domingo, 16 de abril de 2023

La vena melodramática del cine español

Por razones más bien extrañas y quizá más sociológicas que cinematográficas, puede decirse que el melodrama ha sido, en el cine español, un género frustrado, a veces reprimido, a la vez que casi omnipresente de forma indirecta o parcial. Hay pocos “melodramas” propiamente dichos, que se presenten o reconozcan como tales y realmente logrados; nunca se han hecho en número suficiente como para llegar a constituir un género con arraigo y peculiaridades nacionales; y, sin embargo, cierta savia melodramática riega buena parte de nuestra cinematografía, a menudo sumergida, a veces asomando tímidamente a la superficie.

Antes de tratar de explicarnos por qué ha podido suceder esto, mientras que en Italia, Francia o México el género triunfaba abiertamente, conviene que nos pongamos de acuerdo sobre lo que entendemos por términos o expresiones como género, melodrama, drama y melodramático.

Todos tenemos una cierta idea de lo que es un melodrama, y ninguna divagación teórica, ningún alarde de erudición, van a modificar algo que, dentro de su vaguedad, creemos tener muy claro, y que somos capaces de distinguir e identificar de modo casi instintivo. Como cada cual siente si algo es o no “melodramático”, ahorraré al lector una larga excursión histórica que le devolvería, presumiblemente, al punto de partida.

Además, entiendo que esa noción subjetiva de lo melodramático no es desdeñable, sino la que de verdad cuenta, y tanto en los dos polos de la cadena de producción cinematográfica que determinan si se hacen melodramas - los productores y el público, la oferta y la demanda -, como entre los intermediarios - distribución y exhibición en cines o televisión, que son los que valoran esa demanda -, ya todos se guían por una mezcla de intuición, experiencia y prejuicios, aunque quizá con diferentes porcentajes de cada ingrediente. Son muy raros los directores que estén hoy, como Sirk en su tiempo - y era ya una excepción -, al tanto de la evolución del género y que sean conscientes de sus exigencias estilísticas y dramáticas: la mayor parte se limitarán - llegada la ocasión, y en el mejor de los casos - a buscar la manera más apropiada de realizar lo que el guión contiene explícita o implícitamente o a dirigir esas escenas con discreción y mesura, sin pasarse, limando sus excesos a veces engorrosos, o tratando de hacerlos, si no verosímiles, por lo menos creíbles. Y en España las excepciones se han contado siempre con los dedos de una mano.

No hay que olvidar, por otra parte, que esa concepción subjetiva de lo melodramático está condicionada no sólo por las preferencias particulares de cada espectador, sino también por las vigencias sociales de cada momento: esto explica que lo que para uno puede resultar ridículo, falso, bochornosamente folletinesco, impúdicamente sensiblero o psicológicamente caótico, para otros - con visiones del mundo y experiencias vitales diferentes - pueda ser verosímil, sincero, real, próximo a lo que ha visto, comprensible y hasta lógico, del mismo modo que lo que hoy se nos antoja como deliberadamente “melodramático” quizá hace años - treinta, setenta - fuese simplemente  "dramático". Admitiendo esas premisas, confío en que a estas alturas será aceptable que algunos apreciemos Ladrón de bicicletas (1948) o El limpiabotas (1946) de Vittorio De Sica, tenidas en su tiempo - y aun ahora por los historiadores de piñón fijo - por obras maestras del neorrealismo, más bien como excelentes melodramas “sociales”, no menos artificiosos en su peripecia y entramado sentimental que los más descabellados folletines interpretados por Greta Garbo para la Metro-Goldwyn-Mayer o, para seguir en Italia, por Isa Miranda a las órdenes de Mario Soldati.

Mala fama

Dado que el subjetivismo domina, en la práctica, la valoración -sea positiva o negativa - de una obra como melodramática o no, es normal que las personas más frías y racionalistas juzguen folletinesco o melodramático lo que quizá a otras, de extracción más modesta o vida más azarosa, de peor fortuna o más sentimentales, les parezca plausible, incluso “real como la vida misma”. De acuerdo con el peso que tengan para cada uno ciertas realidades y determinadas creencias - religiosas, morales, sociales, supersticiosas o fatalistas - y predominen unos rasgos de carácter u otros, ciertas reacciones, represiones, culpas o inhibiciones de los personajes resultarán deplorables o admirables, delirantes o normales, y sentiremos hacia ellos, en consecuencia, compasión o desprecio, simpatía o repulsión. Son respuestas no siempre racionales, y por ello difícilmente controlables, con lo que de nada servirá que nos expliquen o traten de justificar las de los personajes: las compartimos o entendemos o no.

