Más que un prólogo, estas líneas quieren ser una advertencia, que tal vez haga mejor el lector en leer como si fuera un epílogo, una vez que termine este libro sobrevenido, y no escrito ni estructurado como tal.
Se olvida a menudo que cuando se escriben cuentos breves, poemas o artículos, incluso ensayos de cierta longitud, se piensa en ellos como si fueran islas, como si nada los precediera ni los fuera a seguir, en parte porque se ignora acerca de qué y en qué estado de ánimo se va a acometer la entrega siguiente, cuando está prevista, y desde luego no como integrantes de un todo en construcción, ni siquiera de un archipiélago de formas caprichosas.
En el caso de columnas (o más bien páginas, pues ni por extensión ni por formato lo son verdaderamente, si acaso dobles), que es el género periodístico que ha practicado con más asiduidad y constancia Javier Marías, normalmente el horizonte de visión es muy corto. Creo que, salvo incidente y hueco que le inspiren y permitan tener listo alguno con antelación, suele escribirlos a punto de que concluya el plazo que le dan como tope para llegar a tiempo de publicación. Eso convierte en su primer, aunque no único, objetivo el de tenerlo acabado, repasarlo, a ser posible redondearlo, antes de la hora de entrega. Quizá dé por supuesto que algún lector tenga por costumbre seguirle semana tras semana y pueda recordar uno anterior, por lo que a veces puede permitirse una alusión por si se repite (o se contradice), o una cita.
Lo que no imagina en ese momento un escritor –ni siquiera cuando acostumbra a recopilarlas en forma de libro– es que esas «columnas» efímeras, que muchos olvidarán mientras las leen, y otros al ver la siguiente, una semana después, vayan a aparecer un día seleccionadas temáticamente, con una estructura impuesta desde fuera, unidas a otros textos de procedencia, carácter e intención muy diversa, como algunos recuperados aquí por Inés Blanca, y que su sucesión y acumulación produzca efectos «narrativos» simplemente por cubrir un periodo de tiempo más amplio que el de las habituales colecciones de colaboraciones periodísticas, generalmente ceñidas a un medio y a un par de años. Es, hablando cinematográficamente, el efecto que puede producir el montaje, con la supresión de tiempos intermedios, que hace saltar de una cosa a otra, a veces dándole un nuevo sentido, casi siempre modificando el ritmo respectivo de las escenas contiguas, asociadas a pesar de la distancia.
Si el nexo de unión es tan personal como en este caso –a diferencia de otros criterios, como el de reunir en un volumen los comentarios cinematográficos, futbolísticos o literarios, o los de viajes y ciudades–, el libro así surgido se acaba convirtiendo en algo parecido a unas involuntarias, parciales y hasta azarosas «memorias», y su tonalidad puede resultarle al lector, por mucho humor que haya en algunas de sus páginas, predominantemente elegiaca, o cuando menos melancólica. Pasan el tiempo, los sucesos, las personas que algo nos importan o significan, próximas o no tanto. Nos vamos haciendo mayores, más desengañados o menos ilusos, al menos en apariencia menos esperanzados porque notamos, si no estamos ciegos, que nos queda menos tiempo. A nosotros y a las cosas que no se arreglan o no mejoran.
Seguir vivo es, irremediablemente, ir perdiendo cosas. Si nuestro ignorado término está fijado, cada día vivido nos resta posibilidades. Y no sólo a cada cual: paisajes, casas, lugares, seres queridos, mucho de lo que nos rodea va desapareciendo, acaso de esa forma parcial pero más irritante que consiste en el deterioro o la decadencia. El mundo que ha sido nuestro, aunque por un lado se amplíe con nuevos amigos o amores, ciudades desconocidas, obras propias o ajenas disfrutadas, se va estrechando. Se derriban edificios a los que estábamos acostumbrados –y no hace falta que fueran hermosos ni cómodos para que los echemos en falta–, se talan árboles, se cierran cines y tiendas de las que fuimos clientes fieles y que van asociadas a recuerdos, se alejan o se nos mueren los amigos; van cayendo, antes o después que los padres, los compañeros generacionales de éstos, que estaban en nuestro mapa personal del mundo, aunque fuese de refilón, desde que nacimos. De las cosas con que nos encontramos al empezar a mirar a nuestro alrededor van quedando pocas, de las que fuimos añadiendo desaparecen o se difuminan otras. No es raro que un libro semejante, a poco que se le dé tiempo y abarque un puñado de años, se convierta en algo inquietantemente parecido a una crónica necrológica.
Hay temas muy personales o familiares sobre los que Javier se declara, la primera vez que los toca, reacio y reticente a escribir. Aquí puede el lector encontrar seguidos tres o cuatro, lo que puede parecer una contradicción, si no tiene presentes las fechas respectivas: son todos tardíos y separados entre sí por muchos años. Tardó, en efecto, muchos años de «vida literaria» y hasta biológica en abordar figuras como nuestros padres, y algunas de sus amistades, y lo hizo, casi siempre, movido (o hasta empujado) por las circunstancias, fuera su ocasión celebrar su supervivencia o lamentar su muerte, casi siempre para rendir homenaje de gratitud a personas lo mismo muy conocidas que modestas o silenciadas, casi anónimas.
Buena parte de los recuerdos sobre los que Javier escribe no son del todo privados, sino, aunque no plenamente «públicos», sí, en alguna medida, compartidos. Con sus compañeros de generación, de estudios, de aficiones o de «oficio», en algunos casos; con sus hermanos los más familiares. Puedo atestiguar, por ser cuatro años mayor y habérseme grabado a una edad levemente menos ingenua, que la mayor parte de los recuerdos que son también míos los cuenta con precisión, si bien alguna vez los haya embellecido –como suele suceder al narrar cualquier cosa, sobre todo a quienes se dedican a eso– o haya mezclado un par de sucesos en uno solo. Es de suponer, si se mantiene en sus ideas con la persistencia que suele, que Javier no vaya a escribir jamás su autobiografía, así que a los aficionados al género y a los curiosos acerca de las vidas de escritores –en estos tiempos no tan aventureras como antaño– les aviso de que esto es probablemente lo más cercano a unas Memorias suyas –indirectas, involuntarias y fragmentarias, aunque consentidas– que van a poder leer.
Prólogo de Aquella mitad de mi tiempo de Javier Marías (2008)
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