viernes, 21 de abril de 2023

Dulces horas (Carlos Saura, 1981)

Como no considero el improperio un buen método crítico —aunque en ocasiones como la presente, tal vez, sea el más justo, si no el único posible—, voy a procurar rehuirlo. Empero, la neutralidad parece vedada por la propia película: Dulces horas (1981) es indescriptible, ya que, si no pude dar crédito a lo que veo y escucho durante su laborioso decurso, difícilmente podré reseñar lo que ocurre en la pantalla con un mínimo de objetividad, y menos aún sin que se deslicen solapadamente calificativos que acabarían por resultar insultantes. Sólo insinuaré que, a la vista de los resultados, empiezo a comprender que la última ocurrencia de nuestro más reputado cineasta llevase tres meses acabada y sin estrenarse, que para atreverse a ello se haya esperado a que Saura esté en Méjico y también que, súbitamente, se difiera unos meses —de Berlín a Cannes— su presentación internacional. Porque se trata, sin duda, de una de las obras menos logradas de Saura, y no creo que me contradigan ni sus más fervientes partidarios, entre los que, lo confieso llanamente y sin la menor petulancia, no me cuento. A mi entender, Dulces horas es uno de los tres máximos yerros —junto con Stress es tres, tres (1968) y Ana y los lobos (1972), que a su responsable le gustan mucho también, como todo lo suyo— de una carrera bien surtida de desaciertos.

No se piense que mi renuncia ante la mayor parte de las películas de Saura obedece a fobias o caprichos: aunque a uno le guste más la fabada que la paella, por ejemplo, tal preferencia no excluye la posibilidad de disfrutar de vez en cuando del segundo plato ni de reconocer que está bien hecho, de ser éste el caso. Yo, en principio, me siento más afín a Godard que a Kazan, y más a gusto con los materiales que emplea Walsh que con los que usa Bergman, pero tanto Kazan como Bergman han conseguido interesarme, y en alguna ocasión conmoverme. El propio Saura me hizo pensar que tenía talento cuando hizo Peppermint frappé (1967), y demasiados años después, Elisa, vida mía (1976), idea que, pese al estrepitoso resbalón de Dulces horas, no descarto aún definitivamente, aunque empiezo a perder la esperanza (y la paciencia).

Lo preocupante de Dulces horas no es tanto que Saura «vuelva a las andadas» tras el doble receso de Deprisa, deprisa (1980) y Bodas de sangre (1981), poco prometedoras exploraciones de terrenos ya batidos —en Los golfos (1959)— o desconocidos, ni que se repita, sino que haga lo mismo Cada vez peor. Hay deficiencias —como los más risibles e inverosímiles diálogos que he oído en años, o una dirección de actores tan lamentable que hace temer por el futuro profesional de sus intérpretes principales— incomprensibles en la decimosexta película de un director; se podrían, quizá, disculpar en un novel, al que creeríamos víctima de un empacho de Bergman mal digerido, pero resultan inaceptables en uno de los cineastas de mayor prestigio —para mí inexplicado y sumamente misterioso— en el mundo, que tiene cincuenta años y al que cabe considerar ya un «veterano». Naturalmente, Saura se defendería de estos y cualesquiera otros reparos con la vieja y socorrida coartada —que ya no engaña a nadie— de que él no hace «cine lineal», sino «algo más complejo» —de acuerdo, pero ¿qué?—, de que no entiende «por qué hay que hacer cine a la americana» —¿y quién le pide tal cosa? Ni a él ni a Godard, ni a Buñuel, ni a Fellini, ni a Bergman, ni a Antonioni le exigimos nada parecido ni los más reluctantes a sumarnos al coro de alabanzas que suele recibir cada una de sus producciones desde hace años—, con «planteamiento, nudo y desenlace». Aun suponiendo, y me parecería mucho generalizar, que el cine americano responda a tan simplista estructura narrativa, todos estamos dispuestísimos a dejar que Saura siga haciendo y deshaciendo nudos, si eso es lo que le apetece. Ahora bien, podía ir aprendiendo a atarlos un poquito mejor, con más cuidado y rigor, y a servirse de hilos, cuerdas, sogas o maromas algo más consistentes, aunque en este caso habría que hablar de cintas y de lacitos; la novedad de Dulces horas estriba en que revela algo que yo ignoraba y que sólo por momentos había sospechado: que Saura, además de un autor pesado, sin humor ni imaginación, es también un cursi. Porque, y esto es grave, ni siquiera se puede exculpar Dulces horas como obra de encargo, marginal a sus preocupaciones o hecha sin interés: por el contrario, Saura parece más identificado con el protagonista que nunca, y en sus numerosas declaraciones se dedica a repetir frases que pone en boca de «Juan Sahagún» (Iñaki Aierra). El tono casi confesional de Dulces horas es preocupante por lo que pudiera tener la historia de muy personal para Saura, pero eso mismo me induce a no tratar de escarbar en ella ni buscarle complicaciones. Más comentable me parece el cariz quejumbroso, de niño mimado, que tiene a menudo la conducta de su personaje central, y que parece plenamente asumido por Saura, que tiende a dárselas de incomprendido cuando es uno de los artistas más adulados de su generación, y a quien le está haciendo bastante daño, se dé cuenta o no, su absoluta carencia de sentido autocrítico. ¿Cómo es posible escribir un guión y no percatarse, al releerlo o al rodarlo, de que nadie que no sea un imbécil irredimible puede decir cosas como las que dicen casi todos sus personajes? ¿De qué le sirve ensayar y rodar pruebas en video si tiene toda la película a Aierra y a Assumpta Serna riéndose o llorando, pese a que manifiestamente no saben hacer ni lo uno ni lo otro? Así, los actores hacen el ridículo hasta producir vergüenza ajena; además, la comicidad involuntaria, envuelta en pedantería y esteticismo como los de Dulces horas, desemboca en lo grotesco.

No le basta a Saura con ser machacón e insistente; es encima penosa y fatigosamente moroso; las minuciosamente arbitrarias divagaciones de la cámara son tan lentas, que dan tiempo a que a uno deje de importarle a dónde van mucho antes de que concluyan. Y no hablemos de los «intermedios líricos» a la rusa, con cámara que gira bajo las copas de los árboles al son de —¡qué original!— La Valse de Ravel. Para ese tipo de proezas, a falta de ser Dovjenko, su viuda Yulia Solntseva o su discípulo Andrei Míkhalkov-Konchalovskií, se precisa un talento como el de Jean Renoir o, por lo menos, el de Pier Paolo Pasolini (por ejemplo, pues viene a cuento por el tema, el de Edipo re).

Pero no conviene hacer un inventario de catástrofes, cuyo recuerdo podría convertirlo en un memorial de agravios y traducirse en una sarta de insultos. Más vale olvidar cuanto antes esta película —que debiera llamarse Cursis a todas horas o Diálogos para besugos cuitados—, y esperar —reconozco que sin impaciencia alguna por mi parte— la próxima. Yo empiezo ya a borrarla de mi memoria.

Publicado en el nº 15 de Casablanca (marzo de 1982)

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