miércoles, 12 de abril de 2023

Witness for the Prosecution (Billy Wilder, 1957)

A primera vista, una de las más famosas novelas de Agatha Christie, hecha perenne en Londres por el éxito de su versión teatral, no parecía, por inhabitual, el más idóneo vehículo para Wilder. Esa aparente incongruencia, tomada por algunos como incompatibilidad —sobre todo si desprecian en bloque a la popularísima escritora inglesa de enigmas policiales—, explica el muy escaso prestigio de Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957) incluso —o especialmente— entre los más furibundos idólatras de Wilder, tan abundantes desde hace unos veinte años en España, y cuya desmedida admiración por una parte relativamente restringida de su obra reposa en muchas ocasiones, me temo, en una idea un tanto esquemática y caricaturesca del propio Wilder y en el desconocimiento u olvido de la obra de Ernst Lubitsch.

El caso es que se piensa que Testigo de cargo es una película de encargo —como si eso fuese forzosamente malo—, o, por lo menos, una idea de productor, cuando casi todas las de Wilder son esto último: no olvidemos que se convirtió en su propio productor desde 1951, y que antes incluso de que llegase a dirigir eran sus socios —como luego I. A. L. Diamond— el habitual coguionista Charles Brackett o, como aquí, Arthur Hornblow Jr., que fue el promotor-protector de ese primer tándem dentro de la Paramount. Adaptada al cine por Harry Kurnitz —hay que reconocer que, en las raras ocasiones en que no lo ha hecho con sus parejas fijas, Wilder ha trabajado siempre con muy buenos guionistas, como Kurnitz, George Axelrod o Wendell Mayes—, Testigo de cargo me parece, en contra de lo que suele decirse, una obra tan personal como sentida, y cuyo argumento complementa, en cierto sentido, el de la muy afamada Perdición (Double Indemnity, 1944).

Es, además, una de las películas de Wilder con Marlene Dietrich —y es una lástima que no colaborasen más a menudo—, y la única con Charles Laughton, a mi entender uno de los actores más wilderianos que cabe imaginar. Ambos están perfectos, desde luego, y se ha solido reconocer; pero también me parece impecable el trabajo y la elección del resto de los intérpretes, desde el subvalorado Tyrone Power hasta el más fugaz de los secundarios.

También me parece memorable y reveladora por ser la película británica de Wilder, lo mismo que Avanti! (1972) es su obra italiana Irma la Dulce (Irma la Douce, 1963) la francesa. Estas tres películas revelan la afición y afinidad de Wilder por ciertos rasgos típicos del cine de esos tres países, mientras que apenas hay huellas de influencia alemana, más allá del difuminado expresionismo que cabe encontrar, mezclado con buenas dosis de documentalismo, en las películas emparentables con el cine negro.

Por alguna razón que me intriga todavía, ya que sigo sin vislumbrar una explicación, varios de los más destacados cineastas nacidos en Europa y aclimatados en Hollywood, y precisamente los encuadrados en lo que imperial y un tanto caprichosamente se solía llamar en los años sesenta la Escuela Vienesa, han mostrado una significativa, persistente y muy considerable desconfianza hacia la administración de justicia y, en particular, hacia el sistema de jurado. Es una preocupación que se comprendería, por antecedentes profesionales, en Otto Preminger, autor de la que es quizá la máxima expresión de este subgénero tan disidente dentro del cine americano, Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959), puesto que, al fin y al cabo, estudió Derecho y era abogado (aunque parece que mucho peor que director, ya que, salvo contra la censura, solía perder los procesos que entablaba); se entiende menos en Fritz Lang —salvo que tengan alguna base los rumores propalados por una reciente biografía, que le convierten en el asesino impune de una primera esposa, anterior a Thea von Harbou—, responsable de Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956), pintor y arquitecto, o en Billy Wilder, periodista y cuasi gigoló, que aportó la segunda pieza (cronológicamente) de esta fascinantemente escéptica trilogía, y lo hizo precisamente con Testigo de cargo. Aunque no ocupe un lugar equivalente en la filmografía de Wilder al que corresponde, en cambio, a las otras dos en las de sus respectivos autores germánicos, esta relación hace que Testigo de cargo sea una de las películas de Wilder más críticas y llenas de ironía, y una de las que más a fondo disfruto de las que no se cuentan entre mis verdaderas favoritas, que suelen ser las más románticas.

Publicado en el nº 10, dedicado a Billy Wilder, de Nickel Odeon (primavera de 1998)

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