A menudo se reprocha a una película que sea “demasiado melodramática”, pero curiosamente nadie se queja nunca de lo contrario, de que lo sea insuficientemente. Como muy buen puede una obra ser deficitaria en melodramatismo, esta asimetría se delata el sentido peyorativo que tiene siempre (o casi) el adjetivo, que se emplea para descalificar cualquier relato, queja, denuncia o noticia. Lo melodramático ha pasado a confundirse con el exceso de dramatismo en la exposición de un hecho o una historia, sean reales o inventados; hasta un artículo de Mario Vargas Llosa o una carta abierta de Julio Anguita se pueden calificar de melodramáticos, en ese sentido, que es el origen y la clave del desprecio con que hasta hace muy poco se ha tratado al género. Todavía hoy es preciso aclarar que un melodrama no es un drama descarrilado o salido de madre, un drama que se pasa o una tragedia que no llega a serlo.

En el terreno cinematográfico, como se tiende a identificar un “melodrama” con una “película melodramática”, no es raro que a muchos se les antoje provocación o afectación proclamar la excelencia de un melodrama, no digamos las virtudes que le dan especial aptitud para plantear o mostrar ciertos conflictos sociales, muy particularmente los relativos a la familia, el amor, las relaciones interpersonales, la enfermedad, el trabajo, el dinero, la suerte, la presión del medio social, la neurosis, la frustración vital, etc., es decir, lo que tratan de predecir los horóscopos y las pitonisas, las cuestiones que abordan - con una capa de barniz sociológico, técnico o ideológico - los programas de los partidos políticos.

Si a uno le interesa el melodrama - con el residuo de ingenuidad que es preciso conservar o reactivar para emocionarse y, por tanto, disfrutar del género -, conviene, mejor que amortajarlo, encontrar una definición abierta, flexible y dinámica.

Una primera característica del melodrama cinematográfico es que suceden muchas cosas. Antes de fijarnos en su tratamiento, en el ritmo con que ocurren, aunque no basta con la abundancia de acontecimientos: es una condición necesaria, pero no suficiente. Y ocurren, no se hacen: sus personajes no suelen desarrollar una actividad frenética; más bien les pasan las cosas - a menudo tremendas -, y no les resbalan, con independencia de que su reacción a tales sucesos sea enérgica o derrotista, resignada o rebelde, conformista o vengativa, violenta o pacífica, solapada o manifiesta, y de que “les caigan encima” como llovidas del cielo, por mala suerte o casualidad, por imprudencia o ingenuidad, o bien se los busquen por desafiar las leyes de la naturaleza o de la sociedad o por un exceso de sumisión que parece atraer las desgracias. Cabe incluso, como excepción a la regla, que su tragedia consista en que no les pase nada, o nada de lo que ansían o desean, de lo que esperan desesperando que les caiga del cielo - Calle Mayor y la elocuentemente titulada Nunca pasa nada -; o que consista en el derrumbamiento de sus esperanzas, en que se revele falso o ilusorio todo lo que creían poseer o haber logrado (Cielo negro).

Cielo negro

Por supuesto, la abundancia de acontecimientos (o incluso de frustraciones) es un rasgo que tampoco pertenece en exclusiva al melodrama; en el western o el thriller suelen pasar muchas cosas, y tienden a ser más dinámicos: con más acción, más movimiento, mayor número de escenarios y de desplazamientos. De modo que hay que agregar otro rasgo: la acumulación de los sucesos. No es que todo le ocurra a un personaje - aunque en casos extremos le caigan a uno solo todas las desdichas -, ni que la dramaturgia del género confirme por sistema la creencia popular de que “las desgracias nunca vienen solas”. Se trata de una concentración temporal de los sucesos que percibimos como inusitada, extraordinaria o desproporcionada. Como los artífices de estas películas temen que esta acumulación llegue a parecernos inverosímil y nos distancie de la acción, suelen hacer de esa exagerada proximidad cronológica una consecuencia de la casualidad o de una fatalidad excepcional; además, tienden a dosificar mediante la elipsis esta densidad dramática hasta alcanzar la deseada, aproximando para el espectador, en la película, acontecimientos separados horas, días, semanas, meses e incluso décadas o generaciones, o informando de ellos retrospectivamente, cuando ya han ocurrido, pero sin mostrarlos. Tal manipulación del tiempo narrativo tampoco es privativa del melodrama, pero en él se recurre a ella con una finalidad específica y diferente que en otros géneros.

Cuando el melodrama gozaba de gran aceptación popular, la propia limitación temporal de las dos horas obligaba a condensar, sin pérdida de dramatismo - sin apenas suprimir incidentes -, sino acentuándolo por amontonamiento y simultaneidad, libros muy caudalosos y turbios, a veces espesos folletones ramificados en episodios. Tal compresión temporal suele convertir lo sobriamente dramático en melodramático, lo minuciosamente explicado y comprensible en arbitrario y fatal o demente, lo mismo que lo gradual y paulatino se transformará, probablemente, en brusco y sorprendente. Además, la eliminación o fusión entre sí de varios personajes secundarios engendraba criaturas híbridas y contradictorias - escindidas o esquizoides, y por tanto sumamente melodramáticas -, y ocasionaba un aumento de los sucesos “por cabeza” que le caían encima a los supervivientes de la novela en la película.

