The Last Hurrah (John Ford, 1958)
Por fin va a estrenarse en España “Los últimos vítores” (The Last Hurrah, 1958), uno de los capítulos fundamentales del testamento creador que nos está dando Ford, a partir de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), en todas sus películas. Como la última, Siete mujeres (Seven women, 1965), The Last Hurrah es una obra atípica –describe sucesos contemporáneos, es menos parca en diálogos que de costumbre, está rodada con pocos medios y en blanco y negro, es uno de sus films más largos y más ricos en personajes, narra en planos largos y estáticos una peripecia política y sucede casi íntegramente en interiores–, y por tanto especialmente reveladora, dado su carácter casi autobiográfico –Spencer Tracy es un autorretrato apenas velado de Ford–, el medio en que ocurre –ambiente irlandés de Boston–, y que su tema profundo es la vejez de un hombre y de sus ideas.
Obra intimista, de derrota, nos presenta de forma sintética y global, nostálgica y afectuosa, el mundo de Ford. The Last Hurrah es una despedida a ese mundo, un adiós a los viejos “buenos” tiempos, y en ella la visión de Ford se hace tan subjetiva que resulta patética, de una emoción y una belleza comparables a las que irradia la despedida de Puck a sus tierras en Prima della rivoluzione. Frank Skeffington (S. Tracy) intenta ser reelegido alcalde por última vez; sabe que él y su forma de entender la política están anticuados, condenados a desaparecer en un futuro inmediato. Su joven adversario es un muñeco estúpido y ridículo, promocionado por banqueros egoístas y poco escrupulosos, y apoyado por un periódico cuyo director es un clasista exmiembro del Ku Klux Klan. Skeffington es un viejo pícaro, conocedor de las artimañas del oficio, de origen humilde, que cuenta con las simpatías de los barrios pobres de la ciudad. Es un liberal conservador, pragmático, representante típico del espíritu de los Padres Fundadores de los Estados Unidos: Franklin, Washington y Lincoln son para él, sin duda, la última palabra, y la definitiva. Este mundo patriarcal, familiar, católico y clerical, irlandés y liberal que es el de Ford está muriendo, y Ford –como Skeffington– lo sabe. Ya no les queda a uno y a otro más que ser “victoriosos en la derrota”, saber perder y retirarse, deseando suerte a sus sucesores. Tienen aún la voluntad de vivir, pero la muerte les acecha. Por eso esta película, que podía parecer una comedia intimista, se hace cada vez más sombría, más trágica y más desnuda. La soledad, el fin de un orden y de unas costumbres, la derrota y la muerte invaden la película, la más concisa, amarga, austera y dolorida de Ford. The Last Hurrah es, por tanto, un film elegíaco.
Si The Last Hurrah es la película de Ford con más elementos reaccionarios, la que revela de forma más inequívoca su carácter conservador, no es, sin embargo, un canto al pasado, ni una apología de los conceptos que Skeffington encarna, ni un ataque indiscriminado a la juventud: si McCluskey es un candidato estúpido –pero vencedor–, si el hijo de Skeffington es un joven frívolo y poco cariñoso con su padre, si Norman Cass Jr. es un tonto, Adam Caulfield (Jeffrey Hunter) es un personaje digno, honesto y responsable, aunque muy alejado de los ideales políticos de su tío Frank. Además, el subjetivismo de Ford se ve contrarrestado por su lucidez desesperanzada y por la objetividad técnica que siempre le ha caracterizado. The Last Hurrah no desdeña el humor, y recurre con frecuencia a la autoironía; por eso no es un mero desahogo autocompasivo, ni una autocomplaciente rabieta de anciano, ni una queja sentimental. Es, simplemente, el estertor agónico de un hombre que se sabe cerca de la muerte, que aún está en vida pero que ya no tiene cabida en el mundo, que reconoce que debe eclipsarse y ceder el paso a otros. El afecto que –como Rossellini– sabe sentir Ford hacia sus personajes, la benevolencia bienhumorada con que trata a aquellos que no representan sus ideales, su dignidad de buen perdedor, permiten que esta película supere sus claras limitaciones ideológicas y se erija, hoy, como una de las obras maestras de su autor. Lo mismo ocurría, aunque de forma más indirecta, en Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957), uno de sus films más amargos. A partir de entonces, el personaje típico fordiano (casi siempre John Wayne) se irá replegando ante los representantes de las nuevas ideas, ante jóvenes honestos (el Hunter de The Searchers, The Last Hurrah, El sargento negro –Sergeant Rutledge, 1960), u hombres maduros pero más conscientes (Holden en Misión de audaces, The Horse Soldiers, 1959), o por lo menos más realistas (Stewart en Dos cabalgan juntos, Two Rode Together, 1961), hasta tratar este tema explícitamente en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), donde la fuerza –Wayne– ayudaba a la ley –Stewart– a sustituirla. Después, solo queda el retiro y la jubilación (La taberna del irlandés, Donovan’s Reef, 1963), o la toma de conciencia de jóvenes (The Civil War, episodio de La conquista del Oeste, 1962) y adultos (Widmark en El gran combate, Cheyenne Autumn, 1964), o el apoyo decidido a los jóvenes que deben afrontar –también– la soledad para lograr imponer sus nuevas ideas (El soñador rebelde, Young Cassidy, 1965), a la vez que se hace necesario criticar la intolerancia (Malden en Cheyenne Autumn, por ejemplo) y despertar el escepticismo frente a los valores del pasado (Widmark en Two Rode Together). Por último, Ford asume la defensa de los nuevos ideales y contribuye a la destrucción de su viejo mundo agonizante, consciente de la superioridad de los nuevos pioneros: Siete mujeres.
Publicado hacia abril de 1970 en El Noticiero Universal
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