miércoles, 12 de abril de 2023

Jacques Tourneur

¿Qué tiene de particular el cine de Jacques Tourneur? ¿Qué lo hace, para algunos, no sólo insólito e intrigante, sino fascinante y permanentemente misterioso, mientras para otros es uno más de los incontables artesanos, eficientes pero impersonales, del cine hollywoodense del periodo clásico?

Hace falta conocer bien (y valorar) ese largo periodo histórico del cine norteamericano, de hoy inverosímil creatividad y variedad, para poder apreciar esa diferencia que, sin embargo, se intuye desde el primer contacto con cualquiera de sus películas, me atrevería a asegurar que incluso se siente al ver las menos controladas o logradas, como La battaglia di Maratona, o el montaje de episodios de una serie de TV como Frontier Rangers.

Las reacciones subjetivas a esa sensación de extrañeza han sido muy variadas, y sólo quienes han observado su constancia y continuidad en el cine de Tourneur hijo han sabido apreciarla como algo positivo, o al menos sumamente curioso, excepcional e interesante, en lugar de tomarla como una prueba de su supuesta incapacidad narrativa, de su falta de interés por lo que contaba o de un presunto descuido que chocaba con el muy cuidado aspecto visual de todas sus películas sin excepción, incluso las más pobres.

Sin embargo, no fue nunca este hijo de cineasta “histórico” reputado (Maurice, también con carrera doble en Francia y Estados Unidos) uno de los cineastas descubiertos o validados un poco “en bloque” por Cahiers du Cinéma en los años 50, y hubo que esperar a que, ya mediados los 60, tomaran su defensa algunos críticos individuales de Présence du Cinéma – básicamente Jacques Lourcelles y Pierre Rissient –, unos pocos de Cahiers – los primeros, Serge Daney, Louis Skorecki que entonces firmaba como Jean-Louis Noames, Jean-Louis Comolli, Dominique Rabourdin y Jean-Claude Biette – y algunos otros en otros países, generalmente caracterizados por los demás como “una pandilla de locos que pretende que un tal Jacques Tourneur es un cineasta importante”.

Con el tiempo, puede decirse que buena parte de los escépticos se ha rendido a la modesta evidencia no de nuestros razonamientos, sino de las películas mismas de Jacques Tourneur, hasta acabar ejerciendo una especial fascinación y una influencia implícita en algunos de los más importantes cineastas actuales. No es ilógico si se cree, como yo, que es tal vez Tourneur el más directo continuador de la herencia de Murnau – y por eso había elegido Tupapaoo (A Miniature) para iniciar esta muestra – y además el cineasta al que mejor se aplica una aseveración ya muy antigua de Jacques Rivette, según la cual Hawks habría realizado a lo largo de su carrera la mejor película de cada género. Yo encuentro más bien que el mejor ejemplo de film noir es Out of the Past – seguido de cerca por Nightfall –, el mejor de piratas Anne of the Indies, el mejor de aventuras The Flame and the Arrow, que varios de los mejores westerns son Canyon PassageGreat Day in the MorningWichitaStranger on Horseback y Stars in My Crown, que poco cine fantástico iguala Cat PeopleI Walked With A ZombieThe Leopard Man o Night of the Demon, que pocos de desierto superan Timbuktu, y pocos de jungla Appointment in Honduras, pocos de guerrillas Days of Glory y pocos de indagación sobre el pasado bélico Circle of Danger. No habría mucha competencia tampoco, en el mínimo subapartado “cine de gauchos”, para Way Of A Gaucho, pero ocupa un puesto de honor en la más nutrida e ilustre rúbrica de “amantes perseguidos”, lo mismo que Experiment Perilous en el también concurrido departamento de “maridos asesinos” o sospechosos. Cierto que no hay en su carrera muestras ilustres de comedia o musical, pues Tourneur se vio confinado al amplísimo apartado del cine “de acción” … pese a que incumplió sistemática y contumazmente las reglas no escritas de ese vasto conglomerado de géneros y subgéneros cuya divisa era “ritmo, acción y violencia”.


Porque, curiosamente, el cine de Tourneur, además de muy poco ruidoso (pero decidida y consecuentemente sonoro) y más bien susurrado, fue siempre más bien lento y desprovisto de aceleraciones vertiginosas, eludió en la medida de lo posible la mostración explícita de la violencia y dedicó más tiempo a la reflexión que a la acción, por otra parte casi nunca trepidante. Y en eso se apartó decidida y tenazmente del grueso del cine americano clásico, de forma aún más total y llamativa incluso que otro notorio “disidente”, también europeo, Fritz Lang, o que esa otra anomalía (realmente inexplicable) que fue Allan Dwan, incluso mucho antes de convertirse en un viejo dinosaurio.