Precisemos, pues, que en el melodrama no sólo pasan muchas cosas, sino además muy seguidas para los espectadores, casi sin darles tregua; su efecto resulta torrencial, si la película tiene un ritmo agitado, o asfixiante, si discurre más pausadamente: por lo general, se pasa de una “novela-río” que puede discurrir plácida y serenamente, recreándose en sus meandros narrativos y rememorando el pasado, a una “película-riada” que arrolla a su paso a los personajes.

El ritmo determina, pues, en buena medida, el tono dominante en cada película. Puede haber historias narradas con tono melodramático, sin que se trate de un auténtico melodrama, o peripecias extraídas de un folletín que no lleguen a ser melodramáticas por estar referidas con un tono deliberadamente “neutro”, frío, distanciado, no emotivo, que lo impide (por ejemplo, toda la obra de Robert Bresson posterior a Les Dames du Bois de Boulogne, en particular Mouchette o Une femme douce).

Esta es una cuestión de importancia: la de la coherencia, armonía o sintonía entre lo que, con una terminología discutible pero al parecer indesterrable del lenguaje crítico, se ha llamado “el fondo” y “la forma” o, si se personaliza, “el estilo”. Es decir -puesto que la acción de un melodrama puede desarrollarse tanto en el pasado como en el presente, y lo mismo en un país que en otro, por lo que el género carece de iconografía propia y no es privativo de ningún país -, que para que un melodrama llegue a serlo plenamente es preciso que la separación entre “fondo” -la trama, el argumento, los personajes, las consecuencias - y “forma” - el tono, el ritmo, el acento, la dramaturgia - sea imposible durante la proyección de la película.

Esto equivale a decir que puede haber guiones melodramáticos, pero no “guiones de melodrama”, porque el melodrama no existe todavía en fase de guión. No es igual para todos los géneros el grado en que se precisa la coherencia entre la historia y su tratamiento cinematográfico para que la película pertenezca efectivamente a dicho género. En un western, desajustes entre argumento y realización como los que eran frecuentes en los italianos o españoles de los años 60-70, inclinan a pensar que se trata de malos westerns - descuidados, fallidos, insuficientemente realizados, híbridos - sin por ello poner en duda su pertenencia al género deseado. Un melodrama lo será o no, en cine, en función de la coincidencia entre tema y tratamiento, que podrá ser más o menos inspirado, inteligente, elegante, sobrio o sutil, y que hará que sea un buen melodrama o un mal melodrama, pero sin un mínimo de coherencia - de complicidad y compatibilidad - ni siquiera llegará a ser un melodrama, sino un drama con escenas exageradas, o una película de vocación realista pasado de rosca o inverosímil; cabe una adaptación al pie de la letra, y sin omitir detalle, de un folletín o un melodrama escénico que no dé como resultado un verdadero melodrama cinematográfico, del mismo modo que se puede “dramatizar” - e incluso contar “melodramáticamente” - cualquier historia, incluso una comedia, sin que por ello la película, en su conjunto, sea adscribible al género en cuestión.

Este es el factor que más a menudo impide considerar como melodramas muchas películas españolas que contaban con elementos suficientes para serlo. Salvo los de Mur Oti, sin duda el director español más deliberada y asiduamente dedicado al género, casi ninguno de los que - con alguna reserva, por tanto - podemos calificar de tales lo son al ciento por ciento, ya que carecen de un planteamiento estilístico propia y específicamente melodramático.

La excesiva atención prestada aisladamente, o de modo preferente, a uno cualquiera de los dos factores que por fuerza han de ir unidos y encajar como la mano y el guante explica que a veces se presenten como melodramas comedias fallidas, cansinas y sin gracia, y podría hacer comprensible que se tenga la tentación de considerar un melodrama Luces de la ciudad, pese a que suele citarse como una obra maestra de la comedia, cuando no - a mi entender, muy erróneamente - del cine cómico: se trata, en este caso, de una película que cobra fuerza precisamente por la habilidad con que Chaplin combina o alterna la comedia y el melodrama, sin que el cambio de tono que se produce al pasar de un género a otro - “opuestos” quizá, pero contiguos y a menudo con territorio compartido - pueda considerarse una ruptura ni ocasione una incoherencia estilística: la forma de realizar cada escena es siempre la que corresponde a su carácter… no se olvide que fue precisamente Chaplin quien dijo que la comedia era el resultado de encuadrar en plano general lo que en el drama se filma en primer plano, frase que quizá sea una boutade, pero puede indicar la raíz de la secreta y profunda afinidad existente entre la comedia y el melodrama, y explicaría por qué casi todos los grandes directores de uno de esos dos géneros suele ser capaz de realizar excelentes incursiones en el otro.

