Mark Rydell debutó en, el cine con una adaptación de D. H. Lawrence, The Fox (1968). Su segundo film se basa en la novela póstuma de William Faulkner The Reivers, editada en 1962, el año de su muerte. Los guionistas fueron Irving Ravetch y Harriet Frank, Jr., ya culpables de «El largo y cálido verano» (The Long Hot Summer, 1958) y, si no me equivoco, de «El ruido y la furia» (The Sound and the Fury, 1959), que dirigió Martin Ritt. Que esta pareja de guionistas se haya especializado en Faulkner me parece un hecho especialmente lamentable, ya que todas sus adaptaciones revelan un desconocimiento bastante profundo del gran novelista americano, y suelen consistir en una simplificación empobrecedora del mundo de sus novelas y de sus personajes, respetando en cambio, en líneas generales, la peripecia narrativa —que, precisamente, en Faulkner suele ser poco importante en sí, y terriblemente torturada por el encadenamiento de sentimientos y sensaciones que forman el centro de la novela—, y potenciando los elementos más pintorescos y espectaculares. Si a esto sumamos que el productor de The Reivers es el mismo Ravetch, y que ha procedido a una idealización convencional de los personajes y a la elección desafortunada de Mark Rydell como director, estaremos ante la evidencia de que lo interesante de The Reivers no es la película en sí, sino lo que a través de ella, y a pesar de todo, trasluce de la excelente novela de Faulkner.
Por lo pronto, me niego a utilizar el desafortunado e inexacto título dado en España a la película, ya que si, por un lado, reivers equivale a ladrones, también significa raiders, es decir, incursores, que es el sentido predominante en la novela, centrada, como tantas de Faulkner, en el itinerario (As I Lay Dying, 1930; Light in August,1932; The Unvanquished, 1938; The Wild Palms,1939, y, en menor medida, Soldier’s Pay, 1926, y Mosquitoes, 1927). A este primer armazón, conservado en forma esquematizada en la película, se une otra de las características esenciales de Faulkner: la convivencia de varios puntos de vista, que recrean en diferentes niveles la complejidad de la existencia mediante una alternancia de apariencia caótica, pero de eficacia sorprendente. Es también frecuente la inclusión de un espíritu inocente entre los espectadores-actores del drama: bien sea un deficiente mental (el Benjy de The Sound and the Fury, el soldado Mahon de Soldier’s Pay), bien un niño (varios en The Sound and the Fury, DarI en As I Lay Dying, Bayard Sartoris y Ringo en The Unvanquished, «Chick» Mallison en Intruder in the Dust), bien un inocente (Lena Grove en Light in August); en The Reivers el personaje central es Lucius Priest, un chico de once años, pero en la película se ha aumentado la importancia de Boon Hogganbeck (Steve McQueen), introduciendo una cierta dispersión en el enfoque de las correrías del creciente grupo «incursor», que diluye su significado.
La novela de Faulkner tiene un subtítulo revelador: A Reminiscence, una reminiscencia, una evocación, un relato de recuerdos. Este matiz, que impregna de melancolía la novela, y que le confiere una serenidad y una armonía poco corriente en Faulkner, de ordinario más salvaje y de sabor más fuerte, ha intentado ser conservada por el director y los guionistas mediante una voz en off retrospectiva, justificada (toda la novela es un relato de Lucius a su nieto) pero insuficiente. La nostalgia, el sabor añejo, la pátina que recubre el relato de Faulkner y que da a la novela parte de su potencia emocional y de su sabiduría contemplativa se han perdido en gran parte, y sólo la muy precisa ambientación puede, de vez en cuando, restituirla.
El poder evocador de la novela, una de las más íntimas y modestas de Faulkner, pero también una de las más plenas y efectivas, proviene de la fusión perfecta de un tema —la maduración de un niño, la irrevocable pérdida de la inocencia— con dos tonalidades: por un lado, el humor —un humorismo a la vez irónico y amable—, y, por otro, la introspección hacia el pasado: un personaje, una época (el inicio de este siglo), una región (el mítico condado de Yoknapatawpha; Jefferson, Mississipi; Menphis, Tennessee). Y por debajo de todo ello, subterráneamente, una violencia latente que llega a manifestarse, y que en la película ha sido muy suavizada, de forma que predomina el aspecto de divertida peripecia, menos homérica, por otra parte, que en la novela (y que resulta muy interesante comparar con la primera parte de Soldier’s Pay, argumentalmente muy parecida, pero tonalmente muy distinta). Y lo más grave no es que los fabricantes de la película no hayan sabido percatarse de que Faulkner es un novelista moderno e intraducible, irreductible a términos narrativos —porque Faulkner no es un narrador, como Hemingway, sino un pintor de personajes y sensaciones, casi un cineasta de la estirpe de Godard—, sino que no tienen con él la menor complicidad, el menor parentesco: son hombres de otra raza, de otra época, unos burócratas aplicados y más o menos respetuosos que, sin saberlo, le traicionan. Son películas mucho más faulknerianas «Grupo salvaje» y «Mayor Dundee» de Peckinpah, «Sed de mal» de Orson Welles, «Pierrot el loco» de Godard o To Have and Have Not de Hawks, como son más dostoyevskianas «Extraños en un tren» de Hitchcock o Pickpocket de Bresson que cualquier adaptación de Dostoyevski, como Vertigo está más cerca de Poe que cualquier película basada en sus relatos fantásticos.
Es hora ya, pues, de hacer constar que, si he hablado más de Faulkner que de la película de Rydell se debe, ante todo, a que el primero es incomparablemente más interesante que la segunda, y en segundo lugar a que, dado que Rydell no tiene nada de un autor —su falta de personalidad se manifiesta incluso en cierto lelouchismo que está en los antípodas de Faulkner y que empobrece gravemente la película—, y que todos los valores del film provienen de Faulkner, tenía la obligación de haberle comprendido y transmitido tal como es realmente, con su furia y su tristeza, y sin restarle a la novela la reflexión que enriquece la acción —lo único que queda en la película—. De esta forma, porque los actores cumplen —y en ocasiones son excelentes—, porque para los admiradores de Faulkner tiene lugar, de todas formas, un cierto reencuentro, «Los rateros» es una película blanda pero amable, que puede verse con agrado e incluso, en ocasiones, disfrutando.
Podemos soñar, eso sí, en la película que hubiera podido hacer Sam Peckinpah.
Publicado en el nº 103/104 de Nuestro Cine (noviembre-diciembre de 1970)
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