La biografía de François Truffaut —lo bastante conocida para no contarla de nuevo— es un dato que conviene tener en cuenta al abordar su cine, ya que el autor de Les Mistons pertenece a una familia de directores para los que lo vivido y lo sentido resulta indisociable de lo narrado, representado o, de una forma u otra, expresado. Entre Truffaut y sus películas suele existir una intimidad que no existe, por ejemplo, entre Preminger y las suyas. Por eso su cine, contrariamente al de Preminger, asume con frecuencia el punto de mira de sus personajes y parte de una visión subjetiva de la realidad que le circunda o que, en los momentos de introspección, sorprende en su interior, si bien es cierto que, al progresar paralelamente su obra y su vida, todo altibajo emocional o todo progreso hacia la madurez y la serenidad se verán reflejados en sus películas, de forma que sería posible trazar un aproximativo cardiograma.
Como toda persona que lo ha pasado mal, que ha sentido la soledad, que ha tenido que soportar penurias y que ha trabajado con los aspectos sombríos de la existencia, Truffaut es un cineasta blessé, herido, replegado, agazapado, pesimista, triste, hipersensible, autodidacta, intuitivo, individualista e insolidario de una sociedad en la que no confía. Por otra parte, Truffaut ha sido un hombre con un sueño —hacer cine—, y su vida ha consistido siempre en avanzar hacia una meta fijada por él mismo, en superarse, en concretizar y hacer palpables sus esperanzas e ideales. Sumido en lo real, se apega a lo tangible; asqueado de las imperfecciones de la realidad, busca ávidamente algo mejor, y sueña. Suspendido entre el mundo y el sueño, entre la introversión y la curiosidad por lo que le rodea, inadaptado y buscando su refugio, inconformista y evasivo, Truffaut podría definirse como un anarquista solitario que intenta conciliar sus contradicciones o resolverlas de algún modo. Su voluntad de autoafirmación, de supervivencia y de progreso se confunden con su vulnerabilidad, y surge así una primera dicotomía o contradicción que puede percibirse claramente en su cine; frente a una tendencia a hablar de sí mismo y a desvelar su intimidad, nos encontramos con una actitud pudorosa y defensiva que le hace alternar films más o menos autobiográficos (la serie que tiene por protagonista a Antoine Doinel) con otros que le interesan más indirectamente, por motivos estéticos, culturales, ideológicos o de gusto (Fahrenheit 451, La Mariée était en noir, L'Enfant sauvage), pero sin afectarle a un nivel personal profundo o emocional.
No es extraño que un adolescente inadaptado buscara refugio en el mundo onírico que irradia desde las pantallas a la oscuridad de los cines, ni que sus impulsos de autoafirmación se dirigieran a la creación de un mundo ficticio que —como dijo André Bazin— sustituye la realidad por nuestros sueños. La realización cinematográfica es, ante todo, un intento de dar forma y realidad a algo imaginado que no existe, si bien un film se mantiene siempre en lo que podríamos llamar el grado cero de la existencia. El cine es para Truffaut un instrumento con el que salir de sí mismo y de la realidad —a veces sórdida— que le aprisiona; como arma liberadora, permitirá un día invertir la dirección de la mirada y observar, desde una nueva perspectiva, y adentrándose en ella, la realidad antaño rehuida.
La Mariée était en noir |
Truffaut se hizo crítico, como casi todos sus compañeros de «Cahiers du Cinéma», para aprender a ver cine, a comprenderlo y explicarlo, y llegar así a poder hacerlo. Su crítica fue siempre cinematográficamente política, un duro combate contra los cineastas establecidos, contra las convenciones imperantes, tanto en la forma del acceso a la profesión o de rodaje como en el estilo narrativo y visual de las películas. Esta formación crítica, de forma tal vez más directa que otros episodios de su biografía, ha dejado en su cine una huella indeleble: toda su concepción del cine se asienta en la serie de postulados o posiciones teóricas —más o menos precisas— que sustentaron el edificio crítico de «Cahiers» entre 1951 y 1960; postulados que constituyen aún el punto de partida —hasta cuando son negados o combatidos— de la moderna crítica cinematográfica mundial. André Bazin, uno de sus fundadores-directores, maestro y protector de Truffaut, formuló el primer acercamiento coherente y global a la estética del cine posterior a la Segunda Guerra Mundial, abandonando la abstracción de sus predecesores teóricos (Eisenstein aparte, ya que en él teoría y práctica iban de la mano y se completaban mutuamente) por un enfoque empírico y concreto: para Bazin, en un principio, el cine no debía ser, sino que era lo que era, y si bien toda su teoría se sustenta en una filosofía idealista (cristiana, humanista y hasta metafísica), de él surge una noción del realismo (y del clasicismo) cuyo punto de partida es estrictamente materialista, ya que se apoya en el carácter ontológico de la imagen fotográfica y cinematográfica para afirmar que la puesta en escena es una captación de la realidad, una reproducción fiel y no deformada por la visión del autor (por el estilo), lo que le lleva ya a postular un ideal cinematográfico, consistente en el respeto a la realidad, en la puesta en escena —aparentemente— no intervencionista, transparente. Esta teoría, cercana a la de la mímesis de Taine, puede conducir al más neutro naturalismo, ya que, llevada a sus últimas consecuencias lógicas —y no las aberrantes que hace unos años estuvieron de moda entre algunos críticos—, negaría la expresión personal, puesto que lo real (reducido a lo visible) sería lo expresado, desempeñando el cineasta una pasiva función de intermediario.