La música y el drama

Aprovechando esa alusión a una de las últimas películas mudas, una que además lo era voluntaria y deliberadamente, conviene mencionar otra cuestión fundamental. Se diría que la etimología del término melodrama - compuesto a partir de las voces griegas melos, música, y drama -, que significa, por tanto, drama con música (o drama acompañado de música), excluye teóricamente la posibilidad de que pertenezca al género una película muda, lo cual es, evidentemente, un sinsentido, ya que los primeros - y muchos de los mejores - exponentes cinematográficos del melodrama son anteriores a la implantación del sonido. Por otra parte, y pese a la abundancia de ejemplos, no deja de resultar perturbador que una película carente de sonido pueda ser un “drama con música”, y parece imposible que el término melodrama pudiera haberse alejado tanto de su significado originario, y menos aún para recuperarlo inmediatamente con la fortuita llegada del sonido.

Y es que la música - por lo demás, nada ajena al cine mudo, aunque hagan olvidarlo las condiciones en que suele verse, muy de tarde en tarde, y que no tienen gran cosa en común con las habituales en su tiempo - no necesita ser “audible” para que exista en el interior de una película un alto grado de musicalidad. Todo el buen cine mudo - el que sigue vivo, el que puede verse sin adoptar una perspectiva historicista, el que admite espectadores contemporáneos - era, en gran medida, musical, estaba muy estructurado musicalmente. No sólo a causa de la que, a veces escrita para la película, pero en general improvisada de modo rutinario o al azar por un pianista o un pequeño grupo (quizá acertada, pero probablemente inadecuada), acompañaba su proyección en las salas, sino, sobre todo, por la música que el director hacía tocar en el plató, durante el rodaje, para dar el ritmo y el tono dramático de la escena, guiar a los actores y modificar sobre la marcha la velocidad, la amplitud o la intensidad de gestos y movimientos. Todo, desde las miradas a los desplazamientos dentro del encuadre o las salidas de campo, respondía a una modulación rítmica indicada por la música, que era a menudo muy concreta y precisa, tan compleja como variada. No hay que olvidar que la ausencia de sonido obligaba a aprovechar al máximo los restantes factores expresivos, ni que la privación de la palabra, el ruido, el color y el volumen inducían un grado de abstracción que aproximaba el cine mudo a la música en mayor medida que la mera posibilidad de agregársela a unas imágenes hechas sin contar con ella (salvo, precisamente, en el musical y en los exponentes más elaborados del melodrama y del cine de terror y suspense).

Desde que el cine empezó a ser un arte dramático-narrativo - carácter al que estaba abocado en cuanto las películas alcanzaron a una cierta longitud -, encontró en el melodrama uno de los “filones de argumentos” más importantes. Si el cine fue, durante años, poco más que una atracción de feria, que la cultura oficial desdeñaba por estar económica e intelectualmente al alcance de cualquier público - incluso el integrado, en América, por emigrantes analfabetos, que apenas entendían inglés -, no es raro  que los fabricantes de películas acudiesen al vasto repertorio de novelas y dramas “baratos”, folletinescos y moralizantes de los dos siglos anteriores: piénsese en Griffith, Feuillade, Sven Gade, Evgeni Bauer, Sjöström, Stiller, Stroheim, Sternberg, en las primeras obras de Murnau, Dreyer, Hitchcock, Renoir, etc., y se verá que el género predominante - sobre todo entre los más grandes cineastas - es justamente el melodrama, en sus muy variadas formas. Así que los directores tuvieron que hacer melodramas mudos tan pronto que puede identificarse la creación del lenguaje cinematográfico con la búsqueda de una equivalencia visual de lo melodramático.

De ahí el carácter fundacional que tiene en el cine el género que nos ocupa. Por supuesto, es posible hallar directores de personalidad, temperamento o formación menos afín - e incluso alérgica - al tono requerido por el melodrama, lo que pronto les llevó a adoptar una actitud distante, más sobria, más crítica con respecto a las historias que se veían obligados a contar. Pero la mayoría no hicieron eso, sino que acabaron por aplicar esa visión de la realidad, ese tratamiento dramático y formal, a cualquier argumento; incluso, en la medida en que no pocos cineastas han concebido cada escena o cada secuencia, si no cada plano, como unidades dramáticas independientes de las restantes, se han realizado muchas películas con escenas melodramáticas pero que no pueden, globalmente, considerarse como melodramas.

A la hora de filmar un melodrama, el director dispone de un amplio abanico de posibilidades, según su visión de los personajes sea crítica o conformista, solidaria o negativa, compasiva o despiadada, y otro tanto sucede con respecto a las fuerzas sociales en juego, la moralidad implícita o manifiestamente imperante, la sociedad o capa de ella reflejada, etc., lo que permite, en el interior de lo que con el máximo rigor puede denominarse melodrama, que la variedad sea enorme.

Esta diversidad de actitudes se ha podido detectar, sobre todo, en el tono, en el modo de acentuar el dramatismo de las situaciones o de los sucesos. De hecho, la función básica de la música ha sido, desde la introducción del sonido, la de subrayar, calificar o modificar bruscamente el sentido y la intensidad sentimental de las escenas, creando un clima más o menos emotivo, anunciando - a veces demasiado - las rupturas y los clímax. Se contribuía, también, a construir la tensión y el suspense, a sembrar la duda o la incertidumbre, a insinuar presagios mediante la música, lo mismo que a través de la iluminación, el decorado o el color.

