Eastwood se tomó la revancha, en nombre de Siegel, realizando Breezy y, sobre todo, The Bridges of Madison Country. Pero no es improbable que, a cambio de esta frustración, también disfrutara (y nos permita a nosotros disfrutar todavía hoy) dirigiendo pequeñas y modestas películas como The Verdict (1946), The Big Steal, China Venture (1953), Riot in Cell Block 11 (1953), Private Hell 36 (1954), Invasion of the Body Snatchers, Baby Face Nelson, The Gun Runners (1958), The Lineup, Edge of Eternity, o más costosas y ambiciosas como Flaming Star, Hell Is for Heroes, The Killers, Madigan, The Beguiled, Dirty Harry, Charley Varrick, The Black Windmill/Drabble (1974), Telefon (1977), Escape from Alcatraz e incluso la postrera Jinxed! (1982).
Quizá sea pronto todavía, pero aún no es demasiado tarde para aprender bastantes cosas – si se quiere, elementales; yo diría que fundamentales – del cine de Don Siegel. Basta comparar algunas de sus últimas (y no mejores) películas, como Telefon o The Black Windmill, con las que hacen hoy Tony Scott o su hermano más avispado, no digamos ya a las que se encomiendan, con curiosa constancia, a los más torpes del pelotón, pongamos Michael Bay o Roland Emmerich (importado de Alemania).
Publicado en “Don Siegel”. Filmoteca Española – Festival Internacional de Cine de San Sebastián (septiembre de 2010)
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