Sin embargo, los «jóvenes turcos» (Rivette, Chabrol, Truffaut, Rohmer, Godard) introdujeron en «Cahiers» nuevas teorías, de las cuales hay dos —muy estrechamente vinculadas entre sí, casi asimilables— que conviene destacar en esta ocasión, dada la influencia que tienen en Truffaut, como crítico y como cineasta. Una de ellas, debida a Alexandre Astruc, afirmaba la equivalencia entre el trabajo creador de un cineasta con su cámara y el de un escritor con su pluma (por eso se conoce bajo el nombre de caméra-stylo), dando especial relieve al estilo como forma de expresión individual. A través de la teoría de la puesta en escena, la tesis de Astruc desembocó en la «política de los autores», política —y no teoría— que tuvo en Truffaut uno de sus más decididos partidarios, pese a las cautas reservas (el artículo «Sur la politique des auteurs») de Bazin. Considerado el director como único creador o autor del film, a cuyas intenciones todos los demás elementos debían subordinarse para permitir que llevara a cabo una expresión personal, de tal forma que todas sus películas manifestasen una misma «visión o concepción del mundo» (Weltanschauung) a través de un estilo coherente, había que hablar no de las películas consideradas como autónomas, sino de sus autores, y de cada film como parte de un todo, de una obra. Esta teoría del autor tiene sus raíces en la más arraigada tradición cultural francesa («L'homme c'est le style», decía Boileau), formaba parte de las teorías de Astruc y Leenhardt y no tenía nada de revolucionaria. Sí era, en aquel momento, revolucionaria la política de los autores, ya que los jóvenes no tenían acceso a la dirección, y el cine francés de los años 50, si se excluye a Renoir, Becker, Ophuls, Bresson, Cocteau, Guitry, Tati y tal vez algún otro, se hallaba bajo el dominio del cinéma de qualité, un cine a la vez de consumo y de prestigio, cuyos directores eran meros ilustradores de guiones acartonados, convencionales y sensacionalistas, y que se hallaban al servicio de los productores y de las vedettes interpretativas. Estos directores hacían un cine plano, literario y viejo, descendiente directo y no evolucionado del naturalismo teatral, que se generalizó con la llegada —apresurada por imperativos comerciales— del sonoro, y que hacía del francés —que carecía de la diversificación y de los medios del americano, o de la pobreza absoluta del italiano— un cine bastardo y anticuado, impersonal y cínico, sin otra meta que la taquilla y los premios de festivales.
Por todo ello, resulta lógico que Truffaut se sintiera atraído por una concepción individualista de la creación cinematográfica, que, además, le autorizaba a expresarse —lo que sin duda deseaba— sin el freno de su timidez, ya que a través del cine podría contar, indirectamente, lo que por pudor no se atrevía. Desplazar la atención de los cinéfilos hacia el director, en detrimento de estrellas y guionistas, y atribuir al director y no al productor el control artístico de las películas, facilitaría su camino hacia la dirección de cine.
Esta contradicción entre los distintos cines que propugnaban, respectivamente, Bazin y sus discípulos debía ser despejada, y fruto de este intento son los primeros films de la «Nouvelle Vague», una vez que, abierta una brecha desde la crítica, pudieron atacar el problema del acceso a la profesión desde un ángulo económico (películas baratas) y formal. Educados en la admiración del cine clásico americano —que solía cumplir los requisitos exigidos por el realismo baziniano—, los nuevos cineastas soñaban con hacer films clásicos en su estilo y personales en el tema (de ahí el autobiografismo más o menos estilizado de algunos de estos primeros films). Pero como, por otra parte, los directores surgidos de «Cahiers» tenían —gracias a Langlois y la Cinémathèque Française— una cultura cinematográfica muy superior a la de sus antecesores, y habían realizado una reflexión crítica bastante profunda, empezaron a resucitar formas de expresión olvidadas, que, al fusionarse con sus originales ideas propias y con las enseñanzas del cine americano, dieron lugar a una nueva forma de cine, que tuvo algo de estética de grupo en sus principios y que luego habría de diversificarse y desarrollarse según la evolución de cada director.