De hecho, es frecuente que un melodrama sea el producto de superponer dos “partituras”, una narrativa y otra propiamente musical, a veces desfasadas o con desniveles de intensidad (los melodramas visual o dramáticamente más pudorosos y contenidos tienden a reforzar el peso de la música, que es relativamente menor en los ejemplares más “desmelenados”). Podemos imaginar gráficamente estas dos estructuras entrecruzadas: tendríamos un electrocardiograma o encefalograma de la historia y otro de la música; cuanto más plana o suavizada fuese la línea quebrada resultante, más lejos estaríamos del melodrama; y más cerca cuanto mayores fuesen las oscilaciones. Por supuesto, tal representación “sismográfica” de las películas revelaría que en el cine americano los quiebros son más frecuentes y brutales, por lo general, que en el europeo, lo que corroboraría la afinidad fundamental con el melodrama del grueso del cine de Hollywood durante la época que hoy denominamos “clásica”, y explicaría el superior éxito comercial del cine americano frente al europeo, emocionalmente más “tibio”.

Orgullo

La falta de un cine verdaderamente “musical”, desplazado por la presencia obligada de canciones y cantantes en casi todas las películas, explica que tampoco esta faceta del melodrama se haya explorado con asiduidad en España. Incluso la tradición pre-cinematográfica está dominada por el “género chico”, por la zarzuela, que está más cerca de la comedia o la opereta que la ópera o el melodramma.

La pasión compartida

Lo que caracteriza a los personajes del melodrama no es tanto la “pasividad” cuanto la “predisposición al sufrimiento”, por mucho que quieran rebelarse contra las circunstancias o las desdichas que inmisericordemente se abaten sobre ellos. Pueden ser héroes, pero poco tendrán en común con los de otros géneros; si acaso, en la medida en que están sumidos en el clima moral de un ambiente y de una sociedad de la que a menudo son - o acaban por ser - víctimas, tendrían algún punto de contacto con los del cine negro, aunque los personajes de este género son más duros y sombríos, más ambiguos y escépticos, y suelen oponer, por mucho que hayan dejado de hacerse ilusiones, una mayor resistencia a las fuerzas que los acosan. Incluso cuando el héroe del thriller es derrotado o muerto, hay en su triste final un elemento de victoria moral: muere matando, o desvelando un secreto celosamente guardado, o desbaratando - aunque sea a título póstumo - los negocios sucios de sus adversarios; ha luchado, hasta cuando se ha visto contaminado, contra la corrupción, contra la zona oscura de la sociedad, contra un sector poderoso pero minoritario. En cambio, el protagonista de un melodrama será casi siempre víctima de la parte más “luminosa” y respetable de su entorno, de la represión impuesta por los representantes de la moral y la decencia; tendrá que combatir con personas a menudo bienintencionadas, que son mayoría silenciosa pero opresiva, y contra la que apenas cabe defenderse: la evasión está vedada - y si no, al tiempo - o conduce - bebida, drogas, locura - a una más grave marginación, a la reclusión o a la autodestrucción. Ni siquiera puede salvarles el instinto de supervivencia, porque no suele ser su vida lo que está en peligro, sino su felicidad, o lo que para ellos haga que valga la pena vivir.

Por eso el melodrama fue en Hollywood un vehículo ideal, de más amplio espectro que el negro, para ciertos cineastas de origen europeo, los más críticos y capacitados para advertir desde fuera las lacras de la satisfecha sociedad americana de los años 40 y 50. A menudo se han combinado elementos “negros” con los en apariencia más “transparentes” del melodrama, abarcando así no sólo al público masculino sino también al femenino. La imagen más crítica que ha proporcionado el cine americano del papel de la mujer en la familia y la sociedad de su país se encuentra en melodramas realizados en general por hombres - los casos de Lois Weber, Dorothy Arzner, Ida Lupino o Barbara Loden son excepcionales -, lo que explica el interés por el género las más lúcidas de las críticas de cine feministas: en unos casos, porque las historias narradas y las conclusiones que se extraían de ellas revelaban de una forma escandalosamente franca el lugar asignado a la mujer por una sociedad matriarcal e impregnada de “mamismo” pero regida por los hombres; en otros, porque el mismo peso que las convenciones dramáticas y narrativas dominantes en el cine americano de la época llevaba, para mantener el ritmo y el atractivo de las películas, a crear personajes femeninos excepcionalmente enérgicos, independientes y activos - de otro modo, no hubieran podido ser protagonistas -; y, en general, porque al ser el territorio del melodrama no los grandes espacios abiertos del Oeste, ni el campo de batalla, ni algún paraje exótico y lejano, ni los oscuros callejones de los barrios bajos de las grandes ciudades, sino el hogar de modestas familias o la mansión de poderosos “clanes” financieros, el cuarto de estar, la cocina y el office, el dormitorio y el cuarto de baño, el salón de belleza y la peluquería, la oficina y la tienda, se mostraba más a menudo a la mujer en su ambiente, en un marco que con frecuencia ella misma había configurado decisivamente.

