domingo, 16 de abril de 2023

Die Fälschung (Volker Schlöndorff, 1981)

No sé cómo será la novela de Nicolas Born Die Fälschung, pero no invita a averiguarlo que cuatro guionistas, presumiblemente respetuosos, sólo hayan sido capaces de extraer una trama tan tenue, tópica y —en general— entorpecedora como la que, sin duda, creyendo que serviría de armazón y de atractivo comercial, finge contar Schlöndorff en Círculo de engaños. En realidad, no hace sino impedir que La falsificación —éste es el verdadero título de novela y film, no la estupidez con que se la ha rebautizado aquí, ni el que se le ha dado en Francia, país coproductor, Le Faussaire (El falsario) se convierta en el interesantísimo documental sobre la situación en Beirut durante el rodaje —o la guerra civil que se libra en el Líbano desde hace seis años— que pudo haber sido y que sólo intermitentemente llega a ser: cuando Schlöndorff olvida por un rato las confusas vacilaciones de sus inexistentes personajes y deja que la realidad circundante se imponga.

El planteamiento de la película, comprensible desde una perspectiva comercial, o por la supuesta aspiración de sus autores a llegar al mayor número de personas posible, no puede ser más equivocado y frustrante.

Para empezar, incurre desde el título —¿cuál es la falsificación? ¿quién, si atendemos al francés, el falsario?— en ambigüedades comodonas y precavidas en exceso, vagamente «humanistas» o «humanitarias», más generalizadoramente «moralizantes» que personales y convencidas: ambos bandos contendientes —¡qué novedad!— cometen barbaridades, los dos mienten cínicamente o se engañan a sí mismos; a su vez, los periodistas y reporteros gráficos provocan, seleccionan, deforman o elaboran los hechos. Sólo Schlöndorff —parece decir la película— tiene la lucidez y los medios para dar toda la verdad sin tomar partido. Tal pretensión lleva a preguntarse si no será el propio cineasta el que, sin darse cuenta o deliberadamente, nos esté dando una falsificación. Desde luego, la moneda no se caracteriza por su «pureza», sino por la baja calidad de algunos de los metales que contiene su heterogénea aleación.

Porque Schlöndorff introduce constantemente elementos de ficción irrelevantes y obstaculizadores (el inicio, el final y todos los flashbacks intermedios sobre las relaciones «en crisis» del protagonista y su mujer) o, tras conseguir que lleguen a resultar interesantes (el personaje encarnado por Hanna Schygulla), los abandona para luego hacerlos reaparecer tangencialmente y cuando han perdido la función dramática que se les había asignado; en otros casos, se queda en el exterior (el fotógrafo que interpreta Jerzy Skolimowski, totalmente desaprovechado), recurre al tópico pintoresco (Jean Carmel y casi todos los corresponsales) o al apriorístico (esa caricatura de periodista conservador que nos ofrece Peter Urtel desde su primera aparición), de modo que, sin que lleguen nunca a cobrar vida los personajes y sin que narrativamente la película tenga sentido ni progresión, el posible documental se ve aplastado por una mala ficción cada vez que asoma.

Si la película se queda a medio camino, sin ser ni carne ni pescado, tal vez por querer ser ambas cosas, la posición de su autor es igualmente indecisa, dubitativa y vacilante, pero recubierta de una capa de seguridad (esa simplista actitud condenatoria para con todo y con todos) y disimulada por los giros arbitrarios de la trama (estática a más no poder), y pretende justificarse machacona y sentenciosamente por medio de la pesada e inverosímil «voz interior» atribuida al pobre Bruno Ganz, que se esfuerza inútilmente por hacer creíble al protagonista.

Que, a pesar de todos esos defectos, la película sea intrigante y en ocasiones apasionante, se debe más que nada al Líbano y su situación, al director de fotografía Igor Luther y a los denodados intentos de los actores por encontrar unos personajes a los que agarrarse, o por inventarlos sobre la marcha, en los breves instantes en que Schlöndorff reposa entre mensaje y mensaje. Hubiera sido preciso un cineasta como el Preminger de la gran época para hacer una verdadera película narrativa, de ficción, sobre el Líbano; o bien un buen documentalista, más preocupado de captar la realidad que de rentabilizar una inversión o dar su opinión sobre los acontecimientos. Desgraciadamente es frecuente que los directores de ideas confusas escojan como materia de sus obras asuntos de por sí embrollados y que se apliquen concienzudamente a liarlos más todavía, bien oscureciendo los hechos y su cronología —como Francesco Rosi—, bien simulando que la complejidad moral de las cuestiones les abruma y que su voluntad de ser justos y objetivos les impide pronunciarse en un sentido u otro. Queda entonces, cuando esos cineastas marrulleros por lo menos saben filmar y se molestan en desplazarse al escenario de la acción, la resistencia que la realidad ofrece a todas las falsificaciones. Pero eso lo hemos visto también, muy fugazmente, en cualquier reportaje televisivo.

Publicado en el nº 18 de Casablanca (junio de 1982)

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