La Peau douce |
De esta forma, y teniendo en cuenta que Truffaut es uno de los más típicos representantes de la «Nueva Ola» a mitad de camino entre el revolucionario Godard y el clasicista radical Rohmer, y sin las oscilaciones de Chabrol ni la discontinuidad de Rivette—, podemos apreciar cómo se manifiesta en Truffaut esta contradicción y cómo, poco a poco, se resuelve. Si, por vocación y carácter, Truffaut es un cineasta clásico, también hay que tener en cuenta que uno de los objetivos primordiales de la «N. V.» fue la conquista del público, para así consolidar en la práctica la victoria del nuevo cine, ganándose la confianza de los productores demostrando que un cine barato y personal —rodado por noveles— podía dar dinero, y poder seguir haciendo cine. Todo esto imponía una cierta dosis de novedad, atractiva pero asequible, y por eso Le Beau Serge y Les Cousins (1958), de Chabrol, o Les Quatre Cents Coups, son films claros, sencillos y poco llamativamente innovadores. Claro está que la forma de rodaje, la escasez de medios, la inexperiencia de los directores, su entusiasmo y su posición frente a lo que era entonces el grueso del cine francés, confirieron a estos films un aire renovador, no sólo en el terreno industrial, sino en el estilístico (y, por tanto, en la forma de comunicarse con el público): la cámara a mano, la libertad de estructura narrativa, los actores no profesionales o desconocidos, el rodaje en escenarios naturales, la iluminación realista, la escasez de efectos ópticos, etc., les daban una frescura que, en aquel momento, resultaba nueva.
Se buscaron temas ajenos al cine francés (Tirez sur le pianiste) o infrecuentes (Jules et Jim, Le Signe du Lion, Paris nous appartient), o provocativos (Hiroshima, mon amour, À bout de souffle); se experimentaba con la estructura (Resnais), el montaje y los tiempos muertos (Godard), el vocabulario, la psicología, la voz en off, la composición, la dirección de actores; se reenlazaba con el cine francés de los años 30 (Vigo, Renoir, Carné-Prévert), se injertaba la vitalidad y economía del cine americano de serie B, etcétera. En este período de penetración, experimentación y aprendizaje práctico se sitúa la primera etapa creativa de Truffaut, compuesta por tres films largos (Les Quatre Cents Coups, Tirez sur le pianiste, Jules et Jim) y un episodio de L'Amour à vingt ans (Antoine et Colette), todos ellos adscribibles al realismo poético y todos ellos en blanco y negro y pantalla Scope. Tras un año de inactividad, Truffaut reduce las dimensiones de sus imágenes y se embarca en una nueva etapa con La Peau douce, film analítico, clínico, no poetizado, y que supone una ruptura estilística radical: La piel suave, como más tarde Fahrenheit 451, La novia vestía de negro y La sirena del Mississippi, se coloca bajo el signo de Hitchcock y abandona en parte la influencia de Vigo, Renoir, Rossellini, Ophuls, Becker y Cocteau, que predominaba en los films anteriores. Seca, precisa, elíptica, apresurada, llena de tensión, La piel suave es la película más pesimista, más concreta y menos idealizada de Truffaut, ya que las más realistas de las restantes —la serie Doinel— son subjetivas y nostálgicas, y L'Enfant sauvage es un film de época.
La experiencia hitchcockiana —paralela a su larga entrevista con el maestro, publicada como Le Cinéma selon Alfred Hitchcock— hace más precisa su puesta en escena y le va tentando hacia lo inverosímil y lo imaginario. Contra ello reacciona en el montaje, y así corta una hora de La Peau douce, e introduce insertos, detalles y diálogos explicativos en Fahrenheit 451, intentando no perder contacto con lo real. Su pasión por lo verosímil, por lo probable, por la claridad y por la evidencia produce ciertos desequilibrios en estas dos películas, hasta que, por fin, se libera y deja vía libre a su imaginación en La Mariée était en noir, cuya, zigzagueante estructura elíptica repite, en un cuadro más realista y cotidiano, en Baisers volés, una de sus películas más maduras, y en la muy onírica y romántica La Sirène du Mississippi, su film más exaltado y audaz, ya que permite que la ficción imponga sus propias reglas y conduzca el relato de forma sorprendente, inesperada y provocadora. Tras este desahogo lírico, realizado desde la nueva seguridad que le ha dado el descubrir (Baisers volés, Domicile conjugal) en el cine de Ernst Lubitsch (Design for Living, Angel, Madame Dubarry, Die Puppe, To Be or Not to Be, The Shop Around the Corner, Lady Windermere’s Fan, Trouble in Paradise, Die Bergkatze) la forma de reconciliar y unir sus tendencias contrapuestas, Truffaut ha podido darnos su obra más perfecta, madura, serena y objetiva, L'Enfant sauvage, y se ha convertido en un cineasta clásico.
Publicado en el nº 103/104 de Nuestro Cine (noviembre-diciembre de 1970)
No hay comentarios:
Publicar un comentario