Pero el melodrama no ha sido sólo un cobijo de ficción para las mujeres. Es también el único género que, en América, ha prestado verdadera atención a los hombres vulgares, nada extraordinarios o heroicos; débiles o cobardes, fracasados o explotados, enfermizos o desequilibrados, deprimidos o económicamente impotentes, en ningún otro podían aspirar a ocupar una posición central, de protagonistas, mientras que esas mismas limitaciones les permitían convertirse en el centro de interés de algunos melodramas, no en simples víctimas propiciatorias y objeto de burla para los triunfadores: los hombres de negocios, los políticos, las estrellas deportivas.

Por eso no es nada extraño que, pese a partir de historias victorianas y que se saldaban - al menos superficialmente - con el triunfo de la moralidad dominante y el castigo o la desdicha de los trasgresores, el melodrama fuese uno de los géneros predilectos de los cineastas más críticos del cine americano, ya que les permitía ocuparse de seres habitualmente preteridos - los perdedores y fracasados sin gloria, la “gente corriente”, las mujeres - y revelar la crueldad de muchas conductas “rectas” y “razonables”, la cobardía de algunas actitudes prudentes y “equilibradas”, la hipocresía de los defensores de la moral y las tradiciones, mostrando el “otro lado” del Sueño Americano, su reverso, la Pesadilla Americana, y al mismo tiempo alcanzar a capas del público desatendidas y muy amplias.

En cambio, es muy posible que en España la presión de la censura previa - y de la consecuente autocensura de los creadores, y de la “delegada” que subconscientemente asumían los productores -, a la que se sumaba la censura “a película terminada” y esa especie de “segunda vuelta de tuerca” que suponía el sistema de clasificación en categorías - que permitían reducir el número de licencias de doblaje y las subvenciones, además de aplazar y alejar de las grandes ciudades la puesta en circulación de las películas no prohibidas pero incómodas, negativas o sin el menor grado de “adhesión al régimen” -, impidiera el enfoque crítico del melodrama, ya que, desde el mismo guión, todo desaconsejaba “cargar las tintas” e invitaba, por el contrario, a “descafeinar” en lo posible las premisas pesimistas en que descansa el género, por mucho que luego acabe con “salvas de esperanza” o con artificiales “finales felices”.

Los melodramas españoles

Así las cosas, espero que hagan un efecto menos raro y paradójico  mis reservas acerca de la cantidad, la pureza y la calidad de los melodramas cinematográficos españoles, aunque no deja de contrastar con él éxito nacional y hasta universal de muestras literarias del género (con Corín Tellado a la cabeza), y de sus versiones radiofónicas hasta que llegó la televisión, y luego de sus equivalentes en esta, casi siempre iberoamericanos pero no españoles (olvidaban las “Lucecita” de antaño quienes vieron como una novedad los culebrones).

Se diría que los españoles se avergüenzan de los melodramas. Vamos de sobrios y austeros por el mundo y no reconocemos que nos guste “llorar” o sentir “compasión”, sobre todo en público, fuera de la intimidad hogareña. Otra cosa es lo que se puede leer, escuchar o ver en casa, sin testigos. Y es muy probable que este género, al tratar a menudo sobre mujeres, y ser destinado en general a esa parte del público (en América se les suele llamar women’s pictures), se haya topado en nuestro país con la tradicional resistencia de los hombres a interesarse por las “historias de amor” y con el hecho de que, hasta hace poco, y siempre durante la era de esplendor del melodrama, las mujeres no iban solas al cine.

Esa reticencia no es privativa del público, claro, sino que también abarca a los autores. Pocos dramaturgos o novelistas “serios” o críticamente “respetables” admitirán haber escrito un melodrama, ni nada que se le parezca; según las épocas, se escudarán en el afán de moralizar, en el naturalismo o en la realidad, o se aferrarán a la coartada de la parodia o del kitsch. Y otro tanto sucede con los directores: aparte del polifacético Juan de Orduña y Manuel Mur Oti - y este en la actualidad, no sé si en los 50 -, ocasionalmente Florián Rey y Ladislao Vajda, quizá Rafael Gil y Luis Lucia, y hoy posiblemente sólo José Luis Garci y Pedro Almodóvar, y quizá Pedro Olea, y excepcionalmente Vicente Aranda, Jaime Chávarri y Jaime de Armiñán, pocos se me ocurren que no consideren insultante que uno aprecie una película suya como melodrama, o que, por lo menos, resistan la tentación de defenderse de lo que tomarían por un reproche o una crítica. Por ejemplo, no creo que José Antonio Nieves-Conde o Juan Antonio Bardem agradezcan precisamente que yo encuentre que sus mejores películas son melodramas: Los peces rojos y SurcosCalle MayorCómicos y Nunca pasa nada; como lo son también, por lo demás, aunque más reprimidos, o con excesivas coartadas, buena parte de las peores. Y desde luego, no imagino a Mario Camus - que ha filmado muchos, de los mejores a los peores -, no digamos al pudoroso Víctor Erice, y menos todavía a Carlos Saura, Manuel Gutiérrez Aragón, Pilar Miró y Basilio Martín Patino, admitiendo que hayan hecho un melodrama; muchos de los más jóvenes intentarán que nos compadezcamos de sus esfuerzos para evitar el “sentimentalismo” y lo “lacrimógeno”, o para - en los años 60 y 70 - “distanciar” al espectador, en general cuando no hacía falta alguna, ya que no llegaban a suscitar la mínima emoción, sin por ello impedir que las peripecias de sus poco carnales y nada creíbles personajes resultasen patéticamente inverosímiles y dejasen totalmente indiferente.