Lo más asombroso de casi cualquier película de Jacques Tourneur, junto a su prodigioso poder de síntesis, es que todo está contado y presentado al mismo nivel. Encuentro imposible destacar no ya una secuencia, sino un plano, porque todos son exactos, certeros, precisos, medidos y necesarios. Todo es claro, simple, breve, escueto, desnudo, directo. Nada es arbitrario, caprichoso o coqueto. No hay adornos ni florituras, ni la menor pretenciosidad. Nada sobra. Nada se anuncia, nada es previsible, pero todo resulta – hasta lo más fantástico – extrañamente verosímil.

Tanto Canyon Passage como otro gran western rodado nueve años más tarde, Wichita, consiguen dar un tono, un ritmo y un sabor absolutamente insólitos al más clásico y tradicional material, que parece en ambos casos un guión de western típico, casi antológico. Es una habilidad – si es que se trataba de algo deliberado – de Tourneur que hace profundamente originales todas sus obras, sea cual fuere el género al que, en teoría, se puedan adscribir, y por diferentes que sean sus actores, sus presupuestos, sus formatos o las compañías productoras para las que trabajase. Todas se parecen, como poco, en su carácter marginal, atípico, a “contrapelo”, que es, probablemente, lo más personal de su cine, dada su escasa afición a referirnos sus intimidades biográficas: nos cuente lo que nos cuente, el estilo narrativo es el mismo, y poco tiene que ver con lo que suele considerarse normal – y que no siempre suele serlo, dicho sea de paso – en el cine americano llamado “clásico” o “tradicional”.


Lo primero que llama la atención, si uno se fija muy atentamente, de las nada pretenciosas ni llamativas películas de Tourneur es que parecen caminar “de puntillas”, como si tratasen de pasar desapercibidas. Si nos preguntamos a qué se debe tal discreción, veremos que tiene bastante que ver con una serie de rasgos comunes:

a) su brevedad: es rara la película de Tourneur que supera o incluso que llega a la hora y media, y bastantes ni alcanzan la hora y cuarto;

b) paradójicamente, la extraña sensación de calma que se desprende de ellas, aunque sean cine “de acción” o incluso de terror;

c) la acción, por constante o violenta que pueda ser, no es nunca trepidante, y el terror no procede de escenas explícitas de sangre y muerte, sino de un inquietante ambiente enrarecido;

d) su volumen sonoro es siempre muy discreto, además de monocorde, y hay que aguzar el oído – lo que nos obliga a estar atentos y siempre pendientes de la pantalla –, porque los personajes hablan bajo y despacio, casi en un susurro, de la manera más confidencial y menos teatral concebible; desgraciadamente, esta característica casi exclusiva y fundamental no fue nunca respetada por el doblaje en España, que traicionaba así el estilo de Tourneur, por lo que es ignorada por todos aquellos que no hayan visto sus películas en V.O.;

e) el destierro total de los efectos, de la retórica, de las presentaciones espectaculares y de los remates y las “tracas finales”: al arrancar, parecen asomarse a la historia, llegar tarde a una acción ya en curso; al final, se apagan, se disuelven;

f) de ahí su carácter “fragmentario”: dan la sensación de no ser toda la historia, sino un trozo, y de limitarse a la pura apariencia de lo material visible;

g) paradójicamente, a menudo tratan de fantasmas, apariciones, posesiones y otros fenómenos espirituales e intangibles o, más prosaica pero no menos misteriosamente, de relaciones personales, influencias, intrigas subterráneas, conspiraciones, tramas insondables, investigaciones que no llegan a esclarecer nada, o de ideales, principios o filosofías vitales.


Todo es tan evidente y trasparente en casi cualquiera de sus películas que ni siquiera parecen escritas, pensadas, preparadas, ensayadas, encuadradas, iluminadas, filmadas y montadas: todo parece simplemente estar sucediendo, así, en tiempo presente, y además sin dar la sensación de ser ni un mero registro documental ni nada que se parezca ni remotamente a la realidad. Simplemente, parece el cine sucediendo, en el acto de ser. Desdichada virtud, ya que, suponiendo que se considere como tal, es casi invisible, y para colmo, parece algo fácil de lograr, algo que no requiere esfuerzo, cuando es, por fuerza, el resultado de mucha sabiduría y modestia, de mucha experiencia y mucho despojamiento, de una visión clara, una mente despierta y una ética profesional sin holguras ni resquicios, de alguien que ni quiere ser rico ni aspira a ser famoso, que no codicia premios ni prestigio, que no necesita elogios y que puede, por tanto, atreverse a hacer lo que cree que debe hacer, que además es lo que le apetece, sin tener que rendir cuentas a nadie.

Texto para la presentación de un ciclo sobre Tourneur en la Cinemateca Portuguesa (marzo de 2015)

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