Es una lástima que Michelangelo Antonioni se obstine tan empecinadamente en ser considerado un «artista», porque podría ser, si se conformase con ello, un buen director de cine, como ya demostró, a mi entender, en 1955, con Le amiche (Las amigas), y como, cuando baja la guardia, nos recuerdan fugazmente algunos planos, incluso alguna secuencia de todas sus películas, hasta las más vanidosas, vacías y aburridas.
Porque, por poner un ejemplo, si no se creyese un «intelectual», un «genio» o un «renovador» del cine, seguramente hablaría menos, dejaría que sus películas lo hiciesen por él o, en todo caso, se sentiría menos obligado a dar respuestas «definitivas» o «trascendentales» a preguntas por lo general estúpidas y reverenciales. Con lo que diría menos tonterías. Y se dirían menos bobadas a cuento de sus obras, tanto en favor como en contra.
Cierto que, en tal caso, el estreno de cada nueva película suya dejaría de ser un «acontecimiento cultural», y que correría el riesgo de perder admiradores, más que de su cine, de su condición de «figura» o «personaje». Pero puede que, en cambio, lograse acercarse —por medio de sus películas— a otras personas, o que no nos distanciase a algunos con sus presuntuosas declaraciones. Y digo esto porque resulta muy distinto ver —por citar un ejemplo que me afecta personalmente— El reportero (1975) el día del estreno, en «olor de santidad» y escuchando murmullos de admiración ante «el maestro», que revisarla años después, en un cine más o menos cochambroso y semivacío, sin acordarse constantemente de su autor y de la importancia que se le atribuye, sino como un film negro apátrida, que es lo que verdaderamente es, y muy bueno.
Así que, para ver a gusto II mistero di Oberwald (El misterio de Oberwald, 1980), conviene olvidarse de los propósitos proclamados de su autor y atenerse, sin más, a lo que sucede en la pantalla. Porque, contrariamente a lo que dice todo el mundo —bebiendo en la boca de Antonioni—, no tiene la más mínima importancia que esté rodada en video: da igual, ni técnica ni estéticamente tiene relevancia. La verdadera causa de que Antonioni haya empleado por vez primera este soporte es que llevaba varios años sin rodar y que la RAI, a través de Monica Vitti, le dio la oportunidad de trabajar para la televisión, lógicamente sirviéndose de sus medios habituales, más económicos, detalle de cierto interés cuando el realizador es un maniático perfeccionista del calibre de Antonioni. Es muy probable que el autor de Il deserto rosso —de emborronada memoria— aceptase este encargo con resignada modestia, y que por ello declinase la propuesta inicial de la actriz, a hacer de nuevo La Voix humaine —filmada por Rossellini en 1947, con Anna Magnani, para componer con II miracolo el largometraje L'amore (1948)—, y optase por otra pieza dramática de Jean Cocteau, L'Aigle à deux têtes, convertida por su propio autor en magnífica película en 1947. Tampoco descarto la posibilidad de que, como dice, Antonioni considere esta obra trasnochada, folletinesca e irreal, pero lo cierto es que se convierte en el sustento permanente del interés de su película —ciertamente inferior a la de Cocteau— y en la fuente principal de su posible misterio, además de proporcionarle casi todas las situaciones y los diálogos —admirables incluso en italiano—, por lo que no deja de parecerme mezquina su actitud desdeñosa hacia el material que tiene entre manos (que, por fortuna, la película no permite imaginar más que ocasionalmente y que delata una notable falta de confianza en sí mismo como narrador y director de actores en general más que de aprecio al texto de Cocteau, que tan brillantemente pone en escena).
Porque los pretendidos «experimentos» en video de Antonioni no pueden ser más tímidos ni menos radicales. No sólo cualquier aficionado o profano que se compra un aparato de filmación en video, sino el más modesto consumidor que estrena un televisor en color, sobre todo si tiene mando a distancia, hará el primer día todo cuanto se ha atrevido a hacer Antonioni: tocar «los botones» para saturar o desaturar el color, reducir o aumentar el brillo, la luminosidad y la nitidez de la imagen. Porque eso es lo que causa tanto escándalo y tanta admiración. Además, tales juegos significan poco y, en todo caso, algo tan simplón y obvio, que sobra o no añade nada que compense lo mucho que se nota el efecto, y están al alcance de cualquier cineasta «tradicional» que se moleste en pintar de azul unas flores, elegir los filtros y objetivos oportunos o manipular su película «convencional» en el laboratorio.
Ideas tan ramplonas como rodear de una aureola violácea al jefe de la policía, el conde de Foehn (Paolo Bonacelli), y de otra verdosa al anarquista Sebastian (Franco Bracaroli), no aportan absolutamente nada a una escena clarísima desde todos los puntos de vista, y que el diálogo y los propios actores dramatizan suficientemente, sin recurrir a efectos tan poco sutiles, tan ostentosamente llamativos y, sobre todo, tan innecesarios: nadie va a confundir las actitudes de esos dos personajes. Las restantes intervenciones «electrónicas» —todas no sólo meramente estéticas, sino exclusivamente visuales, casi estrictamente cromáticas— son menos irrisorias y más discretas, por lo que ni siquiera estorban. Simplemente, revelan una injustificada falta de confianza en sí mismo de Antonioni, ya que Il mistero di Oberwald representa, en otros aspectos, un verdadero y logrado experimento para el cineasta: se trata de su primera película lisa y linealmente narrativa, la más dramática que ha rodado, la única que se aproxima a ese terreno que, antes o después, acaba por tentar a todos los directores de cine italianos, el operístico —de hecho, las alteraciones de color y luz puntúan la acción del mismo modo que los acordes de la Sinfonía nº 1 de Brahms—, y la que demuestra, por fin, que Antonioni es capaz de dirigir actores, de hacer una escena: véase, por ejemplo, la admirable confrontación entre Edith de Berg (Elisabetta Pozzi, magnífica) y Sebastian, que precede a la discusión entre éste y el conde de Foehn, ya mencionado, y que, si pudiésemos corregir, como en un televisor, las alteraciones cromáticas de Antonioni, sería también excelente (lo es de ritmo y de tensión dramática). En general, todos los actores representan —esto también es nuevo en Antonioni— ejemplarmente sus papeles en el drama, tanto en escenas prolongadas como en planos aislados —la mirada de Monica Vitti justo antes de que Sebastian la mate—, lo que podría hacer pensar que el antaño celebrado autor de La aventura, La noche y El eclipse haría mejor en dedicarse a rodar dramáticos para la televisión.
Publicado en el nº 18 de Casablanca (junio de 1982)
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