lunes, 10 de abril de 2023

Reds (Warren Beatty, 1981)

Si la vida, la obra y la personalidad de John Reed (1887-1920) no fuesen tan intensas y apasionantes como corresponde a un hombre que asistió a dos revoluciones y una guerra mundial sin conformarse con desempeñar un papel de testigo pasivo, sería más disculpable que Warren Beatty se hubiese empeñado en tomarle como pretexto para su segunda aventura como director de cine, la primera en solitario. Si la única razón para que —en una película de más de tres horas— se despache así la intervención de Reed en la Revolución mexicana hubiera sido que merecía todo el metraje disponible, y que ya existe un film, pobre de medios y rico en todo lo demás, dedicado a ella, el genial Reed: México Insurgente (1972), de Paul Leduc, podría perdonarse tan grave amputación. Si no acabase por hacerse tan pesado se podría tolerar, incluso, que el director de Reds parezca indeciso entre emular al Bertolucci de Novecento o al Bergman de Gritos y susurros, sin encontrar un tono ni un estilo que puedan considerarse propios u originales más que en los fragmentos de entrevistas —filmados durante los años 70— con una serie de personas que conocieron a Reed y que hablan acerca de él, y no porque lo que cuentan tenga particular interés, sino porque brota de sus gestos, de sus actitudes y de sus palabras una autenticidad, un sentimiento o un espíritu de la época de los que carece por completo el resto de la película; como, por otra parte, estas intervenciones del «coro de testigos» constituyen una porción minoritaria de Reds, y están repartidas a lo largo de su proyección, acaban por convertirse en una especie de crítica de lo demás, consagrado fundamentalmente a la tarea —yo creo que innecesaria, aunque es obvio que Beatty no piensa lo mismo, o teme que sin ella el público no los acepte— de embellecer (en inglés, glamorize) a sus protagonistas, para colmo con un criterio de lo que puede considerarse beautiful people, que estoy lejos de compartir, y que sospecho irritaría profundamente a la principal víctima de tal tratamiento, el propio John Reed, naturalmente interpretado —como cualquiera puede adivinar— por el director Warren Beatty, cuyos esfuerzos acaban de ser recompensados por uno de los Oscar más injustos que recuerdo.



Lo sorprendente es que, a pesar de todo, no se trata de una película desmedidamente narcisista: como actor, Beatty está bastante simpático, más contenido que de costumbre; a quien no ha sabido —o querido, cegado sin duda por el entusiasmo que le inspira— poner freno es a Diane Keaton, actriz cada vez más encasillada en papeles de neuróticas intelectualoides y más incapaz de evitar los incontables «tics» —no sé ya si interpretativos o nerviosos— que la sacuden. La generosidad del director para con su actriz ha inflado fuera de toda proporción el personaje de Louise Bryant, con lo que la película se ha centrado en los aspectos que, personalmente, menos me interesan —sobre todo, tal como los cuenta Reds— de la vida de John Reed.

Tenemos así una película que dura demasiado —el doble de lo que todavía es normal— para lo poco que relata de un personaje histórico de vida breve y muy llena, sobre el que había mucho que contar y del que se sabe o se puede averiguar casi todo. Tal derroche de tiempo —para mí, como espectador, mucho más grave que el de dinero que pueda haberse producido— apenas ofrece compensaciones intermitentes, episódicas y pasajeras, tales como las apariciones —salvo la primera, amenazadora— de Jack Nicholson (como Eugene O'Neill) y algún otro de los muchos buenos actores —en general, desaprovechados, cuando no desbocados, como Maureen Stapleton— reclutados por su colega Beatty, no se sabe muy bien si para acrecentar el valor comercial de su producto o si para apuntalar una obra dispersa y arrítmica que podría desmoronarse en cualquier momento si no lograse recobrar y mantener unos minutos, cada cierto tiempo, la atención del espectador.

Publicado en el nº 17 de Casablanca (mayo de 1982)

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