No sabe Arthur Penn —cuando estuvo por aquí no la había visto— lo hábil que fue escapando, en el último minuto, de esta empresa. Porque si bien no es totalmente descartable que el inspirado autor de Four Friends hubiese logrado extraer de este argumento de Paddy Chayefsky —que adaptó él mismo bajo el seudónimo de Sidney Aaron— la «extraña historia de amor» que intuía —y cabe imaginar, durante algunos instantes, mientras se ve lo que ha hecho de ella Ken Russell—, no parece lo más probable, ya que ni el propio guionista pensaba que ese aspecto fuese interesante ni, obviamente, los productores habían de considerarlo el más rentable: prueba de ello es que le sustituyeron por un especialista en efectos (no especiales, ni especialmente eficaces) que gozó de cierto prestigio, hace unos años, en los círculos más snobs de la afición y entre los más advenedizos de los empresarios cinematográficos. El hombre que destrozó a D. H. Lawrence, que hizo un musical tan soso y aburrido como The boy friend, que escupió reiteradamente sobre la tumba de varios músicos más o menos apreciables, que se sirvió de algún otro artista como señuelo y carnaza, y que perpetró la obra suprema del mal gusto (Tommy), no era, ciertamente, el hombre llamado a salvar de un ridículo amasijo de temas de moda (hace diez años), aquellas gotas o migajas de interés potencial que hubieran podido desprenderse, por descuido, de la imaginación cansada y deseosa de ponerse al día del pseudo-Zavattini americano: Chayefsky tal vez supiese mucho de carniceros, solteronas, vendedores ambulantes y oficinistas frustrados —me aseguran que ya no tanto sobre periodistas—, pero demuestra que acerca de hongos alucinógenos, experimentos científicos, el evolucionismo y los viajes en el tiempo, no sabe nada, y que no pudo suplir su ignorancia con una imaginación —la de Verne, H. G. Wells, Poe, Stevenson, Jack London, C. S. Lewis, Arthur C. Clarke, J. G. Ballard, Ray Bradbury, etc.— de la que nunca dio muestras. Que William Hurt —excelente en Body Heat y notable en Eyewitness— actúe aquí como un primate no se debe meramente a las indicaciones o exigencias de un guión que parece documentado en el Reader’s Digest y trabado por un deficiente mental con pretensiones literarias, porque lo mismo hacen los restantes intérpretes y, en general, cuantos actores —veteranos o noveles, con talento o sin él— han estado a las órdenes de Ken Russell. Así que eso tiene tan poco fundamento como el resto, y resulta igual de escasamente misterioso. Lo que sí me intriga es que la Universidad de Harvard no haya interpuesto una querella por difamación contra los productores o artífices de la película, ya que presentar como profesores de dicha universidad a los absolutos mentecatos que protagonizan Un viaje alucinante al fondo de la mente, no parece la mejor publicidad para un centro de enseñanza de prestigio. El grado de cretinismo de los personajes —hasta la pobre Blair Brown padece de esa contagiosa enfermedad, sin duda inoculada por Russell— imposibilita, por otra parte, que sus muy inverosímiles y aburridas desventuras nos afecten, y mina el terreno en el que Penn creyó posible que floreciera algo parecido a una historia de amor: haría falta inventar otros protagonistas, que fuesen por lo menos personas medianamente inteligentes, para que pudiese existir entre ellos alguna relación creíble. Sólo entonces, alejándose todo lo posible de Chayefsky y sus tardíos afanes de aggiornamento, cabría imaginar una conmovedora historia de amour fou, digna de Vertigo, Marnie, Peter Ibbetson, Cumbres borrascosas y The Ghost and Mrs. Muir.
Publicado en el nº 15 de Casablanca (marzo de 1982)
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