Los peces rojos

Y es una pena, a mi entender, porque bastantes de las películas españolas que más me gustan - incluso varias de mis máximas favoritas - son precisamente las que se han atrevido a ser melodramas, las que no han temido - aunque algunas lo pagasen caro, críticamente o en taquilla - ser acusadas de sentimentales o “excesivas”: Cielo negroMorir… dormir… tal vez soñar…OrgulloFedra Condenados de Mur Oti; Tristana y Viridiana de Luis Buñuel; El mundo sigue y El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán-Gómez; Canción de Cuna de Garci; Los peces rojos y Surcos de Nieves-Conde; Los pájaros de Baden-Baden y La vieja música de Camus; AmantesFanny “Pelopaja” e Intruso de Aranda; Vida en sombras de Llorenç Llobet-Gràcia; La ley del deseo y La flor de mi secreto de Almodóvar; Furtivos y Río abajo de José Luis Borau; El desencanto de Chávarri; Calle Mayor de Bardem; 27 horas de Montxo Armendáriz; etc. De hecho, casi todas las que no han convertido una historia igualmente melodramática en una farsa salvaje de humor negro. Si se toman en serio, los Ferreri hispánicos, muchos Berlanga, buena parte de Fernán-Gómez cuentan argumentos de melodrama, y sin asomo de final feliz que redima las incontables desdichas narradas, pero con un tono contrario al del drama, y con un pesimismo que sería insostenible sin la ironía. Con ella, tenemos El pisitoEl verdugo¿Qué he hecho yo para merecer esto! o El extraño viaje; cuando esta falta, o se reduce, salen melodramas tan terribles como El mundo sigue. Otras veces se ha logrado mezclar indisolublemente el melodrama y la comedia, o pasar constantemente de un extremo a otro, como a menudo hacía Edgar Neville - La vida en un hiloDomingo de CarnavalEl baileLa Torre de los Siete Jorobados -, y en alguna ocasión lo han intentado con éxito Almodóvar - Mujeres al borde de un ataque de nervios -, Fernán-Gómez y Berlanga, excepcionalmente Armiñán en Mi querida señorita y Joaquín Luis Romero-Marchent en Fulano y Mengano (1955).

Buscar la veta

Y hay más todavía, ya menores, o magníficos pero que no he citado por ser sus realizadores extranjeros que sólo han trabajado en España ocasionalmente o durante alguna temporada, como La Dolorosa de Jean Grémillon, La herida luminosa de Tulio Demicheli, La corona negra de Luis Saslavski, Nosotros dos de Emilio Fernández.

Como se ve, pese a mis quejas iniciales, no hay tan pocos melodramas en el cine español. Y de ellos los mejores son tan buenos y lo son tan plena y ejemplarmente como los mejores de cualquier otro país. Lo que pasa es que pocos, muy pocos, lo son abiertamente y con orgullo, salvo en el periodo mudo y durante los primeros años 30. Y que apenas llegaron a existir desde un punto de vista “industrial”, como género, o como tradición con un mínimo de continuidad, y por eso no van etiquetados como tales, ni hay signos externos que los caractericen a simple vista, ni actores emblemáticos. Sus propios realizadores suelen resistirse a ser clasificados en tan poco respetable especialidad, así que lo disimulan y juegan al despiste, introduciendo elementos contradictorios o chocantes, aparte de eludir casi siempre la dedicación exclusiva u obsesiva.

La mayoría son melodramas - se diría - a pesar de sus directores, de forma solapada y encubierta, ambigua u oscilante, intermitente o subterránea, reprimida o abortada, subliminal o subterránea, latente o enmascarada. Los hay que podrían calificarse de “criptomelodramas”; algunas son películas adscritas a géneros diversos, pero con tendencia o tratamiento melodramático; otras, potenciales melodramas tan contenidos que es el espectador quien ha de ponerle la música a su letra melodramática, cosa que, con un poco de esfuerzo, puede hacer, y creo que con pleno derecho.

Pero la verdad es que, aunque marginado, el melodrama está por todas partes. Tan sobriamente que no se cae en la cuenta de que lo es, con pureza y falta de estridencia dignas de McCarey, en El sur de Víctor Erice; siempre con humor socarrón en Buñuel; insinuándose en las “piezas maestras” del Nuevo Cine Español - como La tía TulaNueve cartas a Berta o La busca - lo mismo que en las biografías ficticias de toreros y cupletistas, en las películas históricas - Locura de amor vale exclusivamente como melodrama descabellado y apropiadamente enloquecido - y de exaltación patriótica - desde Porque te vi llorar a Los ojos cerrados -, en las de propaganda política del más variado signo -¿qué es la franquista Raza, en el fondo? y no menos la anarquista Aurora de esperanza -, en los mensajes de reconciliación de uno y otro lado - Rostro al marCon la vida hicieron fuegoLa noche y el albaAmanecer en Puerta OscuraLos Tarantos -, en las de delincuencia juvenil - de Los golfos a Deprisa, deprisa y a pesar de los esfuerzos de Saura - y en las policiacas - las firme Pérez-Dolz o Julio Coll -, en las de guerra y en las de curas, en las de niños - canten o no, empezando por Marcelino pan y vino y Mi tío Jacinto -, en muchas adaptaciones literarias - NadaLa colmenaTormentoTiempo de silencioLa verdad del caso SavoltaLa viuda del capitán Estrada - y en algunos telefilms -Mala racha -, en las escasas incursiones en el musical Diferente - y en los no menos insólitos docudramas - El desencanto -, en las crónicas de la postguerra - Pim, pam, pum ¡fuego!Los días del pasadoDemonios en el jardín y La mitad del cielo - y en las de la transición - Nosotros que fuimos tan felicesAsignatura pendienteSus años doradosEl hombre de moda -, o en las frecuentemente amargas comedias de los años 50 -desde Historias de la radio y La vida en un bloc hasta Un marido de ida y vuelta, que algo tiene en común con The Ghost and Mrs. Muir -, y así, en el fondo, en todas las épocas, en los autores mayores y en los menores, en los que retienen prestigio o lo han recuperado con el tiempo y en los - incontables - que empezaron su carrera con grandes ilusiones y ambiciones y perdieron pronto la esperanza y el prestigio, a menudo para siempre.

El mundo sigue

Por eso hay que rebuscar las huellas del melodrama en el cine español y seguirles la pista. No diré que siempre, pero creo que a menudo compensa, y además puede ser un criterio tan bueno como cualquier otro para ir revisando, reconsiderando o simplemente descubriendo el patrimonio ignorado y despreciado de un cine tan ignorado hasta por nosotros mismos - no digamos fuera - como el español, y que deberíamos explorar antes de embarcarnos en el estudio del indio o el japonés, y antes, sobre todo, de ponerse a hacer películas aquí. Cada generación suele creer que el mundo empieza con ella, pero la verdad es que hay un cine español, tanto antiguo como muy reciente, que espera como un sepultado vivo, un fantasma o un vampiro que alguien le dé nueva vida simplemente mirándolo, que reposa inquieto y a veces ofendido en sus latas, que conserva y poco a poco muestra la Filmoteca y que de vez en cuando se edita en vídeo o se airea por la televisión a las horas anónimas e intempestivas de la alta madrugada, cuando ya es tarde para que permanezcan despiertos los trasnochadores y aún pronto para que los madrugadores puedan satisfacer su curiosidad sin ayuda del vídeo. Cabe así encontrar, además de alguna maravilla sin fama, o una excelente película de prestigio herrumbroso y presuntamente caducado - como la mismísima Sierra maldita -, un buen puñado de agradables sorpresas, simplemente interesantes o buenas e inesperadas, a las que nadie prestó en el momento de su estreno la mínima atención y que hoy nadie ha visto y los que pueden incitar a hacerlo se ocupan de impedirlo para siempre, fiándose del título y de alguna referencia probablemente basada en prejuicios y suposiciones acerca del director, los actores y la época. Y no hay que remontarse para ello a tiempos muy remotos: véase, por ejemplo, y aparte de obras notables sepultadas deliberadamente por la “censura cualitativa” como la citada Fulano y Mengano, la supermaldita El vikingo (1972), de Pedro Lazaga, que no es lo que parece, ni la comedia chusca y chabacana “de cornudos” que todo el mundo imagina y procura que sigan suponiendo los demás, sino un sensible melodrama escrito por Leonardo Martín, más bien feminista y crítico para la época, y un testimonio sobre la influencia del Opus en la economía y la sociedad española del desarrollismo, en el que están espléndidos todos los actores, desde Concha Velasco y López Vázquez hasta Javier Escrivá, Máximo Valverde y J.C. Plaza; o algo tan impensable como El emigrante (1959) de Sebastián Almeida y con Juanito Valderrama.

Publicado en el nº 1 (titulado “Un siglo de cine español”) de Cuadernos de la Academia (octubre de 1997)

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